CAPÍTULO XXII

Un cadáver

LA espantosa convulsión del suelo había reducido el gran subterráneo a deplorable estado. Las gigantescas pilastras, que sostenían las altísimas bóvedas y que poco antes parecían poder resistir los terremotos más formidables del globo, yacían en tierra, partidas unas en treinta o cuarenta pedazos, y desmenuzadas otras; las paredes, que quizá durante millares de años habían desafiado, sin conmoverse, el embate de las aguas y las erupciones volcánicas, habíanse agrietado y presentaban enormes hendiduras, y las bóvedas, que quizá también durante miles de años sostenían el peso de montañas y aun de ciudades enteras, habían cedido y embarazaban, con sus restos, las orillas y el río. El lecho mismo de las aguas habíase elevado a causa del tremendo impulso e inclinándose de tal suerte, que la corriente bajaba con furia irresistible.

En todo el espacio alcanzado por la luz de las lámparas no se veían más que montañas de piedras, fragmentos de roca, y peñascos enormes, que habían hundido el terreno y yacían, en gran parte, sepultadas, junto con trozos de pilastras y de bóveda.

—¡Qué caos! —exclamó Burthon—. Ese maldito terremoto nos ha destruido de cabo a rabo la galería. ¡Vaya una fuerza!

—¿Habrá padecido así toda la galería? —preguntó O’Connor.

—Muy fuerte ha sido la sacudida —dijo Sir John—. Por espacio, lo menos, de doscientas o trescientas leguas hallaremos huellas de la convulsión terrestre.

—¿Se habrá sentido también en la superficie de la tierra?

—Sin duda alguna, Burthon. Sólo estamos a dos mil seiscientos pies de profundidad.

—Entonces habrá causado daños considerables.

—Tal vez a esta hora yacen miles de personas bajo las ruinas de alguna ciudad destruida.

—¿Miles de personas? Muchas me parecen, señor.

—Por lo visto, Burthon, no crees mucho en la violencia de los terremotos. Pero ¿qué dirás si yo te aseguro que el año 525 un terremoto sepultó, en Antioquía, a 250 000 personas?

—¡Qué atrocidad!

—¿Y que el terremoto del año 1755, en Lisboa, mató, sólo en seis minutos, 60-000 personas, y otro, en 1783, sepultó, en la Calabria, más de 40 000?

—¿Pero tan formidable es, pues, un terremoto?

—Nada resiste a semejantes convulsiones del suelo. Ni las ciudades, ni los montes, ni los océanos.

—¿Cómo? ¿Tampoco los océanos?

—También los mares son sacudidos terriblemente por los terremotos. En 1746, el Océano Pacífico se retiró dos veces y otras dos se lanzó con irresistible furia contra las costas del Perú, destruyendo enteramente a Lima, Callao, Cavalla, Guanapa y Otros dos puertos. De las veintitrés naves, que había ancladas en El Callao, hundiéronse diecinueve, y las otras cuatro, rotas las anclas, fueron arrastradas por la campiña y abandonadas en seco a gran distancia de la costa.

—¡Vaya una oleada que debió ser aquélla! —dijo O’Connor.

—¿Hizo muchas víctimas aquel terremoto? —preguntó Morgan.

—Muchísimas —respondió el ingeniero—. Baste decir que de los 4000 habitantes, que contaba El Callao, no sobrevivieron más que veintiséis.

—¡Qué desastre! —exclamó Burthon.

—Pues todavía fue inferior al terremoto que en 1755 padeció la costa de Portugal —continuó Sir John—. Esta vez la oleada tenía, notadlo bien, diecisiete metros de altura, y penetrando en él río Tajo, fue a estrellarse contra las casas de Lisboa, derribándolas como si fuesen de papel.

—¡Una ola de diecisiete metros de altura! ¡Qué atrocidad! —exclamó Morgan.

—Sí, Morgan. Esa muralla líquida embistió dieciocho veces la costa de Marruecos, y el golpe se sintió en Holanda, Alemania, Dinamarca, Noruega, Inglaterra, en las islas Canarias y hasta en América.

—¿También en América?

—También. En las islas Antillas, el mar se levantó cinco o seis metros.

—¡Pero, esos terremotos marinos son verdaderamente espantosos!

—Y todavía no he terminado. En 1783, otra ola, causada también por un movimiento sísmico, mató en un instante, a dos mil personas, que se hallaban reunidas en la costa de Sicilia, y, penetrando en Messina, que es una grande y bella ciudad de esta isla, hundió todas las naves ancladas en el puerto, y arruinó gran número de casas y palacios, matando a 12 000 personas. En 1835, otra ola de dimensiones gigantescas, se estrelló contra las costas de Chile, destruyendo a Talcahuano, y lanzando un navío a doscientas yardas, dentro de tierra.

—Decidme, señor: ¿las sacudidas sísmicas se propagan con mucha rapidez?

—Con muchísima, Morgan. Cuatro o cinco miriámetros por minuto.

—¿Y son todas iguales?

—No. Las hay horizontales, verticales y circulares.

—¿Cuáles son las más terribles?

—Para mí, las tres, porque todas tres causan grandes desastres. Y, ahora, enciende la máquina.

—¿Partimos? —preguntó Burthon.

—Sí. Quizá nos queda mucho que andar, y los víveres disminuyen a ojos vistas. Tú, O’Connor, tira fuera esos peñascos, que embarazan el bote.

Quince minutos después, anunciaba el maquinista que todo estaba preparado para partir. Fue recogida el ancla e izada a bordo, la hélice empezó a funcionar, y el Huascar se puso en marcha, remontando a pequeña velocidad la negra y rápida corriente del río.

Muy pronto se hizo dificilísima la navegación. A cada instante hallábanse bancos, levantados sin duda por la convulsión del suelo, y rocas enormes desprendidas del techo del subterráneo, y contra las cuales se estrellaba con virulento fragor el impetuoso raudal del agua.

O’Connor y Burthon veíanse obligados a sondear a cada momento el fondo, para que el bote no encallase o chocase con algún escollo.

Por fortuna, a eso de las diez de la noche, disminuyeron poco a poco aquellos obstáculos. La galería, mucho más estrecha y menos alta que la anterior, parecía no haber sufrido mucho a causa del terremoto. Sin embargo, en muchos sitios, especialmente en las orillas, que eran muy elevadas, divisábanse de tiempo en tiempo rocas enormes, y en las bóvedas veíanse hendiduras y profundas grietas.

A las once, Morgan lanzó el bote a tolda velocidad. La corriente del río no descendía ya con la furia de antes, y los bancos y escollos eran rarísimos.

—Reanudemos la vida ordinaria —dijo el ingeniero—. Tú, Morgan, y tú, O’Connor, haréis el primer cuarto de guardia, y después os reemplazaremos Burthon y yo.

Y ya iba a tenderse a proa, cuando sobrevino un choque que le hizo vacilar.

—¿Es una roca? —preguntó Burthon.

Morgan se inclinó rápidamente sobre el borde y vio una masa blanquecina que desapareció bajo la proa del Huascar.

Alargó la mano para cogerla, pero ya era tarde.

—¡Mira a popa, O’Connor! —gritó entonces.

El irlandés soltó la barra del timón y metió las manos en el agua. La masa blancuzca, poco antes visita, salió de debajo de la quilla del Huascar, pero la hélice la rechazó lejos, y la corriente la arrastró rápidamente.

—Para, Morgan —gritó el irlandés.

El maquinista obedeció prontamente, peto aquel objeto desconocido había desaparecido ya en las tinieblas.

—No veo nada —dijo O’Connor, proyectando la luz de una lámpara sobre el agua.

—¿Pero qué era? —preguntó el ingeniero.

—Una masa larga y blanca —dijo Morgan.

—Viremos de bordo y sigámosla —dijo Sir John.

El Huascar viró prontamente de bordo, y retrocedió con rapidez.

Recorridos doscientos cincuenta metros, Morgan estaba de pie sobre la banqueta de popa y junto a la chimenea, señaló hacia la masa blancuzca que iba a la deriva, desapareciendo unas veces bajo el agua, y volviendo otras a la superficie.

—Atención, O’Connor —gritó.

—Subid un poco más —dijo el marinero.

El objeto señalado estaba sólo a tres pasos de distancia. O’Connor se inclinó hacia fuera, alargó un brazo y lo cogió; pero inmediatamente lo soltó, lanzando un agudo grito.

—Amparadme, San Patricio —exclamó con terror.

Pero Burthon, que se hallaba junto a la máquina, metió prontamente un brazo en el agua, y a su vez asió el bulto.

—Ayudadme, Morgan —dijo.

El maquinista se puso a su lado y le prestó ayuda.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó el mestizo.

—¿Qué pasa? —preguntó Sir John.

—Que hemos pescado un cadáver —dijo Morgan.

—¡Un cadáver! —exclamó d ingeniero.

—Y de un negro africano —añadió Burthon.

—Y que huele horriblemente —dijo O’Connor.

—Izadle a bordo —ordenó el ingeniero—. ¡Un cadáver aquí, a dos mil seiscientos pies bajo la superficie de la tierra!

Morgan y Burthon, aunque aquel cadáver despedía insoportable hedor y el vestido de la tela blanca que lo cubría se desgarraba al asir de él, izáronlo a bordo. Sir John y los cazadores, pálidos y presa de vivísima emoción, se inclinaron sobre aquel cuerpo humano.

Era el de un hombre de cinco pies y siete pulgadas de altura, un verdadero gigante, con blusa y calzones de tela blanca, y altas y pesadas botas. Tenía la piel muy oscura y brillante; el pelo corto y canoso, como el de los africanos; los ojos, muy grandes; la frente, deprimida; la nariz, aplastada y ancha; los labios, gruesos, aunque descoloridos, y unos dientes magníficos, tan blancos como si fuesen de marfil.

El vientre de aquel individuo estaba muy dilatado y lleno de agua, y de en medio de su pecho se veía salir el mango de un cuchillo, cuya hoja debía de haberle partido el corazón.

—¿Qué enigma es éste? —exclamó el ingeniero—. ¿Cómo es que este hombre se halla aquí con un cuchillo en el pecio?… ¿De dónde viene? ¿Quién es? ¿Quién le ha asesinado?…

—¡Es para perder la cabeza! —dijo Burthon, que se hallaba en el colmo de la sorpresa—. Cualquier cosa hubiera esperado hallar en las entrañas de la tierra, menos el encuentro de un negro.

—¿Cómo explicáis esto, señor? —preguntó Morgan.

—Confieso que me hallo en grande confusión —respondió el ingeniero.

—¿Habrá alguna comunicación entre el río y la superficie de la tierra?

—Lo dudo mucho, Morgan.

—Tal vez este infeliz haya sido asesinado por alguna cuadrilla de bandidos, y arrojado después por algún pozo profundísimo o por el cráter de algún volcán apagado.

—Es posible, pero te repito que lo dudo mucho.

Poco después se inclinó sobre el cadáver del negro y le sacó el cuchillo que tenía clavado en el pecho. Era una navaja española, algo corva, de acero finísimo y con la empuñadura de cuero, marcada con tres estrellas.

Abrió luego una cajita y sacó el arma hallada veinte días antes; era exactamente igual: de hoja corva, acero finísimo, puño de cuerno, con tres estrellas y el mismo peso y largura.

—Amigos —dijo entonces el ingeniero, con voz alterada—. ¡Nos han precedido!