CAPÍTULO XVII
A la mañana del 15 de diciembre, esto es, dos días después del descubrimiento de la mina, los intrépidos exploradores dieron el último adiós a la luz del día que empezaba a descender del cráter, y dejaron para siempre el apagado volcán, dirigiéndose hacia el Sur.
El bote, cargado con más de 1600 kilos de carbón y lanzando alegremente nubes de humo, atravesó en pocos minutos el negro lago, y penetró bajo La galería meridional, lanzando agudos silbidos.
El nuevo canal tenía diez o doce metros de ancho, y las orillas en extremo quebradas; y su corriente era tan rápida que el ingeniero, no queriendo gastar inútilmente carbón, ordenó al punto Morgan que apagase la máquina, y a O’Connor que se pusiese a proa con una lámpara, a fin de evitar un choque imprevisto.
El subterráneo era altísimo y en su interior no se veía una nube de humo, señal evidente de haberse consumido el petróleo mezclado con las aguas. Sin embargo, las rocas conservaban todavía un calor no despreciable, y a veces salían por los tenebrosos antros laterales bocanadas de aire tan caliente que hacían muy dificultosa la respiración.
—¡Cuerpo de cañón! —exclamó Burthon, enjugándose el sudor que corría abundante por su rostro—. Paréceme estar en algún horno preparado a recibir el pan.
—Pues esto no es nada —respondió el ingeniero—. Cuanto más avancemos, más calor hará.
—¿Por qué?
—Por dos razones: La primera, las rocas, por hacer menos tiempo que sufrieron las llamas, despedirán más calor; y la segunda, porque bajamos con tal rapidez, que me da que pensar.
—¿Y qué importa que bajemos?
—Cuanto más nos alejemos de la superficie de la tierra, más calor habremos de sentir. A causa de la extraordinaria pendiente del canal, hemos bajado en sólo veinte minutos más de quince pies.
—Y decís que si seguimos bajando…
—Nos asaremos, amigo Burthon.
—¿Pero a qué profundidad estamos?
—A dos mil quinientos pies. Poco más o menos lo mismo que tiene la mina de Rosebridge.
—¿En qué proporción aumenta el calor?
—Cada setenta pies, aumenta un grado.
—Entonces, estamos ahora a una temperatura de treinta grados.
—Cerca le andas, Burthon.
—Esperemos que el río acabará de seguir bajando —dijo Morgan—, y que…
La frase fue interrumpida de pronto por un sordo trueno que se oyó sobre la orilla derecha, seguido inmediatamente por la caída de algunos goterones.
Burthon, que recibió una de aquellas gotas, lanzó un grito de dolor. Aquel agua, que caía espesa, y no se sabía de dónde, escaldaba como si estuviese hirviendo.
—¡A los remos! ¡A los remos! —gritó el ingeniero.
—¡Voto a sanes! ¿Qué lluvia es ésta? —exclamó Burthon, saltando a popa.
Los cuatro se precipitaron sobre los remos; pero no los habían metido aún en el agua, cuando cesó de improviso la extraña lluvia.
—¡Hola! —exclamó Burthon—. ¿Ha pasado ya la nube?
—No era una nube la que nos ha enviado ese agua hirviente —dijo el ingeniero—, sino un geisser, o surtidor de aguas termales.
—Pero si ya no llueve, Sir John —dijo Morgan.
—Porque la corriente nos ha alejado de donde antes. ¿No oyes al agua crepitar sobre el río?
—¿Y qué significa aquel sordo trueno?
—No lo sé. Atraquemos, y vayamos a verlo.
O’Connor y Burthon pusiéronse a remar vigorosamente, y después de viva lucha contra la corriente que descendía con extraordinaria fuerza, dirigieron el bote a la orilla derecha, y lo ataron sólidamente a un gran peñasco. Provistos de lámparas, saltaron los exploradores a tierra, y se encaramaron sobre la empinada orilla.
El sordo trueno, oído unos minutos antes, había cesado, lo mismo que la lluvia. Bajo la oscura bóveda del subterráneo, sólo se oían los mugidos de la corriente, que embestía furiosa las orillas, saltando sobre las rocas.
El ingeniero, puesto a la cabeza del grupo, examinó el terreno.
—Granito y toba silícea —dijo—. No veo ninguna señal de lavas.
Caminando con prudencia, adelantaron unos trescientos pasos; después se detuvieron de común acuerdo. A la luz de la lámpara veíase una espesa nube de vapores blanquecinos que salían de una especie de hoyo.
—¿Será otra mina ardiendo? —preguntó Burthon.
—Mejor; un manantial de agua caliente —dijo el ingeniero.
—¡Bueno! —murmuró O’Connor—. Coceremos un trozo de carne sin encender fuego. Será un caldo excelente.
—Vamos a ver —dijo Sir John.
Cuidando siempre de ver dónde ponían los pies, avanzaron hacia aquellos vapores, y llegaron en breve ante una gran hoya natural, llena hasta el borde de un agua limpísima, pero en extremo caliente. En el centro de aquel estanque descubrió el ingeniero una abertura de dos metros, por lo menos, de ancha, de la cual salían espesas nubes de vapor.
—Es un geisser —dijo Sir John.
—Es decir, un manantial de agua caliente —añadió Morgan.
—Ni más ni menos, maquinista; y se parece mucho al Gran geisser de Islandia.
—¿Y creéis, señor, que este señor geisser es el que nos ha rociado de agua caliente? —preguntó Burthon.
—Sí, amigo.
—Pero si esta agua está tranquila.
—¿Ves ese agujero que se abre en medio del fondo?
—Sí, le veo.
—Pues ése es el canal de erupción. Si esperamos, veremos salir por ahí un gran surtidor, y lanzarse a considerable altura.
—¿Estáis seguro de que sobrevendrá la erupción?
—Segurísimo. Pero podría tardar dos, cuatro y hasta quizá veinticuatro horas.
—¡Qué lástima!
—Sin embargo, podríamos provocarla. En Islandia, además del Gran geisser, hay otro llamado Strokkur, el cual, si se le irrita, arrojándole piedras, gruta.
—Será sin duda un geisser delicado. Aunque el pobre diablo tiene razón: la verdad es que las piedras no son manjares apetitosos.
—Irritemos a este geisser, señor —dijo Morgan.
—Probémoslo, al menos, maquinista. Traed peñascos.
El mestizo, Morgan y el irlandés amontonaron en poco tiempo junto al estanque varios fragmentos de roca. El ingeniero los cogió uno a uno y fue echándolos hábilmente en el canal de erupción.
—Mucho traga y bien digiere —dijo Burthon.
—Si no digiriese, no eructaría —dijo Sir John.
—Pero ved cómo empieza a irritarse. En verdad que tiene el tragadero demasiado estrecho.
Por el canal de erupción salían vapores mucho más densos que antes, y precediéndoles sordos mugidos que hacían temblar todo el estanque. Sin duda, aquella comida no le sentaba muy bien al geisser, que debía de ser muy delicado, según había dicho en burlas Burthon. De allí a poco oyóse una sorda detonación, comparable a la explosión de una mina, y una columna de agua surgió violentamente del canal, levantándose a más de treinta metros, con lo que, aumentadas de improviso las aguas del estanque, sobrepasaron el borde y se desparramaron, precipitándose por las pendientes.
Los cuatro hombres se retiraron presurosos después de haber recibido algunas gotas de aquel agua que estaba realmente hirviendo.
—¡Soberbio! —exclamó el mestizo.
—¡Magnífico! —añadió O’Connor.
El surtidor continuó subiendo por algunos minutos hasta casi tocar la bóveda del subterráneo, vomitando al mismo tiempo los fragmentos de roca lanzados por el ingeniero; después comenzó a bajar y, por fin, cesó del todo. Las aguas del estanque recobraron en seguida su antiguo nivel, y volvieron a mostrarse limpias y tranquilas.
—Sir John, ¿qué indica este geisser? —preguntó Burthon.
—La proximidad de un volcán —respondió el ingeniero.
—¡Ah! ¿Pues dónde nos hallamos?
—Debajo todavía de México. Embarquémonos, amigos.
Volvieron al bote, soltaron la amarra y reanudaron la navegación dirigiéndose siempre hacia el Sur, aunque con leve inclinación al Sudeste.
El río seguía corriendo sin torcer a la derecha ni a la izquierda, encajonado entre dos orillas extraordinariamente elevadas, y roídas de mil maneras por la furia de las aguas. De cuando en cuando, y casi siempre de considerable altura, caían con fragor torrentes que salpicaban de agua a los exploradores; y más a menudo, aunque siempre también con violencia, desembocaban en el canal pequeño raudales de agua, que embestían al bote hasta separarlo de su rumbo. Durante la jornada, O’Connor lanzó varias veces la red, con la esperanza de surtir su despensa de algún buen pescado; pero nada consiguió. Sin duda, aquellas negras aguas, impregnadas aún de no escasa cantidad de petróleo, no tenían peces. A las ocho de la noche, el ingeniero y O’Connor se acostaron para dormir un rato. Burthon y Morgan, que debían velar durante el primer cuarto de guardia, encendieron sus pipas y sentáronse, uno a popa al cuidado del timón, y el otro a proa, con la sonda en la mano.
A eso de las diez vio Morgan, no sin alguna sorpresa, vapores mucho más densos pasar ante las dos lámparas que alumbraban el bote. Levantóse y miró a babor y estribor, a proa y popa, pero no vio fuego ninguno. Metió una mano en el agua, pero la corriente estaba fría.
—¿Habrá por aquí algún otro geisser? —murmuró. Aplicó el oído y conteniendo la respiración escuchó atentísimamente, pero no percibió ningún estruendo, murmullo ni silbido. Sólo dejábase oír la corriente del río que se estrellaba con creciente furia contra las rocas.
—¿Oyes algo, Burthon? —preguntó entonces.
—No oigo nada —respondió el mestizo—; pero veo pasar nubes de humo.
Morgan fue a despertar al ingeniero y le informó sobre la presencia de aquellos vapores.
—Enciende la máquina, Morgan —respondió Sir John—. Nunca se sabe lo que puede acontecer en estos subterráneos.
El maquinista obedeció, y transcurridos quince minutos advirtió al ingeniero que la hélice estaba pronta a funcionar. En el mismo instante de decir esto, Burthon, que se hallaba sentado a proa, percibió un sordo murmullo que venía de lejos.
El ingeniero, preso de vaga inquietud, aplicó el oído y recomendando a sus compañeros que permaneciesen en silencio, escuchó. Hacia la parte baja del río, oíase claramente un extraño e inexplicable murmullo, acompañado de cuando en cuando por sordos mugidos.
—¿Qué irá a suceder? —se preguntó.
Conforme avanzaba el bote, crecía el calor y hacíanse más densos los vapores. Sin embargo, las aguas del canal continuaban frías. ¿Qué sorpresa preparaban aquellas nubes de humo a los audaces aventureros? ¿Hallábanse éstos perca de grandes fuentes termales, o de algún volcán en actividad? Nadie podía decirlo.
Durante diez minutos siguió avanzando el Huascar, arrastrado por la corriente e impulsado por la hélice; después, ordenó a Morgan el ingeniero:
—¡Da contra máquina!…
Las dos orillas del canal, que desde hacía algunos minutos se elevaban formando dos muros cortados a pico, habíanse unido de pronto y dejaban ver una especie de puerta, de apenas cuatro metros de ancho, por la cual salían, como a impulso de alguna fuerte ráfaga de aire, espesas nubes de vapores. Hacia el otro lado de la abertura, oíase un sordo murmullo, repelido por los ecos de las cavernas y acompañado, a intervalos de cinco o seis minutos, por truenos subterráneos.
El ingeniero cogió una pértiga, colgó a uno de sus extremos una lámpara y ordenó a Morgan que dirigiese el barco hacia aquella negra abertura.
El maquinista obedeció, y el Huascar, entre violentas oscilaciones, causadas por la extrema furia de la corriente, se acercó a la abertura, ante la cual permaneció casi inmóvil, funcionando a contrahélice. Sir John alargó en seguida la lámpara y miró. Al otro lado de aquella especie de puerta veíase hervir un vasto depósito de agua negrísima.
Y ¡cómo bullía! Los vapores que se levantaban eran tan densos que hacían difícil distinguir un objeto cualquiera a sólo tres metros de distancia.
—Da contra máquina —ordenó el ingeniero.
El Huascar abandonó la abertura y retrocedió por canal, remontándolo algunos centenares de metros.
—Amigos míos, ¿tenéis valor? —preguntó Sir John.
—¿Queréis entrar dentro de esas aguas hirvientes? —preguntaron con terror O’Connor y Burthon.
—Es preciso.
—¿Pero saldremos con vida? —preguntó Morgan.
—¿Quién puede asegurarlo? Juguemos una carta, Morgan.
Éste, O’Connor y Burthon miráronse entre sí con ansiedad. Aquellas negras aguas que hervían y aquellos sordos truenos que hacían temblar las bóvedas del subterráneo, les espantaban.
—Tentemos la suerte —dijo Morgan.
—Conformes —dijeron Burthon y O’Connor, después de vacilar unos instantes.
—¡Pues adelante a toda máquina! —ordenó Sir John audazmente—. Tú, Morgan, ponte a la máquina; tú, O’Connor, al timón, y Burthon y yo nos pondremos a proa.
—¡Dios nos proteja! —dijo O’Connor.
Un instante después el Huascar descendía a toda velocidad por el rio, trasponía la abertura y se lanzaba sobre las aguas hirvientes.
¡Qué espectáculo se ofreció entonces, a la rojiza luz de las lámparas, a los ojos de aquellos hombres audaces! A proa, a popa, a babor y estribor las aguas, negras como si fuesen tinta, hervían furiosamente, como si bajo ellas ardiese un fuego gigantesco. Nubes de vapor encendido y sofocante, que velaban la luz de las lámparas, levantábanse hacia la bóveda, empapando las ropas de los aventureros y volviendo a caer después, convertidas en gruesas gotas de agua, aun caliente.
Y encima y debajo de aquellas aguas y de aquellos vapores oíanse misteriosos truenos que hacían retemblar las rocas y helarse la sangre en las venas.
Los cuatro exploradores miraban con viva ansiedad aquel extraño espectáculo. Burthon, O’Connor y Morgan estaban mudos y pálidos de terror. Sólo Sir John conservaba su acostumbrado valor; pero una honda arruga surcaba su ancha frente. Quizá en aquellos truenos y en aquellas aguas hirvientes adivinaba el sabio hombre de ciencia algún terrible peligro; y quizá, también, no se engañaba.
El bote, lanzado a todo vapor, hendía las aguas con sonoro murmullo, mezclando su negro humo con las nubes blanquecinas de los vapores. ¡Pobre de ellos si a aquella velocidad hubiese chocado contra una roca! ¡Habrase roto, sin duda, en cien pedazos y ninguno de sus tripulantes habría salido vivo de aquella humeante caverna!
Poco a poco el calor se hizo intolerable. Quilla, flancos y aparejos del bote estaban abrasando, y la provisión de agua amenazaba romper a hervir dentro de los barriles. Los cuatro exploradores resistían con desesperada energía; pero no podían más. Sentíanse cocer vivos.
De allí a poco, el ingeniero se inclinó sobre las aguas y escuchó con profunda atención.
—¡Para, Morgan! —gritó luego.
El maquinista cerró inmediatamente la válvula. El bote recorrió unos trescientos metros, merced al impulso adquirido, y después se detuvo.
Sir John volvió a inclinarse sobre las humeantes aguas y aplicó nuevamente el oído, conteniendo la respiración.