CAPÍTULO XIX

Una erupción de lava

ALLÁ, bajo sus mismos pies, abrióse un espantoso abismo lleno de fuego, humo y chispas, de mil doscientos metros de ancho y lo menos mil quinientos de largo, y cuyas paredes, que conforme subían se estrechaban en forma de cono, estaban ennegrecidas, quemadas, hendidas por mil partes y abrasando desde el fondo hasta la cima.

Dentro de aquel abismo, y sólo diez metros más abajo de la abertura ocupada por el maquinista y el ingeniero, hervía como un remolino un líquido llameante, de color de bronce fundido y que ora se alzaba lentamente, ora rápidamente lanzando hacia el cráter de la montaña nubes de ceniza, rocas calcinadas, densas columnas de humo que todo lo obscurecían por unos instantes, minadas de chispas que se desparramaban por el cono y altas llamas que elevaban la temperatura hasta hacerla insoportable.

De cuando en cuando, con intervalos irregulares, sobre aquel líquido en el cual se fundían como pellas de manteca las rocas de basalto, toba, pórfido, granito y todo género de piedras por duras que fuesen, formábanse grandes cúmulos que estallaban de pronto con estruendo capaz de ser oído a diez o más millas de distancia.

Parecía entonces que la montaña entera se derrumbaba. Estremecíanse las rocas, oscilaban las bóvedas, hendíanse las paredes dando paso a las lavas que huían con algunos silbidos, desplomábanse de lo alto rocas y fragmentos con horroroso estruendo, y las burbujas de fuego lanzaban hacia el cráter con tremendo y formidable impulso columnas de ardiente líquido, arenas, cenizas, fragmentos de roca, torrentes de fuego, humo y chispas. Arriba y abajo oíanse terribles detonaciones, y bajo aquel lago de llamas sonaban sordos mugidos y después espantosos truenos, que hacían oscilar de nuevo las rocas, y las arrancaban nuevos fragmentos, y estremecían nuevamente las bóvedas.

Después de la explosión, volvían las lavas a bajar, y en seguida a subir, a formar nuevas burbujas, y sucedíanse nuevas explosiones, lanzando otra vez rocas, arenas, cenizas, humo, chispas y ardiente líquido.

El ingeniero y el maquinista, apretados uno contra otro, unidas las manos, ensordecidos por aquellos truenos y explosiones, sumergidos ya entre nubes de humo, ya entre torrentes de chispas, contemplaban, con mezcla de curiosidad y de espanto, aquel abismo, que ni un solo instante permanecía en quietud y silencio. Nunca habían visto los dos hombres un espectáculo como aquél; jamás habían oído tantos truenas, ni visto tan gran cantidad de lava, tal océano de llamas, tales torrentes de chispas y nubarrones de humo. Bien valía la pena haber llegado hasta allí, con peligro de ser abrasados, para ver aquella escena infernal.

Diez minutos llevaban allí, permaneciendo prudentemente bajo el arco de aquella especie de puerta para no correr peligro de recibir alguna roca en el cráneo, cuando de pronto la lava se alzaba casi hasta sus pies, amenazando derramarse por el otro lado de la pendiente e invadir la gigantesca caverna surcada por el río. El ingeniero arrastró violentamente hacia atrás a su compañero, separándose tras el saliente de una roca.

Ya era tiempo. Las enormes burbujas que se habían formado en la superficie de las lavas, estallaron instantes después con terrible violencia, lanzando un chorro de ardiente líquido hacia la abertura ocupada poco antes por los dos exploradores. La detonación fue tan formidable que se desplomó un gigantesco trozo de cráter con indescriptible estruendo, levantando inmensos chorros de lava, y la sacudida del aire fue tal, que el ingeniero y el maquinista fueron echados violentamente a tierra.

Después de aquella explosión, la superficie líquida volvió al punto a bajar, pero pocos minutos después rasaba de nuevo el borde de la abertura, y aun lo salvaban algunos chorros, corriendo precipitadamente por la colina abajo.

Sir John, temiendo una repentina inundación del ardiente líquido y habiendo ya satisfecho su curiosidad, bajó con rápido paso la pendiente, seguido del maquinista.

A lo lejos, e iluminados por las llamas del volcán, veíanse, junto al bote, a Burthon y O’Connor, que agitaban vivamente sus pañuelos, como invitando a sus compañeros a unirse pronto con ellos.

Sin duda al oír aquellos tremendos estallidos, temían que de improviso se desplomasen las bóvedas de la gran caverna, de las cuales caían de cuando en cuando numerosos fragmentos de roca.

A la mitad de la pendiente, no viendo él ingeniero y el maquinista aparecer aún la lava, retardaron un poco el paso y se quitaron los aparatos Rouquayrol.

—Y bien, Morgan, ¿qué te parece gato? —preguntó el ingeniero.

—Que bien vale la pena bajar a las entrañas de la tierra para ver estos espectáculos, señor —respondió el maquinista—. ¡Magnífico! ¡Soberbio! ¡Grandioso! Aunque viviese mil años, no lo olvidaría nunca, nunca.

—Estos espectáculos, Morgan, se ven muy raras veces. Si nuestro maravilloso viaje por debajo de las dos Américas ofrece grandes peligros, también ofrece vistas estupendas.

—Pero ¿qué volcán crees que es éste?

—Supongo que el Colima[12].

—¿Teméis que la lava baje hasta esta caverna?

—Sí, y dentro de muy poco.

—Decidme, señor, ¿contienen solamente lava los volcanes?

—Algunas veces contienen también agua hirviendo, y estas erupciones no son menos terribles que las otras. Si la memoria no me engaña, en 1727 el volcán irlandés llamado el Oraefe arrojó tal cantidad de agua caliente que llegó a fundir una montaña entera de hielo, llamada la Plaga. En 1775 acaeció una erupción semejante en el Etna, volcán de Sicilia, cuyas nieves se deshicieron rápidamente y causaron una grande inundación. Los volcanes de las cordilleras, especialmente el Cotopaxi, han arrojado también muy a menudo agua hirviendo en extraordinaria cantidad, haciendo fundirse las nieves y los hielos.

—¿Habéis notado, señor, el escaso calor que despedía la lava aún cuando llegaba hasta pocos pasos de nosotros?

—Sí, Morgan.

—¿Y de qué depende esto?

—De la costra de escorias que se forma en seguida sobre las lavas. Esta costra es muy mala conductora del calor, y por eso impide su expansión. Se ha observado muchas veces que los torrentes de lava que salen de los volcanes, no son capaces de liquidar las nieves. Muchos viajeros han visto debajo de las lavas nieves antiquísimas. Lyele las vio bajo la lava eruptada por el Etna. Phillips, bajo las del Nuevo De Chillan, y geólogos americanos, bajo las del monte Hodker. Y para que veas un manifiesto ejemplo de la escasa irradiación calorífica de las lavas, en 1560 el volcán irlandés Kutlagaya arrojó a un tiempo lava y fragmentos de hielo.

—¿Cómo? ¿Un volcán arrojando hielo junto con lava? —exclama el maquinista.

—Sí, Morgan; lava y trozos de hielo.

—Es increíble, señor.

—Y, sin embargo, es cierto, Morgan.

—Pero si la costra de escorias impide la expansión del calor, las lavas conservarán éste bajo la costra durante algún tiempo.

—Durante varios años.

—¿Qué decís, señor?

—Y a veces durante un siglo. Algunos viajeros dignos de crédito han afirmado que hallaron lava todavía caliente al cabo de un siglo de ser arrojada.

—Es extra…

Un tremendo estallido, sólo comparado a la explosión simultánea de quinientos cañones, cortó la frase. La gran caverna osciló fuertemente de Este a Oeste, sacudiendo las inmensas columnas, y diez o doce peñascos de varias toneladas de peso se desplomaron de la bóveda, cayendo con indescriptible ruido.

—¡Aprieta los talones, Morgan! —dijo el ingeniero.

—¿Reventará acaso el volcán?… ¡Diablo! ¡Mirad, señor, mirad!

Sir John se volvió hacia el volcán. Por la abertura irrumpía, junto con densas nubes de humo y oleadas de chispas, un ancho torrente de lava, brillante, magnífico, soberbio.

—¡Huyamos! —dijo Morgan.

—No corremos peligro alguno —respondió el ingeniero—. ¡Mira, Morgan; mira qué espectáculo!

El torrente, de color de bronce fundido, bajaba por la colina con furia irresistible, calcinando las rocas, y unas veces desapareciendo entre ellas, otras precipitándose en forma de cascada, ya corriendo en línea recta, ya trazando curvas caprichosas y consumiéndolo y devorándolo todo en su camino. Pero en la mitad de La ladera, aquel espantoso torrente que parecía no habría jamás de detenerse, disminuyó su rapidez, perdiendo su magnífico esplendor. Empezaba entonces a cubrirse de escorias rojizas que intentaban solidificarse y aprisionarlo. Al final de la pendiente el torrente se detuvo; pero poco después, rota la costra que lo envolvía, continuó su carrera hacia el río, brillante y encendido como antes, y empujando delante de sí las escorias, que rebotaban con sonido metálico.

A cuatrocientos pasos de los dos exploradores, detuviéronle de nuevo las escorias, pero volvió a romperlas, siguió su camino, alimentado de nuevo por la lava que salía del volcán en cantidad extraordinaria. Pasó a diez pasos del ingeniero, y después se encajonó en el cauce de un antiguo arroyuelo y desapareció hacia el Norte, corriendo en sentido paralelo a la costa.

—Acércate, Morgan —dijo Sir John.

El maquinista se aproximó al torrente, que estaba ya cubierto de una sólida costra rojiza formada por bellísimos cristales.

—¿Despide calor? —preguntó el ingeniero.

—No, absolutamente nada —respondió el maquinista.

—Y, sin embargo, debajo de la costra sigue corriendo la lava.

—Probemos a romperla.

El ingeniero, con un golpe de su chuzo de hierro, quebró la costra. Debajo apareció la lava brillante, como si acabase de salir del volcán, y ardiendo como el bronce fundido acabado de salir del horno.

—¿Corre? —preguntó Morgan.

—Sí, y con mucha velocidad.

—¿Cuándo se detendrá?

—Cuando el volcán deje de alimentaría. Pero vamos al bote, Morgan; pueden bajar nuevos torrentes de lava y cortarnos el camino.

El ingeniero y el maquinista se pusieron de nuevo en marcha, y en breve espacio se reunieron con el mestizo y el irlandés, que eran presa de vivísima inquietud.

—Partamos, Sir John —dijo O’Connor, que estaba muy pálido—. Tengo miedo de que el volcán reviente.

—No tengas miedo de eso, marinero —respondió el señor Webber—. Sin embargo, salgamos de esta caverna.

Embarcáronse los cuatro, mientras un nuevo torrente de lava mucho más ancho y más impetuoso que el primero, bajaba por la colina dirigiéndose hacia un ancho barranco. Burthon y O’Connor cogieron dos pértigas y empujaron al Huascar fuera del pequeño seno.

—¿Dónde vamos? —preguntó Morgan.

—Remontemos el río —contestó el ingeniero—. Es nuestro camino.

En seguida comenzó la hélice a girar y el Huascar se puso en marcha con velocidad de ocho nudos por hora, dirigiéndose hacia el extremo meridional de la gran caverna, donde se abría una tenebrosa y vasta galería.

Sir John miró por última vez el volcán, que continuaba vomitando con sordos mugidos que hacían temblar la bóveda y oscilar las altísimas columnas de la caverna. Por la abertura descendían furiosamente las lavas, rebotando de roca en roca con magnífico aspecto y formando innumerables arroyos que se juntaban cerca del río en un ancho torrente. Sobre aquellas lavas ondeaban grandes nubes de humo rojizo y turbiones de chispas.

—¿Sobre qué llanuras lanzará el monstruo sus ardientes rocas y extenderá sus cenizas? —murmuró el ingeniero meditabundo—. ¡Oh! ¡Tendría gusto en saberlo!

A las doce en punto de la noche entraba a todo vapor el Huascar en la obscura galería.