CAPÍTULO XIV
APENAS entró el bote en aquel lago, cuando un magnífico espectáculo se ofreció a los ojos del ingeniero y sus amigos.
Hallábanse éstos, no ya en el interior de una caverna, sino en las entrañas de un gigantesco volcán apagado, que se alzaba en forma de cono, con las paredes cubiertas de viejas lavas, ora lisas, ora salientes y reentrantes, agrietadas y consumidas por el fuego. En la cima abríase un ancho cráter, cubierto de plantas trepadoras que se balanceaban a impulsos del viento exterior, y desde allí bajaba en línea recta un gran rayo color de oro, que se quebraba sobre las rocas de un pequeño islote situado en medio del lago.
—Soberbio espectáculo —exclamó Burthon.
—Magnífico —añadió O’Connor.
—Admirable —dijo Morgan, mirando el rayo de luz que bajaba del cráter.
—¿Es esto un volcán? —preguntó el mestizo.
—Sí, pero apagado —respondió Sir John.
—¿Se podrá subir al cráter?
—¿No ves que son lisas las paredes?
—¡Qué lástima! Daría un mes de mi vida por salir de aquí y respirar dos bocanadas de aire calentándome al sol.
—El aire lo respirarás aquí abajo, y el sol lo tomarás en aquel islote.
—Vamos, pues, a él —dijo O’Connor—. Allí podremos ver el sol a nuestro placer.
Morgan, Burthon y el marinero se inclinaron sobre los remos e hicieron volar al bote sobre aquellas oscuras aguas, que al agitarse exhalaban, cosa extraña, un olor ingratísimo. Remaron con tanta furia, que un cuarto de hora después llegaron al islote, graciosa roca de setenta u ochenta metros de diámetro y que se alzaba como una giba de camello, salpicada de masas de basalto negro y viejas lavas, apagadas quizá desde hacía muchos siglos. Burthon y O’Connor saltaron a tierra y clavaron sus ojos en la abertura del volcán, a pesar de que el rayo de sol caía a plomo sobre sus cabezas.
—Miradlo, miradlo —exclamó el mestizo, que seguía mirando, exponiéndose a quedarse ciego.
—Cerrad los ojos, imprudentes —les dijo Sir John.
—¿Por qué? —preguntó O’Connor.
—Porque perderéis la vista para mucho tiempo, si miráis de ese modo al sol. Hace muchos días que vuestros ojos no ven más que la luz de las lámparas.
—Allí hay más pájaros. Miradlos —exclamó Morgan.
El ingeniero miró hacia la abertura del viejo volcán y vio muchos puntos negros bajar del cráter y posarse a lo largo de las paredes.
—Es imposible matar ninguno —dijo—. Están a más de mil ochocientos metros de nosotros.
—Decidme, señor, ¿qué montaña será ésta?
—No es posible saberlo con certidumbre; pero, según mis cálculos, debemos de hallarnos debajo de la Sierra Madre. Vamos a recorrer el islote.
Sir John y Morgan dejaron al mestizo y al irlandés contemplar aquel rayo de sol, que tendía a desaparecer.
Y se encaramaron sobre la giba del islote. Las rocas eran en ciertos sitios duras y negras; en otros más blandas, grises y surcadas por antiguos restos de lava. En lo más alto de sus flancos abríanse algunas grutas, pero tan bajas y embarazadas de peñascos y lavas, que no era posible penetrar dentro. Morgan, que examinaba atentamente cada roca y Hendidura, descubrió algunos pequeños tallos de líquenes muy negros y duros, y hongos gigantescos que caían pulverizados apenas los tocaba.
Bajaron de la cima por la pared opuesta, y en pocos instantes llegaron a la orilla, contra la cual venían a murmurar dulcemente las aguas del lago. De pronto percibió de nuevo Sir John aquel extraño olor que ya había notado poco antes cuando el bote navegaba.
—¿No notas un olor especial, Morgan? —preguntó.
—Sí, percibo un olor…; calla; juraría que a petróleo.
Sir John se inclinó sobre d agua, cogió algunas gotas en la palma de la mano, y las probó.
—Estas aguas contienen abundante cantidad de petróleo —dijo, escupiendo.
—Pero ¿de dónde sale este petróleo? —preguntó el maquinista.
—De algún manantial que desemboca en d lago.
—Mas, para saturar una masa de agua tan grande, se necesitan miles y aun quizá millones de litros.
—América tiene en sus entrañas manantiales inmensos de petróleo, tan grandes, que bastan durante varios siglos para surtir a todo el mundo.
—He aquí, pues, una mina de petróleo inútil e ignorada.
—Tiempo vendrá en que alguien la descubra, no lo dudes.
—Y ése tal se hará millonario.
—Todos los reyes del petróleo se han hecho millonarios; pero también muchos se han arruinado en poquísimo tiempo. Conozco a uno de ellos que devoró en poquísimo tiempo los millones que había amontonado sin casi ningún esfuerzo, y ahora es un mísero portero; otro, que era hijo de una pobre viuda, llegó a derrochar, en sólo veinte meses, nada menos que ocho millones.
—¿Son muchos los manantiales descubiertos?
—Se pueden contar por los dedos; pero últimamente se descubrieron algunos en Canadá, Pensilvania y Virginia.
—¿Dónde se halló el primer manantial?
—El primero de alguna importancia fue descubierto en las cercanías de Titusville el año 1859. Durante ocho meses sucesivos produjo cerca de 500 litros de petróleo al día, que equivalen a diez barriles. Hoy, los pozos dan, por término medio, de 10 000 a 12 000 barriles, o sean 180 000 litros diarios.
—Lo suficiente para inundar una provincia entera. ¿Y cuántos barriles se exportan a Europa?
—El año 1868, Amberes recibió 400 000 barriles (seis millones de litros); Brema, 350 000 barriles (5 150 000 litros); Cork y Gibraltar, casi otros tantos; Francia, 292 000 barriles (4 350 000 litros). Total: millón y medio de barriles (20 880 000 litros).
—A ese paso, dentro de algunos siglos se habrán agotado los manantiales.
—Pero entonces ya no será necesario el petróleo.
Probablemente le habrá sustituido la luz eléctrica.
Detuviéronse algún tiempo más charlando y fumando en aquel sitio, y cuando las tinieblas invadieron el inmenso cono, pusiéronse de nuevo en marcha, siguiendo La quebrada orilla del islote. En diez minutos llegaron al barco, junto al cual O’Connor y Burthon hacían hervir ollas, pucheros y cacerolas.
—¡Qué lujo y qué aroma! —exclamó el ingeniero, sonriendo.
—Os hemos preparado una comida magnífica —dijo el mestizo, que atizaba el fuego y movía el contenido de cacerolas y marmitas.
—¿Se puede saber cuál es el menú?
—Si el cocinero lo permite…
—Permitido —dijo el irlandés, que no estaba menos atareado que su compañero.
—Pues helo aquí: arroz con guisantes; jamón cocido con coliflor en vinagre; carne salada con judías; arenques secos; atún en aceite; frutas secas, y por último, un pudding.
—Pero ¿y los vinos? —preguntó Morgan.
Burthon no respondió. Había levantado la cabeza y miraba hacia el cráter, iluminado todavía por los últimos rayos del sol poniente.
—¡Ya tenemos asado! —exclamó—. Sir John, os ofrezco una comida completa.
Oíase en el aire un grito agudísimo que se aproximaba rápidamente. Una verdadera nube de pájaros descendía sobre el islote.
—¡Dadme un fusil! —exclamó Morgan.
Burthon corrió al bote, empuñó su carabina, La cargó con balines, apuntó a la nube y disparó.
Una docena de aves cayeron entre las rocas del islote, mientras las otras, espantadas por aquella detonación, se remontaban rápidamente.
—¡Ya tenemos asado fresco! ¡Hurra! ¡Hurra! —exclamó O’Connor.
Pero de pronto, y a quinientos o seiscientos metros del islote, una llama rojiza se alzó sobre la superficie del lago, extendiéndose con increíble rapidez.
—¡Cuerpo de cañón! —exclamó el mestizo, poniéndose pálido como un muerto—. ¿Qué sucede?
—¡Que el petróleo se ha inflamado! —gritó Sir John—. ¡Al bote, corramos al bote!
Todos se precipitaron hacia el Huascar, pero era ya demasiado tarde para huir; las llamas habían rodeado islote y continuaban extendiéndose y levantándose.
—¡Estarnos perdidos! —gritó Morgan.
—¡A tierra el bote, y pongamos en salvo la pólvora! —gritó Sir John.
Ocho robustos brazos asieron el Huascar, y con una fuerte sacudida lo pusieron en seco.
Después, el ingeniero y sus amigos se apoderaron del barril de la pólvora, y se proveyeron de los aparatos Rouquayrol[9], colocándoselos al punto en su sitio.
Morgan abrió un barril de agua, empapó en ella cuatro gruesas mantas, las distribuyó entre sus compañeros, quedándose él con una; en seguida se encaramaron los cuatro sobre la cima del islote, llevando consigo la caja de las municiones.
Ya era tiempo. El lago hallábase cubierto de una punta a otra de lenguas de fuego, que iluminaban vivamente el inmenso cono. Era un espectáculo asombroso, jamás visto, y al mismo tiempo, terrible. Eran mil, diez mil, veinte mil llamas que se levantaban y bajaban con contracciones de serpiente; rojas unas, blanquecinas y azuladas otras; era, en suma, un mar de fuego, un verdadero infierno. Densas nubes de negrísimo y hediondo humo ondeaban sobre todas aquellas llamas, y rozando las paredes del cono levantábanse hacia el cráter, poniendo en fuga a las aves, que lanzaban agudos chillidos, abandonando sus nidos y sus polluelos.
Sir John, O’Connor, Burthon y Morgan, bien envueltos en las mantas empapadas de agua y estrechamente unidos, contemplaban con admiración y temor aquel espectáculo. No hablaban, pero se apretaban fuertemente unos a otros las manos, como si quisieran comunicarse entre sí sus pensamientos, su admiración, sus inquietudes y espanto.
Poco a poco el mar de fuego se extendió, comunicándose al río que alimentaba al lago y al que éste salía.
Un calor espantoso invadió al cono, cuyas paredes pusiéronse al rojo blanco. No parecía sino que el antiguo volcán habíase despertado de pronto, llenándose de inflamadas lavas.
Por fortuna, las llamas, después de haberse levantado a más de doce metros y hecho hervir una y otra vez las aguas del lago, encendiendo y ahumando las paredes del antiguo volcán, comenzaron a menguar por falta de líquido combustible.
Apagóse el río alimentador y después la extremidad septentrional del lago.
Las llamas, decreciendo cada vez más, se retiraron luego, dejando libre el islote y desaparecieron, por fin, bajo la galería del río de descarga; galería que durante algunos minutos se iluminó con luz siniestra, dejando ver las caprichosas formas de sus vedas y columnas.