CAPÍTULO XXI
LA presión verdaderamente enorme que ejercen sobre los continentes las aguas de los mares, la poca resistencia en algunos sitios de los terrenos y las mil y mil grietas que a menudo se abren a consecuencia de sacudidas internas más o menos fuertes, hacen que una cantidad no corta de agua penetre a través de las capas de nuestro globo.
De aquí que se formen arroyos, y tal vez ríos impetuosos que, alimentados sin cesar, se abren paso a viva fuerza por entre los terrenos blandos, y continúan descendiendo indefinidamente, ya dividiéndose y subdividiéndose en anchos raudales o en lagos tal vez inmensos.
Este continuo movimiento, este incesante roce con las rocas, algunas de las cuales fácilmente se disuelven, y con masas metálicas aun sin oxidar, y la compresión de las capas superiores, desarrollan un calor que, a veces, llega a ser verdaderamente intenso. Sucede entonces que el agua se convierte en vapor, el cual, reforzado por otros gases producidos por la descomposición de las diversas clases de terrenos, tienden a expandirse. Un día estos vapores no hallan ya cabida en las cavernas subterráneas, y derriban con fuerza increíble sus paredes, causando terribles sacudidas, conocidas con el nombre de terremotos.
Una de estas explosiones, producida tal vez por enorme cantidad de gases, había sido la que hizo hundirse la galería que hacía días iban recorriendo los cuatro buscadores del tesoro de los Incas.
Las paredes de las cavernas subterráneas que aprisionaban aquellos vapores, habían sido violentamente empujadas por aquel poderoso estallido, transmitiendo la sacudida a los terrenos adyacentes. Las galerías, después de violenta oscilación, habían cedido, las rocas se habían derrumbado, habíase abierto y cerrado y vuéltose a abrir y cerrar la corteza terrestre, haciendo bambolearse y caer cuanto ella sostenía. Tal vez ciudades enteras, horriblemente sacudidas, habían sido arrastradas en pocos instantes; acaso también algunas montañas, levantadas primero violentamente e inclinadas luego, se habían derrumbado, causando Dios sabe qué espantosas ruinas y destruyendo innumerables vidas humanas[13].
La repentina caída, la violenta impresión experimentada y, sobre todo, la lluvia de piedras que había precedido al derrumbamiento de la gigantesca roca, habían hecho que Burthon, Morgan y O’Connor se desmayasen. Sólo el ingeniero, aunque lastimado por un grueso peñasco, que había recibido sobre sus espaldas, no había perdido el sentido, a su extraordinaria y admirable sangre fría, en medio de aquella espantosa convulsión del suelo.
Apenas cesaron las sacudidas y la lluvia de rocas, púsose prontamente en pie y se lanzó hacia el río para llegar al bote, pero fue a chocar contra una roca, que cerraba por aquel lado toda salida. Entonces retrocedió, intentando salir por otra parte, pero una nueva roca le impidió seguir adelante. Miró en derredor, pero no vio más que espesas tinieblas, por estar apagadas las lámparas. Tendióse en tierra, y tanteando primero el terreno por miedo a caer en alguna hendidura, se arrastró hacia el lugar ocupado por sus compañeros.
Lo primero con que tropezó su mano fue una lámpara. Encendió yesca, abrió la red metálica y prendió fuego a la mecha, que esparció alrededor una hermosa luz.
—¿Sois vos, señor? —preguntó al punto una voz.
El ingeniero se volvió y vio junto a sí a Morgan, muy pálido, aunque sano y salvo.
—Te creía muerto, maquinista —dijo Sir John—. ¿Te has roto alguna parte del cuerpo?
—Estoy magullado, pero, gracias a Dios, sin lesión alguna.
—¿Sabes, Morgan, que tenemos buena suerte?
—Ya lo veo, señor. Lo que es yo, no creí salir con vida.
—¿Dónde están los otros?
—Helos allí, uno sobre otro.
—Dios quiera que estén vivos.
El ingeniero se acercó a Burthon y le sacudió vigorosamente. Un enérgico ¡Cuerno de ciervo!, salió de los labios del mestizo.
—Amigo, amigo —dijo Sir John—. ¡Gracias a Dios que no estás muerto!
El mestizo abrió los ojos y miró alrededor con viva curiosidad.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En el subterráneo.
—¿Pero qué ha sucedido? Paréceme haber oído un grande estruendo y visto caer la bóveda sobre mi cráneo. ¿Habré, tal vez, soñado?
—No has soñado, Burthon. Un tremendo terremoto ha derrumbado la galería entera.
—¡Oh! ¡Un terremoto!
Púsose en pie; movió primero los brazos, luego las piernas, y se dobló hacia adelante y hacia atrás.
—Parece que no he padecido fractura alguna —dijo—. Y O’Connor, ¿dónde está?
—Aquí estoy —respondió el marinero, con voz aún temblorosa.
—¿Estás entero? —preguntó Morgan.
—Sí, pero un poco magullado. Han caído ocho o diez peñascos sobre mis costillas, y pesaban bastante. Pero ¿dónde hemos caído nosotros?
—En ningún sitio. La bóveda es la que se ha desplomado.
—Enciende otra lámpara, Burthon —dijo el ingeniero—. Temo, amigos míos, que el terremoto nos haya encerrado entre cuatro sólidos muros.
—¿Habremos, pues, de quedarnos aquí? —preguntó Burthon.
—¿Y el bote? —interrogó O’Connor—. ¿Habrá sido aplastado por las rocas?
—Es probable —respondió el ingeniero, esforzándose en aparecer tranquilo.
—Entonces, estamos perdidos —dijo Morgan—. No tenemos más que dos panes de bizcocho y medio litro de agua.
—Y quizá medio litro de aceite en las lámparas —añadió Burthon.
—Excavaremos hasta hallar el Huascar —dijo Sir John—. Por fortuna, tenemos dos picos. Examinemos nuestra prisión, amigos.
Levantó la lámpara y miró la bóveda del encierro; era sólida y sin hendidura alguna. Por aquella parte no era posible salir, pues sobre aquella enorme losa de granito debía de haber caído, sin duda, una montaña de peñascos.
—Examinemos los muros de esta caverna —dijo.
Los cuatro sepultados vivos, con las lámparas en alto, dieron una vuelta por la prisión, que era muy vasta, golpeando los muros con los picos, para ver si al otro lado se percibía algún ruido; pero el sonido de las rocas era siempre sordo, señal evidente de que por todas partes había piedras y quizá gigantescas rocas desprendidas de la bóveda del subterráneo. El ingeniero se dirigió, por último, hacia el río. Por allí había una profunda brecha, formada por la ribera del canal.
Morgan cogió una lámpara y miró abajo. En seguida lanzó un grito:
—¡El bote! ¡El bote!
El maquinista, no se engañaba. En el fondo de aquella profunda brecha, donde aún se veía un poco de agua, estaba el bote, inclinado a babor y lleno de piedras, pero, al parecer, todavía en muy buen estado. La gran losa de granito, que había salvado de una muerte segura a los cuatro hombres, había preservado también al valeroso Huascar.
—Dios nos protege —dijo Sir John, con alguna emoción—. Amigos míos, estamos salvados.
—¡Cuerpo de cañón! —exclamó el mestizo—. Jamás me habría consolado de la pérdida de nuestro bravo bajel. Pero, decidme, Sir John, ¿cómo lo sacaremos de aquí?
—Excavando una galería.
—¿Y hallaremos después el río? —preguntó Morgan.
—Así lo espero, maquinista. Bajemos al barranco.
Una vez en él, saltó el ingeniero al bote, y detrás de él Burthon, O’Connor y Morgan. El Huascar fue examinado minuciosamente, pero sólo había sufrido alguna ligera avería de fácil reparación.
El ingeniero miró luego atentamente el agua encerrada en el barranco, esperando verla correr, pero estaba completamente inmóvil.
Examinó la roca, que había separado del río aquel poco de agua, y cogiendo después un pico, la golpeó.
—Al otro lado hay espacio libre —dijo—. Guardad silencio.
Apoyó una oreja en la pared, y escuchó, con profundo recogimiento.
—¿Se oye algo? —preguntó Morgan.
—Sí; un sordo murmullo —respondió Sir John—. El río corre al otro lado de la roca. Apresurémonos a trabajar antes que llegue a faltarnos el aire.
Y empuñando su bowieknife (puñal), trazó con él, sobre la roca, un semicírculo bastante grande y algo prolongado bajo la superficie del agua. Morgan, Burthon y O’Connor, armados de picos, pusiéronse a manejarlos con gran furia, arrancando gruesos trozos de granito. Hacia el mediodía habían sido excavados dos pies de roca. Los cazadores, extenuados y cubiertos de sudor, despacharon rápidamente una abundante comida, y al punto reanudaron el duro trabajo, ayudados por el propio Sir John.
A las tres de la tarde, después de un vigoroso golpe de pico de Burthon, oyóse un agudo silbido.
—Este silbido indica la presencia del agua —dijo el ingeniero—. Cava fuerte, Burthon.
El mestizo alzó el pico, y golpeó la roca con fuerza irresistible. Abrióse un agujero del tamaño de una cabeza humana, y un chorro de agua saltó sobre el barranco ocupado por el bote.
—¡Bien! —exclamó Morgan, alejando de un empujón al Huascar.
Con tres o cuatro golpes de pico ensancharon el agujero y al chorro de agua sucedió un impetuoso torrente, que en menos de quince minutos elevó treinta y cinco centímetros el nivel del agua.
Cuando se estableció el equilibrio entre el agua de dentro y la de fuera, O’Connor y Burthon se desnudaron y penetraron en la cavidad para ensancharla, en lo que trabajaron tan animosamente, que a las cuatro podía pasar ya el bote.
—¿Ves algo? —preguntó el ingeniero a Burthon, que miraba por el otro lado de la abertura.
—Veo agua, que corre con gran rapidez y muge furiosamente —respondió el mestizo.
—A bordo, amigos; y tú, Morgan, prepara un ancla.
—Ya está —respondió el maquinista.
—Apenas te avise, échala. Empujemos el bote, compañeros.
Empuñaron varias pértigas y empujaron el Huascar por la abertura.
Dos veces rozó la quilla con la roca del fondo, pero el bote pasó, y entró en el negro río, que descendía del Sur con gran violencia, llenando el subterráneo de sordos fragores.
—¡Echa el ancla! —gritó Sir John.
Morgan obedeció, y el Huascar, arrastrado por las aguas, recorrió quince pasos, y después viró de bordo y se detuvo.
Una vez más habíanse salvado los audaces buscadores del tesoro de los Incas.