CAPÍTULO V
EL Huascar, dotado de una potente máquina vertical y de largo horno, era en verdad un excelente andador. Al poderoso empuje de la hélice, que mordía furiosa las negras aguas, corría con fantástica rapidez, dejando en pos de sí una estela fosforescente que brillaba con maravilloso fulgor en aquella obscuridad casi absoluta.
Por babor y estribor, iluminados por la rojiza luz de las dos lámparas de seguridad, colocadas a proa, pasaban confusamente rocas inmensas, rectas las unas, curvas o cóncavas o rasgadas las otras, erizadas de espantosas puntas, algunas de las cuales llegaban casi a rozar los flancos de acero del veloz bote; después, estalactitas y estalagmitas de formas extrañas, maravillosas, que despedían fantásticos fulgores; columnatas inmensas, cuya altura se perdía en las tinieblas; bloques de vistosas rocas conformadas de mil maneras y obscuras y profundas cavernas o galerías, dentro de las cuales mugían o hervían impetuosos torrentes.
Sir John y sus compañeros, sentados a bordo del bote, contemplaban silenciosos las orillas que huían rápidamente, y las aguas que bramaban dentro de fiords numerosísimos; y escuchaban con ansiedad los sordos mugidos del vapor, que se propagaban de caverna en caverna despertando los ecos, dormidos quizá desde hacía más de trescientos años.
Aunque dotados de valor realmente extraordinario, al verse nuestros hombres allí abajo, entre aquellas bóvedas inmensas y siniestras aguas, y a más de seiscientos pies debajo de la superficie de la tierra, sentíanse vivamente conmovidos, y aun espantados de su propia audacia. El mismo ingeniero, alma de aquella expedición, miraba un tanto tembloroso las bóvedas que se sucedían unas a otras, y bajo las cuales volaba el barco con creciente rapidez, hundiéndose en las entrañas de la tierra.
—¿Qué es lo que sientes? —dijo, volviéndose hacia Burthon, que había perdido su acostumbrada locuacidad.
—Debo confesaros, Sir John, que estoy espantado —respondió el mestizo—. Paréceme que estoy a mil leguas bajo la corteza terrestre.
—Pues apenas hemos empezado.
—Se necesita valor para meterse aquí dentro.
—Lo sé, Burthon, y espero que no nos faltará.
—¿Creéis vos que lograremos vencer todos los obstáculos que encontremos?
—Confío en ello, ya que disponemos de poderosos medios. No nos detendrán ni las rocas ni el fuego.
—¿El fuego?… ¿Encontraremos fuego?
—No lo aseguro, pero lo temo. Dentro de diez o doce días lo sabremos por la dirección que tome el subterráneo: si atraviesa el golfo de México, probablemente no hallaremos grandes obstáculos, pero si pasa bajo el gran istmo de la América Central, tendremos que luchar probablemente con los volcanes.
—Quizá muramos asfixiados.
—Para evitar eso es para lo que he traído conmigo los aparatos Rouquayrol.
—¿Y cómo nos libraremos de las lavas?
—No lo sé; pero yo te aseguro que pasaremos, Burthon Además, si pasaron los indios, no sé por qué no habremos de pasar nosotros.
—Y creéis…
—¡Calla! —dijo el ingeniero—. ¿Qué estruendo es ése?
—¡Cuidado! —gritó O’Connor, que estaba en pie a proa, observando la corriente—. ¡Atiende a la barra, Morgan!
—¿Qué sucede? —preguntó Sir John, acercándose a proa.
—Allí hay rompientes —respondió el marinero.
—¿Se las ve?
—No; pero estoy seguro de ello. La corriente se quiebra con gran furia.
A proa oíase un mugido formidable.
Los ecos de las cavernas repetían aquel fragor con tal intensidad como si doscientos o trescientos pasos más adelante hubiese alguna gran catarata.
—Coged los remos —dijo el ingeniero, levantando una lámpara—. Aunque el bote es duro como una roca, podría serle fatal un choque, ¡eh, Morgan! Haz parar la hélice.
El estruendo habíase vuelto tan formidable que ahogaba las voces de los hombres. A la luz de las lámparas, divisábanse confusamente a babor y estribor rocas monstruosas, negras, erizadas de horribles puntas, contra las cuajes rompíanse furiosamente las aguas. Un movimiento mal hecho del timón habría bastado para que el bote se hiciese añicos, a pesar de su solidísima construcción.
Durante diez minutos el Huascar, detenido unas veces, empujado otras a la derecha o a la izquierda, navegó lentamente entre aquella doble fila de escollos; después, desembocó en un vasto antro, una especie de gigantesca cueva, donde la corriente hacíase sentir débilmente.
El ingeniero se irguió cuan alto era con una lámpara en la mano, pero la bóveda era tan elevada, que no podía divisarse; inclinóse luego hacia babor y estribor, pero las orillas ya no eran visibles.
—¿Dónde nos hallamos? —preguntó Burthon.
—No sé más que tú —respondió Sir John—. Pero parece que hemos entrado en una caverna vastísima. Dispara un fusil, para que veamos la altura de la bóveda.
Burthon cogió una carabina, la amartilló e hizo fuego. Un fragor espantoso siguió a la repentina detonación. Los ecos de la inmensa caverna, despertados bruscamente, doblaron y centuplicaron la descarga de tal modo, que la bóveda pareció derrumbarse toda a un tiempo, y hasta algunas enormes rocas, sin duda mal adheridas, desplomáronse de la bóveda, levantando las aguas a monstruosa altura.
—¡Oh! —exclamó Burthon, temblando a su pesar—. ¡Mirad, Sir John, mirad!
El ingeniero, que seguía mirando hacia arriba, bajó la cabeza. Un espectáculo extraño e inaudito se presentó a sus ojos.
A derecha e izquierda, por detrás y por delante, en un trecho vastísimo, vivísimos relámpagos surcaban las negras aguas de aquella caverna. Eran mil, dos mil, diez mil surcos de fuego que aparecían y desaparecían con fulmínea rapidez, y se cruzaban de infinitas maneras, rotos los unos, quebrados, retorcidos y semicirculares los otros.
—¿Qué es esto? —preguntó Burthon.
—¡Son fantasmas! —chilló el supersticioso O’Connor, haciendo precipitadamente la señal de la cruz.
—Son peces que bullen en las aguas saturadas de huevas —dijo el ingeniero.
—¡Si pescásemos alguno! —exclamó Burthon.
—¿Estás loco? —replicó O’Connor—; lo que pescarás es algún diablo.
—Echa la red —dijo el ingeniero—. Tengo curiosidad por ver qué clase de peces viven aquí abajo.
Burthon fue a proa a buscar una pequeña red que el previsor ingeniero había traído, y la arrojó a popa, mientras el barco, empujado por una débil corriente, avanzaba por el centro de la espaciosa caverna.
Las aguas habíanse ya calmado, y los surcos luminosos eran rarísimos. Sir John, Morgan, O’Connor y el mestizo, inclinados sobre la popa, espiaban ansiosamente la llegada de los peces.
—Helos aquí —murmuró al poco rato el mestizo.
Un ligero surco luminoso había aparecido a pocos pasos del bote. Casi en seguida, O’Connor, que empuñaba el extremo de la red, sintió tal sacudida, que se le estremecieron los brazos.
—Iza, Burthon —murmuró—. El diablo está cocido.
Cuatro brazos vigorosos levantaron la red, que se agitaba endiabladamente. Apenas estuvo fuera del agua, el ingeniero acercó a ella la lámpara.
—¡Hola! —exclamó—. ¡Si es una anguila!
—¡Tripas de tiburón! —murmuró el mestizo—. ¡Y de dos metros de larga! ¡Izad!
La red fue izada a bordo y arrojada en el fondo del bote. Un pez, o mejor dicho, una especie de serpiente, de casi dos metros de larga y tan gruesa como el brazo de un hombre, se agitaba desesperadamente entre las mallas, tratando de romperlas.
—Poco a poco, querida —dijo Burthon—. Nuestro puchero te está esperando.
Y alargando una mano, la cogió; pero apenas la hubo tocado, cuando se sintió derribado de espaldas, y un grito de dolor se escapó de sus labios.
El ingeniero, inquieto, se precipitó sobre él.
—¿Qué te ha sucedido? —le preguntó.
—¡He sido fulminado! —balbuceó el pobre mestizo—. He recibido una descarga eléctrica.
—¡Por Júpiter! —exclamó O’Connor, saltando detrás de la maquina—. ¡Hemos pescado un diablo!
—No la toques, Morgan —dijo el ingeniero, viendo al maquinista que iba a coger la gigantesca anguila.
—La mataré de una cuchillada —dijo Morgan.
—Te fulminará también. Mátala de un balazo.
Morgan amartilló un revólver, y metió una bala en la cabeza de la anguila, que después de haberse retorcido de mil maneras, quedó, por fin, inmóvil.
El ingeniero la examinó atentamente a la luz de la lámpara. Era, como hemos dicho, de dos metros de larga, de forma cilíndrica, serpentiforme y con la cola desmesuradamente larga en comparación con el resto del cuerpo.
—¿Qué bicho es éste? —preguntó Morgan.
—Un pez que yo jamás había visto —respondió Sir John.
—¿No se parece a alguno de los conocidos?
—Sí, al gimnoto.
—¿Y qué es ese señor gimnoto? —preguntó Burthon, que se frotaba los miembros todavía entumecidos.
—Una anguila parecida a ésta, y que posee la misma cualidad de causar descargas eléctricas.
—¿Y son buenos de comer esos gimnotos?
—Los indios de la América del Sur los comen.
—Pues si son comestibles los gimnotos, también lo será esta serpiente. Para vengarme me daré un atracón de ella.
—¿Y si este pez fulminase también después de muerto? —preguntó O’Connor, que se mantenía prudentemente a distancia.
—¿No ves cómo lo tengo impunemente en la mano? —respondió el ingeniero—. No temas ya, marinero.
—¡Hum! —murmuró el irlandés, moviendo la cabeza—. Ahí anda la cola del diablo, estoy seguro.
—Encendamos fuego, y pongamos a cocer este gim… mig… ¡Vaya unos nombres que se inventan para aturdir a los cristianos!
—Espera un poco, Burthon —dijo el ingeniero—. Iremos a comer a la orilla. ¡Eh, Morgan, a tu máquina!
El maquinista se colocó junto al hornillo, y pocos instantes después navegaba el bote hacia el Oeste, dejando tras sí una estela fosforescente.
Conforme iba avanzando veíanse enormes columnatas, gallardamente talladas, surgir sobre la negra masa de las aguas y levantarse hacia la bóveda a la cual debían sin duda unirse. O’Connor, que había empuñado la barra del timón, tenía que hacer grandes esfuerzos para sortearlas.
Habían ya recorrido tres millas, cuando el ingeniero divisó a doce o trece metros de proa una masa confusa de rocas. Apenas tuvo tiempo de chillar:
—¡Da contra máquina! ¡Vira!
El vaporcito viró impetuosamente de bordo, yendo a juntarse con las rocas, con las cuales chocó con un sonido metálico que hizo vibrar los ecos de la gigantesca cueva.
Sir John saltó a la orilla y ató el barco a la punta de una roca. O’Connor y el mestizo le siguieron con dos lámparas, mientras que Morgan apagaba la caldera.
—¿A dónde vamos? —preguntó Burthon.
—Allá arriba, sobre aquella meseta —respondió el ingeniero.
Los tres hombres se encaramaron sobre las rocas, húmedas y negras, y llegaron a la meseta; Burthon, deseoso de saber hasta dónde llegaba la ribera, avanzó un poco más, alumbrándose con la lámpara, en tanto que O’Connor improvisaba una hornilla con algunos fragmentos de rocas.
Mas apenas hubo andado el primero cincuenta pasos, cuando se le oyó gritar, con voz espantada:
—¡Venid, Sir John, venid!