CAPÍTULO IV

Aquello no era llover, ni siquiera orvallar: una agua fina, como espolvoreada, lo envolvía todo, lo mojaba todo. Así, la gabardina raída de la Iris, que me esperaba acodada a una pilastra de cemento. Se había puesto un velito impermeable por encima del pelo rubio, teñido; los ojos grandes, como espantados, le aparecían debajo del velito. Yo empecé a contar, en el bolsillo, las perras de su café, y se las ofrecí sin decir palabra; pero ella las rechazó.

—El tío ese, el que llamáis don José, acaba de mandarme recado de que puedo sentarme a una mesa y tomar algo gratis, café o copa de aguardiente. Pero… tengo algo que decirte, por eso te esperé aquí.

La cogí del brazo y juntos nos encaminamos a la puerta del café. Ella se retiró el velillo.

—Sí. Tengo algo que decirte. Se refiere a esa de las tetas caídas, la Rufina. Yo no me fiaría de ella. La he visto recibir dos duros de ese que paga a la Amparo.

La tía que cantaba en la esquina roja del café había cambiado: ahora era una de ésas, gordas y fofas, a las que les da por lo patriótico.

España: claveles rojos,

hembras de carne morena

que tienen negros los ojos

y el alma de Macarena.

España: claveles rojos…

La Amparo no había llegado todavía. La Iris me empujó hacia su rincón, vino la Rufina, la Iris no pidió nada; se quitó la gabardina, la echó sobre una silla y se sentó. Yo presenciaba de pie todas esas operaciones.

—Hazme caso. A una puta como yo se le paga por acostarse con ella. Cuando son otros los servicios, ¡malo! Eso es lo de la Rufina. Te habrás fijado en que tiene las tetas caídas. Nadie va con ella y, sin embargo, ese tío que le paga a la Amparo le dio dos duros, dos duros de plata, que lo he visto yo. Fue ayer, de noche, cuando los fletes se iban, cuando todas nos íbamos, también la Amparo. La Rufina estaba a la puerta, viéndonos salir. Ese que paga a la Amparo se había quedado atrás y habló con ella, no sé qué se dijeron, no fue nada de irse juntos porque él dio una carrerita hasta alcanzar a la Amparo, la cogió del brazo y se fue con ella. Pero le había dado dos duros a la Rufina, dos duros de plata contantes y sonantes, que yo los vi y los oí, aquí mismo, a la puerta, donde estamos ahora. Yo ya había salido, pero quedaba cerca. Por eso oí y vi. Yo que tú no me fiaría un pelo de la Rufina. Estas tías, ya viejas, que no hay quien vaya con ellas, son malas, óyeme, malos bichos. La Rufina y la Juana. ¿No has visto a la Rufina lo derecha que estaba cuando me preguntó qué iba a tomar? Por eso le dije que nada. Es un mal bicho. Hazme caso, yo no me fiaría de ella. Tú te vas todas las tardes con la Amparo, te fuiste ayer y anteayer, que bien os vi yo. Haces bien en irte con la Amparo, que está buena, ya lo creo: está muy buena. Yo también me iría contigo, sin cobrarte nada, porque supongo que la Amparo tampoco te cobra…

Se abrió la puerta del café, entró la Amparo, no nos miró, fue derecha a su mesa, que estaba vacía.

—Ahí la tienes. Vete con ella. Pero hazme caso y no te fíes de la Rufina. Es un mal bicho. Y no te olvides de lo que te dije: cuando el tío ese le prohíba a la Amparo venir por aquí, puedes irte conmigo. Yo tampoco te cobraré, por lo menos las primeras veces, dos o tres. Eres un buen muchacho. Guárdate las perras que vas a darme, que te harán falta esta tarde. Te llegan para el cine, ¿no?

Pero yo ya no la oía. La Amparo me esperaba en su mesa. Se había quitado el impermeable y lo dejaba encima de una silla. Yo coloqué el mío a su lado.

—Hola, guapo. ¿Qué dice mi hombrecito de por las tardes?

Se acercaba la Rufina, sonriente. Se dirigió a la Amparo:

—¿Qué va a ser? ¿Lo de siempre?

Traía una sonrisa, la Rufina. Una sonrisa que parecía artificial, recortada de alguna parte y pegada allí, encima y alrededor de la fea boca de la Rufina: una boca con dientes podridos e incompletos. Yo había cogido con mi mano la que Amparo había dejado, como al descuido, junto a mí.

—Te tengo que cortar las uñas. Cuando te viene me las clavas en la espalda y, aunque a mí no me duela, después se nota: un negrón pequeñito por cada uña, ahí mismo, al lado de eso que los señoritos llamáis la espina dorsal y nosotras el espinazo. Apréndetelo bien, el espinazo.

Había sacado de su bolso unas tijeritas y empezado a recortarme las uñas de aquella mano. Yo le ofrecí la otra, y me la recortó también. Mientras tanto, la Rufina había traído dos cafés solos y dos copas de aguardiente que había puesto delante de la Amparo, delante de mí. Desde su rincón, la Iris nos miraba y sonreía. Yo recordé sus palabras: «No te fíes de la Rufina, es un mal bicho.» La Amparo había terminado con mis uñas; abandonó mis manos y guardó las tijeritas en su bolso. Yo vertí la copa en la tacita del café: me gustaba más así, mezclado, que por separado, el café por una parte, el aguardiente por la otra, como los tomaba la Amparo: sorbito de café y sorbito de aguardiente.

—¿Te pido otra copa? Hoy necesito que estés fuerte: te voy a pedir más de lo que me das cada día.

Le dije que no con la cabeza. Ella se puso en pie y me cogió del brazo como para levantarme. Lo hice con mis fuerzas, no con las suyas; lo hice ágilmente, para que viera que no necesitaba de otra copa.

—Pagaremos luego. Ahora vente conmigo.

Ya sabía dónde iba a llevarme. Me puse el impermeable, el abrigo, lo que traía puesto, y la seguí. La alcancé en la puerta y la tomé del brazo. Lo último que recuerdo es la sonrisa de la Iris que nos miraba desde su rincón.

Muchas veces he pensado que el que ahora es mi cuñado y entonces no lo era todavía, calculó mal y lo hizo peor: el Sabino, como le llamaba yo, o Ése, como le llamaba la Amparo, nos esperaba donde ésta vivía, tumbado en la cama que él pagaba. Nos esperaba agazapado en la oscuridad, de manera que cuando la Amparo hizo clic con la lámpara apareció él encima de la cama, vestido, restregándose los ojos e insultándonos. Tenía que haber esperado, para aparecer, a que estuviésemos desnudos, a que estuviésemos metidos en la cama, no antes de que nada de eso sucediese, uno a un lado, otro a otro y él, en el medio, no sabía bien a quién insultar más fuerte, si a ella o a mí, llamándola «zorra», llamándome «hijo de puta», pues ya sabíamos que lo era, al menos, ella. Llamarle «zorra» a la Amparo era como llamar cordillera al Himalaya; pero llamarme a mí lo que me había llamado era más discutible, porque mi hermana era lo mismo que yo, hijos de la misma madre, sólo que ella era hembra y tenía de novio a Sabino, con el que se iba a casar, como que ya estaba pedida, y yo era el macho del asunto. Sabino nos pegó a los dos, no sé si a mí porque le pegaba a la Amparo y yo me metí a defenderla, o le pegó a la Amparo porque primero me pegaba a mí y ella se metió por el medio. La verdad es que el Sabino no tenía media hostia, pero tanto Amparo como yo convinimos luego en que no le faltaba la razón, toda la razón del mundo, para pegarle a ella, para pegarme a mí o para pegarnos a los dos, que fue lo que hizo antes de marcharse dando un portazo. La dueña de la pensión se plañía de aquel escándalo que nunca se había visto ni oído tal en su casa. Pero la verdad es que la Amparo con sus narices hinchadas, yo con un ojo a la virulé, nos metimos en la cama y le pusimos los cuernos otra vez al Sabino. Después nos fuimos cada uno por su lado: ella, seguramente, al café donde había quedado por pagar la consumición de aquella tarde; yo, al periódico, donde a aquella hora llegaba el director, al que dije que cuando hablase con su amigo de Asturias le dijese que sí, que yo me iba allá en cualesquiera condiciones. Después me fui al muelle a esperar a mi padre, pero el barco no había llegado todavía.