CAPÍTULO XII

A fin de septiembre arreciaron las lluvias, y con octubre llegaron las primeras compañías teatrales. No puedo recordar una pieza de teatro, o una compañía, sin verme al mismo tiempo metido en mi impermeable con la capucha echada, en contraste con los demás, que llevaban trinchera y usaban paraguas. Hasta en esto se denunciaba que yo no pertenecía al cotarro, y aquel impermeable y aquella capucha me denunciaban como forastero, como ajeno a aquel clan que aplaudía o no aplaudía las comedias que a mí me gustaban y que uno no podía decir públicamente cuál era su opinión porque estaba mal visto: le llamaban a uno «intelectual» y eso no era de recibo.

Las críticas o, mejor dicho, las notas sobre las compañías importantes y las grandes actrices las escribía un señorito, casi tan joven como yo, que no entendía una palabra de teatro, aunque sí de actores y de actrices, pero de una manera humana: «Fulana es una puta y yo me acuesto con ella, pero con Fulano no quiero nada porque es maricón y lo sabe todo el mundo. Que Fulano y Fulana estén casados es de esas cosas que pasan en el mundo de la farándula, que no tiene nada que ver con el nuestro.» Pasaron estrenos, como La Calle, de Elmer Rice, o Santa Juana, de Bernard Shaw, y aquel mequetrefe consideraba que los actores eran más importantes que los textos y los despachaba con la misma frase: «dijeron bien la letra que se les había encomendado»; que esa letra fuese aplaudida o silenciada, como en el caso de Santa Juana, oída con el mayor respeto por un teatro a rebosar pero sin un solo aplauso, eran episodios que no valían la pena. Para mí sí la valía, pero yo no tenía voz ni voto. El director me había dicho: «Le pensaba dar a usted la crítica de teatro, pero tengo un compromiso con uno de los de aquí. Usted ya me entiende. Repartiré entre los dos lo que vaya viniendo. Pero usted irá a todas las comedias y me dirá a mí lo que le han parecido.» En eso habíamos quedado, el director y yo, y en eso estábamos: «Me ha gustado», «No me ha gustado», era lo que le soplaba al oído cada vez que había ocasión.

Aquella chica pertenecía al elenco de una compañía de segunda, por no decir de tercera: una de esas compañías que se forman de cualquier modo alrededor de un nombre, y es a este nombre o a este hombre a lo que se va a ver, lo demás no interesa. Pero aquella chica no era mala; lo que pasa es que estaba sin hacer, como persona y como actriz: como persona, tenía pocos años; como actriz, era la primera vez que se veía en tales lides, aunque su madre fuera una profesional de las tablas e incluso hubiera gozado de cierta fama allá por principios del siglo: era hija de un periodista conocido, nacida en La Habana cuando aún era española, y había estado liada con un general famoso de quien tenía dos hijos. Aquella niña, al salir a escena, resbaló en algo que había en las tablas y cayó cuan larga era. El teatro entero la aplaudió y ella, puesta de pie, dio las gracias con una gracia torpe e ingenua que le valió una segunda ovación, y a mí, que aquella noche estaba de crítico, me impulsó a conocerla. Así empezó la amistad, por no decir los amores entre aquella niña y yo, que la llamaba «cuarto kilo de mujer»; ella me llamaba a mí de alguna manera equivalente, pero de la que me he olvidado. También he olvidado la comedia durante cuyo primer acto cayó la niña aquella, que se llamaba Rosita, aunque su madre quisiera llamarla Rosa y los demás de la compañía, Rosaura, que quizá fuese más pedante o les trajese reminiscencias clásicas: a mí me hubiera gustado que se llamara Elia o Helena, con hache, y también Beatriz, porque aquella zeta al final daba mucho rumbo al nombre, pero se llamaba Rosa, vulgarmente Rosa, y a veces Rosita, que es como yo la llamaba: ni siquiera Rosina, que traía cierto recuerdo teatral, sino Rosita. En una de las comedias, el primer actor y cabeza de la compañía se tocaba con un fez rojo y decía «Muratis», quizá para que le tomasen por más turco de lo que era, o de lo que se hacía, pues creo recordar que el meollo de la comedia era ése: un tipo a quien las circunstancias hacían pasar por turco, habiendo turcos en escena, no sé si Rosita era uno de ellos. El otro recuerdo que tengo es el de un rincón del Museo del Prado, precisamente aquel donde se alineaban, con las obras pertenecientes a Rafael, las que se le atribuían. No sé si la comedia se llamaba La perla de Rafael y si en su primer acto había resbalado y había caído Rosita. Lo que me llamó la atención, lo que me puso inmediatamente de su lado, fue que antes de levantarse se arregló la falda de manera que el público no le viese los muslos, aquellos muslos largos y delgados que tenía.

Yo me las compuse para ser presentado a ella; mejor dicho, a su madre, que también se llamaba Rosa, aunque con el «doña» por delante: «doña Rosa» por aquí, «doña Rosa» por allá: «Lo que a usted le interesa no es esta vieja que le acaban de presentar, sino su hija. Me parece natural. ¡Ven acá, niña!»

—Yo soy —dije temblando—, yo soy…

—¿Quién es usted? Alguien que no sabe quién es, un medio tonto.

—Me llamo… Fulano de tal.

Le dije mi nombre, le dije quién era, le dije que hacía la crítica para un periódico local, le dije que al día siguiente me referiría a su caída, y al día siguiente me recibió con una sonrisa de oreja a oreja porque había hablado de ella, del resbalón y de los aplausos recibidos. Casi esto ocupaba lo que yo llamaba mi crítica sin referirme para nada ni a la comedia ni a sus autores (eran varios, dos o tres) ni al figurón que la interpretaba. El cual pasó por mi lado, aquella segunda tarde, sin mirarme siquiera y sin preguntar quién era y qué hacía allí. El figurón había protestado porque no le nombraba, ni siquiera le nombraba, en mi crítica: aquello que yo llamaba mi crítica y que no era más que la crónica de un suceso, al fin y al cabo, lo que yo hacía todos los días. El figurón llevó su protesta a lo más alto y amenazó con retirar las dos entradas gratuitas y bien situadas con que se nos obsequiaba cada mañana. Ya conocíamos el sobre. Me lo daban sin abrir y yo llevaba conmigo a alguien de la tertulia del café, generalmente a Domínguez, que gustaba del «astracán» y reía como un loco cada vez que el figurón decía «Muratis» o algo semejante.

—Pues no está tan mal el andova. Debería usted por lo menos haberlo citado, y así no hubiera tenido pretexto para armarle este follón que le armó.

Me atreví a convidar a Rosita a tomar café. Fue después de comer. A los pocos minutos habíamos enmudecido, ella y yo, porque no teníamos nada de qué hablar. Ella salió del apuro airosamente: me empezó a contar las interioridades de la compañía y las conquistas del figurón, a quien nadie se le resistía a pesar de estar casado y de llevar a su mujer con él, su pobre mujer, que quedaba en el hotel, decían que atada a la cama, pero Rosita no lo había creído nunca. Contaba aquellas cosas con total desparpajo, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Lo contaba con voz distinta y con actitud distinta, singularmente en la cara y en las manos: parecía otra mujer, parecía una mujer. Pero pronto se le acabó la cuerda, quiero decir las interioridades de la compañía. Menos mal que había llegado la hora de llevarla al teatro: yo la llevé, entré con ella, y la dejé a la puerta misma del camerino donde a aquella hora su madre se pintarrajeaba. Tuve tiempo de invitarla a comer para el día siguiente, con la esperanza de que ella no aceptase; pero ella retrasó la respuesta, haciéndola depender del permiso de su madre.

—Vuelve en uno de los entreactos —me dijo.

Volví y me dijo que sí, «y ya te contaré todo lo que me dijo mi madre al respecto de las precauciones que tengo que tomar».

Fui a buscarla a la pensión donde vivía. Acababa de levantarse y no había desayunado, pero no me lo dijo para que yo, antes de la comida, le ofreciese un aperitivo. La llevé a un restaurante que había visto cerca del teatro; la llevé, pero antes, antes incluso de buscarla a ella, me había enterado del precio del cubierto, por si mis ahorros no daban para tanto. Pero me sobraba dinero para invitarla a tomar café como el día anterior, y lucirme con ella ante mis amigos y el trío, que nos estarían mirando. Ella pidió unas fabes y un bisté con patatas, yo pedí lo mismo que ella, aunque no me gustasen gran cosa ninguno de los platos elegidos: el uno porque era regional y yo odiaba por principio todos los platos regionales; el otro porque me lo daban con frecuencia en la pensión: sota, caballo y rey, como decía Domínguez. Bisté con patatas tocaba los lunes, miércoles y viernes a mediodía.

Durante la comida no hubo problema: hablé yo sólo, hablé de teatro, del antiguo y del moderno, de los autores conocidos y de los desconocidos. Rosita me miraba encandilada: nunca había visto ni oído cosa igual. Se me terminó oportunamente el repertorio. Pagué y la llevé al café; fue allí donde ella habló largamente de todo lo que su madre había dicho y recomendado. Lo dijo todo con su segunda voz, como una artista que era, pero a mí me gustaba más tímida y muda, con sus grandes ojos abiertos, como cuando me había escuchado. Lo que su madre le había dicho y recomendado no pasaba de puerilidad, incluso para mí que no sabía de la misa la media: que no fuese provocativa, que no me enseñase las piernas más arriba de la rodilla y, si se inclinaba, tuviese la precaución de llevarse la mano al escote y de retenerla allí, evitando de esta manera que se le viese la ropa interior. Así lo dijo: «la ropa interior», y me miró y se rió. «La ropa interior», repitió. Entonces, yo la miré: aquello que no nombraba, sólo apuntaba, aquí y allá, hacía falta toda mi perspicacia para adivinarlo debajo del traje, que debía de tapar otras cosas que tampoco habían crecido y a las cuales Rosita no se había referido para nada, ni su madre tampoco, al parecer. Se conoce que no contaban para ella.

Yo creo que a partir de aquel momento le inventé una personalidad que estaba lejos de tener, una personalidad doble, quizá resultado de mis lecturas antiguas o de mis lecturas recientes, no sabría decirlo. Dotada de esta doble personalidad la pensé siempre, hasta ahora, creo yo, en que veo a Rosita, o Rosaura, como la llamaban sus compañeros, como una joven tímida que se defendía de su timidez echando mano de los recursos de aquel arte que estaba aprendiendo: el de interpretarlo todo, incluso una mujer de varias personalidades.

Por alguna razón, todas las que había conocido hasta entonces, mi madre, mi hermana y sus amigas, la Amparo y las suyas, más aquellas conocidas de última hora, dos criadas de servicio y una dueña de pensión, se me antojaban vulgares y, sobre todo, inmediatamente comprensibles, porque tenían una sola personalidad y actuaban con ella; pero Rosita era distinta, no había más que escucharla. O por lo menos eso era lo que yo pensaba al dejarla por segunda vez a la puerta del camerino de su madre y oír de sus labios una vaga invitación a comer que no concretaba ni el día ni la hora, pero que iba envuelta en el tono más afectuoso. Yo me iba enamorando de ella, quiero decir que me enamoraba de mi propia invención y de lo que ya empezaba a pensar como futuro inmediato de aquella chica inesperada, que había llegado en un tren nocturno y que se marcharía en otro cuando aquel truhán, aquel sinvergüenza, aquel figurón de su director hubiese terminado su contrato, que se iba prolongando día a día, porque negocio, lo que se dice negocio, lo hacían con él, no con las compañías superferolíticas, encabezadas por una mujer o un hombre conocidos, o bien un matrimonio, que representaban teatro inglés o francés, con alguna incursión a lo italiano, pero pocas: teatro lleno tarde y noche; por la tarde, las señoras «bien» que se reían, pero disimulaban la risa o la ocultaban detrás de los abanicos; por la noche, matrimonios mesocráticos que se reían a mandíbula batiente, ella y él. Se reían hasta tal punto de sonoridad que muchas veces se perdía la letra de lo que estaban diciendo y los actores se paraban hasta que el público dejaba de reír y podían continuar la comedia.

Pero todo se acaba en este mundo. El figurón tenía compromisos en teatros cercanos, en plazas cercanas: Santander, Burgos, Palencia y Zamora. Después volvería, o así al menos nos lo anunció una de aquellas noches, quizá la última.

Yo había comido, por fin, con Rosita y doña Rosa; había comido, en su pensión, una especie de bazofia de muy buen sabor. Con aquello engañaban los estómagos, y las actrices y actores, buenos o malos, iban al café y al teatro. Yo iba con ellas y pronto fui uno de tantos. Doña Rosa, por lo que pude colegir de su charla infinita e incoherente aunque con muy buen acento, eso sí, se veía cada vez más sorprendida por aquella hija que le salía irremediablemente guapa y de la cual no sabía qué hacer: si destinarla a un matrimonio burgués y resignarse ella misma a llevar a sus nietos a los jardines y cuidar de ellos, o buscarle más adelante lo que en el argot de la farándula se llamaba «un editor responsable» que le pagase la compañía si la chica tenía talento o salía lo bastante bonita como para encabezarla. Yo podía ser el candidato a marido burgués, en el caso de que aquellos proyectos míos de ser un periodista bien pagado o un catedrático de Derecho en cualquier universidad resultasen. Pero aún faltaba mucho tiempo para una cosa o para la otra; faltaba por ejemplo que Rosita se pusiese guapa de una vez y creciese como mujer: que fuese, además de guapa, atractiva.