CAPÍTULO XXIII

Me marché sin decir nada en cuanto recibí la carta de mi director en que me decía: «Tal día sacaremos el periódico, que será un periódico de tarde, tal día tiene usted que estar aquí. Le hemos reservado sitio justamente frente a la redacción, donde hay un tío que alquila habitaciones y mantiene una especie de pensión en que se come muy bien y donde usted se hallará a gusto. Procure estar aquí ese día por la mañana. Si no está y no recibo otras noticias, entenderé que renuncia a la oferta que le hago.» Lo dejé todo arreglado: las cuentas de mi trabajo, las citas con Laurita y lo que llamaba entonces mi coche, que quedó allí, en el patio de mi casa, junto al viejo Studebaker: no quería llevármelo conmigo porque no lo consideraba mío y porque me costaba mucho dinero. Allí quedó, abandonado. Supongo que en su interior aún se podrían escuchar las risas de Laurita, que eran como un continuo sí, sí, sí, y las risas mías, que eran como un continuo no, no, no. De Iris no hice caso y lo siento: no se merecía, la pobre, aquel trato indiferente. Me fui sin decirle nada, como a los demás, pero todos los asuntos quedaron arreglados, menos los suyos.

No recuerdo el viaje que hice. Sí que al taxi donde me metí con mi maleta le di la dirección de la pensión aquella que estaba frente al periódico, donde se comía bien y a la que me habían destinado. Llegamos muy temprano, y mientras pagaba el taxi sentí cómo empezaban a moverse las máquinas. Aquello lo entendí como un buen augurio, pero la gente que transitaba ya por la calle, sobre todo las mujeres, no lo corroboró: se trataba de señoras con bigudíes puestos, con aire de no haberse acostado en toda la noche y de que iban a hacerlo ahora, después del desayuno, que algunas de ellas llevaban en las manos, sacados de los bares que empezaban a abrir. En la pensión me dieron un cuarto con ventana a la calle: el cuarto más espacioso que había tenido. Tomé posesión de él, acomodé mi ropa en el armario, que la esperaba con las puertas abiertas, y antes de ir al periódico bebí un poco de café que me trajo una chica llamada Mari, muy fina y así, la cual de buenas a primeras me dijo, después de darme toda clase de explicaciones acerca de mi llegada, que ya me esperaba, que tenía un hijo y un novio, y que trabajaba para él, quiero decir para el hijo, pues el padre estaba empleado en el ayuntamiento y la venía a buscar todas las tardes a eso de las seis para traerla a las ocho y media, ni más ni menos, con tiempo de cambiarse y servir la mesa. Había también otra chacha, la Pepa: acababa de llegar de su pueblo, que estaba allá en la sierra. Yo apenas le hice caso, a pesar de que era más guapa que la otra, una belleza rural sanota y bien formada, quizá un poquito gorda. Bebí un poco de café y atravesé la calle. Unas zancadas, una escalera ancha, y me hallé en la redacción. Era una habitación grande, mayor que la otra que había conocido y pateado tantas veces, de día o de noche. Se llegaba a ella por una puerta muy ancha y había varias ventanas: me fijé en ellas porque, a diferencia del exterior, tan remotamente arábigo, el interior era moderno con un predominio absoluto de las líneas rectas, como si quisiera deshacer con su modernidad lo que tenía de pasado el exterior. Había varias mesas y, en las mesas, máquinas de escribir, lo cual no me llamó la atención pues seguía el modelo ya conocido. En una de ellas, en la más importante, se hallaba don Rafa con el sombrero puesto. Nada más verme se lo quitó y se dirigió hacia mí: su alegría era sincera, como lo era también la tristeza que le siguió:

—¡Hola!, ¡bien venido!, ¡buenos días! —me dijo mientras me abrazaba—, pero llega usted en mal momento: acabo de enterarme de la sublevación de Jaca, y lo más probable es que impongan otra vez la censura. Ya sabe usted: la mitad del periódico hay que tirarlo al cesto de los papeles.

Se habían acercado varios compañeros y me fue presentando a todos ellos. Había uno que tenía mi edad, aproximadamente. Con éste me emparejó, o me emparejé, no lo recuerdo bien. Salimos a la calle a ver qué pasaba. Por la calle Mayor llegamos al Viaducto, donde mi nuevo compañero, que se llamaba Eduardo, se detuvo.

—No te traje aquí por casualidad, sino para que seas testigo. Yo sé algo de lo que pasa. ¿Ves allí abajo aquel avión que se levanta? Pues no lo pierdas de vista.

El avión se acercaba a nosotros; cuando estuvo encima, o casi, soltó una especie de papelillos rojos, algunos de los cuales cayeron a nuestros pies: era una invitación a Alfonso XIII a que se marchase, y al pueblo de Madrid a que se sublevase contra el rey. El avión pasó por encima de nosotros, pasó por encima de palacio, soltó otra andanada de papelillos rojos y se fue hacia el lugar de donde venía. Entonces ya eran tres aviones en el cielo de Madrid: los dos nuevos parecían perseguir al otro, tras él se perdieron en lontananza hacia el sudoeste. Yo releí el papelillo rojo que me había tocado.

—Pues parece que llegué a Madrid en un día que vale la pena.

—Lo malo es que tenemos que salir esta tarde, y la censura nos va a deshacer lo que le llevemos hecho.

Me señaló un edificio grande a la derecha.

—Ahí está el censor. Conviene que lo sepas por si te mandan con algún mazo de pruebas, hoy o mañana o un día cualquiera.

Antes de ir al periódico entramos en una taberna aledaña y tomamos un vino blanco, que pagó Eduardo. En el periódico hallamos que todo el mundo andaba alborotado porque habían llamado de alguna parte para hablarnos de la restauración de la censura previa. No obstante, yo me senté en la mesa que don Rafa me señaló y me puse a mi trabajo. Los que andaban a mi alrededor, viejos y jóvenes, o, mejor dicho, jóvenes y de mediana edad, porque no había ningún viejo, con el pretexto de la llamada telefónica no daban golpe. Aquella punta de vagos iban a ser mis compañeros en el futuro. Exceptúo a Eduardo, que se sentó también, cogió sus telegramas y comenzó a leerlos. Yo hice lo mismo. Cuando nos dimos cuenta había cesado el alboroto y todo el mundo se había marchado. En la redacción sólo estábamos Eduardo y yo. Don Rafa se había vuelto a poner el sombrero, pero se había quitado la chaqueta, y así, en chaleco, con las manos cerradas apoyadas en la cara, meditaba, yo no sé si en el porvenir del periódico o en nuestro porvenir.

También Eduardo se levantó y se fue. Yo me levanté y me puse frente a don Rafa; él se quitó el sombrero y me dijo:

—Llega usted con mala suerte o la trae usted. No tenemos un duro. Con lo que vendiéramos esta tarde pensábamos sacar para ir tirando. Pero esta tarde no venderemos arriba de veinticinco o treinta ejemplares. Como usted puede comprender, así no podremos seguir: la gente de abajo, cuando termine la semana, pedirá su jornal, y está en su derecho. De esta manera se aumentará su experiencia. Pero no pase cuidado: su pensión no hay que pagarla hasta dentro de quince días, es decir, a últimos de año. Para entonces, o esto se ha arreglado o nos hemos hundido para siempre.

Metió la mano en el bolsillo y sacó unos billetes arrugados. Escogió uno de ellos, de cinco duros, y me lo pasó por encima de la mesa.

—Tome usted esto y arréglese. Mientras tanto vaya a su pensión y coma en ella, que no se hace mal, al menos eso nos han dicho.

Se levantó, se puso la chaqueta, que tenía colgada en el respaldo de la silla, y el gabán. Yo me puse el mío. Salimos emparejados. Al llegar abajo, al vestíbulo, él se metió en la sala de máquinas después de haberme dicho que le esperase, cogió un ejemplar del número uno de aquel periódico que tan cuidadosamente habíamos hecho entre todos y me mostró la portada, con grandes claros; la última página, lo mismo. Así deberían de estar las centrales, donde iba, por ejemplo, lo sucedido en Jaca con la sublevación, que la censura se habría merendado.

—Esto es lo que queda de nuestro periódico —dijo mostrándome aquellos restos—. Se venderán cinco ejemplares o seis todo lo más. Alguien dirá de nosotros que somos un «sapo», o lo que es peor, un «sapito». Pero yo no puedo hacer más de lo que hice.

Se marchó rápidamente sin despedirse, supongo que hacia su casa, que estaba en un barrio muy lejano y había que coger el tranvía. Yo atravesé la calle y entré en la casa. Entonces conocí al dueño, que no era un tío como habían dicho, sino una tía. Con la bata puesta y el pelo despeinado, se acababa de levantar.

—Vaya usted hacia el comedor, que yo me arreglo en un periquete y voy en seguida. Si ven que tardo, vayan tomando la sopa; pero no hará falta, no. Yo llegaré muy pronto, como le dije. Por cierto que… Bueno, ya hablaremos luego.

Dio la vuelta y se metió en su antro particular, aquellas habitaciones que no logré ver ni entrever durante todo el tiempo que estuve en la casa: la primera, su despacho. Nadie lo había visto, no se lo enseñaba a nadie. Decían que tenía en él los cadáveres de alguna prima donna que ella había representado. Pero esto no se creía, no lo creían ni los que lo decían.

El comedor estaba en el centro de la casa y no tenía ventanas, sino sólo puertas. Por una de ellas salió la pareja de sudamericanas, madre e hija, que se sentaron, la una junto a la otra, en el mismo lado de la mesa. Apareció también una señora, que me fue presentada como funcionaria de no sé qué ministerio y que ocupaba la contracabecera, suponiendo que la cabecera le correspondiera a la dueña de la casa, que era aquel cubierto vacío y aquel lugar que nadie había ocupado. Yo me senté en el lado contrario de las sudamericanas, precisamente delante de la hija, que tenía unos ojos grandes y muy brillantes, como si constantemente los tuviera llenos de lágrimas. A mi lado no había nadie, aunque sí un cubierto dispuesto para ser llenado y comido como otro cualquiera. Servía la mesa la Pepa, que estaba haciendo prácticas bajo la dirección de Mari, y se equivocó dos o tres veces, pero eso no tenía importancia. Efectivamente se comía bien: una sopa y un guiso de carne donde la carne era carne de verdad, sabrosa y no demasiado blanda. Nos pusieron de postre un frutero con plátanos, naranjas y manzanas: cada cual comió lo que quiso, la dueña de la pensión la primera. Había venido nada más servir la sopa y nos acompañó con su presencia y con su charla. Evidentemente, aquella mujer sabía lo que decía y lo que contaba, no por ciencia sino por experiencia. Pero no era muy guapa e iba acercándose a la vejez. Las criadas la llamaban doña Clara, y no hacían nada sin consultarle a ella, ya por palabras, ya por miradas. Ella contestaba del mismo modo, y todo salió bien. Estábamos terminando cuando llegó el tipo que ocupaba el sitio a mi lado. Se quitó el sombrero, se me presentó como Remigio Díaz y se sentó a comer el plato de sopa que le habían puesto y después el guiso de carne como la cosa más natural del mundo: se conoce que mi nuevo vecino acostumbraba a llegar a aquella hora y a comer cuando todos habíamos terminado. Le trajeron un frutero sólo con manzanas, él escogió dos, las mondó y se las comió tan lindamente. Para entonces las sudamericanas se habían metido en su cuarto y la otra funcionaria había desaparecido, eso sí, diciendo antes «buen provecho», que es lo mismo que habían dicho las sudamericanas aunque con otro acento. Quedaba doña Clara presidiendo la mesa y allí estuvo hasta que Remigio Díaz terminó. Entonces se levantaron ambos, se saludaron y cada uno fue por su lado: ella a su antro particular, él no sé adónde. Yo les pregunté a las chicas si había habido algún recado para mí y me dijeron que no, pero me rodearon para cotillear un poco porque la única persona de todos los huéspedes que se acercaba a su edad era yo. Me hablaron de que tampoco las sudamericanas las dejaban hacer la limpieza del cuarto, con una gran diferencia con doña Clara: que ésta dejaba todos lo días las basuras para que se las retirasen y las sudamericanas no dejaban nada. Mari, que era la más maliciosa, me preguntó si no me había fijado en los ojos de la más joven, de la hija, que los tenía de preñada. «Si lo sabré yo que lo estuve dos veces y lo estaré la tercera si ese bruto de Fernando no toma sus precauciones, como dice que las toma. Yo de eso no sé nada. Aguanto lo que venga y en paz.»

Me deshice de ellas como pude y comenzó mi búsqueda de doña Rosa y Rosita. El primer lugar a donde fui a buscarlas fue su antigua pensión, un lugar helador. Me dijeron allí que se habían marchado, pero que si quería dejar algún recado que lo dejase, que ellas volverían, volvería doña Rosa por su cuenta. Volvería tarde o temprano, ¡ya lo creo que volvería!, antes de las Navidades, quizá, o antes de primeros de año, eso dependía… Salí de allí pensando cómo haría para encontrarlas. La revista en que trabajaba doña Rosa había terminado sus actuaciones en el teatro de la Gran Vía. Ahora había una compañía de comedias y la taquillera no sabía nada. Recorrí aquella tarde todos los teatros de Madrid, que por cierto estaban bastante cerca los unos de los otros, y dejé para el final el más empingorotado de todos, al que yo no había ido nunca, que recordase. Repasé cuidadosamente los repartos, y nada. Sólo en aquel teatro que quedó para el final había algo que pudiera darme una pista: había una Rosa y una Rosaura. Ponían La calle, de Elmer Rice, que yo ya había visto a la misma compañía, quiero decir las mismas primeras figuras, porque en las otras había variantes, o porque yo no me acordase puntualmente del reparto. Saqué una entrada de butaca, en lo cual gasté buena parte de mi dinero. El teatro estaba medio vacío y no me fue difícil encontrar buen acomodo. Me senté en mi butaca y esperé. Aquel teatro era bonito y, además, suntuoso. Cerraba la boca un gran telón morado con el escudo imperial en el medio. Me entretuve en contemplar todos estos detalles el tiempo que tardó en alzarse el telón y aparecer la calle de Nueva York en que transcurría la comedia. Vi a Rosita apuntarse a un charlestón: era una de las novedades. En la ciudad del norte donde había visto por primera vez aquella comedia el papel lo hacía una chica un poco más baja, un poco mayor, que yo recordaba vagamente. Rosita no lo hacía ni mejor ni peor: lo hacía, y yo, sentado en mi butaca, no ejercía de enamorado, sino de crítico: aquello estaba bien, pero podía estar mejor; el charlestón podía cantarse y bailarse a la vez. Esperé a la salida de doña Rosa, la observé un momento y marché. Ya sabía dónde trabajaban la madre y la hija; sólo me faltaba saber dónde vivían, pero eso podía esperar hasta el día siguiente. Nada dentro de mí me apresuraba hasta el punto de hacerme cometer algún error. Me hacía falta que todo estuviera pensado y bien pensado.

Yo fui el último en llegar a la cena: todo el mundo se hallaba en su puesto, las sudamericanas, la funcionaria y aquel hombrecillo calvo y risueño que se sentaba a mi lado. Y no digamos la dueña de la casa, que presidía la mesa; detrás de ella, vestidas de tiros largos, estaban Mari y la Pepa, dispuestas a servirnos. Yo no dije palabra: comí y bebí lo que me pusieron delante. Al terminar salí a la calle. Primero pasé por el periódico, que aún estaba abierto, para ver cómo había ido: mucho peor de lo que yo imaginaba. Después me hallé en la puerta, sin saber qué hacer ni qué rumbo tomar. Primero me dirigí a casa de tía Dafne, que vivía al principio de los bulevares. Pero cuando llegué allí no me atreví a entrar y di la vuelta. Lo más fácil era meterse en la pensión; fue lo que hice: seguir el camino más fácil. Encontré a Mari y a la Pepa, ya vestidas de lo corriente, que charlaban, o tal vez cotilleaban en el vestíbulo. Pegué la hebra con ellas, la conversación recayó sobre las sudamericanas, Mari dijo pestes de ellas, de que si en su cuarto había o dejaba de haber, de que si estaba preñada o no lo estaba. Mari no parecía tener más que estos temas de conversación: o hablaba de su hijo y de su novio o hablaba de las sudamericanas. La Pepa callaba y, a veces, sonreía. De repente me hallé solo con ella. Mari se había marchado, no sé si a su cuarto o a espiar a las sudamericanas. Le hice algunas preguntas a la Pepa, que si era de tal sitio, que si era de tal otro, y luego me metí en mi cuarto. Yo no sé si la Pepa quedó defraudada de aquel señorito que no se dignaba ni meterle mano; pero yo soy así, me acosté, y dormí profundamente.