CAPÍTULO XIII
Mi hermana Flor me escribía todas las semanas. Me dedicaba una tarde de cada semana, la tarde de los viernes, creo yo, que era la que ella tenía más para sí, porque su novio se iba los viernes y no venía hasta los sábados. Me escribía una carta por semana, con su letra preciosa, siempre igual, y me contaba lo que pasaba y lo que iba pasando. Una vez me contó, y esto fue muy pronto, que la habían pedido, y ese día mi padre se había puesto de uniforme. Mi padre estaba muy guapo de uniforme: tenía una gran facha. De uniforme fue a la boda de mi hermana, que se celebró a finales de agosto o principios de septiembre, no lo recuerdo bien. Sólo sé que aquel día llovía, cuando recibí la carta y decidí poner un pretexto para no ir. Le dije a mi hermana que tenía gripe, porque era la gripe lo que tenía alguna gente de mi alrededor, yo decidí cogerla y ponerme más enfermo el día que se casaba Flor, y salí del paso con un telegrama. «La fiebre me impide ponerme en viaje punto que seáis muy felices punto abrazos», y firmaba con mi nombre de pila que, aunque era el mismo que el de mi padre, no nos confundían jamás: a él lo llamaban por su apellido, el capitán Fulánez, y a mí nunca me dieron más que mi nombre.
Mi hermana, quiero decir Flor, me contaba los dimes y los diretes de todas sus amigas. Entonces descubrí que era una verdadera chismosa y que las tardes de los viernes lo pasaba en grande recordando lo que habían dicho y lo que habían hecho Fulana, Zutana y Perengana. También me tenía al corriente de cómo nuestra madre cambiaba de gustos en materia de coches y hoy le gustaba uno y mañana otro, en tanto que ella, quiero decir mi hermana Flor, seguía empeñada en cambiar por uno francés el viejo Studebaker.
Me faltaron sus cartas el día acostumbrado, pero las recibí pocos días después, con el membrete de un hotel caro de Santiago y la letra del sobre desconocida. En el interior, en un papel escrito con su letra sin una sola vacilación, mi hermana Flor me decía que se había casado, que estaba de viaje de novios y que era muy feliz. Ni siquiera al escribir «feliz» le había temblado la mano, y supongo que aquel señorito, que era ahora mi cuñado, la haría feliz con lo que había aprendido de la Amparo y, en los últimos días, más exactamente en los últimos dos meses, de la Iris. Me quedé un poco atontado con aquella breve nota y no por su contenido tópico, que ya lo esperaba un día u otro, sino por la posdata que traía la carta: «En otra, en la próxima, te contaré y comentaré lo de papá.» Con lo cual yo quedé pendiente de la próxima carta y, hasta ella, más o menos inquieto por la referencia a mi padre.
La carta llegó unos días después. Venía en un sobre bastante abultado: como que traía la despedida de mi padre a mi madre: una carta nada dramática, más bien vulgar, en que mi padre decía que iba a hacer un viaje más largo que lo acostumbrado, pero al final del cual regresaría como siempre: con los bolsillos abultados de billetes, esta vez más abultados porque el viaje era más largo y mayor su ausencia.
La carta de Flor era bastante incoherente. Mezclaba en ella lo feliz que era con los arreglos que habían hecho para que el nuevo matrimonio no tuviera que marcharse de casa, y sus quejas y las de mi madre por la marcha de mi padre que atribuían una y otra a la presencia de mi cuñado que, supongo, comería todos los días a la mesa en el lugar que yo había dejado vacante o en el que había dejado mi padre, no sé. Mi cuñado era el único varón de la familia y sobre él recaían el mando, la autoridad, y todas esas zarandajas.
Escribí una carta a mi madre en la cual le daba a entender todo sin referirme a nada, y otra a mi hermana, felicitándola por su matrimonio y porque por fin hubiese alcanzado la felicidad. Después vinieron las cartas de siempre, a las cuales yo respondí como siempre, es decir, cuando me apetecía y no tenía cosa mejor que hacer. Pero al cabo de algún tiempo, no mucho, me llegó una carta de mi padre contándome que se había ido a Buenos Aires con un capitán amigo que lo llevaba gratis en su barco. Me daba una dirección a la que podía escribirle si quería. Lo hice inmediatamente y le decía que de las cartas entre él y yo no tendrían noticia las mujeres de la familia ni ese señor que ahora ocupaba en la casa nuestro lugar. No sabía por qué, pero me interesaba corresponder con mi padre, tener siempre noticias de él y saber dónde estaba y adónde podía escribirle: yo también necesitaba desahogarme, contar cosas, y antes me servía mi padre que mi madre o mi hermana, aunque parezca raro. De modo que las cartas fueron más regulares, y las conservo todas. Mi padre no escribía bien, pero sus cartas se entendían y gracias a ellas o merced a ellas iba reconstruyendo su vida allá en Buenos Aires, primero como empleado de una casa consignataria y más tarde como capitán de un barquito que hacía la carrera entre Buenos Aires y Montevideo y no llevaba a bordo más que gallegos: gallegos en la tripulación, gallegos en el pasaje y gallego el capitán. Sólo el barco estaba construido, enrolado o abanderado en la República Argentina.