CAPÍTULO XVI
El taxista esperaba una dirección. Le di la de una pensión donde mi padre solía parar, en la calle de la Montera. Allí me llevaron y me metieron en una habitación pequeñita y limpia a la que no llegaban los ruidos de la calle. Dejé la maleta encima de una mesa y salí, porque la hora de mi cita con Rosita se acercaba. Afortunadamente aquel café estaba cerca, nada más salir de la Puerta del Sol, en la primera o en la segunda casa de la calle de Alcalá hacia la izquierda. Era una casa de gran empaque, pero el café carecía de ventanas a la calle. Me senté ante una mesa alejada de la puerta y al camarero que se acercó le pedí un café solo. Frente a mí, en una mesa como la mía, había una cuarentona que empezó a hacerme guiños y señales de que me fuera con ella; le di la espalda. Rosita llegó pronto acompañada de un tío gordo y grande que me presentó como su hermano Enrique. Los invité a sentarse y Enrique lo hizo, pero ella no. Puso el pretexto de que tenía clase y no podía faltar, pero vendría pronto. Además, vendría sola, y no acompañada de amigas, dos o tres, como solía salir todas las mañanas.
Rosita marchó. Su hermano había quedado frente a la tía aquella de las señas, que se las hacía ahora a él. Se quitó la chaqueta y, mientras la colgaba en el respaldo de la silla, me invitó a hacer lo mismo con el pretexto del gran calor que hacía y de que estábamos a primeros de julio. También hizo su petición al camarero, aunque no un café solo como yo, sino un refresco de los caros; me fijé en el precio, que venía en el platillo, y hasta recogí el papel, porque al fin y al cabo era yo el que pensaba pagarlo. Enrique se parecía a Rosita, pero en feo. Tenía los mismos ojos, aunque empequeñecidos por la mucha carne que los rodeaba. La barriga, o el estómago, no lo sé bien, le sobraba y le salía por encima del cinturón con que se sujetaba los pantalones. Empezó a hablar, y hasta que llegó su hermana, una hora más tarde, no paró. Estaba metido en política, era enemigo del gobierno establecido, así como del rey y de todos sus ministros. Para Enrique, lo único honrado que había en el país eran los obreros y los estudiantes de Universidad. Yo le interrumpí para preguntarle si pertenecía a alguna de aquellas clases y me contestó rápidamente que no, para su desgracia, que no era ni siquiera bachiller, pero eso no le impedía gritar como los demás y hacer bulto con ellos. «Tú —me dijo— sirves como periodista a un grupo de enemigos, pues supongo que lo serán el dueño o los dueños de tu periódico. Estás en el caso del obrero que trabaja en la fábrica de su propio enemigo. La necesidad de vivir os justifica, pero tú eres, además, estudiante.»
Entonces recordé mi actuación como estudiante y periodista en aquella Universidad del norte a la que había pertenecido y en la que había aprobado unas cuantas asignaturas de la carrera de Derecho. Recuerdo, y recordé entonces, que involuntariamente me había alineado con los amigos de Enrique al hacer la crónica de la apertura del curso, en la cual un estudiante, que se había abrogado la representación de los demás, había hecho un discurso convencional, y yo me había metido con él. Le conté el episodio a Enrique, que escuchó mi relato complacido y me dijo al final: «Tú eres de los míos.»
Sus últimas palabras coincidieron, más o menos, con la llegada de Rosita. Entonces, Enrique, puesto en pie, le preguntó a su hermana que qué iba a tomar; ella le dijo que un café y él, entonces, me pidió los papeles que acreditaban mi gasto y el suyo, lo pagó todo y le dijo al camarero que cobrase, además, el café que iba a tomar su hermana; sólo entonces se marchó diciendo «Hasta luego» y mirando a su hermana significativamente. Aún estuvo un ratito en la puerta hablando con el camarero.
Me senté al lado de Rosita. Ella traía un cuaderno que me enseñó, quizá para probarme que venía de la academia y no de otro lugar. En aquel cuaderno escribía Rosita con una hermosa letra inglesa, muy distinta de la que usaba en sus cartas particulares. Me explicó que escribía al dictado de una maestra vieja y otras tonterías por el estilo, y, de una en otra, llegó al episodio de Santiago, donde la compañía quedó disuelta porque la dama joven se había marchado con un tipo a Villagarcía, quedando el figurón con un palmo de narices y un puesto en la compañía difícil de cubrir. «Fíjate tú si no podía ocupar yo esa plaza, que me sabía de memoria todos los papeles de la primera dama y era más guapa que ella, aunque no mayor, porque ella se acercaba a los treinta y tú bien sabes los que tengo yo.» El caso fue que el figurón les pagó el billete hasta Madrid, un billete en tercera, y un viaje largo. Llegaron como es de suponer: hambrientos y con todos los huesos doloridos. Los chicos y las chicas se acomodaron donde pudieron; ellas, es decir, doña Rosa y Rosita, entraron en una pensión donde eran bien conocidas. Pagaban cuando podían y, además, trajeron a su hermano a vivir con ellas. Afortunadamente, doña Rosa encontró pronto acomodo en un teatro de Madrid. No le pagaban mucho: menos de lo que le correspondía por su talento y por el papel que desempeñaba, pero lo suficiente para hacer frente a su pensión y a la de sus hijos. Todavía podía permitirse el lujo de mandar a Rosita a la academia.
—Ya habrás adivinado que vas a comer con nosotros.
—Yo pensaba invitarte.
—Lo suponía, pero mamá nos encargó que te llevásemos aunque tú no quisieras, nos lo encargó varias veces, a mi hermano y a mí. Ella ya sabía que un rato habíais de quedar los dos solos, y otro rato nosotros, como estamos ahora. Mi madre está libre de prejuicios.
Vivían en una pensión cercana. Por primera vez subí la escalera ancha de madera y ladrillos que nos llevó a un piso primero de amplios pasillos enlosetados, blanco y rojo, y techos más bien bajos. Varias puertas oscuras abrían a aquel pasillo, adonde no llegaba el calor de la calle. A una de esas puertas llamó, con los nudillos, Rosita. Alguien, desde dentro, gritó «¡Adelante!». Era una voz de mujer, era una voz que yo bien conocía. Rosita abrió la puerta y entró. Doña Rosa, sin medias, se daba aire. Cerca de ella, una cama, no demasiado ancha, que alguien acababa de abandonar; arrimada a un rincón, una camita más estrecha y pequeña, cuidadosamente hecha y cubierta ya con una colcha. Las atribuí a la madre y a la hija. Olía a sudor y a pachulí, una mezcla fuerte que me detuvo junto a la puerta. Dije buenos días y me arrimé a la pared. Rosita se acercó a su madre y le dijo:
—¿Aún estás sin vestir?
Pero la madre no le hizo caso. Se levantó de la silla donde estaba y así, en camisón, se acercó a mí. Yo, instintivamente, retrocedí, porque aquella mujer olía mal: el olor fuerte a sudor y a pachulí procedía de ella, la envolvía como una aura, la anunciaba.
—¿Nunca has visto a una mujer en camisón? Pues ya va siendo hora, señorito, ya va siendo hora. Porque ya tendrás diecinueve años, digo yo. A los diecinueve años, en mis tiempos, muchos hombres se casaban o, por lo menos, tenían cierta práctica de mujeres, y no se asustaban como tú por ver a una vieja en camisón. ¡Una vieja, he dicho una vieja!
Se vistió como pudo una bata ligera, que debía de parecerle mucho dado el calor que hacía y las varias veces que miró y remiró lo que estaba colgado en un armario de pino que había por cualquier parte, un armario que olía a naftalina. Dije que se vistió como pudo, porque Rosita intentó taparla y, ella misma, escabullirse. Pero fue inevitable que yo le viera alguna parte de las que no debía mostrar. Se puso unos zapatos de rafia con las piernas sin medias, pegó un salto y dijo:
—¡Ya estoy! Ya podemos ir.
En el comedor no había todavía comensales. Nos sentamos ante una mesa para cuatro, y a la criada que se acercó doña Rosa le dijo que su hijo vendría luego. La criada, o más bien criadita, era una madrileña joven y espigada, no demasiado bonita, ni aun lo suficiente para no llamar la atención. Pero se movía con garbo. Nos trajo una sopera de metal de la que nos sirvió lo que quisimos de lo que en Madrid llaman «judías blancas», que son como las «fabes» asturianas guisadas de otro modo. Aquéllas estaban guisadas de otro modo, pero ¡vaya usted a saber si el modo típico de ponerlas los astures no se habrá traspasado al centro de la Península! En esto llegó Enrique, y antes de acercarse se entretuvo un rato con la criadita. Doña Rosa procuró llamar mi atención, distraerme, ¡qué sé yo!, pero todo fue inútil porque yo no solamente había advertido todos los pasos de Enrique, sino que en aquel comedor vacío se oían sus palabras aunque fueran dichas a media voz. Tiró un pellizco a la chica con el mayor descaro y se acercó a la mesa. Mientras se sentaba nos dijo:
—Ésta no ha caído todavía, pero caerá. ¡Ya lo creo que caerá!