CAPÍTULO XIV
Vino una compañía muy empingorotada que no ponía más que teatro inglés, Oscar Wilde, Bernard Shaw y todos ésos. Traían como director a un conocido intelectual al que tuve que hacer una entrevista: me recibió en el mejor hotel de la ciudad, en su habitación privada. Lo que recuerdo de aquellas horas es el baúl-librería donde aquel caballero llevaba sus textos; despertó en mí la envidia y las ganas de poseer uno semejante. Empecé a modificarlo en mi mente y según mis conveniencias, pero como éstas cambiaban a cada segundo, al final no sabía lo que quería ni tenía libros suficientes para meter en aquel baúl de mi invención. El crítico de teatro llevaba siempre a la misma chica, que debía de ser su novia. Pero ellos iban por la tarde, y yo de noche. De manera que disponía de dos entradas y podía llevar a quien me diese la gana, generalmente a Domínguez, a quien, de repente, había entrado una gran curiosidad por el teatro de Wilde y por las traducciones que se representaban. El penúltimo día, cuando repartieron la propaganda de la comedia que se iba a poner al día siguiente, no sé si El marido ideal o El abanico…, nos informaban también de la reaparición muy próxima de aquel zascandil especializado en comedias de figurón y en cuyas filas teatrales se contaban Rosita y doña Rosa. Le dije a Domínguez que, a partir de tal día, iríamos al teatro por la tarde, porque, como se recordará, el crítico oficial no se dignaba asistir a los estrenos de tarde, que dejaba para mí. Pero él iba de noche no sé si solo: no me dediqué a espiarlo.
El figurón escogió un poco más su repertorio, o al menos empezó de otra manera. Puso en escena, para presentarse, Cyrano de Bergerac, de tal manera que buena parte de la compañía quedaba fuera del reparto. Así es que yo pude asistir a la función acompañado de Rosita mientras doña Rosa, con otras actrices y actores, ocupaba la última fila, que no se llenaba nunca. El figurón se agenció una nariz bastante larga y bastante dura, e hizo con ella verdaderas filigranas. Culminó su talento en la presentación de los cadetes de la Gascuña, «Que a Carbón tienen por capitán», según rezaba la traducción que representaba aquel hombre. No le negaré talento y así se lo reconoció el público aplaudiéndole y obligándole a repetir la escena. «Esto pasa en todas partes», me dijo al oído Rosita. No recuerdo más, ni si la primera actriz sabía o no dar la réplica al figurón tan aplaudido. Al segundo entreacto nos marchamos, yo a escribir la nota que exigía mi profesión. Llevé a Rosita conmigo al periódico y fue muy celebrada. Ella no había estado nunca en una redacción: curioseó y husmeó lo que quiso y el director le gastó alguna broma. Después fuimos a buscar a doña Rosa y cenamos juntos en un lugar baratito donde las fabes eran buenas. Yo no sabía qué hacer, si llevarlas al café o irme con ellas al teatro. Me dejé llevar, y acerté: doña Rosa dijo que tenía sueño y se marchó a la pensión con su hija. Yo la acompañé hasta la misma puerta y luego me fui al café: Domínguez daba a sus amigos, que eran también los míos, una versión caricaturesca del Cyrano que había visto aquella tarde: «por cierto que nuestro amigo —y me miró— estaba en muy buena compañía», y se rió. Yo le odié en aquel momento pero no se lo dije: me limité a responder con una sonrisa fría, casi una mueca, a su sonora carcajada. La verdad es que yo no sabía qué hacer con aquella chica: si seguirle llamando cuarto kilo de mujer o decirle que la quería y que me esperase hasta ganar lo suficiente para casarme con ella. Eso lo pensé muchas veces pero no lo hice nunca. El figurón cambió de comedia, ella tuvo un lugar en el reparto y yo ocasión de decirle en el periódico que era una gran actriz. Quien me lo agradecía no era ella, sino su madre. Rosita se limitaba a sonreírme. Una de aquellas tardes, o quizá haya sido una de aquellas noches, me enteré de que Rosita tenía un hermano, al que habían dejado en Madrid y al que todas las semanas giraban cierto número de duros, no a su nombre sino al del dueño de la pensión en la que vivía. Saber de este hermano, saber, como supe después, que no trabajaba, sino que vivía de lo que su madre y su hermana hacían por él, no me asustó de momento: yo proyectaba sostener con mi sueldo de periodista a Rosita, convertida en mi mujer, y a su madre; que ahora viniese una persona más ¿qué importaba? Aquel hermano llegó a ser para mí algo más que una referencia; preguntaba por él, y aunque doña Rosa, a cada mención de su hijo, torciese el morro, yo fingía no darme cuenta y para mis adentros lo interpretaba equivocadamente. Así fue y así siguió hasta que doña Rosa, poco antes de marcharse, me dijo francamente que su hijo era un sinvergüenza, que no daba golpe y que se dedicaba a engordar a costa del trabajo de su madre y de su hermana. Pero fue Rosita la que me dijo que su madre exageraba, que le tenía manía a su hijo, no sabía bien por qué, y que el chico estaba para entrar rápidamente en una compañía donde, de meritorio, le pagarían lo menos cincuenta duros. Yo lo creí todo a pies juntillas y no hice preguntas complementarias porque el tren estaba pitando y Rosita tenía que subirse al vagón. Dejé aquellas preguntas para una ocasión mejor.
Rosita se marchó con su madre y con toda la tropa del figurón. Iban a hacer las plazas de Galicia y yo les di algunos buenos consejos acerca del modo de vivir y sobre todo acerca del modo de comer. Le escribía una carta diaria y ella me respondía una o dos veces por semana. Y así lo hizo desde Orense, desde Vigo, desde Villagarcía… Aquí dejó de escribirme y no volví a saber de ella. Los primeros días me atormenté imaginando qué había sucedido: que alguien más guapo que yo y mejor informado, quizá un estudiante de Santiago, había ocupado mi lugar, me había desbancado. Pero mis imaginaciones me hacían cada vez menos daño; al final no me hicieron ninguno y yo seguía imaginando porque no tenía nada mejor que hacer. El trío se había marchado, Domínguez también, y aquellos tres poetas que asistían al café habían dejado de ir, aunque con uno de ellos me entendiese bastante bien. Me dediqué a la Universidad, y las tardes y las noches al periódico, cuya importancia descubrí entonces porque era el que me daba de comer y al que venía sirviendo desde hacía meses. Las tardes libres las ocupaba en ir al cine, que no me costaba nada, cualquiera de los tres o cuatro que había en la ciudad. Antes o después del cine hacía mi recorrido: casa de socorro, hospital, comisaría, y con las noticias fresquitas me iba al periódico, donde hacía literatura porque un señor había resbalado en la calle y se había roto un brazo o porque un minero se había roto una pierna en la mina y lo trajeran al hospital. Me acostaba temprano y no volví a recibir visitas. A veces las echaba de menos; a veces no.
Seguía pensando en Rosita, que iba siendo para mí un ser cada vez más fantástico. Como que llegué a dudar de su existencia real. Sin embargo me mantenía fiel, y todas las noches pensaba en ella antes de dormirme; pensaba en ella castamente y creo que en todo aquel tiempo no tuve un mal pensamiento. Entre otras razones porque existía Juliana. Juliana era la hija de uno de aquellos que se habían caído y se habían roto una pierna. Yo la conocí en el hospital. Salió conmigo y al cuarto día cayó; lo mismo pudo haber caído el primero, porque no era virgen. Nos veíamos todos los días antes de comer, después de la última clase, y yo desahogaba en ella todos mis malos pensamientos, todos mis malos deseos, de manera que llegaba a la noche sin ánimos de mancillar el recuerdo de Rosita. La cual, como dije, llegó a ser para mí como un ángel. Son injusticias que se cometen sin saber que lo son. Juliana pagaba el pato, ¡y yo que le decía todos los días que la quería!
Recuerdo alguna de las clases a que asistí: un poco revueltas, pero, para mí, siguiendo el mismo orden que habían llevado mis estudios allá en Galicia. La primera era de Derecho Romano, con un señor que sabía mucho y nos llenaba la cabeza, durante media hora, de bibliografía en alemán y en inglés, que no apuntábamos ni recordábamos. No preguntaba ni sacaba a dar la lección. Decía simplemente: «Algún ciudadano romano púber ¿quiere colaborar conmigo?» Este colaborador no faltaba nunca, aunque a veces fuera colaboradora, pues había dos o tres chicas, guapas todas ellas, pero muy estudiosas: no salían con nosotros, no se juntaban con nosotros ni siquiera en los intervalos entre clase y clase. Ellas hacían su vida y nos dejaban a nosotros que hiciéramos la nuestra.
La segunda clase la daba un cuarentón muy guapo y muy elegante que no sabía nada. Nos leía en clase unos apuntes con los cuales era tradicional gastarle bromas. Los dejaba en el cajón de su mesa. Los del curso anterior al nuestro nos enseñaban cómo se llegaba hasta ellos y hasta nos aconsejaban la broma que había que hacerle: si cambiárselos de cajón, si pegarle las hojas unas con otras. Preferíamos la primera por haber descubierto que, cuando no encontraba los apuntes, nos dejaba sin clase: «Váyanse por ahí. Hoy no tengo ganas de hablarles durante una hora.»
Con lo cual habíamos llegado hasta las once. Entonces, los estudiantes ricos se iban a tomar su café a cualquiera de los locales próximos, mientras los no tan ricos íbamos al mercado cercano a comprar pan de maíz, que nos daban envuelto en berzas. Yo aprovechaba la ocasión para hacer una visita a mi Juliana, que regentaba un tenderete de ropa interior femenina; y digo regentaba porque el tenderete no era de ella sino de una señora «bien» de una ciudad cercana que pagaba a Juliana por llevarlo, quiero decir por vigilárselo y atender cualquier posible comprador o compradora. Mis amores con Juliana fueron pronto conocidos de todos mis compañeros, y lo que me valía su respeto me impedía también acercarme a las chicas ni siquiera con el pretexto de pedir unos apuntes o cualquier otra cosa, como un libro, un papel o un lápiz. Entonces era muy raro ver a las chicas en la Universidad. Raro para ellas y raro para nosotros. Naturalmente eran mejores estudiantes, eran más «empollonas». Cuando llegó el fin de curso, los sobresalientes se los llevaron ellas; el mejor de nosotros hubo de contentarse con un notable, pero lo corriente fue el aprobado. Hubo quien lo dio general, como el de Derecho Romano, con grave protesta por parte de las chicas, que para eso, para ser iguales a los demás, no habían trabajado como leonas durante todo el curso y no se habían aprendido la endemoniada bibliografía en alemán que el profesor nos daba.
A la una y media cerraba Juliana su tenderete y allí mismo nos encontrábamos. Solía llevarla al cine, que para algo era gratis; éramos tres parejas a repartirnos las seis localidades de que disponíamos diariamente: el director con su mujer, el crítico de teatro con su novia y yo con la mía. Juliana vestía bien por las tardes, pero sólo tenía dos trajes que alternaba debajo del abrigo: uno para llevarlo al Campoamor, quizá porque era allí donde más se veía y donde tenía que codearse con señoras y señoritas de la buena sociedad, y otro para los otros dos locales, más pequeños, donde no iban más que estudiantes, criadas con sus niños y sus soldados. Aquí Juliana se encontraba menos tímida, más en su salsa, de manera que decía con desparpajo si la película le gustaba o no, cosa a la que no se atrevía en el otro cine, donde estaba más callada, más cabizbaja, y me decía siempre a la salida «no sé por qué me traes aquí». Pero si pasaban más de dos días sin llevarla, empezaba a protestar y a preguntarme si me daba vergüenza salir con ella. A veces, esto solía ser los sábados, íbamos por la noche, y dejaba para el retorno nuestro particular solaz. El cual se acabó hacia la Semana Santa, no por respeto a los días señalados sino porque apareció, o mejor reapareció, el tío anterior a mí, y Juliana empezó a fallarme, a venir unos días sí y otros no, a faltar a la cita del tenderete, hasta que, allá por mayo o quizá a finales de abril, decidimos no vernos más. Fue una ruptura muy cómoda para entrambos, pues ella tenía sustituto, y yo también, a mi modo. Mis relaciones con Rosita se habían reanudado y habían cambiado.
—Pepe se va a casar conmigo, cosa que tú no harías. El gusto que me dabas tú me lo puede dar él, de modo que no salgo perdiendo, sino ganando. Quienes van a ganar de seguro son mi padre y mi hermano, que estaban hartos de encontrarme contigo en el portal. Pepe les gustará más que tú, aunque lo encuentren igual en el portal, por aquello de que va a casarse conmigo.