CAPÍTULO XXVI

La Pepa no se dio gran prisa en terminar de vestirse; me trajo un tazón de café con leche caliente y una cantidad excesiva de bizcochos; si de paso me enseñó algo, ella no le dio importancia y yo creo que tampoco. Al cabo de un rato corto ya me hallaba vestido y desayunado. La Pepa me preguntó si quería que me llevase la maleta al tren y yo le respondí que me iba de la pensión pero no de Madrid, que ya le diría mi nueva dirección, para que nos viésemos. Eso pareció contentarla mucho. Enfrente ya habían abierto. Atravesé la calle, cargado con mi maleta, y la dejé, quiero decir la maleta, no la calle, encima de la silla en que yo me sentaba. Don Rafa no había venido todavía. Salí, a ver si encontraba dónde meterme aquella noche: tenía la vaga idea de un compañero, o al menos de alguien un poco conocido, que vivía en una casa cuya dueña alquilaba habitaciones. Me eché calle abajo hasta llegar al Ministerio del Ejército, pues mi amigo, o lo que fuese, había sentado plaza por allí. Pregunté a un cabo que encontré en el camino; le di las señas del amigo y me contestó: «Ése debe de estar en la Brigada Topográfica. Entre por aquella puerta y pregunte allí.» Después de algunas idas y vueltas hallé a mi amigo, o lo que fuese, vestido de soldado y debruzado sobre un panel en el que había un papel sujeto con chinchetas donde mi amigo, o lo que fuese, pintaba algo. Tardó en reconocerme, pero al fin resultó que éramos paisanos, que nos habíamos visto en alguna parte y que, efectivamente, la dueña de su casa alquilaba habitaciones y tenía alguna vacía. Me dio la dirección, que era bastante lejos de allí, y me fui en busca de un lugar donde meterme aquella noche y donde las sucesivas guardar mi cuerpo sin sosiego. La habitación que encontré era mala: estrecha, con una cama pequeña y unas paredes mal pintadas a las que uno no podía arrimarse si no quería manchar la chaqueta para siempre, o al menos hasta que una buena cepilladura quitase de los codos, de la espalda, toda huella. Menos mal que aquel cuchitril, magníficamente iluminado, era barato, y que no había que pagar por adelantado, sino por tiempo vencido. La dueña de la casa, que me recibió en camisón y bata, pues era muy temprano y acababa de levantarse, era la viuda de un oficial de caballería, capitán todo lo más. No me atreví a calificarla ni pongo el calificativo aquí, aunque más tarde haya llegado a ciertas conclusiones. Le dije que traería la maleta, no sabía cuándo pero sí aquel día. La habitación quedó por mía y nosotros tan amigos y tan campantes. Ella se fue a lo suyo, que era vestirse, yo a lo mío, que era trabajar en un periódico que no me pagaba, pero del que esperaba cobrar, siquiera algo, siquiera para el pago de aquellos compromisos que acababa de adquirir. Poca cosa: seis duros al mes. Regresé frente a lo que había sido mi pensión, cargué con la maleta y la llevé a las Quimbambas, junto al cuartel del Conde-Duque, que era donde había alquilado la habitación. Después pasé por el periódico y convertí en noticias unos cuantos telegramas que esperaban en mi mesa. Don Rafa estaba allí; no me dijo nada y yo tampoco le hablé: nos limitamos a saludarnos. Era la hora de comer: no tenía para un abono pero sí para una comida completa, es decir, poco más de una peseta. Con aquello me fui al restaurante que ya conocía, por una peseta y unas perras comí hasta hartarme de patatas y de otras cosas parecidas. Luego volví al periódico. No había nadie, el periódico había salido, la mitad en blanco. Entré en lo que juzgaba el despacho del director. Él no estaba, pero sí dos sillones que llamaban a mi cuerpo y a mi sueño. Ocupé uno de ellos y me quedé dormido. Cuando me desperté seguía el silencio. A mi lado encontré el auricular de una pequeña radio colgada en la pared. Me lo puse, y pude escuchar la voz de alguien que proclamaba las excelencias de un producto, no sé de cuál. Colgué el auricular y me marché; eran cerca de las seis, la hora en que había quedado citado con la Pepa: a las seis ni más ni menos en la esquina de la iglesia de San Luis. Allí me estaba esperando. Y vestida de paisano había recobrado su aire serrano que yo casi desconocía.

La llevé a un café de por allí cerca, que yo pudiera pagar, y lo bastante popular como para que no tuviera que avergonzarme de ella. De todas maneras llamamos la atención, el señorito refinado y la aldeana recién llegada de la sierra. Ella no dejó de darse cuenta, me pidió que la llevase a la pensión y la dejase allí, aunque fuese antes de la hora en que tenía que volver. La llevé, la dejé en la puerta misma, y quedamos para el día siguiente a la misma hora. Antes de marchar me dejó un paquetito que había custodiado toda la tarde y sólo lo abrí cuando ella se hubo marchado: contenía un bocadillo bien repleto que yo me comí por las calles oscuras que llevaban a mi nuevo alojamiento. La dueña de la casa me abrió personalmente la puerta, me preguntó si había cenado, le dije que sí y que me iba a acostar en seguida. Ella dijo algo acerca de mis buenas costumbres y me dejó marchar.

—Perdone que no le acompañe un rato, pero estaba oyendo la radio, y quiero continuar.

Se marchó por el pasillo adelante hacia un lugar iluminado que yo desconocía y me metí en mi habitación. La cama era incómoda y fría: sólo logré entrar en calor cuando añadí mi abrigo a la poca ropa que tenía. No sé lo que pasó aquella noche: yo me quedé dormido y no me desperté hasta que sonó un clarín, tocado muy cerca de mí. Me levanté a ver lo que pasaba. No sé qué hora era, pero muy temprano debía de ser a juzgar por la poca luz que había. Cerca de mí, casi a mi altura, unos caballeros vestidos de traje azul celeste y con el dolman sobre un hombro partían hacia palacio. Los estuve mirando hasta que desapareció el último de ellos. Sólo entonces me calcé, me vestí, hice mis abluciones y salí en busca de la taza de café caliente que mi estómago estaba pidiendo a gritos. Todo mi capital yacía en el bolsillo derecho de mis pantalones. Saqué lo que allí había y lo conté: menos de lo pensado, de tal manera que si me metía en un local a tomar café con un bollo, no tenía después para pagar el restaurante. Por fortuna recordé un bar de la Puerta del Sol donde alguien me había dicho que por pocas perras le daban a uno de desayunar. Allí me encaminé. La gente entraba y salía por la boca del metro, pero yo no me atrevía a gastarme los diez céntimos que me hubieran acercado rápidamente al lugar de mi destino. Por fin llegué, más cansado de lo que esperaba, pero era un cansancio sano, de los que se curan con algo caliente. Tuve suerte: aquel café con leche lo estaba, y sabía bien la media tostada con que lo había acompañado. De allí fui al periódico, que quedaba muy cerca. Yo no sé si la censura la había tomado con nosotros o si éramos nosotros los que la habíamos tomado con la censura: es el caso que a aquellas horas, apenas las diez de la mañana, ya estaba medio periódico tachado y sólo nos quedaban como defensa las noticias inocuas, en las cuales el lápiz rojo jamás se ensañaba. Me senté en mi mesa y empecé la redacción de telegramas: un incendio de un pajar en Castilla o el naufragio de una lancha de pescadores en la costa gallega. Don Rafa ya había llegado: estaba en su mesa, con el sombrero puesto y la chaqueta quitada. Cuando me vio y respondió a mis «¡Buenos días!», se quitó el sombrero, se puso la chaqueta, pasó por mi mesa, me dio algo así como un pescozón cariñoso y dejó caer un papel que llevaba en la mano. En el papel decía: «Hoy le pagarán a usted algo.»

Efectivamente, a eso de las doce llegó el cajero con un montón de cuartos que debían de sumar las trescientas o las cuatrocientas pesetas. Le pedí que pagase mi cuenta en la pensión y que me diese algo para ir comiendo. Tomó nota de lo que le debía a la señora de enfrente y me dio un duro para que yo fuese tirando. Con aquel duro y lo que yo tenía había para unos cuantos días, dos o tres, suponiendo que no malgastase ni siquiera una perra. Con este ánimo me fui al restaurante y allí comí lo que me echaron, que por el módico precio no podía ser de gran calidad; pero llené la andorga, y ya marchaba cuando de una mesa me chistaron: era Enrique, el hermano de Rosita. Le pregunté por ella y por su madre, él me dijo que no sabía nada, pero lo que le importaba al parecer era presentarme a su compañero, que le había invitado a comer y por quien se encontraba allí. Se vino conmigo, me convidó a tomar café en aquel de la calle de Alcalá de que ya he hablado otras veces, donde no pagó nada, sino que le dijo al camarero que añadiese aquellos dos cafés a lo que ya le debía. Después salimos. Cometí el error, después me di cuenta de que lo era, de darle mi dirección. Nos separamos. Me fui al periódico y me senté en mi propia mesa a leer lo que quedaba del número que tan cuidadosamente habíamos preparado aquella mañana. Hacía una buena tarde, no demasiado fría. Dudé si meterme otra vez en el despacho del director y dormir allí un rato; pero preferí acechar por la ventana, a ver si en la casa de enfrente aparecía la Pepa y lograba que recibiera algún mensaje mío. Así pasé buena parte de la tarde. Cuando vi salir a Mari, a eso de las seis, le chisté para que se detuviese y corrí hasta ella.

—Dile a la Pepa que la estoy esperando.

La Pepa tardó unos segundos en bajar y yo la llevé a un café, no al del día anterior, que era demasiado refinado y demasiado caro, pero sí a un lugar decente. De repente me di cuenta de que no tenía nada de qué hablar con ella, pues me estaba contando uno de sus días allá en la sierra y a mí no me interesaba nada. Pagué los dos cafés, la dejé en el portal y ella, quizá agradecida, me dio un beso en la boca y un abrazo. Se marchó corriendo escalera arriba. Aún era temprano. Las calles hervían de gente y yo, sin prisas, me fui hacia la casa donde había alquilado el día anterior una habitación. Me abrió la hija de la dueña, que se entendía con mi amigo el militar.

—La hizo usted buena.

—¿Por qué me dice eso?

Por respuesta me señaló el pasillo e hizo gesto de que escuchara. Allá lejos, la voz entrecortada de la dueña de la casa me hizo comprender la situación. Decía poco más o menos: «¡Enrique! ¡Yo no puedo ser suya!», pero con un tono de voz que estaba diciendo que sí, «que me haga suya cuanto antes, y todas las veces que quiera». La chica que tenía delante no me dejó quitarme el abrigo; lo llevaba ella puesto y me echó hacia la escalera.

—¡La hizo usted buena! Véngase conmigo si no quiere llevar la cesta y oír cómo esos dos acaban en la cama. Y si eso pasa el primer día, ¿qué serán los demás?

Se cogió de mi brazo. Juntos bajamos la escalera y, ya en el portal, me dijo:

—Ahora váyase. Yo estoy citada aquí con mi marido, que es el que le trajo a usted en mala hora. Váyase y déjeme sola.

No sé por qué, pero me sentí repentinamente triste. La dejé, como me pedía, y poco a poco me fui hacia el restaurante de la calle de la Abada. Era temprano, había poca gente y me senté solo en una mesa. Vino el tío de la libreta a preguntarme qué iba a ser y a cobrar. Yo le pagué y le pregunté después por el menú, porque era la primera vez que cenaba, y algún cambio habría. Pero me equivoqué: era lo mismo que a mediodía, y el tío se rió un poco, supongo que de mí. Con el papel que me dio fui a la ventanilla de la cocina y encargué lo que me pareció mejor. Mientras esperaba llegué a la conclusión de que todo me había salido mal y de que sólo saldría de aquel atasco por mi esfuerzo. Me sacó de mis pensamientos tristes el tío de la libreta, que depositó ante mí un plato de verdura humeante. Mientras la comía, y engañaba así a mi estómago, decidí escribir una carta a un amigo de mi padre que mandaba un barco de la Transatlántica y que seguramente estaría para salir hacia Buenos Aires; podía escribir la carta aquella noche, pero no enviarla hasta que supiera en qué puerto se encontraba aquel amigo de mi padre que mandaba un barco del cual ya yo me consideraba polizonte más o menos autorizado. En esto, había terminado el plato de verduras y me ponían delante el segundo plato, si es que podía llamarse así a aquel amasijo no sé de qué que tenía delante. Lo comí sin fijarme demasiado en lo que era, y con el plato vacío fui en busca de la ración de membrillo que tocaba aquella noche, otra cosa no daban. Después marché. Iba contando el dinero que me quedaba, lo iba contando perra a perra, las manos en los bolsillos agarrando mi pequeño tesoro. De esta manera llegué a mi casa: ya le había dado tiempo a Enrique para hacer su faena y marcharse. En efecto, la viuda me abrió la puerta como si nada hubiera pasado. Yo le dije «¡Buenas noches!» y me metí en mi cuarto, dejando para el día siguiente la invitación que ella me hacía de ir a calentarme con su brasero y de escuchar la radio con su aparato de galena que, al parecer, aquella noche no estaba muy afortunada. Me metí en la cama, me tapé con mi abrigo, tardé en dormirme, hasta el día siguiente que me despertó, aún no dadas las ocho, el clarín de los de caballería que vivían enfrente de mí. «Poco tiempo le queda a ése de que le vayan a hacer la guardia», pensé, y di una vuelta en la cama, buscando no perder el calor. Después me levanté, hice mis abluciones y salí lo más silenciosamente que pude. Me quedaba dinero para desayunar y lo hice en el bar de la Puerta del Sol. Después me fui al periódico, donde al menos se estaba caliente: se conoce que los obreros del taller reclamaban un poco de calor y que la calefacción se encendía para ellos, no para nosotros. ¡Quién fuera linotipista y no redactor de aquel periódico que se iba al tacho porque no podía pelear con la censura! Tenía al menos la seguridad de cobrar el sábado a mediodía, aunque me despidiesen luego, aunque me dijeran al pagarme que no había más trabajo para mí.

Don Rafa ya había llegado: estaba como siempre, con el sombrero puesto y la chaqueta en la silla, de modo que él quedaba en mangas de camisa con el chaleco y la corbata bien visibles. Me miró cuando entré y, sin decir nada, se acercó a mi mesa y dejó caer un paquetito.

—Esto trajeron para usted. No sé quién lo trajo porque ya estaba sobre mi mesa cuando llegué. ábralo a ver qué tiene: quizá por lo que venga dentro averigüe usted quién lo envió.

Yo me había puesto de pie. Con una mano fui deshaciendo el paquete que, por cierto, venía envuelto en un periódico rival. Lo deshice y vi que contenía algunas cosas de comer. Allí mismo se las mostré a don Rafa sin decirle palabra. Él las miró y se echó a reír.

—Alguien que se está cuidando de su línea. Seguramente una mujer.

Yo me encogí de hombros, pero sabía bien que aquel paquete procedía de enfrente. La pobre Pepa se había pegado aquella mañana el madrugón para reforzar a su manera mi desayuno. No tenía ganas, pero picoteé de aquí y de allá hasta que una mano desconocida dejó sobre mi mesa un montón de telegramas. Entonces dejé de comer y me puse a trabajar. No recuerdo bien de dónde o de quién saqué el dinero para ir a comer aquel mediodía al restaurante barato del que ya me consideraba cliente. Lo que sí recuerdo es haber telefoneado para ver a qué puerto había de dirigir la carta al amigo de mi padre. Después de que me hube asegurado fui al restaurante, comí yo solo y aún me sobraron unas perras para irme a un café: elegí aquel, sin ventanas, que estaba al principio de la calle de Alcalá; allí me encontré a Enrique hecho un brazo de mar, pues todo lo que llevaba encima era nuevo. Me invitó a su mesa y me dijo:

—Ayer te anduve buscando para que vinieras conmigo esta mañana y me ayudaras a elegir todas estas cosas que llevo puestas. Paga ese tío extranjero que anda con mi madre y con mi hermana, ¿sabes? Ayer por la tarde me encontré con una nota de él: también me había pagado lo que debía en la pensión, y siento que no fuera más, pero ya sabes cómo es mi madre.

—Ayer podías haberme encontrado, porque fui a la casa esa donde ahora duermo. Pero te encontré tan atareado, a ti y a la dueña de la casa, que preferí no verte.

—¿Y te ha parecido mal?

—Tú y la dueña de la casa sois libres de hacer lo que os dé la gana: pero podrías decirle a ella que no gritara tanto, y sobre todo que no hiciera sufrir a su hija.

—¿Sabes que la niña esa se acuesta con tu amigo ni más ni menos que la madre conmigo?

—Sí; pero van a casarse en cuanto él quede libre de la mili y mandarán a la vieja al diablo en cuanto puedan.

Ya dije que Enrique venía hecho un brazo de mar, pero más aún lo estuvo cuando se puso el gabán y el sombrero, no sé si para apabullarme o para qué. Me invitó al café y yo me dejé invitar. Se marchó, dando propinas a diestro y siniestro, y provocando así la sonrisa de los camareros. Era la última vez que lo veía, todo finchado y pituco. La puerta se cerró sobre él y a través de los cristales pude observar cómo extendía la mano para ver si llovía.