CAPÍTULO V
Yo esperaba que el barco de mi padre apareciese como un punto negro por la entrada norte de la ría, pero apareció por la entrada sur. Un punto negro con sus luces de situación prematuras que se iba agrandando conforme se acercaba al muelle y que se paró allí mismo, delante de mí, delante de donde yo había paseado un buen rato esperando que llegase. Yo creo que calculó el espacio, si podía meterse en aquellas pocas varas que quedaban entre el barco de altura, que había fracasado pero que esperaba allí mismo tiempos mejores, y el que atravesaba la ría todas las tardes, que había terminado ya sus singladuras de aquel día, se había quedado allí, y estaba ya bien amarrado sin tripulación alguna, sólo con un vigía que daba de vez en cuando una vuelta por cubierta y se volvía luego a las camaretas. Mi padre optó por abarloarse entre uno y otro. Cuando echaron la pasarela yo pude entrar, e iba a hacerlo en el camarote de mi padre cuando el contramaestre me cogió por un brazo y me llevó hasta la amura de popa.
—A este hombre hay que vigilarlo. Lo encuentro un poco triste estos días.
Yo también lo encontraba triste, a mi padre, al capitán de aquel barco, pero no tanto que pudiera averiguarse desde fuera, y yo llamaba «desde fuera» a todo el que no pertenecía a nuestro entorno familiar, a la gente que vivía, durmiendo o no, en aquel montón de piedras viejas con una torre y dos habitaciones modernizadas que nos servía de vivienda.
El camarote de mi padre, el del capitán de aquel barco, era pequeño y estrecho, pero muy iluminado. Tenía la cama encima de un montón de cajones en los que se podía guardar la ropa, un armario y una mesa de despacho donde estaba la máquina de escribir, la vieja Yost que yo utilizaba para poner en limpio mis artículos y mis poemas.
En eso estaba cuando entró mi padre. Venía a cambiarse y lo hizo aprovechando que yo estaba de espaldas y no le veía en ropas menores. Pero oí su voz y comprendí que estaba triste. Le dije que por fin me había decidido a aceptar aquel trabajo que se me ofrecía en Asturias y que estaba tan de acuerdo con mis mejores cualidades; mi padre me preguntó si en mi decisión había influido aquel negrón que me habían hecho y que abarcaba el lado izquierdo de mi cara, ojo y oreja incluidos. Creí que mi padre no se había dado cuenta, pero me equivocaba.
—Algo influyó. ¿Por qué voy a negártelo?
—Podías hacerte el sueco y no contestarme.
Su voz cambió de tono.
—¿Quieres cenar conmigo? Sé de un sitio aquí cerca donde, por poco dinero, cenaremos muy bien, lo que se dice muy bien. Sopa y un plato, pero bien colmados los dos. Un plato de carne o un plato de pescado, lo que prefieras, a elegir. Tendrías que avisar a casa que no nos esperen a ninguno de los dos. Tú bien sabes cómo se mandan esos avisos porque a veces tú mismo no has cenado en casa.
Se había puesto el traje azul y tenía en las manos el sombrero, que no se pondría hasta salir del barco: mi padre era muy mirado, muy chapado a la antigua. Se hizo a un lado para dejarme pasar y yo mandé el recado a casa de que cenaran sin nosotros. Cuando regresé lo encontré al pie de la pasarela, al tiempo que del otro cabo se alejaba el contramaestre. Mi padre se había puesto el sombrero y había completado así su figura elegante, alta y escueta. Me colgué de su brazo y, un poco a rastras, le seguí. Me guió hasta el restaurante aquel donde se comía bien y barato, donde era muy conocido, porque todos los camareros le saludaron al llegar.
—¿Quiere la mesa de siempre, capitán?
—¿Prefiere un sitio cerca de la puerta?
Mi padre escogió entre las diversas ofertas: una mesa cerca de la puerta, pero un poco retirada. Pedimos sopa; él, pescado; yo, carne, y un vino tinto para los dos, un vino de Rioja que mi padre añadió por su cuenta y que yo no me atrevía a pedir.
Había poca gente aquella noche, pero mi padre me advirtió de que los habituales irían llegando y ocupando sus sitios de costumbre.
—Esta mesa la suele usar un matrimonio de viejos. Él debió de ser marinero o marino de alguna graduación, vete tú a saber.
De todas maneras nos dimos prisa en terminar y dejamos la mesa cuando ya el matrimonio de viejos había llegado. Mi padre les sonrió al pasar; ellos se apresuraron a ocupar los sitios que habíamos dejado vacantes: yo creo que todavía encontraron las sillas calientes de las posaderas de mi padre y de las mías. Fuimos a un café, a aquella hora a media luz, donde no había cantantes ni bailarinas ni cosa parecida. Me empeñé en llevar a mi padre allí y en convidarle yo mismo para que viese que, a aquellas horas, todavía no había cambiado la peseta que me daba mi madre y algunas perras más que tenía yo ahorradas: cinco o seis según mis cálculos, pero podía equivocarme.
—Y ese chollo que te ha salido en Asturias, ¿qué porvenir tiene?
Me extendí sobre las ventajas de ser periodista a mis años y de que era un buen comienzo para la carrera literaria que yo esperaba de mí mismo. En el teatro se ganaba dinero, y yo me interesaba sobre todo por el teatro. Los artículos que venía publicando trataban de eso: no de repetir las lecciones consabidas, sino de utilizarlas para establecer una nueva relación entre el público y la letra. En una palabra: cambiar el contenido, que sería lo nuevo, lo que me correspondería a mí, y conservar el continente, que era a lo que la gente estaba acostumbrada. Por gente entendía yo, en aquel caso, lo mismo los que estaban arriba que los que desde las butacas y toda clase de asientos atendían y entendían o no lo que desde el escenario se les proponía. Me dio la impresión de que mi padre no me había entendido bien, porque ésta fue su respuesta:
—Sin embargo, terminar esa licenciatura que tienes empezada no te vendría mal. Alguna vez te lo dije, no hace mucho. Con una licenciatura podrías hacer unas oposiciones y empezar a ganar dinero, no sólo para ti, sino para ayudar a esas mujeres que son quienes más lo necesitan. Porque yo, ya ves, me las gobierno solo y seguiré gobernándome sin necesidad de nadie, y menos de ti.
—Sí, papá.
Lo de siempre. Habíamos llegado a lo de siempre. Mi padre y yo nos entendíamos bien; pero al llegar a aquel punto de mi porvenir, él iba por un lado, las oposiciones y todo eso, y yo por el otro. Discutimos un momento sobre quién iba a pagar los cafés. Cuando por fin conseguí que me dejase pagar, vino el camarero y ya lo hicimos levantados, lo de pagar. Me preguntó el cómo, el cuándo y el dónde me recogería, y yo le dije que en el periódico a eso de las doce o la una. No dije la hora exacta porque pensaba ir al café cantante, y uno sabe cuándo entra ahí, pero no cuándo sale.
—Más bien hacia la una, o quizá más tarde. Tengo que hablar con el director, a ver si me paga el viaje.
—De eso me encargo yo.
Se rieron de mí cuando me vieron el negrón del ojo y de la oreja, pero dejaron de reírse cuando vieron que la Amparo también negreaba en algún lugar de la cara. Hasta la Iris fue comprensiva.
—¿No te lo dije yo? La Rufina le fue con el chivatazo al tío ese, al señorito que viene todas las noches a llevarse a la Amparo. Hoy no vendrá, ya lo verás. Esos tíos que pagan son muy suyos.
El negrón de la Amparo era justo en el lado contrario del mío, pero era más oscuro: se conoce que le había pegado a ella con más fuerza que a mí, o que ella tenía la piel más delicada, ¡vaya usted a saber!
La Iris se vino a nuestra mesa.
—Oye —le dijo a la Amparo—, tengo que hablar contigo y me da igual que esté delante éste.
—Tú dirás —dijo la Amparo.
La Iris se acomodó mejor en la silla de enfrente y puso su bolso encima, como para precaverse o defenderse.
—El tío ese vino esta tarde a hablar conmigo. Me dijo que me ofrecía cama, baño y gabinete en una pensión donde se comía bien, y un dinero para el bolsillo a convenir, pero que no bajaría de las tres pesetas diarias.
—Y tú ¿qué le has respondido?
La Amparo miraba fijamente a la Iris: ésta bajó primero los ojos, luego la cabeza.
—Yo le dije que viniera esta noche por aquí, que le daría la contestación: quería primero hablar contigo. También me dijo que duraría poco pero que me avisaría quince días antes de terminar, para que yo fuera tomando mis medidas.
—Pues fue más atento que conmigo. A mí no me avisó con tanto tiempo: me puso en la calle, y fue esta tarde misma. Cuando salí de casa, la patrona me dijo que se había terminado la bicoca y que podía irme con la música a otra parte. Ya no vivo allí. Ahora vivirás tú.
La Iris se deshacía en zalemas.
—Mujer, yo no voy a ocupar la cama que aún estará caliente de tu cuerpo. Por lo menos esta noche no iré allá. Mañana, ya hablaremos. Si necesitas algún dinero para esta noche…
La Iris rebuscaba en su bolso; la Amparo la detuvo con un gesto.
—Tengo dinero para esta noche y hasta para una semana. Tengo mis ahorros, ¿sabes? No tengo vicios mayores y todo lo que me lleva dado ese tío lo tengo en la Caja. Unas ochocientas pesetas. No creo que en el tiempo que te queda te dé a ti tanto. Y a ver si lo administras de manera que cuando te deje plantada puedas aguantar por tu cuenta hasta que llegue otro imbécil.
—Mujer, eso de imbécil…
—Lo dije y no lo retiro. Imbécil, imbécil. Imbécil por dejarme a mí, imbécil por cogerte a ti. Lo dicho: ni más ni menos.
Acababan de encenderse las luces del rincón y una mujer gordita iniciaba la canción patriótica:
Yo he tenido la suerte
de nacer en España…