Capítulo 12
12
Cuando se volvió a reunir el grupo para desayunar, un observador atento hubiera podido deducir del comportamiento de cada uno las diferencias en sus estados de ánimo y sentimientos. El conde y la baronesa se volvieron a encontrar con la alegría propia de un par de amantes que después de haber sufrido una separación han tenido la oportunidad de volverse a demostrar su recíproco afecto, mientras que Carlota y Eduardo recibieron a Otilia y el capitán casi con vergüenza y remordimientos. Porque así es el amor, que se cree que sólo él tiene derechos y consigue borrar todos los demás derechos. Otilia estaba contenta como una niña, y teniendo en cuenta su modo de ser, hasta se podía decir que se mostraba abierta. El capitán parecía serio; la conversación con el conde había vuelto a remover en su interior lo que durante un tiempo había estado acallado y adormecido, y le había hecho sentir muy a las claras que allí no podía cumplir su destino y que en realidad estaba dejando pasar el tiempo en una especie de letargo semiocioso. Apenas se habían alejado los dos huéspedes cuando entró una nueva visita, bienvenida para Carlota que deseaba salir de sí misma y distraerse, pero inoportuna para Eduardo que sentía redoblado su deseo de ocuparse de Otilia, e indeseada también para Otilia, que todavía no había terminado la copia que hacía falta para el día siguiente muy temprano. Y, por eso, en cuanto se marcharon a hora tardía los forasteros, se apresuró a encerrarse en su cuarto.
Había atardecido. Eduardo, Carlota y el capitán, que habían acompañado a pie durante un trecho a las visitas antes de que se acomodaran en el coche, decidieron continuar el paseo hasta las lagunas. Había llegado una barca, que Eduardo había hecho venir de lejos con un gasto considerable. Querían comprobar si era ligera y fácil de manejar.
Se encontraba atada a orillas de la laguna central, no lejos de unos viejos robles, con los que ya habían contado para un futuro arreglo. Querían preparar un embarcadero y construir un pabellón de reposo bajo los árboles hacia el que debían dirigirse los que salieran a navegar por el lago.
¿Dónde será el mejor sitio para desembarcar en la otra orilla? —Preguntó Eduardo—. Casi creo que junto a mis plátanos.
—Están demasiado a la derecha —dijo el capitán—. Desembarcando algo más abajo se está más cerca del castillo, pero de todos modos hay que pensarlo.
El capitán se encontraba ya en la parte trasera de la barca con un remo en la mano. Carlota saltó dentro, Eduardo también y agarró el otro remo; pero cuando estaba a punto de empujar la barca para alejarla de la orilla, se acordó de Otilia y pensó que ese paseo le retrasaría y sabe Dios cuándo podría regresar. Tomó rápidamente una decisión, volvió a saltar a tierra, le dio su remo al capitán y se apresuró a marchar a casa tras una breve disculpa.
Allí se enteró de que Otilia se había encerrado a escribir. A pesar de la agradable sensación de saber que estaba haciendo algo para él, también sintió una gran contrariedad por no poder verla. Su impaciencia crecía a cada momento. Caminaba de un lado a otro del gran salón, intentaba mil cosas y no había nada que consiguiera distraer su atención. Quería verla, verla a ella sola, antes de que Carlota y el capitán regresaran. Ya era de noche y encendieron las velas.
Por fin entró en la sala, radiante de afectuosa amabilidad. El sentimiento de haber hecho algo por el amigo la había hecho alzarse por encima de sí misma. Depositó el original y la copia de Eduardo sobre la mesa.
—¿Las cotejamos? —preguntó sonriendo. Eduardo no supo qué responder. La miró y contempló la copia. Las primeras páginas habían sido escritas con el mayor cuidado por una mano tierna y femenina, después parecía que los rasgos cambiaban y se volvían cada vez más sueltos y libres, ¡pero cuál no sería su sorpresa cuando recorrió con sus ojos las últimas páginas!
—¡Por el amor de Dios! —Gritó—, ¿qué es esto? ¡Es mi letra! —Miró a Otilia y volvió a mirar las páginas; sobre todo el final era exactamente igual que si lo hubiera escrito él mismo. Otilia callaba pero lo miraba con los ojos embargados de alegría. Eduardo levantó los brazos—: ¡Me amas! —Exclamó—, ¡Otilia, tú me amas! —Y se fundieron en un abrazo. Nadie hubiera podido decir quién de los dos había sido el primero en abrazar al otro.
A partir de aquel instante el mundo quedó transformado para Eduardo, él ya no era el mismo de antes, el mundo ya no era el mismo. Estaban los dos frente a frente. Él sostenía las manos de ella y se miraban a los ojos a punto de volver a abrazarse.
Entró Carlota con el capitán. Eduardo sonrió en secreto ante sus disculpas por haberse retrasado tanto. «¡Oh, si supierais qué pronto venís!», pensó para sus adentros.
Se sentaron a cenar. Hablaron de las personas que habían venido a visitarles aquel día. Eduardo, embargado por sentimientos bondadosos, habló bien de todos ellos, siempre disculpando, a menudo aprobando. Carlota, que no compartía en absoluto su opinión, se dio cuenta de su peculiar estado de ánimo y bromeó con él extrañándose de que él, que solía tener una lengua muy severa contra aquellas personas, estuviera aquel día tan suave y condescendiente.
Eduardo replicó con fuego y con una íntima convicción:
—¡Basta amar a un ser desde el fondo del corazón para que el resto también te parezca digno de afecto!. —Otilia bajó los ojos y Carlota desvió la mirada.
El capitán tomó la palabra y dijo:
—Lo mismo ocurre con los sentimientos de respeto y estima. Uno sólo reconoce lo que hay de estimable en el mundo cuando encuentra ocasión de aplicar ese sentimiento a un objeto concreto.
Carlota procuró regresar pronto a su habitación para abandonarse al recuerdo de lo que había ocurrido aquella noche entre ella y el capitán.
Cuando Eduardo saltó fuera de la barca, dejando a su esposa y a su amigo a merced del oscilante elemento, Carlota vio al hombre por el que ya había sufrido tanto sentado frente a ella en la penumbra y conduciendo la barca a su libre capricho con ayuda de los dos remos.
Se sintió invadida por una profunda tristeza, raras veces sentida. Los círculos que describía la barca, el chapoteo de los remos, la brisa que acariciaba el espejo del agua, el susurro de los juncos, el último vuelo de los pájaros, el guiño intermitente de las primeras estrellas: todo eso tenía algo espectral en medio de aquel silencio universal. Le parecía que el amigo la llevaba muy lejos para abandonarla en algún sitio y dejarla sola. Una extraña agitación conmovía todo su ser, pero no podía llorar.
Mientras tanto, el capitán le describía cómo debían hacerse las nuevas instalaciones según su opinión. Alababa las excelentes cualidades de la barca, que se dejaba manejar fácilmente con dos remos y la ayuda de una sola persona. Le decía que también ella tenía que aprender a hacerlo, pues ya vería qué sensación tan agradable producía poder deslizarse de cuando en cuando uno solo por las aguas y poder ser su propio capitán y timonel.
Al Oír estas palabras el recuerdo de la separación volvió a caer como un peso sobre el corazón de la amiga. «¿Lo dirá con intención?», pensaba para sí. «¿Acaso ya lo sabe? ¿Lo supone? ¿O lo dice por pura casualidad y de ese modo me pronostica inconscientemente cuál será mi futuro destino?». Le invadió una terrible melancolía, una gran impaciencia; le rogó que la llevara a tierra lo antes posible y que regresara con ella al castillo.
Era la primera vez que el capitán navegaba por aquellas lagunas y aunque había investigado su profundidad en líneas generales, algunos lugares concretos le eran desconocidos. Empezaba a caer la noche; dirigió la barca hacia un lugar que le pareció cómodo para desembarcar y que no estaba lejos del sendero que llevaba al castillo. Pero también perdió esa orientación cuando Carlota le repitió, con una suerte de angustia, su ruego de llevarla cuanto antes a tierra. Volvió a aproximarse a la orilla con renovados esfuerzos, pero desgraciadamente sintió que algo se lo impedía cuando todavía estaba a cierta distancia. Había encallado y sus esfuerzos para liberarse eran inútiles. ¿Qué hacer? No le quedó otro remedio más que saltar al agua, que no cubría demasiado, y transportar a su amiga hasta la orilla. Consiguió acercarse a tierra felizmente, pues era lo suficientemente fuerte como para no titubear ni hacerle pasar ningún temor; sin embargo ella se abrazaba miedosamente a su cuello con sus brazos. La sostuvo con firmeza y la apretó contra sí. No la soltó hasta llegar a un talud de hierba en donde la depositó, no sin sentir una mezcla de confusión y emoción. Ella todavía se aferraba a su cuello; entonces la volvió a envolver con sus brazos y puso un beso ardiente en sus labios; pero en el mismo instante cayó a sus pies y apretando sus labios contra su mano, exclamó:
—Carlota, ¿me perdonará usted?
El beso que se había atrevido a darle el amigo, que ella casi le había devuelto, hizo volver en sí a Carlota. Apretó su mano, pero no lo levantó del suelo, sino que inclinándose hacia él y poniendo una mano sobre sus hombros le dijo:
—No podremos evitar que este instante haga época en nuestras vidas; pero que esa época esté a nuestra altura sí depende de nosotros. Debe usted partir, querido amigo, y partirá. El conde se está encargando de mejorar su situación futura; eso me alegra y me duele. Quería callarlo hasta que fuera seguro, pero la ocasión me obliga a descubrirle este secreto. Sólo podré perdonarle y perdonarme a mí misma si tenemos el valor de cambiar nuestra situación, ya que no podemos cambiar nuestros sentimientos. —Lo alzó del suelo y tomó su brazo para apoyarse en él, y así regresaron en silencio hasta el castillo.
Ahora estaba en su dormitorio, donde tenía que considerarse y que sentirse como esposa de Eduardo. En medio de estas contradicciones vino en su ayuda su carácter, fortalecido y experimentado por las muchas cosas de la vida. Acostumbrada a tener siempre mucha conciencia de sí misma y a saber dominarse, tampoco ahora le fue difícil volver a recuperar el deseado equilibrio por medio de una seria reflexión; hasta tenía que reírse de sí misma pensando en la extraña visita de la noche anterior. Pero muy pronto le invadió un extraño presentimiento, un temblor temeroso y alegre, que se diluyó otra vez en deseos piadosos y esperanzas. Conmovida, se arrodilló y volvió a repetir la promesa que le hiciera a Eduardo ante el altar. Amistad, amor, renuncia, desfilaron ante ella en imágenes serenas. Se sentía íntimamente restablecida. Muy pronto le invadió una dulce fatiga y se durmió apaciblemente.