Capítulo 9
9
La primavera había llegado, más tarde, pero también más deprisa y alegre que de costumbre. Otilia encontró ahora en el jardín los frutos de su previsión; todo germinaba, todo brotaba y florecía a su debido tiempo; muchas plantas que se habían mantenido protegidas en los invernaderos y en los parterres cubiertos, pudieron salir por fin al encuentro de la naturaleza exterior y sus efectos y todo lo que había que hacer y preparar dejó de ser como hasta entonces un mero esfuerzo rico en esperanzas para convertirse en un auténtico y dichoso deleite.
Pero hubo que consolar al jardinero de algunas bajas que el comportamiento salvaje de Luciana había causado en las macetas de flores, así como de la rota simetría de algunas copas de árbol. Otilia le daba ánimos diciéndole que no tardaría en volver a arreglarse todo aquello, pero él tenía un sentido demasiado profundo, un concepto demasiado puro de su oficio para que esos consuelos produjeran mucho fruto. Del mismo modo que el jardinero no puede distraerse con otras aficiones y caprichos, así, tampoco se puede interrumpir el curso tranquilo que siguen las plantas para alcanzar su perfección y plenitud, ya sea permanente o pasajera. La planta se asemeja a la persona obstinada, de la que se puede obtener todo si se la trata a su manera. Una observación sosegada, una perseverancia tranquila para llevar a cabo lo propio de cada estación del año y de cada momento es algo que quizás a nadie se le puede pedir en mayor grado que al jardinero.
Aquel buen hombre reunía todas estas cualidades en grado sumo y por eso le gustaba tanto a Otilia trabajar en su compañía, pero desde hacía algún tiempo él ya no era capaz de ejercer a gusto su auténtico talento. En efecto, aunque tenía profundos conocimientos de todo lo referente a los árboles y al huerto y también dominaba el arte de los jardines ornamentales a la antigua usanza, pues en general a cada uno se le da mejor una cosa que otra, es decir, aunque sin duda hubiera podido competir con la propia naturaleza en el cuidado del naranjal, las flores de bulbo, los claveles y las aurículas, aun así, todos estos nuevos árboles ornamentales y flores de moda le seguían resultando ajenos y ante el infinito terreno de la botánica que se abría ante él en aquellos tiempos, y ante todos aquellos nombres bárbaros que zumbaban en sus oídos, sentía una especie de terror que le llenaba de malestar y disgusto. Lo que habían empezado a prescribir sus señores el año anterior ahora le parecía con mayor motivo un gasto inútil y un despilfarro por cuanto había visto cómo se le morían algunas plantas muy costosas y tampoco estaba en muy buenas relaciones con la gente del vivero que, a su entender, no le servían con toda la honradez requerida.
Ante este estado de cosas, y después de varios intentos, se había trazado una especie de plan, al que Otilia le animaba tanto más por cuanto en realidad se basaba en el retorno de Eduardo, cuya ausencia en ésta como en tantas otras cosas se dejaba notar cada día de modo más profundo.
Ahora que las plantas echaban cada día más ramas y raíces, Otilia se sentía también más y más atada a aquel lugar. Hacía justo un año que había llegado allí como una extraña, como alguien insignificante.
¡Cuántas cosas había ganado desde entonces! Y, por desgracia, ¡cuántas había vuelto a perder también desde entonces! Nunca había sido tan rica ni tan pobre. Los dos sentimientos alternaban a cada instante en su interior, se entremezclaban en su alma del modo más íntimo, de manera que su único paliativo era entregarse con el mayor interés y hasta con pasión a lo más próximo y cercano.
Es fácil imaginar que lo que más le atraía y a lo que más cuidados dedicaba era a las cosas favoritas de Eduardo; después de todo ¿por qué no iba a esperar que él volviese pronto en persona y observara con gratitud las atenciones que había dedicado al ausente?
Pero también se le dio ocasión de hacer algo por él de un modo muy distinto. Asumió de manera particular el cuidado del niño, al que podía atender de modo casi exclusivo debido a que habían decidido no entregárselo a ningún ama y criarlo únicamente a base de leche y de agua. En aquella hermosa época del año el niño debía disfrutar del aire libre, de modo que prefería sacarlo fuera ella misma y paseaba a aquel ser dormido e inconsciente entre las flores y capullos que algún día alegrarían sus días de infancia, entre los arbolitos y arbustos que por su juventud parecían destinados a crecer con él. Cuando miraba a su alrededor no se le ocultaba a qué estado de grandeza y fortuna estaba llamado aquel niño, pues casi todo lo que alcanzaba la vista habría de ser suyo algún día. Para eso, ¡cuán deseable era que creciera bajo la mirada de su padre y su madre consolidando una unión dichosamente renovada!
Otilia sentía todo esto de un modo tan nítido que se imaginaba que ya era así de verdad y entonces se olvidaba completamente de sí misma. Bajo aquel cielo claro, a la luz de aquellos luminosos rayos de sol comprendía claramente por primera vez en su vida que para que su amor alcanzase una perfecta consumación tenía que volverse completamente desinteresado. En algunos instantes incluso creía haber alcanzado ya aquella cima. Ya sólo deseaba el bien de su amigo, se juzgaba capaz de renunciar a él, incluso de no volver a verlo nunca, con tal de saberlo dichoso. Pero en cuanto a ella, estaba firmemente decidida a no volver a pertenecer nunca a ningún otro.
Se tomaron las precauciones necesarias para que el otoño fuera tan espléndido como la primavera. Todas las plantas llamadas de verano, todo lo que no puede terminar de echar flores en otoño y sigue desarrollándose intrépidamente en pleno frío, particularmente los ásteres, fueron sembrados con la más rica variedad, para que, al haber sido transplantados un poco por todos los lados, formasen una especie de cielo estrellado sobre la tierra.
Del diario de Otilia
Nos gusta apuntar en nuestro diario un pensamiento interesante que hemos leído o algo que hemos oído y ha llamado nuestra atención. Pero si nos tomáramos la molestia de extraer de las cartas de nuestros amigos las observaciones personales, opiniones originales y frases ingeniosas que dejan caer al azar, aún seríamos mucho más ricos. Guardamos las cartas para no volver a leerlas; finalmente las destruimos por discreción y de esa manera desaparece de modo irreparable para nosotros y para los demás el más hermoso y más inmediato aliento de vida. Tengo la intención de reparar este descuido.
Una vez más se repite desde el principio el cuento del año. Ya hemos llegado otra vez, ¡gracias a Dios!, a su más hermoso capítulo. Las violetas y lirios silvestres son a modo de adornos y viñetas del mismo. Siempre nos produce la misma sensación agradable volver a entornar estas páginas del libro de la vida.
Reprendemos a los pobres, sobre todo a los pequeños, cuando los vemos tirados por las calles mendigando. ¿Es que no nos damos cuenta de que en cuanto hay algo que hacer se vuelven activos? En cuanto la naturaleza despliega sus amables tesoros, los niños corren tras ellos para sacar algún beneficio. Ya ninguno mendiga: todos te ofrecen un ramo que han recogido antes de que tú despertaras y el que te lo ofrece te mira tan graciosamente como el propio presente. Nadie parece miserable cuando se siente con derecho a exigir.
¿Por qué el año es a veces tan corto, a veces tan largo, por qué parece tan corto, pero tan largo en el recuerdo? Eso es lo que me pasa con el año pasado y en ningún lugar de modo tan llamativo como en el jardín, en donde se entreteje lo perecedero con lo que dura. Y, sin embargo, no hay nada tan pasajero que no deje una huella, que no deje atrás su propia imagen.
También el invierno nos acaba gustando. Parece como si pudiéramos respirar con más libertad cuando los árboles se alzan ante nosotros tan fantasmales y desnudos. No son nada, pero tampoco tapan nada. Cuando por fin aparecen los brotes y capullos, nos entra la impaciencia, hasta que vemos cubierto todo de follaje, hasta que el paisaje entero toma cuerpo y el árbol nos vuelve a oponer su forma.
Todo lo que es perfecto en su género tiene que sobresalir por encima de ese género, tiene que convertirse en algo distinto e incomparable. En algunos sonidos el ruiseñor todavía es un pájaro, pero después se alza por encima de su clase y parece como si quisiera enseñarles a todas las criaturas de plumas qué significa de verdad cantar.
Una vida sin amor, sin la proximidad del amado, no es más que una comédie a tiroir, una mala comedia de las que se echan a un cajón. Uno va tirando de los cajones, sacando y guardando una pieza tras otra y volviéndolos a cerrar de nuevo. Todo lo que ocurre en ellas, hasta lo bueno e importante, apenas se sostiene con cierta coherencia. Hay que volver a empezar todo desde el principio y lo que uno querría es acabar de una vez con todo.