Capítulo 10

10

Carlota, por su parte, se siente fuerte y animada. Disfruta viendo al guapo niño cuya prometedora figura ocupa en todo momento sus ojos y su corazón. Gracias a él, renace en ella un nuevo vínculo con el mundo y con aquellas propiedades. Su antigua actividad despierta de nuevo; dondequiera que mire ve que el último año se han hecho muchas cosas y eso la llena de alegría. Animada por un sentimiento muy particular sube hasta la cabaña de musgo con Otilia y el niño y mientras tumba a éste sobre la mesita como si se tratara de un altar doméstico ve los dos sitios vacíos que allí quedan, recuerda los tiempos pasados y una nueva esperanza para ella y para Otilia renace en su interior.

Sin duda, las jovencitas examinan en secreto y, tal vez con modestia, a tal o cual joven para ver si les gustaría como marido, pero la mujer que tiene a su cargo a una hija o a una pupila dirige sus miradas mucho más lejos. Y esto es lo que le pasaba también ahora a Carlota, a la que ya no le parecía imposible una unión del capitán con Otilia, cuando recordaba la imagen de ambos sentados juntos en aquella cabaña en otros tiempos. No ignoraba que aquel antiguo proyecto de un matrimonio ventajoso para el capitán había quedado sin efecto.

Carlota seguía subiendo y Otilia llevaba al niño mientras la primera se abandonaba a todo tipo de reflexiones. También en tierra firme hay naufragios; salir de ellos con bien y recuperarse pronto es algo muy hermoso y digno de alabanza. Después de todo, la vida no es más que una suma de pérdidas y ganancias. ¿Quién no hace algún proyecto y ve cómo algo se lo arruina? ¡Cuántas veces emprendemos un camino y nos encontramos con algo que nos desvía de él! ¡Cuántas veces hay algo que nos distrae de un objetivo muy claro, pero sólo para alcanzar otro más elevado! Con gran disgusto el viajero advierte que se le ha roto una rueda en el camino, pero gracias a este accidente enojoso tiene ocasión de trabar las más dichosas amistades y relaciones, que después tendrán influencia sobre él toda la vida. El destino va cumpliendo nuestros deseos, pero lo hace a su manera, para poder regalarnos aún más de lo que albergan nuestros simples deseos.

Con estos y otros pensamientos del mismo tenor Carlota llegó por fin a la cumbre donde se alzaba el nuevo edificio, que no hizo sino reafirmarla del todo en lo que venía pensando. En efecto, aquel lugar era todavía mucho más hermoso de lo que uno se podía imaginar. Se había eliminado todo lo que podía molestar o resultar mezquino en el entorno; toda la belleza del paisaje, todo lo que en él habían hecho la naturaleza y el tiempo surgía puramente ante la vista y ya brotaban las jóvenes plantaciones destinadas a colmar algunos vacíos y a unir las partes que habían quedado separadas.

La propia casa ya estaba casi habitable y la vista, sobre todo desde las habitaciones del piso alto, era de lo más variado. Cuanto más tiempo miraba uno en derredor, más y más cosas hermosas descubría.

¡Qué de efectos tendrían que producir allí las distintas horas del día, el sol y la luna! Resultaba muy apetecible residir en aquel lugar y, como además ya se había terminado toda la parte vasta de la obra, pronto se volvió a despertar el gusto de Carlota por construir y crear. Un ebanista, un tapizador, un pintor capaz de arreglárselas con unos patrones y algunos pocos dorados aquí y allá: eso era lo único que hacía falta y en poco tiempo estuvo rematada la casa. La bodega y la cocina también estuvieron pronto instaladas, porque al estar lejos del castillo resultaba imprescindible almacenar allí todo lo necesario. Así que ahora las mujeres vivían allá arriba con el niño y como se trataba de un nuevo centro, este nuevo lugar de residencia les ofreció nuevos e inesperados destinos de paseo. En aquella región más elevada disfrutaban de un aire libre y fresco, unido a un tiempo admirable.

La senda predilecta de Otilia, a veces sola y otras veces con el niño, era una que bajaba cómodamente hacia los plátanos y después permitía dirigirse al punto en el que estaba amarrada una de las barcas que se solían emplear para cruzar a la otra orilla. A veces le gustaba dar un paseo sobre las aguas, aunque sin el niño, porque Carlota sentía algún temor a este respecto. Y, pese a vivir allí, nunca dejaba de bajar diariamente al jardín del castillo para visitar al jardinero e interesarse amablemente por sus cuidados con todas aquellas plantas que él trataba de sacar adelante y que ahora disfrutaban ya del aire libre.

En esta hermosa estación a Carlota le resultó muy oportuna la visita de un noble inglés que Eduardo había conocido en sus viajes, al que había encontrado después varias veces y que ahora sentía curiosidad por ver personalmente todos aquellos hermosos arreglos del parque de los que tantas cosas buenas había oído contar. Traía una carta de recomendación del conde y también le presentó a un hombre callado pero muy amable que venía con él. Mientras el inglés recorría los alrededores, unas veces con Carlota y Otilia, otras con los jardineros o cazadores, las más de las veces con su acompañante y en ocasiones él solo, las mujeres pronto pudieron deducir de sus observaciones y comentarios que era un conocedor y amante de este tipo de parques y que seguramente él mismo había concebido y ejecutado algunos. A pesar de su avanzada edad, tomaba animadamente parte en todo lo que le da relieve e interés a la vida.

Fue en su compañía cuando las mujeres gozaron por vez primera de modo completo del lugar. Su ojo entrenado sabía apreciar cada uno de los distintos efectos en toda su frescura y aún gozaba más viendo lo que se había realizado precisamente porque al no haber conocido previamente la región apenas podía distinguir lo que era producto de la naturaleza de lo que había sido creado artificialmente.

Se puede afirmar perfectamente que el parque creció y se enriqueció gracias a sus comentarios. Sabía de antemano lo que se podía esperar de las nuevas plantaciones que aún se hallaban en fase de crecimiento. No se le escapaba ningún rincón en donde aún se pudiera añadir o poner de relieve alguna cosa bella. Aquí se fijaba en un manantial, que una vez limpiado a fondo, prometía adornar toda una zona vegetal, allá era una gruta que, una vez ampliada y sin maleza, podía proporcionar un deseable lugar de reposo, pues sólo hacía falta talar algunos árboles para poder divisar desde la gruta las magníficas y elevadas masas de rocas. Felicitó a los habitantes del castillo por tener todavía tantas cosas que ir haciendo en el futuro y les rogó que no se apresuraran, sino que se reservaran para los siguientes años el deleite de ir creando e inventando cosas nuevas.

Por lo demás, tampoco se hacía nada pesado fuera de las horas marcadas para estar en compañía, porque se entretenía la mayor parte del tiempo tratando de dibujar en una cámara oscura portátil las vistas más pintorescas del parque, con el fin de adquirir para sí mismo y para los demás el mejor y más hermoso fruto de sus viajes. Era algo que venía haciendo desde hacía muchos años en las regiones más destacadas en las que había estado y de esta manera había conseguido reunir una colección de lo más agradable e interesante. Le mostró a las damas un gran portafolios que llevaba consigo y que supo entretenerlas tanto con las imágenes que veían como con sus explicaciones. Se alegraban de poder recorrer tan cómodamente el mundo desde su retiro, de ir haciendo desfilar ante sus ojos riberas y puertos, montañas, lagos, ríos, ciudades, fortalezas y otros muchos lugares que tienen un nombre en la Historia.

Cada una de las dos mujeres mostraba un interés especial: Carlota uno más general, referido sobre todo a lugares con alguna particularidad histórica, mientras que Otilia se demoraba preferentemente en las regiones de las que Eduardo solía hablar, en las que sabía que le gustaba residir a él y a donde había regresado a menudo con gusto. Pues, cerca o lejos, cada persona encuentra determinados detalles locales que le atraen y que le resultan particularmente gratos y estimulantes de acuerdo con su carácter, con la primera impresión que le causan, ciertas circunstancias o la costumbre.

Por eso quiso preguntarle al lord en qué lugar se encontraba más a gusto y en dónde preferiría fijar su residencia si tuviera que elegir. Entonces él supo describirle más de una hermosa región y contarle amenamente en su francés curiosamente acentuado las cosas que le habían ocurrido en aquellos lugares, contribuyendo a que le resultaran tan caros y apreciados.

Por el contrario, a la pregunta de dónde le gustaba residir ahora habitualmente o a dónde le gustaba regresar preferiblemente, respondió de manera muy clara, pero también inesperada para las mujeres:

—Ahora ya me he acostumbrado a sentirme en casa en cualquier parte y, al final, no encuentro nada más cómodo que ver a los demás construir y plantar por mí, y esforzarse por arreglar sus casas para mí. No siento nostalgia de mis propiedades, en parte por razones políticas, pero sobre todo porque mi hijo, para quien en realidad había hecho todas esas cosas, a quien confiaba poder legar todo y con quien contaba poder disfrutar todavía de lo hecho, no siente el menor interés por nada de esto y se ha marchado a la India, quién sabe si para emplear allí su vida en algo más importante o para malgastarla.

»Lo cierto es que hacemos demasiados preparativos para la vida, invertimos demasiado gasto. En lugar de empezar enseguida por encontrarnos a gusto en una situación modesta, siempre queremos extendernos y abarcar más para tener cada vez más trabajo e incomodidades. ¿Y quién disfruta ahora de mis construcciones, de mi parque y mis jardines? No yo, ni siquiera los míos: huéspedes desconocidos, curiosos, viajeros inquietos.

»Aun disponiendo de una gran fortuna sólo estamos en casa a medias, sobre todo en el campo, en donde echamos en falta algunas costumbres de la ciudad. El libro que más nos gustaría adquirir no está a mano y olvidamos precisamente aquello que más falta nos hace. Una y otra vez, nos acomodamos confortablemente en nuestras casas para volver a mudarnos de nuevo y cuando no lo hacemos por capricho ni voluntariamente son las circunstancias, las pasiones, el azar, la necesidad y qué se yo qué más cosas las que nos obligan a hacerlo.

El lord no imaginaba lo mucho que estaban afectando estos comentarios a sus dos amigas. ¡Y qué de veces cae en ese peligro el que hace reflexiones generales en algún círculo, incluso cuando lo hace en medio de gente cuyas circunstancias le resultan bien conocidas! Para Carlota esta herida involuntaria, causada incluso por personas con la mejor intención, no era nada nuevo; además, el mundo se extendía con tanta claridad ante sus ojos, que no sentía ningún dolor particular cuando alguien, sin querer y por descuido, la obligaba a dirigir su mirada a algún asunto desagradable. Otilia, por el contrario, quien en su juventud semiconsciente intuía más de lo que verdaderamente veía, y que podía y hasta tenía que apartar su mirada de aquello que no debía ni quería ver, se sintió terriblemente trastornada por aquellas tristes consideraciones, porque le habían rasgado violentamente un agradable velo que llevaba ante los ojos y ahora le parecía como si todo lo que se había hecho hasta entonces en la casa, la finca, el jardín, el parque y todos los alrededores hubiera sido completamente inútil porque aquel a quien pertenecía todo aquello no podía disfrutarlo y, como aquel huésped inglés, se había visto empujado precisamente por sus seres más queridos y próximos a vagar sin rumbo por el mundo y, además, del modo más peligroso. Otilia se había acostumbrado a escuchar y callar, pero en esta ocasión se sentía presa de una horrible angustia que las siguientes palabras del extranjero hicieron aumentar en lugar de disminuir, cuando éste prosiguió hablando del siguiente modo con su alegre peculiaridad y su prudente sensatez:

—Ahora creo que estoy en el buen camino —continuó—, puesto que me considero ya para siempre un viajero que renuncia a mucho para disfrutar de mucho. Estoy acostumbrado al cambio y hasta me resulta una necesidad, del mismo modo que en la ópera siempre estamos esperando que cambien otra vez el decorado, precisamente en la medida en que ya nos han puesto otros muchos. Ya sé muy bien lo que puedo esperar de la mejor y de la peor posada; por buena o por mala que sea, nunca encuentro en ellas mis costumbres y al final viene a ser lo mismo depender totalmente de una costumbre imprescindible que depender por completo de un azar caprichoso. Por lo menos ahora ya no me disgusto por algo perdido o estropeado ni porque me encuentre con que la habitación acostumbrada está inutilizable por culpa de unas reparaciones, ni porque se me rompa mi taza preferida y durante algún tiempo no sea capaz de disfrutar bebiendo en otra. Ahora ya he superado todo eso y cuando siento que me empieza a arder el suelo bajo los pies, mando empacar tranquilamente a mi gente y me marcho del sitio y de la ciudad. Y además de todas estas ventajas, si echo bien las cuentas, al final del año no he gastado más de lo que me habría costado vivir en casa.

Mientras le escuchaba hablar así, Otilia sólo veía ante sus ojos a Eduardo, caminando con privaciones y fatigas por caminos apenas practicables, durmiendo durante la campaña en medio de la miseria y el peligro y acostumbrándose con tanta inseguridad y tanto riesgo a vivir sin hogar ni amigos, a desprenderse de todo a fin de no tener nada que perder. Felizmente la reunión se disolvió por algún tiempo. Otilia tuvo la oportunidad de desahogarse en llanto en soledad. Ningún dolor sordo la había asido con tanta violencia como aquella claridad que ella aún trataba de ver más clara, tal como solemos hacer cuando nos atormentamos a nosotros mismos en el momento preciso en que estamos a punto de ser atormentados por los demás.

La situación de Eduardo le parecía tan digna de lástima, tan lamentable, que decidió poner todo por su parte, costara lo que costase, para que volviera a unirse a Carlota, para esconder su dolor y su amor en algún lugar tranquilo y engañarlos dedicándose a algún tipo de actividad.

Por su parte, el acompañante del lord, un hombre inteligente y tranquilo, muy buen observador, había notado la torpeza cometida por su amigo en la conversación y le había hecho ver a éste la similitud entre las situaciones descritas. El lord no sabía nada de las circunstancias de aquella familia, pero el otro, al que lo único que le interesaba en los viajes eran los acontecimientos sorprendentes motivados por situaciones naturales o provocadas, por el conflicto entre lo legal y lo irrefrenable, el entendimiento y la razón, la pasión y el prejuicio, ya se había estado informando de todo antes de emprender el viaje y mucho más al llegar a la propia casa y por eso sabía lo que había pasado y pasaba todavía.

El lord lamentó lo ocurrido aunque sin sentir ningún apuro, porque sabía que para no caer en este tipo de situación habría que estar completamente callado en sociedad, ya que no sólo las reflexiones importantes, sino hasta los comentarios más triviales pueden chocar del modo más desafortunado con los intereses de los presentes.

—Lo arreglaremos esta noche —dijo el lord— absteniéndonos de conversaciones de índole general. ¡Hágales escuchar a las damas alguna de esas anécdotas e historias con las que ha sabido enriquecer durante nuestro viaje su memoria y su cartera!

Pero en esta ocasión, aun con la mejor de las intenciones, los dos forasteros no consiguieron alegrar a las amigas por medio de una sencilla conversación inocente, ya que, tras haber despertado su curiosidad con algunas historias raras, notables, divertidas, conmovedoras o siniestras, el acompañante del lord tuvo la ocurrencia de concluir con el relato de un incidente bastante extraño, aunque de índole más suave, sin adivinar que se trataba de un asunto que tocaba muy de cerca a sus oyentes.

Los extraños niños vecinos (Relato)

Dos niños vecinos de casas acomodadas, niño y niña, con una edad acorde para poder ser algún día marido y mujer, fueron educados juntos con esa agradable perspectiva y con la alegría de los padres de ambos ante la futura unión. Pero muy pronto observaron que aquella intención parecía abocada al fracaso, porque entre aquellos dos excelentes caracteres surgió una extraña aversión. Tal vez eran demasiado parecidos. Ambos muy retraídos, tajantes en sus deseos, firmes en sus propósitos; ambos queridos y admirados por sus compañeros de juegos, siempre adversarios cuando estaban juntos, siempre actuando cada uno para sí mismo, siempre destruyéndose el uno al otro cuando y donde se encontraban, no compitiendo por alcanzar la misma meta, pero sí luchando por un mismo objetivo; extraordinariamente buenos y amables y sólo capaces de odio y hasta malvados cuando se trataba del otro.

Esta sorprendente relación se mostró ya desde sus juegos infantiles y se siguió mostrando según iban creciendo. Y, como los niños tienen la costumbre de jugar a la guerra dividiéndose en bandos que combaten entre sí, la obstinada y valerosa niña se situó un día al frente de uno de los ejércitos y luchó contra el otro con tanta ferocidad y enconamiento que dicho ejército hubiera tenido que huir vergonzosamente si el único enemigo particular de la niña no hubiera resistido todo el tiempo valientemente y finalmente hubiera desarmado a su enemiga y la hubiera tomado prisionera. Pero incluso en esta situación ella seguía resistiéndose con tanta violencia que él, para preservar sus ojos sin dañar a su enemiga, tuvo que quitarse el pañuelo de seda del cuello y atarle las manos a la espalda.

Ella nunca se lo perdonó y hasta trató de hacer en secreto algunos planes y preparativos para perjudicarle, de tal modo que los padres de ambos, que hacía tiempo que estaban en guardia frente a aquellas extrañas pasiones, se pusieron de acuerdo y decidieron separar a aquellas dos criaturas hostiles y renunciar a sus queridas esperanzas.

El muchacho pronto destacó en su nueva vida. Sacaba con éxito cualquier tipo de estudio. Algunos protectores y su propia inclinación lo condujeron a la profesión de soldado. En todos los sitios a los que iba era querido y respetado. Su carácter activo y diligente parecía hecho para buscar el contento y el beneficio de los demás y, sin ser propiamente consciente de ello, se sentía muy feliz de haber perdido de vista al único adversario que la naturaleza le había destinado.

Por su parte, la chica sufrió de pronto una transformación. Su edad, una creciente educación y, sobre todo, un íntimo sentimiento la apartaron de los juegos violentos que hasta entonces había acostumbrado practicar en compañía de los chicos. En conjunto, parecía que le faltaba algo y que si bien no había nada a su alrededor que fuera suficientemente digno de excitar su odio, tampoco había encontrado a nadie que le pareciera digno de amor.

Un joven algo mayor que su antiguo vecino y adversario, de buena familia, con fortuna y posición, apreciado en los círculos sociales, solicitado por las mujeres, le dedicó todo su afecto. Era la primera vez que un amigo, un enamorado, un servidor, le dedicaba de este modo su atención. La predilección que él demostró por ella, frente a otras mujeres de más edad, mejor formadas, más brillantes y con mayores pretensiones no pudo dejar de halagarle. Sus continuas atenciones, que nunca llegaban a ser molestas, su fiel apoyo en diversas situaciones desagradables, su forma de cortejarla ante sus padres, que sin duda era directa y abierta, pero tranquila y considerando sólo aquello como una esperanza, ya que ella era todavía muy joven, todo eso contribuyó a que él pudiera ganársela, a lo que también se sumó la fuerza de la costumbre y de las relaciones externas que ya mantenían a los ojos de todos. Ya tantas veces la habían llamado novia de él, que finalmente acabó por considerarse tal y ni ella ni nadie pensaba que hiciera falta ninguna otra prueba suplementaria el día que intercambió su anillo con aquel que desde hacía tanto tiempo pasaba por ser su novio.

La marcha tranquila que había llevado todo el proceso tampoco se aceleró después de haberse prometido formalmente. Todo el mundo dejó que las cosas siguieran el curso acostumbrado por ambas partes, que los dos disfrutaran de los ratos que pasaban juntos y saborearan hasta el final la época más hermosa del año a modo de primavera de su futura vida más seria.

Mientras tanto, el ausente había recibido la mejor formación, había alcanzado un grado merecido en su carrera y vino de permiso a visitar a los suyos. Así, volvió a encontrarse frente a su hermosa vecina del modo más natural y al mismo tiempo extraño. En los últimos tiempos ella sólo había alimentado sentimientos familiares de amiga y prometida y se mostraba en perfecta armonía con todo lo que la rodeaba; creía ser dichosa y en cierto modo lo era de verdad. Pero ahora, por primera vez desde hacía mucho tiempo, volvía a encontrarse con algo que se alzaba en medio de su camino: no era nada que pudiera despertar odio y además ella ya no era capaz de odiar y, por eso, aquel odio infantil, que en el fondo no era sino un oscuro modo de reconocer un valor íntimo, se expresó ahora bajo la forma de una alegre sorpresa, una contemplación gozosa, una admiración amable y una aproximación mitad voluntaria, mitad involuntaria, pero necesaria, que fue recíproca. Una larga separación dio ocasión a largas conversaciones. Incluso su antigua locura infantil sirvió a los que ahora se mostraban razonables a modo de divertido recuerdo y era como si hubieran querido compensar aquel odio ridículo con un trato lleno de amabilidad y atenciones, como si aquel violento desencuentro de antaño tuviera que ser subsanado ahora por un mutuo y expreso reconocimiento.

Por parte de él todo quedó dentro de los límites razonables y deseables. Su posición, sus relaciones, sus aspiraciones, su ambición le absorbían de modo tan completo que se tomó la simpatía que le mostraba la bella prometida con toda tranquilidad como un regalo digno de agradecimiento que no creía que guardara ninguna relación consigo mismo y que tampoco le hacía concebir la menor envidia por el prometido, con el que, por lo demás, mantenía la mejor relación.

Por el contrario, el caso de ella era muy diferente. Se sentía como si despertara de un sueño. La lucha contra su joven vecino había sido su primera pasión y aquella violenta pugna no era, bajo la forma de la repulsión, sino un afecto igual de violento y casi podríamos decir que innato. En sus recuerdos no le parecía otra cosa sino que siempre lo había amado. Sonreía recordando aquella persecución hostil con las armas en la mano; le gustaba imaginar que había sentido una agradable sensación cuando él la desarmó, que había sentido la mayor de las dichas cuando le ató las manos y todo lo que ella había emprendido para tratar de perjudicarlo y disgustarlo, ahora sólo le parecía un recurso inocente para tratar de atraer su atención. Maldecía su separación, se lamentaba pensando en el sueño en el que había caído, abominaba la costumbre adquirida de soñar y dejarse arrastrar por una inercia que había sido la responsable de que ella hubiera podido aceptar a un prometido tan insignificante; estaba transformada, doblemente transformada, tanto mirando al pasado como mirando al futuro, según se quiera.

Si hubiera podido expresar y compartir con alguien sus sentimientos, que ella mantenía completamente en secreto, seguramente nadie le habría hecho ningún reproche, porque la verdad es que su novio no podía soportar la comparación con el vecino en cuanto se les ponía uno al lado de otro. Aunque no se podía negar que el primero inspiraba un cierto grado de confianza, lo cierto es que el segundo despertaba la confianza más completa; si ciertamente se aceptaba con gusto la compañía del primero, al segundo se le deseaba tomar por compañero; y si se ponía uno a pensar en sentimientos más profundos, si se pensaba en situaciones extraordinarias, fácilmente habría uno dudado del primero, mientras que el segundo inspiraba la más completa seguridad y certidumbre. Las mujeres tienen un tacto innato para este tipo de cosas y tienen ocasión y motivo de desarrollarlo.

Cuanto más alimentaba secretamente la novia este tipo de sentimientos en su interior, cuantas menos personas encontraba para decir alguna palabra en favor de su prometido y de lo que las circunstancias y el deber parecían ordenar y aconsejar, en definitiva, de lo que una inflexible necesidad parecía exigir de modo irrevocable, más alimentaba el corazón de la hermosa su parcialidad. Y, como por un lado, ella estaba ligada indisolublemente por el mundo y la familia, por el prometido y su propio consentimiento y, por otro lado, el ambicioso joven no ocultaba para nada sus ideas, planes y proyectos y sólo se comportaba con ella como un fiel y ni siquiera tierno hermano y sólo le hablaba de su inminente partida, fue como si el antiguo espíritu infantil de la muchacha con todas sus tretas y violencias volviera a despertar de pronto, pero ahora, al encontrarse en un estadio más maduro de la vida, se armara de despecho para actuar de manera mucho más grave y dañina. Decidió morir para castigar al otrora odiado y ahora violentamente amado, para que, ya que no podía poseerlo, por lo menos quedara ligada para siempre a su imaginación y sus remordimientos. Quería que ya nunca pudiera librarse de su recuerdo fúnebre, que nunca dejara de hacerse reproches por no haber adivinado sus sentimientos, por no haber tratado de descubrirlos y apreciarlos.

Esta extraña locura la acompañaba a todas partes. La ocultaba bajo mil formas y, por eso, aunque le parecía un poco rara a la gente, nadie tuvo la suficiente atención o sagacidad para descubrir la auténtica causa interna de su comportamiento.

Mientras tanto los amigos, parientes y conocidos habían agotado su capacidad para organizar fiestas. Apenas si transcurría un día sin que se preparara alguna nueva sorpresa. Apenas si se encontraba algún rincón del campo circundante que no hubiera sido adornado para recibir del mejor modo a un montón de alegres huéspedes. También el joven recién llegado quiso hacer algo antes de marchar e invitó a la pareja y al círculo de familiares más próximos a un paseo en barco. Eligieron una embarcación grande y hermosa muy bien decorada, uno de esos yates que tienen un saloncito con algunas habitaciones y tratan de trasladar al agua todas las comodidades de la tierra firme.

Fueron navegando por el caudaloso río acompañados con música; como era la hora más calurosa del día el grupo se había reunido en las cabinas de la parte baja y se divertía con juegos de suerte y de ingenio. El joven anfitrión, que nunca podía permanecer inactivo, había cogido el mando del timón, relevando al viejo capitán que se había quedado dormido a su lado. Y, de pronto, el que estaba despierto tuvo que hacer gala de toda su prudencia porque se aproximaba a un lugar en el que dos islas estrechaban el cauce del río y tanto de un lado como del otro extendían sus bajas orillas pedregosas preparando un paso muy estrecho y peligroso. El vigilante y prudente timonel estuvo a punto de despertar al patrón, pero confió en que sería capaz de salir del apuro y se dirigió hacia el estrecho. En aquel preciso instante apareció en el puente su bella enemiga con una corona de flores sobre la cabeza. Se la quitó y se la arrojó al piloto.

—¡Cógela de recuerdo! —le gritó.

—¡No me molestes! —contestó él gritando también, mientras cogía la corona al vuelo—. Ahora necesito concentrar todas mis fuerzas y mi atención.

—Ya no te molesto más —exclamó ella—; ¡no volverás nunca a verme!

—Y mientras decía eso corrió a la parte delantera del barco desde donde se arrojó al agua. Algunas voces gritaron:

—¡Socorro, socorro, que se ahoga!

—Él se encontró en el más horrible de los aprietos. Entonces, el capitán del barco, bruscamente despertado por las voces, quiere hacerse con el timón, el más joven trata de dárselo, pero ya no hay tiempo para cambiar de mano: el barco encalla y en ese mismo instante, deshaciéndose de las ropas más molestas, él se arroja al agua y nada en pos de su bella enemiga.

El agua es un elemento amable para quien lo conoce y sabe manejarlo. El hábil nadador supo dominarlo. Pronto hubo alcanzado a la hermosa que las aguas empujaban por delante de él; la agarró, consiguió alzarla sobre las aguas y llevarla cogida. Ambos fueron arrastrados con violencia hasta que dejaron atrás las islas y sus escollos y el río volvió a discurrir tranquilo por lugares más anchos. Sólo entonces se repuso, sólo ahora pudo sobreponerse a la primera e imperiosa sensación de angustia en la que había actuado sin pensar y de modo mecánico. Levantando la cabeza miró a su alrededor y braceó lo mejor que pudo hacia una orilla plana y con matorrales que se hundía agradable y propicia dentro de las aguas del río. Allí pudo depositar en lugar seco su hermoso botín; pero no notaba en ella ni un hálito de vida. Ya estaba desesperado cuando vislumbró un sendero expedito que se adentraba entre los matorrales. Volvió a cargarse con aquel precioso fardo y pronto vio una casa solitaria a la que se acercó. Allí encontró a buena gente, una joven pareja. No hizo falta decir mucho para expresar su infortunio y su apuro. Pronto obtuvo lo que pidió tras breve reflexión: ya ardía un claro fuego, se extendieron mantas de lana sobre una litera, y pronto se trajeron pieles, forros y todo tipo de ropa de abrigo. El deseo urgente de salvar una vida dejó a un lado cualquier otro tipo de consideración. No se omitió nada para tratar de devolverle la vida a aquel hermoso cuerpo desnudo y medio yerto. Al fin lo consiguieron. Abrió los ojos, divisó a su amado, le rodeó el cuello con sus divinos brazos. Así se quedó un buen rato; por fin, un torrente de lágrimas salió de sus ojos y terminó de curarla.

—¿Querrás abandonarme —exclamó— ahora que te encuentro de nuevo?

—¡Jamás, jamás! —gritó él, sin saber lo que hacía ni lo que decía. —¡Pero cuídate! —Añadió—, ¡cuídate!, ¡piensa en ti por amor a ti y a mí!

Entonces ella pensó en sí misma y sólo ahora reparó en el estado en el que se encontraba. No podía avergonzarse ante su amado, su salvador, pero le dejó marchar para que pudiera ocuparse de sí mismo ya que todavía estaba completamente mojado y chorreante.

El joven matrimonio deliberó y a continuación él le ofreció al joven y ella a la hermosa sus vestidos de boda, que todavía estaban allí colgados en buen estado y podían vestir a una pareja de pies a cabeza por dentro y por fuera. En pocos minutos los dos aventureros no sólo estaban vestidos sino engalanados. Estaban encantadores, se quedaron asombrados cuando se vieron con aquel aspecto y cayeron con irrefrenable pasión el uno en brazos del otro, aunque sonriendo a medias por el disfraz. La fuerza de la juventud y la impetuosidad del amor les restablecieron por completo en unos segundos y ya sólo faltaba la música para que se hubieran echado a bailar.

Haber pasado del agua a la tierra, de la muerte a la vida, del círculo de sus familias a aquella espesura silvestre, de la desesperación al arrobamiento, de la indiferencia al amor y la pasión, y todo esto en un instante, era algo que la cabeza no podría alcanzar a comprender sin estallar o enloquecer. En estos casos es el corazón el que tiene que arreglárselas para hacer soportable semejante sorpresa.

Estaban tan perdidos el uno en el otro, que hasta después de un buen rato no pudieron pensar en la angustia y la preocupación de los que habían dejado atrás, aparte de que casi no podían pensar en aquello sin sentir también angustia e inquietud preguntándose cómo iban a presentarse ante ellos.

—¿Deberíamos huir? ¿Deberíamos escondernos? —Decía el joven.

—Nos quedaremos juntos —dijo ella sin soltarse de su cuello.

Enterado por ellos de la historia del barco encallado, el joven campesino corrió hacia la orilla del río sin hacer más preguntas. El barco se acercaba por el río sin problemas; habían conseguido desencallarlo con grandes esfuerzos y ahora iban navegando a la aventura con la esperanza de encontrar a los perdidos. El campesino trató de avisarlos con gritos y señales corriendo hasta un lugar en donde había un buen sitio para desembarcar y, como no paraba de llamarles, finalmente el barco dirigió su rumbo hacia aquella orilla y ¡qué increíble espectáculo cuando por fin desembarcaron! Los primeros que se precipitaron a la orilla fueron los padres de los dos novios; por su parte, el enamorado prometido estaba medio desmayado. Apenas acababan de saber que sus hijos queridos se habían salvado, cuando éstos salieron en persona de la espesura con su extraño atuendo. No los reconocieron hasta que estuvieron más cerca.

—¿A quién estoy viendo? —Exclamaban las madres.

—¿Qué estoy viendo? —Gritaron los padres.

Los jóvenes supervivientes se tiraron a sus pies.

—¡A vuestros hijos! —Contestaron al unísono— ¡a una pareja de esposos!

—¡Perdón! —exclamó la muchacha.

—¡Dadnos vuestra bendición! —exclamó el joven.

—¡Dadnos vuestra bendición! —Clamaron ambos de nuevo, viendo que todos callaban llenos de asombro—. ¡Vuestra bendición! —Se volvió a escuchar por tercera vez y, ya, ¡quién hubiera podido negarse!