Capítulo 18
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Sin embargo lo más significativo y que los amigos habían observado con secreta expectación era que Otilia había vaciado por vez primera el contenido del cofre, había elegido algunas cosas y había cortado tela suficiente como para hacerse un solo traje pero completo. Cuando quiso volver a embalar todo con ayuda de Nanny apenas pudo lograrlo: el interior del cofre estaba lleno a rebosar a pesar de haber sacado parte del contenido. Llena de codicia, la pequeña criadita no terminaba nunca de admirar todo aquello, sobre todo porque había observado que en el cofre tampoco faltaba ni uno de los pequeños complementos necesarios para acompañar al vestido. Todavía quedaban zapatos, medias, ligas con divisas, guantes y otro montón de pequeños objetos: Le pidió a Otilia que le regalase aunque sólo fuera una de aquellas cosas. Otilia se negó, pero a cambio abrió enseguida un cajón de la cómoda y dejó que la niña escogiera algo, cosa que ella hizo apresurada y torpemente para después salir corriendo con su trofeo para proclamar y exhibir su fortuna ante el resto de los habitantes de la casa.
Finalmente Otilia consiguió volver a empaquetar todo cuidadosamente dentro del cofre: Después abrió un compartimento secreto escondido en la tapa. Allí dentro había guardado las notitas y cartas de Eduardo, algunas flores secas recuerdo de antiguos paseos, un bucle de pelo de su amado y otras cuantas cosas. Ahora añadió también el retrato de su padre, cerró y volvió a colgar sobre su pecho la llavecita atada a una cadena de oro que rodeaba su cuello.
Mientras tanto, se habían despertado muchas esperanzas en los corazones de los amigos. Carlota estaba convencida de que Otilia volvería a hablar ese día, porque había mostrado en los últimos tiempos una secreta actividad, una suerte de serena satisfacción, una sonrisa como la que flota en el rostro del que le prepara en secreto a su amado algo bueno y alegre. Lo que nadie sabía era que Otilia se pasaba muchas horas en medio de una gran debilidad y desfallecimiento, de los que sólo salía gracias a una enorme fuerza de voluntad en los momentos en los que se mostraba en presencia de ellos.
En aquel periodo Mittler se había dejado ver más a menudo de lo habitual y también se había quedado siempre más tiempo del acostumbrado. Aquel hombre tenaz sabía muy bien que hay que saber aguardar el momento oportuno, porque las ocasiones sólo se presentan una vez. El silencio de Otilia, así como su renuncia, los interpretaba a su favor. Por ahora no se había dado ni un paso para el divorcio de los esposos y él todavía confiaba en poder arreglar de alguna otra manera favorable la suerte de aquella excelente muchacha. Así que escuchaba, cedía, daba a entender y, para lo que él solía, se comportaba con notable prudencia.
Sin embargo, no era capaz de dominarse cuando alguien le daba pie para lanzarse a extensos razonamientos sobre materias a las que concedía un gran interés. Vivía muy replegado sobre sí mismo y cuando estaba con otras personas por lo general no sabía comportarse más que tratando siempre de ejercer su influjo sobre ellos. Y una vez que se desataba su elocuencia entre sus amigos, como hemos tenido ocasión de comprobar, ya nada la detenía y fluía libre y sin miramientos, hiriendo o sanando, mostrándose útil o perjudicial, dependiendo de las circunstancias.
La víspera del cumpleaños de Eduardo, Carlota y el comandante estaban sentados juntos esperando a Eduardo que había salido a caballo; Mittler iba de un lado a otro de la habitación. Otilia se había quedado en su habitación para extender las galas del día siguiente y darle algunas órdenes a su criada, que la comprendía a la perfección y sabía obedecer acertadamente sus mudas indicaciones.
En aquel preciso momento Mittler acababa de atacar uno de sus temas favoritos. Le gustaba afirmar que tanto en la educación de los niños como en el gobierno de los pueblos nada hay más torpe y bárbaro que las prohibiciones y las leyes y ordenanzas restrictivas.
—El hombre es activo por naturaleza —decía—; y cuando alguien sabe darle órdenes no pide sino seguirlas y actuar en consecuencia. Yo, por mi parte, mientras no sea capaz de prescribir la virtud opuesta, prefiero tolerar errores y vicios antes que deshacerme de los errores sin ser capaz de poner nada en su lugar. El hombre hace de buena gana lo que es bueno y conveniente en cuanto tiene los medios para ello; lo hace por el puro gusto de hacer algo y después no vuelve a pensar en ello, no más que en las tonterías que hace por puro aburrimiento y ociosidad.
»¡Qué de veces me he sentido disgustado al escuchar cómo le hacen repetir de memoria a los niños los diez mandamientos! El cuarto todavía se puede considerar que es una orden bonita y razonable: “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Si los niños son capaces de aprenderse eso y de grabarlo bien en su mente ya tienen para practicar todo el día. Pero del quinto, ¿qué se puede decir?: “No matarás”. ¡Cómo si alguien tuviera ganas de matar a sus semejantes! Uno puede odiar, enfadarse, dejarse llevar por la cólera, y a consecuencia de esto y de otras muchas cosas bien puede ocurrir que ocasionalmente acabe matando a otra persona. Pero ¿no les parece que es bárbaro prohibirles a los niños el crimen y el asesinato? Si el mandamiento fuera: “Cuida de la vida de los demás, trata de alejar de los otros todo lo que pueda hacerles daño, sálvales la vida aun a riesgo de perder la tuya y si les causas algún perjuicio piensa que te estás perjudicando a ti mismo”, si así fuera, éstos serían mandamientos adecuados para pueblos civilizados y sensatos, pero sin embargo se dejan tristemente a la cola en el último puesto de las preguntas y respuestas del catecismo.
»En cuanto al sexto me parece simple y lisamente repugnante.
¡Díganme! ¿Es que queremos despertarla curiosidad de los niños respecto a esos peligrosos misterios que ya presienten de algún modo y excitar su imaginación con imágenes y representaciones chocantes que lo único que hacen es atraer con violencia precisamente lo que se trataba de alejar? Sería muy preferible que un tribunal secreto castigara arbitrariamente esas infracciones antes que permitir que los fieles hagan de eso su comidilla en la iglesia y la parroquia.
En aquel instante entró Otilia en la sala.
—No cometerás adulterio —continuó diciendo Mittler—. ¡Qué grosería, qué indecencia! ¿No sonaría mucho mejor si se dijera: «Debes respetar el vínculo matrimonial?; cuando veas una pareja de esposos que se ama te alegrarás de ello y participarás de su dicha como de la de un día claro. Si notas que algo enturbia su relación harás lo posible para que las nubes se disipen; tratarás de poner paz, de serenarlos, les harás ver sus mutuos méritos y con hermoso desinterés trabajarás por el bien de los otros haciéndoles comprender la dicha que emana del deber y muy particularmente de ese que une de manera indisoluble al hombre y a la mujer».
Carlota estaba sobre ascuas y aún sentía más temor por cuanto estaba convencida de que Mittler no reparaba en lo que decía ni en dónde lo decía, pero antes de que pudiera interrumpirle pudo ver que Otilia volvía a salir de la sala con el semblante alterado.
—Espero que nos dispensará del séptimo mandamiento —dijo Carlota con una sonrisa forzada.
—De todos los demás —repuso Mittler— con tal de que pueda salvar por lo menos a ése sobre el que descansa el resto.
De pronto, Nanny irrumpió en la sala chillando con espantosos gritos:
—¡Se muere! ¡La señorita se muere! ¡Vengan, vengan aprisa!
Cuando Otilia regresó a su habitación y entró en ella tambaleándose todas las galas del día siguiente estaban extendidas sobre varias sillas y la muchachita, que corría de una a otra contemplándolas y admirándolas, se dirigió hacia ella llena de júbilo:
—¡Mire, mire, querida señorita! ¡Es un traje de novia digno de usted! Otilia escucha esas palabras y cae desfallecida sobre el sofá. Nanny ve palidecer a su señora, observa que se queda yerta, corre en busca de Carlota y todos se precipitan. El médico amigo de la casa llega enseguida. Cree que se trata de un simple desmayo por agotamiento. Pide que traigan un caldo; Otilia lo rechaza con repugnancia y casi tiene convulsiones cuando le acercan la taza a la boca. El médico pregunta con gravedad y premura, tal como lo imponen las circunstancias, qué alimentos ha tomado Otilia ese día. La criada tarda en contestar. Él vuelve a repetir su pregunta y ella confiesa que Otilia no ha comido nada en todo el día.
Nanny le parece al médico más ansiosa de lo normal. Se la lleva a la habitación contigua, Carlota le sigue, la niña cae de rodillas y confiesa que hace bastante tiempo que Otilia come lo mismo que nada. Ante la insistencia de Otilia ha sido ella la que ha comido los alimentos en su lugar; lo ha mantenido en secreto a causa de los gestos de súplica y de amenaza de su señora, y también, añaden inocentemente, porque le sabía todo muy rico.
Llegan Mittler y el comandante; encuentran a Carlota ocupada en compañía del médico. Pálida y en apariencia consciente, la celestial niña está sentada en una esquina del sofá. Le suplican que se acueste; ella se niega pero pide por signos que le traigan el cofrecillo, pone sus pies encima y se queda medio recostada en una postura cómoda.
Parece como si quisiera despedirse, sus gestos expresan a los allí reunidos un tierno afecto, amor, gratitud, una súplica de perdón y el adiós más entrañable.
Eduardo, que acaba de bajar del caballo, se da cuenta de lo que ocurre, se precipita en la habitación, se arroja al lado de ella, toma su mano y la inunda con lágrimas mudas. Así permanece durante mucho tiempo. Finalmente exclama:
—¿Es que no he de volver a escuchar nunca tu voz? ¿No querrás volver a la vida con una palabra para mí? ¡Está bien, está bien! Te sigo allá arriba: allí hablaremos otras lenguas.
Ella le oprime con fuerza la mano, lo contempla con una mirada llena de vida y de amor y después de un profundo suspiro, tras un movimiento celestial y mudo de sus labios, exclama al fin:
—¡Prométeme que vivirás! —Y después de ese esfuerzo grácil y tierno, vuelve a caer para atrás.
—¡Te lo prometo! —Responde él, pero su respuesta ya no la alcanza; ella ya no está allí.
Después de una noche de lágrimas el cuidado de enterrar los queridos restos recae sobre Carlota. Mittler y el comandante le prestan su ayuda. El estado de Eduardo es lamentable. En cuanto puede salir un poco de su desesperación y dominarse mínimamente se empeña en que no saquen a Otilia del castillo y que la sigan cuidando y velando como si estuviera viva, porque no está muerta, no puede estar muerta. Se conforman a su gusto, al menos en el sentido de no hacer lo que ha prohibido. Él no pide verla.
Pero un nuevo susto, otro temor vino a asaltar enseguida a los amigos. Nanny, duramente reprendida por el médico, obligada a confesar mediante amenazas y cubierta de reproches después de confesar, había huido. Tras muchas búsquedas la encontraron: parecía haber perdido la cabeza. Sus padres la recogieron en casa. Los mejores tratamientos no parecían causar efecto y hubo que encerrarla porque amenazaba con volver a huir.
Gradualmente consiguieron arrancar a Eduardo de su violenta desesperación, pero eso sólo sirvió para aumentar su desdicha, porque sólo entonces empezó a tomar conciencia cierta de haber perdido para siempre lo que constituía la felicidad de su vida. Trataron de hacerle entender que si depositaban a Otilia en aquella capilla de algún modo seguiría estando entre los vivos y no carecería de una tranquila y acogedora morada. Fue difícil obtener su consentimiento y sólo lo dio bajo la condición de que sería trasladada en un ataúd abierto, de que dentro de la tumba sólo estaría cubierta con una ligera tapa de cristal y que habría siempre una lámpara ardiendo a su lado; de este modo acabó aceptando y pareció resignarse a todo.
Vistieron el hermoso cuerpo con las mismas galas que ella había preparado; adornaron su cabeza con una corona de ásteres que brillaban misteriosas como fúnebres estrellas. Para decorar el ataúd, la iglesia y la capilla despojaron los jardines de todos sus adornos. Ahora estaban desnudos como si el invierno ya se hubiera llevado la alegría de todos los parterres. En cuanto rayó la primera luz del alba la sacaron del castillo en un ataúd abierto y el sol naciente volvió a dorar por última vez aquel rostro celestial. Los acompañantes se agolpaban junto a los porteadores. Nadie quería ir delante de ella ni quedarse atrás, todos querían rodearla, disfrutar de su presencia por última vez. Niños, hombres y mujeres, todos estaban conmovidos por igual. Las muchachas, que sentían su pérdida de modo más directo, estaban inconsolables.
Faltaba Nanny. La habían retenido, o mejor dicho, le habían ocultado el día y la hora del entierro. La tenían vigilada en casa de sus padres en un cuarto que daba al jardín. Pero en cuanto oyó tocar las campanas se dio cuenta de lo que ocurría y aprovechando que su cuidadora la dejó sola un momento movida por la curiosidad de ver el cortejo, Nancy escapó por la ventana hasta un pasillo y desde allí, como todas las puertas estaban cerradas, subió al desván.
En aquel momento el cortejo atravesaba el pueblo por un limpio camino cubierto de hojas. Nanny pudo ver pasar debajo de ella a su señora con más claridad y mayor perfección y belleza que todos los que estaban en el cortejo. Sobrenatural, como si la llevaran por las nubes o las olas, parecía que le hacía señales a su sirvienta y ésta, llena de turbación, confusa y vacilante, se tiró abajo.
La multitud se dispersó hacia todos los lados con un grito horrible. Obligados por los empujones y la confusión los porteadores tuvieron que dejar el ataúd en el suelo. La niña yacía justo al lado del féretro y parecía que tenía rotos todos sus miembros. Trataron de levantarla y casualmente, o tal vez por una extraña providencia, la apoyaron un instante sobre el cadáver, es más, parecía como si ella empleara lo poco que le quedaba de vida en tratar de arrimarse a su querida señora. Pero apenas habían rozado sus miembros inertes el vestido de Otilia, apenas sus dedos sin fuerza tocaron las manos unidas de la muerta, cuando se levantó repentinamente, alzó en primer lugar sus brazos y ojos hacia el cielo y después se tiró de rodillas al lado del féretro contemplando piadosamente con asombro y maravilla el rostro de su señora.
Al fin se puso en pie de un salto invadida de un inspirado entusiasmo y gritó con sagrada alegría:
—¡Sí! ¡Me ha perdonado! Lo que ninguna persona, lo que yo misma no me podía perdonar, me lo perdona Dios a través de su mirada, de sus gestos, de su boca. Ahora ha vuelto otra vez a su dulce reposo, pero ya habéis visto todos cómo se levantó y me bendijo con las manos abiertas mientras me miraba con cariño. Ya todos habéis oído, todos habéis sido testigos de cómo me ha dicho: «¡Estás perdonada!». Ya no soy ninguna asesina; ella me ha perdonado, Dios me ha perdonado y ya nadie me puede reprochar nada.
La multitud se agolpaba a su lado. Estaban admirados, escuchaban, miraban a todos los lados y nadie sabía qué hacer o decir.
—¡Llevadla ya a su lugar de reposo! —Dijo la niña—; ya ha hecho y sufrido lo que le tocaba en este mundo y ahora ya no puede seguir morando entre nosotros. —El féretro continuó su camino, Nanny iba abriendo la comitiva y así llegaron hasta la iglesia y la capilla.
Ahora ya estaba el ataúd de Otilia en su lugar; a su cabeza el del niño, a sus pies el cofrecillo, guardado en un arca de sólida madera de roble. Habían contratado a una vigilante que, en los primeros tiempos, debía permanecer junto al féretro velando el cadáver que yacía lleno de hermosura bajo la tapa de cristal. Pero Nanny no quiso que la privaran de esa misión; quería quedarse sola, sin ninguna compañía y vigilar aplicadamente la lamparilla que por primera vez iba a lucir allí. Lo pidió con tanta insistencia y encarecimiento que acabaron concediéndoselo a fin de evitar un mal mayor en su espíritu, cosa que bien se podía temer.
Pero no estuvo sola mucho tiempo, porque en cuanto cayó la noche, cuando la luz vacilante de la lámpara empezó a ejercer todo su efecto extendiendo un brillante resplandor, se abrió la puerta y entró el arquitecto en aquella capilla cuyos muros piadosamente adornados le parecían a la luz de aquel tenue resplandor más antiguos y evocadores de lo que hubiera podido imaginar nunca.
Nanny estaba sentada a un lado del sarcófago. Enseguida lo reconoció, pero sin decir una palabra le señaló con un gesto a su pálida señora. Y, así, él se quedó de pie del otro lado, con toda la prestancia y la fuerza de la juventud, replegado en sí mismo, rígido, ensimismado, con los brazos colgando y las manos unidas piadosamente, su cabeza y mirada inclinados hacia el cuerpo de la figura inanimada.
Así había estado antaño ante Belisario. Inconscientemente volvió a adoptar la misma postura, y ¡con cuánta naturalidad también en esta ocasión! También esta vez se había perdido algo inestimable; y si allí se lamentaba la pérdida irreparable de la valentía, inteligencia, poder, rango y fortuna de un hombre, si algunas cualidades resultan imprescindibles a la nación y a su príncipe en determinados momentos, pero no son apreciadas y se las desecha y proscribe, aquí había otras tantas virtudes calladas, que la naturaleza había sacado hacía poco tiempo de sus ricas profundidades y habían vuelto a verse rápidamente aniquiladas por su mano indiferente; raras, hermosas, apreciables virtudes cuyos conciliadores efectos recibe con alegría el mundo necesitado de la misma manera que lamenta su pérdida con pena y nostalgia.
El joven callaba y también la muchachita durante algún tiempo; pero cuando vio que brotaban frecuentes lágrimas de los ojos de él, cuando le pareció que se entregaba plenamente a su dolor, le habló con tanta verdad y contundencia que el joven, sorprendido de su elocuencia, consiguió rehacerse y ver ante sus ojos a su hermosa amiga viviendo y actuando en una región más elevada. Se secaron sus lágrimas, se alivió su sufrimiento, se despidió de rodillas de Otília y después le dijo adiós a Nanny con un afectuoso apretón de manos, hecho lo cual se perdió en la noche con su caballo sin haber visto a nadie más.
El cirujano había pasado la noche en la iglesia sin que lo supiera la niña y cuando entró a verla por la mañana la encontró serena y consolada. Se esperaba todo tipo de divagaciones y extravíos; estaba preparado para oír un montón de historias sobre nocturnas conversaciones con Otilia y otras apariciones y fenómenos de este tipo, pero la niña estaba de lo más natural, tranquila y segura de sí misma. Se acordaba perfectamente de todo lo que había sucedido en el pasado, recordaba con precisión todos los detalles y nada de lo que decía se salía de la normalidad y la verdad si exceptuamos el incidente con el cadáver durante el cortejo, suceso que le gustaba contar llena de alegría una y otra vez: cómo se había levantado Otilia, la había bendecido y perdonado y cómo de ese modo había recuperado la calma para siempre.
El aspecto de Otilia, que se conservaba en toda su belleza y más parecía dormida que muerta, atraía a muchas personas al lugar. La gente del pueblo y los alrededores querían verla y todos querían oír de boca de Nanny lo increíble: algunos para burlarse, la gran mayoría para dudar y algunos para darle crédito.
Toda necesidad cuya verdadera solución es imposible obliga a tener fe. Nanny, que había quedado destrozada en todos sus miembros ante los ojos de todos, había recuperado la salud después de tocar el piadoso cuerpo. ¿Por qué no podía obtener otro la misma dicha? Madres amantes empezaron trayendo en secreto a sus hijos, alcanzados por algún mal, y creyeron notar en ellos una repentina mejoría. Aumentó la confianza y al final ya no hubo nadie tan viejo o tan débil como para no ir a buscar a aquel lugar un alivio y un remedio. La afluencia llegó a ser tal que fue necesario cerrar la capilla y hasta la iglesia, fuera de las horas del servicio divino.
Eduardo no se atrevía a volver a ver a la muerta. Vivía como un autómata y parecía que ya no le quedaban lágrimas ni era capaz de más sufrimiento. Día a día disminuía su participación en las conversaciones o en el placer de la comida y la bebida. Parece que ya sólo encuentra un cierto alivio bebiendo por aquel vaso que tan mal profeta se ha mostrado. Le sigue gustando contemplar las iniciales entrelazadas y su mirada seria y serena parece indicar que todavía confía en poder reunirse algún día con su amada. Y de la misma manera que cualquier pequeño detalle parece querer favorecer a los dichosos, también los menores incidentes parecen ponerse de acuerdo para herir y hacer sufrir a los desdichados. Así, un día que Eduardo se llevaba como de costumbre el querido vaso a la boca lo volvió a apartar súbitamente lleno de horror: era el mismo y no era el mismo. Echaba en falta una marca casi imperceptible. Presionan al ayuda de cámara y éste acaba confesando que hace mucho tiempo que se rompió el vaso auténtico y lo sustituyeron por otro idéntico, también de los tiempos de juventud de Eduardo. Eduardo se siente incapaz de enojarse; si su destino ya ha sido pronunciado por los propios hechos, ¿por qué darle tanta importancia a un simple símbolo? Y sin embargo le afecta profundamente. Desde ese momento la bebida parece repugnarle; parece haberse hecho el propósito de renunciar al habla y la comida.
Pero de vez en cuando le invade una gran inquietud. Vuelve a pedir algo de alimento y vuelve a hablar.
—¡Ay! —Le dice al comandante que apenas si se aparta de su lado—, ¡qué desdichado soy! ¿Por qué todos mis esfuerzos no pueden ser más que una imitación, un vano intento? Lo que fue dicha para ella, para mí es tortura; y, sin embargo, por causa de esa misma dicha me siento obligado a aceptar esta tortura. Tengo que seguirla, tengo que seguir su camino. Pero mi naturaleza me retiene y lo mismo mi promesa. En verdad que es una tarea terrible tener que imitar lo inimitable. ¡Me doy buena cuenta, mi querido amigo, de que hace falta genio para todo, hasta para el martirio!
¿De qué serviría recordar, en esta situación desesperada, todos los esfuerzos con los que trataron de afanarse inútilmente durante algún tiempo el médico, el amigo, la esposa y todos los que rodeaban a Eduardo? Finalmente un día lo hallaron muerto. Fue Mittler el primero que hizo el triste descubrimiento. Llamó al médico y, tal como era su costumbre, sin perder la calma, observó con exactitud las circunstancias en que había sido hallado el cuerpo. Vino Carlota apresuradamente; sentía nacer en ella la sospecha de un suicidio. Ya quería echarse las culpas y echárselas a los demás por su imperdonable imprudencia, pero tanto el médico con argumentos de índole natural, como Mittler con argumentos morales supieron convencerla muy pronto de lo contrario. Era evidente que Eduardo había sido sorprendido por su fin. En un momento de tranquilidad había sacado de una cartera que guardaba dentro de una cajita y había extendido delante de él todo lo que le había quedado de Otilia y que hasta entonces siempre había tenido buen cuidado de esconder: un mechón de pelo, flores cogidas en las horas felices, todas las notas que habían intercambiado, empezando por aquella que Otilia le había escrito y su esposa le había dado por uno de esos azares proféticos. Era impensable que hubiera dejado todos aquellos tesoros expuestos de manera voluntaria a la posibilidad de un hallazgo casual. Así pues, aquel corazón que hasta hacía tan poco tiempo era presa de una agitación infinita había hallado finalmente una paz imperturbable, y como se había dormido con el pensamiento puesto en una santa, bien se le podía llamar bienaventurado. Carlota le dio un lugar al lado de Otilia y ordenó que nadie más fuera enterrado en aquella cripta. Bajo esa condición otorgó una fundación considerable para la iglesia y la escuela, para el sacerdote y el maestro.
Así descansan los amantes el uno junto al otro. La paz envuelve su morada y los rostros serenos y amigos de los ángeles les contemplan desde la bóveda. ¡Qué dichoso será el instante en que vuelvan a despertar juntos!