Capítulo 7

7

Como el arquitecto sólo deseaba lo mejor para sus protectoras, y puesto que finalmente tenía que irse, le resultó muy grato saber que las dejaba en la excelente compañía del estimado asistente. Pero, al mismo tiempo, en la medida en que le gustaba pensar que el trato favorable de las damas sólo iba dirigido a él, sintió cierto dolor al verse tan pronto y, según le parecía a su modesto entender, tan excelente y completamente sustituido en el favor de ellas. Hasta entonces siempre había vacilado, pero ahora sentía urgencia por marchar. Porque lo que no podía evitar que ocurriera tras su partida, por lo menos no quería tener que vivirlo mientras estuviera presente.

Con el fin de disipar en buena medida esos sentimientos melancólicos, las mujeres le regalaron a modo de despedida un chaleco que él les había visto tejer durante mucho tiempo sintiendo secreta envidia del dichoso desconocido al que le caería en suerte algún día. Un presente de este tipo es el más agradable que puede recibir un hombre amante y respetuoso, pues cuando recuerda el juego incansable de los hermosos dedos no puede dejar de sentirse halagado pensando que el corazón no pudo permanecer ajeno del todo a un trabajo tan laborioso.

Las mujeres contaban ahora con un nuevo huésped al que atender, al que tenían afecto y al que deseaban que se sintiera a gusto en su casa. El sexo femenino esconde un interés propio e inalterable en el ámbito íntimo del que nada en el mundo le puede apartar mientras, por el contrario, en las relaciones sociales externas se deja determinar gustosa y fácilmente por el hombre que le interesa en ese preciso momento. Y, así, mostrándose acogedoras o rechazando, por medio de la obstinación o la condescendencia, son ellas las que en realidad llevan la batuta, ejerciendo un dominio al que ningún hombre osaría sustraerse en el mundo educado.

Si el arquitecto, prácticamente a su libre gusto y capricho, había ejercido y mostrado sus talentos ante sus amigas con el fin de deleitarlas y de servir a sus intereses, si las ocupaciones y las distracciones de la casa se habían orientado de acuerdo con ese propósito, ahora, y en poco tiempo, la presencia del asistente introdujo un nuevo estilo de vida. El principal don de éste consistía en hablar bien y en tratar en la conversación de las relaciones humanas, particularmente de todo lo que afecta a la formación de los jóvenes. Y, por eso, surgió un contraste bastante notable con el anterior modo de vida, sobre todo porque el asistente no se mostró muy de acuerdo con las actividades que habían constituido el pasatiempo casi exclusivo hasta aquel momento.

Del cuadro vivo que le había acogido justo en el momento de su llegada no dijo ni palabra. Pero, por el contrario, cuando le mostraron con gran satisfacción la iglesia, la capilla y todo lo que a ellas se refería, no pudo guardarse más tiempo su opinión y sentimientos al respecto.

—Por lo que a mí toca —dijo—, no me gusta en absoluto esa aproximación, esa mezcla de lo sagrado y lo sensible, ni tampoco que se dediquen, consagren y adornen ciertos lugares concretos como si sólo allí se pudiera albergar y mantener un sentimiento de piedad. No hay ningún ambiente, ni siquiera el más común, que deba estorbar en nosotros el sentimiento de lo divino, que puede acompañarnos a todas partes y consagrar cualquier lugar como templo. Me encantaría ver que se celebra un servicio divino en la sala que se suele usar para comer, reunirse con amigos o divertirse con juegos y bailes. Lo más elevado, lo que es mejor en el hombre, carece de forma y hay que guardarse de querer darle otra forma que no sea la de una noble acción.

Carlota, que ya conocía sus ideas a grandes rasgos y que tuvo oportunidad para estudiarlas más a fondo en poco tiempo, pronto le dio la oportunidad de mostrarse activo en el que era su campo de especialidad, haciendo que desfilara delante de él en la sala su equipo de niños jardineros, al que el arquitecto acababa de pasar revista antes de su partida. Con su uniforme limpio y alegre, movimientos acompasados y un aspecto natural y vivo, los niños se mostraron bajo la luz más favorable. El asistente los examinó a su manera y por medio de algunas preguntas y otros recursos del lenguaje pronto sacó a relucir las capacidades y modos de ser de cada niño y la verdad es que, casi sin sentir y en menos de una hora, los había analizado e instruido convenientemente.

—¿Cómo consigue hacer eso? —dijo Carlota, mientras los niños se retiraban—. He escuchado con mucha atención; no se han dicho sino cosas conocidas y, sin embargo, yo no sabría cómo arreglármelas si tuviera que exponerlas en tan poco tiempo y sin perder el hilo en medio de tantos dimes y diretes.

—Quizás —contestó el asistente— cada uno debería guardar el secreto de los recursos de su oficio. Pero no le quiero ocultar una máxima muy sencilla con la que usted puede lograr esto y mucho más. Tome usted un objeto, una materia, un concepto o como usted quiera llamarlo. Apréselo con fuerza. Trate de aclararlo con toda precisión para usted misma en su interior y entonces le resultará muy fácil en el transcurso de una conversación con un grupo de niños enterarse de lo que ya han asimilado y de lo que todavía hay que estimular y enseñar. Por muy inadecuadas que sean las respuestas que obtiene a sus preguntas, por mucho que se alejen de la meta, si las réplicas que usted hace vuelven a introducir espíritu y sentido, si usted no se deja apartar de su punto de vista, al final los niños, convencidos, pensarán y entenderán únicamente lo que quiere el maestro y tal como él lo quiere. El mayor error del maestro es dejarse arrastrar por sus discípulos lejos del asunto, es no saber mantenerlos bien atados al punto que se está tratando en ese momento. Haga pronto un ensayo y verá cómo le resulta útil y entretenido.

—Esto sí que tiene gracia —dijo Carlota—, así que la buena pedagogía predica justo lo contrario que las buenas maneras. En el mundo social no está bien visto detenerse mucho en nada, mientras en la enseñanza parece que el mandamiento supremo es trabajar contra todo tipo de distracción.

—El mejor lema para la enseñanza y para la vida sería la variedad sin dispersión si ese equilibrio digno de alabanza fuera fácil de mantener —exclamó el asistente y ya se disponía a seguir su discurso cuando Carlota le rogó que volviera a fijarse otra vez en los niños, cuya alegre procesión se movía en aquel momento por el patio. Él mostró su satisfacción por el hecho de que obligaran a los niños a ir de uniforme—. Los hombres —dijo— deberían llevar uniforme desde su juventud, porque tienen que habituarse a actuar juntos, a perderse entre sus iguales, a obedecer en masa y trabajar para el conjunto. Además, cualquier uniforme del tipo que sea fomenta un espíritu militar y una conducta más sobria y estricta, aparte de que todos los chicos son soldados de nacimiento, basta ver cómo juegan a batallas y peleas, asaltos y escaladas.

—En cambio espero que no me reproche que no obligue a mis niñas a ir de uniforme —dijo Otilia—. Cuando se las presente, confío que le agrade ver esa mezcolanza de vivos colores.

—Lo apruebo sobremanera —replicó él—. Las mujeres deberían vestirse del modo más variado posible, cada una de acuerdo con su estilo y su modo de ser, a fin de que cada una aprendiera a darse cuenta de lo que realmente le sienta y le va bien. Además, hay otra razón más importante y es que están destinadas a estar y a actuar solas durante toda su vida.

—Eso sí que me parece paradójico —repuso Carlota—. ¡Si casi nunca podemos dedicarnos a nosotras mismas!

—¡Pues es así! —Insistió el asistente—. Por lo menos, en relación con las demás mujeres no cabe la menor duda. Da igual que pensemos en una mujer en calidad de amante, novia, esposa, ama de casa o madre, en cualquier caso siempre está aislada, siempre está sola y quiere estarlo. Hasta la más vanidosa se encuentra en este caso. Cada mujer excluye a las otras mujeres por su naturaleza, porque se le exige a cada una de ellas lo que le corresponde dar a todo su sexo. Con los hombres no pasa eso. Un hombre pide otro hombre; si no lo hubiera, inventaría un segundo hombre. Sin embargo, una mujer podría vivir toda una eternidad sin pensar en producir a otra semejante.

—Basta con decir una verdad de manera inusual —dijo Carlota— para que lo inusual acabe pareciendo verdad. Vamos a quedarnos con lo mejor de sus reflexiones, pero en tanto que mujeres seguiremos uniéndonos con otras mujeres y actuando juntas a fin de no dejarles a los hombres demasiada ventaja sobre nosotras. Es más, espero que no le parezca mal si a partir de ahora sentimos de manera más acentuada una pequeña alegría maligna cada vez que percibamos que los hombres tampoco se entienden particularmente bien entre ellos.

Con extrema delicadeza aquel hombre inteligente trató de enterarse de qué manera trataba Otilia a sus pequeñas discípulas y cuando lo supo manifestó su más decidida aprobación.

—Hace usted muy bien —dijo— orientando a sus alumnas únicamente hacia aquello que les puede resultar inmediatamente útil. La limpieza consigue que los niños le tomen gusto a cuidar de sí mismos y la victoria es segura cuando se logra estimularlos para que hagan todo lo que hacen con alegría y orgullo.

Por lo demás, para su gran satisfacción, también pudo comprobar que no se hacía nada sólo por las apariencias y para lo externo, sino todo para el interior y las necesidades indispensables.

—Si alguien tuviera oídos para escucharlas —exclamó— ¡qué pocas palabras harían falta para expresar en qué consiste la educación entera!

—¿No quiere intentarlo conmigo? —preguntó Otilia amistosamente.

—Con mucho gusto —respondió él—. Pero no me traicione: basta con educar a los niños para servidores y a las niñas para madres y todo irá bien en todas partes.

—Lo de para madres —replicó Otilia— es algo que todavía podrían aceptar las mujeres, puesto que aunque no sean madres siempre se las acaban arreglando para tener que cuidar de alguien, pero nuestros jóvenes se consideran demasiado importantes como para ser educados para criados y basta con mirarlos para darse cuenta de que cada uno de ellos se cree que está más capacitado para mandar que para servir.

—Por eso mismo no les diremos nada —dijo el asistente—. Uno entra en la vida prometiéndose lo mejor, pero después la vida no nos cumple muchas promesas. ¿Y cuántas personas son capaces de admitir abiertamente lo que al final no les queda más remedio que aceptar? ¡Pero dejemos estas reflexiones, puesto que no nos conciernen!

»La considero afortunada por haber podido utilizar con sus pupilas el método adecuado. Cuando sus niñas más pequeñas juegan con muñecas y se entretienen cosiéndoles unos trapos; cuando sus hermanas mayores cuidan a las pequeñas y la casa se sirve y funciona por sí misma, el paso que falta para entrar en la vida ya no es tan grande y una muchacha como ésta encontrará en su marido lo que ha perdido al dejar a sus padres.

»Pero en las clases sociales cultivadas la tarea es más compleja.

Tenemos que tener en cuenta condiciones superiores, más finas y delicadas y sobre todo relaciones sociales. Por eso, a nosotros nos toca educar también a nuestros alumnos para lo externo; al hacerlo, es necesario; indispensable y muy conveniente no sobrepasar la medida justa, porque convencidos de formar a nuestros pupilos para un círculo más amplio lo que hacemos es empujarlos fuera de los límites perdiendo de vista lo que exige su naturaleza íntima. Éste es el problema que los educadores resuelven o fallan.

»Me siento invadido de temor cuando veo muchas de las cosas con que cargamos a nuestras alumnas en el pensionado, porque la experiencia me dice cuán poco las van a usar en el futuro. ¡Qué no quedará borrado de inmediato en cuanto una mujer se convierte en ama de casa y madre!

»Y, sin embargo, puesto que me he entregado de una vez por todas a este oficio, no puedo renunciar al piadoso deseo de lograr algún día, con la ayuda de una fiel colaboradora, desarrollar únicamente en mis alumnas aquello que van a precisar cuando entren en el terreno de su vida activa e independiente; de poder llegar a decirme: a este respecto su formación está acabada. Aunque es verdad que nosotros mismos o, cuando menos, las circunstancias, hacemos que se inicie otra nueva casi cada año de nuestra vida.

¡Qué cierta le pareció a Otilia esta observación! ¿Acaso una pasión inopinada no había educado en ella un sinfín de aspectos el año anterior? ¿Acaso no veía cernirse ante sus ojos un sinfín de pruebas en cuanto miraba al futuro inmediato o próximo?

El joven no había hablado sin intención de una colaboradora, de una esposa; pues a pesar de su modestia no podía dejar de insinuar sus intenciones aunque fuera de un modo muy disimulado. Es más, algunas circunstancias e incidencias le habían animado a intentar dar algún paso hacia su objetivo en el transcurso de aquella visita.

La directora del pensionado empezaba a estar entrada en años. Hacía tiempo que buscaba entre sus colaboradores y colaboradoras a una persona que pudiera ser su socia legal y, finalmente, le había propuesto al asistente, en quien tenía buenos motivos para confiar, que dirigiera la institución con ella, que actuara en todo momento como si el internado también fuera suyo y que se considerara como su heredero y único propietario a su muerte. El asunto principal parecía consistir en que encontrase una esposa que se mostrase de acuerdo con él. Sus ojos y su corazón guardaban silenciosamente la imagen de Otilia. Pero habían surgido algunas dudas, a las que ciertos acontecimientos favorables habían servido nuevamente de contrapeso. Luciana había abandonado el internado y Otilia podía regresar con más libertad; de su relación con Eduardo algo había oído, pero se lo había tomado con indiferencia como se solía tomar ese género de cosas y hasta pensando que esa incidencia podía contribuir a que Otilia regresase al internado. Sin embargo, no se habría atrevido a dar ningún paso, no habría tomado ninguna determinación, si una visita inesperada no hubiera dado también en este caso un impulso decisivo, pues es verdad que cuando irrumpe alguna persona importante en cualquier círculo siempre resulta de ello alguna consecuencia.

El conde y la baronesa, que se encontraban a menudo en situación de tener que proporcionar información sobre la calidad de distintos internados, ya que la mayoría de los padres se encuentran en apuros cuando tienen que decidir sobre la educación de sus hijos, se habían propuesto conocer precisamente éste, del que habían oído hablar muy bien y, además, dado su nuevo vínculo, podían emprender juntos esa investigación. Pero la baronesa albergaba también otras intenciones. Durante su última estancia en casa de Carlota había hablado largamente con ésta de todo lo referente a Eduardo y Otilia. La baronesa insistía en que había que alejar a Otilia. Trataba de infundirle ánimos en este sentido a Carlota, la cual seguía sintiendo miedo de las amenazas de Eduardo. Examinaron los distintos expedientes posibles y al hablar del pensionado también salieron a relucir los sentimientos del asistente, lo que acabó de decidir a la baronesa para llevar a cabo la visita planeada.

Por fin, llega al pensionado, conoce al asistente, inspeccionan juntos la institución y hablan de Otilia. Incluso el conde habla de ella con agrado, porque ha podido conocerla más a fondo en la última visita. En efecto, Otilia se había aproximado al conde, hasta se puede decir que se había sentido atraída por él, porque creía ver y reconocer en su interesante conversación todo lo que hasta ahora le había permanecido ignorado. Y del mismo modo que cuando trataba con Eduardo se olvidaba del mundo, al tratar con el conde sentía que el mundo le parecía deseable por primera vez. Toda atracción es recíproca. El conde sintió tanto afecto por Otilia, que le gustaba mirarla como a una hija. También por este motivo, y esta segunda vez más que la primera, Otilia se atravesaba en el camino de la baronesa.

¡Quién sabe lo que ésta hubiera sido capaz de tramar contra aquella cuando su pasión todavía estaba muy viva! Pero ahora se conformaba con volverla un poco más inofensiva para las mujeres casadas por medio de un matrimonio.

Por eso animó con éxito al asistente, de modo discreto pero eficaz, para que emprendiera una pequeña excursión al castillo que debía aproximarle a los que eran sus planes y deseos, los cuales éste había revelado de buena gana a la dama.

Así pues, contando con la total aprobación de la directora, emprendió el viaje alimentando en su alma las mejores esperanzas. Sabe que Otilia no le es desfavorable y, si bien existe entre ellos cierta desigualdad de clase, el modo de pensar de la época puede obviarla fácilmente. Además, la baronesa también le ha hecho ver que Otilia siempre seguirá siendo una chica pobre. Estar emparentada con una casa rica no le sirve a nadie de ayuda, le había explicado, porque aun con la mayor de las fortunas nadie sería capaz de sustraerle con buena conciencia una suma considerable a aquellos que por su grado de parentesco más próximo tienen un derecho más completo a obtener todas las riquezas y propiedades. Y lo cierto es que resulta curioso que la gente utilice tan pocas veces su prerrogativa a seguir disponiendo de sus bienes después de su muerte para favorecer a sus predilectos y, por el contrario, parece que por respeto a la tradición, se limite a favorecer a aquellos que de todas maneras heredarían su fortuna aunque no se hubiera manifestado ninguna voluntad expresa.

Durante el viaje los sentimientos del asistente le ponían exactamente al mismo nivel que Otilia. Sus esperanzas le auguraban una buena acogida. Y, si bien es verdad que no encontró a Otilia tan abierta con él como antaño, también la vio más madura, mejor formada, y en cierto sentido, mucho más comunicativa de lo que él la había conocido. Le dejaron tomar parte en varios asuntos, sobre todo en los que guardaban relación con su profesión, lo que era una buena muestra de confianza. Pero, a pesar de todo, cuando quería aproximarse a su objetivo una cierta timidez interna le acababa echando atrás.

Sin embargo, un día Carlota le dio ocasión para hacerlo al preguntarle lo siguiente en presencia de Otilia:

—Bien, ahora ya ha podido examinar usted con detalle todo lo que me rodea; ¿qué me dice de Otilia? Pienso que bien puede decirlo delante de ella.

El asistente supo decir con mucha finura y manteniendo una expresión tranquila que en lo tocante a una actitud más desenvuelta, a una mayor facilidad para comunicarse, a una observación más acertada de las cosas del mundo, que se hacía ver más en sus actos que en sus palabras, la encontraba transformada muy a su favor, pero que sin embargo él opinaba que le sería muy útil regresar durante algún tiempo al internado a fin de apropiarse de modo más profundo y ya para siempre de esas cosas que el mundo sólo va dando a pedazos, antes para confundirnos que para contentarnos y con frecuencia demasiado tarde. No quería extenderse más sobre ese asunto; la propia Otilia sabía mejor que nadie a qué serie de lecciones que guardaban una profunda conexión interna había sido arrancada entonces.

Otilia no podía negar aquello. Pero tampoco podía confesar lo que sentía por dentro al oír aquellas palabras, porque era algo que ella misma apenas sabía explicar. Nada le parecía inconexo en el mundo cuando pensaba en el hombre amado, ni entendía tampoco cómo sin él podía existir algo que guardara todavía alguna conexión.

Carlota contestó a la proposición con afable prudencia. Dijo que tanto ella como Otilia habían deseado desde hacía mucho tiempo un regreso al pensionado. Pero en aquel momento le era imprescindible la presencia de una amiga y ayudante tan querida; sin embargo, más adelante no pensaba poner ningún obstáculo si Otilia seguía deseando regresar allí de nuevo todo el tiempo que le fuera necesario para terminar lo que había empezado y aprender a fondo las lecciones interrumpidas.

El asistente acogió con alegría ese ofrecimiento. Otilia no podía objetar nada, aunque sólo de pensarlo se sentía temblar. Carlota, por su parte, sólo pretendía ganar tiempo; albergaba la esperanza de que, cuando fuera un feliz padre, Eduardo volvería a encontrarse a sí mismo y ella podría recuperarlo y, entonces, estaba convencida de que todo volvería a su cauce y también podrían resolver de algún modo la situación de Otilia.

Después de una conversación importante que da qué pensar a todos los que participan en ella, suele sucederse una parálisis que se asemeja a una perplejidad general. Iban de un lado a otro de la sala; el asistente hojeaba unos libros y acabó tropezando con el volumen que todavía había quedado abandonado por allí desde los tiempos de Luciana. Cuando vio que sólo contenía imágenes de simios lo volvió a cerrar en el acto. Sin embargo, ese pequeño incidente debió dar lugar a una conversación de la que encontramos huellas en el diario de Otilia.

Del diario de Otilia

¿Cómo puede ser capaz alguien de poner tanto cuidado en dibujar a esos monos asquerosos? Uno ya se rebaja cuando los contempla sólo como animales; pero es una auténtica maldad entregarse al placer de buscar bajo esa máscara a personas conocidas.

Sin duda hace falta un cierto punto de deformación para entretenerse alegremente con caricaturas y dibujos grotescos. Tengo que agradecer a nuestro buen auxiliar que no me haya torturado nunca con historia natural; nunca fui capaz de soportar a los gusanos y escarabajos.

Esta vez me confesó que a él le pasa lo mismo. «De la naturaleza —me dijo— no deberíamos conocer más que las cosas vivas que nos rodean en el entorno inmediato. Con los árboles que florecen, germinan y dan fruto a nuestro alrededor; con todos esos arbustos ante los que pasamos de largo, con cada brizna de hierba sobre la que caminamos guardamos una verdadera relación: ellos son nuestros auténticos compatriotas. Los pájaros que dan saltitos de rama en rama en nuestros árboles y que cantan en nuestro follaje nos pertenecen, nos hablan desde niños y aprendemos a comprender su lenguaje. Hay que preguntarse si cualquier criatura extraña arrancada a su medio habitual no produce sobre nosotros una cierta sensación de miedo que sólo se reduce por la fuerza de la costumbre. La verdad, es que hace falta llevar una vida muy ruidosa y abigarrada para poder soportar a nuestro alrededor a monos, papagayos o negros».

A veces, cuando he sentido un deseo curioso de todas esas aventuras y cosas raras he envidiado al viajero que contempla todas esas maravillas en relación viva y cotidiana con otras maravillas. Pero él también se convierte en otro hombre. Nadie puede caminar impunemente bajo las palmeras y no cabe duda de que el modo de pensar se transforma en una tierra en la que elefantes y tigres están en su casa.

Sólo el investigador naturalista es digno de respeto, porque es capaz de pintarnos y representarnos lo más extraño y raro en medio de su entorno habitual, con todo lo que le acompaña, y siempre en su elemento más propio. ¡Cuánto me gustaría, aunque sólo fuera una vez, poder escuchar a Humboldt narrando sus relatos!

Un laboratorio de historia natural nos puede parecer una tumba egipcia en la que vemos embalsamados por todas partes a los distintos ídolos animales y vegetales. Ciertamente está bien que sea una casta sacerdotal la que se ocupe de estas cosas en una penumbra misteriosa, pero en la enseñanza general no debería entrar todo esto, aún menos por cuanto por culpa de ello se descuida con facilidad algo más próximo y más digno.

Un maestro capaz de despertar nuestra sensibilidad a una única buena acción, a un único buen poema, hace mucho más que uno que se limita a transmitirnos un montón de series bien ordenadas según su nombre y su forma de criaturas naturales inferiores, pues el resultado de todo esto es algo que ya podíamos saber sin más: que el hombre es el que lleva en sí del modo más excelente y único la imagen de la divinidad.

Cada uno es libre de ocuparse de lo que más le atrae, de lo que le causa alegría o le parece más útil, pero el auténtico estudio de la humanidad es el ser humano.