Capítulo 3

3

Es una sensación tan agradable dedicarse a algo que sólo se sabe hacer a medias que nadie debería hacerle reproches al diletante por entregarse a un arte que nunca llegará a dominar del todo ni tampoco al artista por salir fuera de los límites de su arte cuando siente deseos de explorar un campo vecino al suyo.

Con esta benevolencia es con la que consideramos las disposiciones del arquitecto para pintar la capilla. Los colores ya estaban preparados, las medidas tomadas, los cartones dibujados; había renunciado a toda pretensión de inventiva y se atenía a sus bocetos: su único cuidado era distribuir acertadamente y sin caer en el mal gusto las figuras sentadas o flotantes con las que quería adornar los espacios vacíos.

El andamio estaba ya instalado y el trabajo avanzado y como ya había terminado algunas partes que llamaban la atención no podía resultarle desagradable que le visitaran Carlota y Otilia. Los rostros animados de los ángeles, los ropajes llenos de movimiento destacando sobre el fondo azul del cielo alegraban la vista al tiempo que irradiaban una calma piadosa que invitaba al recogimiento y producía una gran ternura.

Las mujeres habían subido a reunirse con él al andamio y Otilia apenas había percibido con cuánta mesurada facilidad y ligereza avanzaba la tarea, cuando notó como si de pronto se desarrollara en ella todo lo que había aprendido antiguamente en sus clases y, agarrando pincel y pintura, y de acuerdo con las indicaciones que le proporcionaron, pintó un vestido lleno de pliegues con tanta pureza como habilidad.

Carlota, que siempre se alegraba cuando veía que Otilia se distraía y entretenía de algún modo, dejó que los dos continuaran su tarea y se marchó por su cuenta para poder abandonarse a sus reflexiones personales y tratar de poner en claro algunas inquietudes y preocupaciones que no podía confiarle a nadie.

Si las personas corrientes consiguen arrancarnos una sonrisa piadosa cuando vemos que los problemas comunes de cada día provocan en ellos una conducta apasionada y ansiosa, por el contrario, contemplamos llenos de temeroso respeto un espíritu en el que se ha sembrado el germen de un gran destino y que tiene que aguardar a que se desarrolle el fruto concebido no pudiendo o no sintiéndose legitimado para acelerar lo bueno o lo malo, la dicha o la desdicha que de allí pueda surgir.

Eduardo había contestado por mediación del mensajero que le había enviado Carlota en su soledad, y lo había hecho de modo amistoso y sentido, pero más contenido y serio que verdaderamente confiado y afectuoso. Poco después, había desaparecido y su esposa no había conseguido obtener noticias de su paradero hasta que tropezó casualmente con su nombre en los periódicos, donde lo citaban de modo destacado como uno de los que se habían distinguido en una importante acción de guerra. Ahora ya sabía el camino que había elegido y aunque se enteró de que había escapado a grandes peligros, también se convenció de que trataría de buscar otros mayores y no pudo dejar de comprender que sería muy difícil tratar de impedirle que tomase resoluciones extremas. Siempre llevaba consigo esa preocupación, pero por más vueltas que le daba, no hallaba ningún viso de solución, nada que pudiera tranquilizarla.

Mientras tanto, Otilia, que no sospechaba nada de esto, se había aficionado sobremanera a la nueva tarea y había obtenido fácilmente de Carlota el permiso para poder continuarla de manera regular. Así, el trabajo avanzaba a pasos agigantados y el azul del cielo pronto estuvo poblado con dignos habitantes. Gracias a la práctica continuada, Otilia y el arquitecto alcanzaron mayor libertad en las últimas imágenes, que mejoraron visiblemente. En cuanto a los rostros, de los que se había encargado exclusivamente el arquitecto, iban mostrando cada vez en mayor medida una particularidad muy notable: empezaron a parecerse todos a Otilia. La proximidad de aquella hermosa niña tuvo que producir una impresión tan viva en el alma del joven, quien todavía no había concebido previamente ninguna fisionomía natural ni artística, que poco a poco, y sin darse cuenta, en el camino del ojo a la mano nada se perdía, y al final ambos órganos trabajaban simultáneamente y de común acuerdo. En resumen, una de las últimas caras le salió tan perfecta que parecía como si la propia Otilia estuviera contemplándoles desde las celestiales alturas.

La bóveda ya estaba lista; habían decidido decorar los muros con gran sencillez, aplicándoles únicamente una capa de pintura clara de tonalidad marrón. De ese modo, la delicadeza de las columnas y los artísticos ornamentos esculpidos destacarían mejor sobre un fondo oscuro. Pero como en estos asuntos una cosa siempre llama a otra, decidieron pintar también flores y racimos de frutas que unirían simbólicamente el cielo con la tierra. Y aquí estaba Otilia plenamente en su terreno. Los jardines le proporcionaban los más bellos modelos y a pesar de que las coronas estaban ricamente provistas, consiguieron acabar mucho antes de lo pensado.

Sin embargo, el lugar todavía presentaba un aspecto desolado y descuidado. Los andamios estaban arrinconados en completo desorden, las tablas tiradas unas encima de las otras, el suelo, desigual, todavía afeado por la pintura derramada. El arquitecto rogó a las señoras que le concedieran ocho días más y que durante ese lapso de tiempo no entraran en la capilla. Finalmente, una hermosa tarde las invitó a que se dirigieran allí cada una por su lado, pero les rogó que le permitieran no acompañarlas y enseguida se retiró.

—Sea cual sea la sorpresa que nos ha preparado —dijo Carlota una vez que él se hubo marchado— en cualquier caso no me siento con ganas de bajar hasta allí en estos momentos. Espero que no te importe ir tú sola e informarme. Estoy segura de que habrá preparado algo agradable. Primero lo disfrutaré a través de tu descripción y después me encantará verlo con mis propios ojos.

Otilia, que sabía que Carlota tenía la costumbre de tratar de protegerse y de evitar emociones y que sobre todo no le gustaba ser sorprendida, fue de inmediato sola a la capilla e involuntariamente trató de encontrar al arquitecto, que sin embargo no apareció por ningún sitio y seguramente se había escondido. Entró en la iglesia, que se hallaba abierta y que ya con anterioridad había sido terminada, limpiada y consagrada. Se dirigió hacia la capilla, cuya pesada puerta revestida de bronce se abrió fácilmente ante ella sorprendiéndola con una visión inesperada de la conocida estancia.

A través de la única ventana alta del recinto entraba una luz grave y colorida, porque estaba graciosamente compuesta por cristales de varios colores. El conjunto mostraba una tonalidad extraña que predisponía a un peculiar estado de ánimo. La belleza de la bóveda y los muros se encontraba realzada por los ornamentos del pavimento, que estaba compuesto de ladrillos de una forma especial, unidos entre sí gracias a una capa previa de escayola, y colocados siguiendo un dibujo muy hermoso. Tanto los ladrillos como las vidrieras habían sido encargados en secreto por el arquitecto, que había sido capaz de instalarlos en ese breve lapso de tiempo. También se había acordado de poner asientos donde descansar. Había encontrado entre las antigüedades de la iglesia algunos sitiales del coro bellamente tallados, que ahora lucían adosados con gracia alrededor de las paredes.

Otilia se alegraba de volver a encontrar las partes ya conocidas en medio de aquel conjunto que le resultaba desconocido. Se paraba, iba y venía, miraba las cosas y las contemplaba; por fin tomó asiento en una de las sillas y mientras dirigía sus ojos a un lado y a otro le pareció como si ella estuviera y no estuviera, como si sintiera y no sintiera, como si todo aquello fuera a desaparecer delante de ella, como si ella misma fuera a desaparecer. Y sólo cuando el sol abandonó la ventana que hasta entonces había iluminado con gran viveza despertó Otilia de su ensueño y se apresuró a regresar al castillo.

No se ocultaba en qué momento singular había caído esa sorpresa. Era justamente la víspera del cumpleaños de Eduardo, que ella había esperado celebrar de un modo bien distinto. ¡Cómo se habría adornado todo para semejante ocasión! Pero ahora toda la riqueza otoñal de las flores florecía sin que nadie la recogiera. Los girasoles seguían girando su rostro al sol, los ásteres seguían mirando humildes delante de ellos, y lo que se había utilizado para hacer coronas había servido como modelo para adornar un lugar que, si no se limitaba a ser un capricho de artista, si alguna vez se destinaba a algún fin concreto, parecía apropiado para servir de lugar de común sepultura.

Al pensar en esto no podía por menos de recordar la ruidosa actividad que había desplegado Eduardo para celebrar su propio cumpleaños; tenía que acordarse de la casa recién construida, bajo cuyo techo tanta dicha se prometían. Hasta los fuegos artificiales parecían estallar de nuevo en sus oídos y ante sus ojos y cuanto más sola estaba más se despertaba su imaginación; pero también tanto más sola se sentía. Ya no se sostenía en el brazo de él y no albergaba ninguna esperanza de volver a encontrar alguna vez allí su apoyo.

Del diario de Otilia

No puedo dejar de anotar una observación del joven artista: «Como en el caso de los artesanos, también en el de los artistas plásticos se puede comprobar del modo más evidente que de lo que menos se puede apropiar el hombre es precisamente de lo que propiamente le pertenece. Sus obras le abandonan igual que los pájaros abandonan el nido en el que los empollaron».

De todos, el que tiene el destino más extraño es el artista arquitecto. Cuán a menudo emplea todo su espíritu, toda su alma, en hacer nacer estancias de las que tiene que excluirse a sí mismo. Las salas de los reyes le deben todo su esplendor, pero él no puede gozar con ellos de su magnífico efecto. En los templos traza una frontera entre él y el ser supremo; él ya no puede pisar las gradas que él mismo levantó para alguna emotiva solemnidad, igual que el orfebre sólo puede adorar desde lejos la custodia cuyas piedras preciosas y esmaltes él mismo colocó. Junto con las llaves del palacio el constructor entrega al rico toda su comodidad y bienestar sin poder disfrutar de nada de ello. ¿No se alejará de este modo el arte del artista, puesto que la obra, como un hijo que ya es independiente, ya no provoca ninguna reacción sobre el padre? Frente a esto, ¡cuánto debió de progresar y de estimularse a sí mismo el arte cuando estaba destinado a ocuparse casi exclusivamente de lo público, es decir, de todo lo que pertenecía a todos y por consiguiente también al artista!

Existe una representación de los pueblos antiguos que me parece seria y hasta terrible. Se imaginaban a sus antepasados en muda conversación sentados en círculo en tronos dentro de grandes cavernas. Cuando llegaba alguien nuevo, si les parecía digno, se levantaban y se inclinaban en señal de bienvenida. Ayer, cuando estaba sentada en la capilla y veía frente a mi asiento tallado otros tantos dispuestos en círculo, me asaltó un pensamiento que me pareció particularmente agradable y estimulante. «¿Por qué no te quedas aquí sentada? —pensé para mis adentros—, ¿por qué no te quedas aquí callada, replegada en ti misma, mucho tiempo, mucho, hasta que lleguen los amigos ante los que te levantarías para indicarles su asiento con una amable inclinación?». Los cristales de colores convierten el día en un sombrío atardecer y alguien debería inventar una lámpara eterna para que ni siquiera la noche quedara completamente oscura.

Por más vueltas que le demos, uno siempre se imagina viendo. Yo creo que el hombre sólo sueña para no dejar de ver. Bien pudiera ocurrir que un día nuestra luz interior se derramara fuera de nosotros al punto de que ya no necesitáramos ninguna otra.

El año se acaba. El viento pasa sobre los rastrojos y ya no encuentra nada que mover; sólo las bayas rojas de aquellos árboles esbeltos parecen querer recordarnos todavía algo alegre, del mismo modo que los golpes acompasados del segador nos despiertan el pensamiento de que en las espigas cortadas se esconde alimento y vida.