Capítulo 2
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Al día siguiente, todavía viva la excitación producida por estos acontecimientos y las conversaciones que de ellos se habían derivado, todos se encaminaron al cementerio, en donde el arquitecto hizo algunas sugerencias afortunadas para decorarlo y hacerlo más grato. Pero sus cuidados también se extendieron a la iglesia, un edificio que ya había llamado su atención desde el principio.
Aquella iglesia, que respetaba unas hermosas proporciones, había sido construida hacía varios siglos de acuerdo con el estilo alemán[5] y ostentaba una decoración agradable. Era fácil deducir que había sido el arquitecto de un convento vecino el que también había empleado su celo y sus cuidados en ese edificio menor, que seguía produciendo un efecto grave y agradable sobre el espectador, a pesar de que la nueva decoración del interior, arreglada para el culto protestante, le había privado de parte de su tranquila majestad.
Al arquitecto no le resultó difícil obtener de Carlota una módica suma con la que pensaba restaurar tanto el exterior como el interior volviendo a darle al edificio su estilo primitivo y tratando de conciliarlo con el lugar de reposo eterno que se extendía ante él. Él mismo tenía bastante habilidad y gustosamente retendría también a algunos albañiles que todavía estaban ocupados en la construcción de la casa hasta que quedara terminada aquella obra piadosa.
Pero ahora se trataba de examinar el propio edificio junto con todo lo que le rodeaba y las construcciones anejas y, para mayor sorpresa y delicia del arquitecto, encontraron una capillita lateral poco destacada, cuyas proporciones aún eran más espirituales y ligeras y cuyos adornos aún eran más agradables y estaban mejor elaborados. Contenía también algunos restos de esculturas y pinturas del antiguo culto[6], que sabía señalar cada fiesta con distintas imágenes y otros aditamentos, celebrando cada una de modo especial.
El arquitecto no pudo por menos de incluir de inmediato la capilla en su plan y de querer restaurar especialmente aquel pequeño reducto a modo de monumento que sirviera de recuerdo de los antiguos tiempos y estilo. Ya se imaginaba las superficies vacías decoradas a su gusto y se alegraba pensando en poder ejercer allí su talento como pintor, pero de momento se guardó su plan en secreto y no le dijo nada a sus compañeras.
Antes que nada, tal como lo había prometido, les enseñó a las mujeres distintas reproducciones y bocetos de antiguos monumentos funerarios, de vasijas y otras cosas por el estilo, y cuando la conversación recayó sobre la mayor simplicidad de las tumbas de los pueblos nórdicos, les mostró su colección de armas y utensilios encontrados en aquellas tierras. Había colocado todo de modo muy limpio y fácil de transportar sobre unas tablas de madera recubiertas con paños que a su vez se metían dentro de cajones y casilleros, de tal manera que, gracias a sus cuidados, aquellos objetos viejos y graves se revestían de cierta coquetería y resultaba tan placentero contemplarlos como las cajas de muestras de un modisto. Y una vez que había empezado a mostrar sus cosas, como la soledad pedía algún entretenimiento, solía aparecer cada noche con una parte de sus tesoros. Por lo general eran de origen alemán: brácteas, monedas gruesas, sellos y este tipo de cosas. Todos aquellos objetos conducían la imaginación hacia los tiempos antiguos, y como finalmente también adornó su conversación con los inicios de la imprenta, los grabados sobre madera y los más antiguos de cobre, y como, en el mismo sentido, también la iglesia crecía cada día en pinturas y otros adornos que de algún modo la acercaban cada vez más a su pasado, casi había que preguntarse si seguían viviendo en la época actual, si acaso no era un sueño demorarse en usos, costumbres, modos de vida y convicciones tan diferentes.
Preparadas por todas aquellas cosas, lo que finalmente le causó mayor efecto a las mujeres fue un gran portafolios con el que les apareció el arquitecto un día. Es verdad que sólo contenía los contornos a grandes rasgos de algunas figuras, pero como los había calcado de los propios originales, habían conservado perfectamente todo su carácter primitivo y ¡cuánto le gustó ese carácter a sus espectadoras! De todas aquellas figuras sólo se desprendía la esencia más pura, de todas se podía decir que eran cuanto menos buenas, si no nobles. Un sereno recogimiento, la aceptación gustosa de un ser supremo, la entrega callada al amor y la esperanza se reflejaba en todos los rostros y en todos los gestos. El anciano con el cráneo calvo, el niño lleno de bucles, el alegre jovencito, el hombre serio, el santo transfigurado, el ángel flotando en los aires, todos parecían dichosos en una inocente satisfacción, en una piadosa espera. Hasta las cosas más corrientes tenían un aire celestial y parecía que una actitud propicia al servicio divino se adecuaba a la forma de ser de cada uno.
Probablemente la mayoría suele mirar hacia esas regiones como hacia una desaparecida edad dorada, un paraíso perdido. Tal vez sólo Otilia estaba en situación de poder sentirse entre sus semejantes.
¿Quién hubiera podido resistirse cuando, con ocasión de aquellos modelos primitivos, el arquitecto se ofreció a pintar los espacios vacíos de entre los arcos ojivales de la capilla para dejar así grabado permanentemente su recuerdo en aquel lugar en el que había sido tan dichoso? Se explicó al respecto con algo de melancolía, porque tal como estaban las cosas bien podía ver que su estancia en aquella sociedad tan perfecta no podía durar siempre y que seguramente tendría que interrumpirla pronto.
Es verdad que aquellos días no eran ricos en sucesos, pero sí que estaban colmados de ocasiones para mantener conversaciones serias. Aprovecharemos la oportunidad para dar a conocer una parte de lo que anotó Otilia en su diario y no encontramos mejor transición para ello que una comparación que se impone al hojear sus amables páginas.
Hemos oído hablar de una costumbre particular de la marina inglesa. Todas las cuerdas de la flota real, de la más fuerte a la más delgada, están trenzadas de tal manera que un hilo rojo las atraviesa todas; no es posible desatar este hilo sin que se deshaga el conjunto y eso permite reconocer hasta el más pequeño fragmento de cuerda que pertenece a la corona.
Del mismo modo, todo el diario de Otilia está recorrido por un hilo de afecto y ternura que todo lo une y que caracteriza al conjunto. Efectivamente, todas las observaciones, reflexiones, sentencias prestadas y lo que allí pueda aparecer, son especialmente propias de quien las escribe y de gran importancia para ella. Se puede decir que cualquiera de los pasajes sueltos que hemos elegido y que damos a conocer nos ofrece un claro testimonio de ello.
Del diario de Otilia
Descansar al lado de aquellos a quienes se ama es la idea más grata que puede tener una persona si piensa alguna vez en lo que hay más allá de la vida. ¡«Estar junto a los suyos» es una expresión tan conmovedora!
Hay algunos monumentos y otros signos que nos traen más cerca a los que están lejos o ya nos han dejado para siempre. Pero ninguno es tan importante como el retrato. Hablar con el retrato de un ser querido, incluso cuando no presenta un gran parecido, tiene un encanto similar al que también tiene a veces discutir con un amigo. Sentimos de modo muy grato que somos dos y que sin embargo no nos podemos separar.
A veces hablamos con una persona que está delante como si fuera un retrato. No necesita hablar, no necesita mirarnos ni ocuparse de nosotros: nosotros lavemos, sentimos el vínculo que tenemos con ella y hasta es posible que esos vínculos se hagan más estrechos sin que ella haga nada en ese sentido, sin que llegue a sentir nunca que se comporta en relación con nosotros como un mero retrato.
Nunca estamos contentos con el retrato de las personas que conocemos. Por eso siempre me han dado lástima los pintores de retratos. Es bastante inusual que se le exija a alguien lo imposible, pero precisamente es lo que se hace con éstos. Tienen que conseguir captar en sus retratos, para cada uno de nosotros, el afecto o la antipatía que nos inspira cada persona; no se pueden limitar a representar a una persona tal como ellos la ven, sino como la vería cada uno de nosotros. No me sorprende nada que esos artistas se vuelvan con el tiempo cada vez más obtusos, indiferentes y obstinados. Y no importaría mucho lo que les pasa si no fuera porque por culpa de eso nos vemos privados de los retratos de muchas personas apreciadas y queridas.
Es la pura verdad, la colección del arquitecto con esas armas y utensilios antiguos que se encontraban, como los cuerpos, recubiertos de elevados túmulos de tierra y fragmentos de roca, nos demuestra lo inútil de los desvelos humanos por conservar la personalidad después de la muerte. ¡Y cuál no será nuestra capacidad de contradicción! El arquitecto admite haber abierto él mismo esas tumbas de nuestros antepasados y sin embargo continúa ocupándose de levantar monumentos para la posteridad.
Pero ¿por qué hay que tomarlo de un modo tan riguroso? ¿Es que todo lo que hacemos es para la eternidad? ¿Acaso no nos vestimos cada mañana para volver a desvestirnos cada noche? ¿No marchamos de viaje para luego regresar? ¿Y por qué no íbamos a desear descansar junto a los nuestros, aunque sólo fuera por espacio de un siglo?
Cuando vemos tantas losas sepultadas, gastadas por los fieles que caminan sobre ellas, y vemos las propias iglesias caídas sobre sus tumbas, la vida después de la muerte nos puede seguir pareciendo como una segunda vida en la que sólo entramos bajo la forma de la imagen o la inscripción y en la que permanecemos más tiempo que en la auténtica vida vivida. Pero también esa imagen, esa segunda existencia, se acaba desvaneciendo tarde o temprano. Lo mismo que sobre los hombres, tampoco sobre los monumentos se deja el tiempo robar sus derechos.