Capítulo 5

5

Así espoleaba Luciana sin cesar la embriaguez de la vida en un remolino mundano que arrastraba tras de sí. Su corte aumentaba cada día, en parte porque su conducta estimulaba y atraía a algunos y, en parte, porque sabía ganarse a los otros con su amabilidad y sus dádivas. Era generosa en extremo, porque como el afecto de su tía y su prometido le habían deparado repentinamente tanta belleza y fortuna parecía como si no poseyera nada propio y no conociera el valor de las cosas que se habían acumulado en su entorno. Por ejemplo, no dudaba un instante en quitarse un chal de los hombros y ponérselo a otra mujer que le parecía pobremente vestida en comparación con las otras, y lo hacía de un modo tan gracioso, tan hábil, que nadie era capaz de rehusar su regalo. Uno de los de su séquito llevaba siempre consigo una bolsa con la orden de informarse en todos los sitios a los que iban de quiénes eran las personas más ancianas y enfermas, a fin de aliviar su estado aunque sólo fuera momentáneamente. De este modo había conquistado en toda la comarca una fama de bienhechora que a veces hasta le resultaba incómoda, porque le atraía a un montón de menesterosos inoportunos.

Pero no hubo nada que acrecentara tanto su fama como su comportamiento notablemente bondadoso y tenaz con un desgraciado joven que rehuía toda compañía porque, a pesar de ser guapo y bien proporcionado, había perdido su mano derecha en una batalla, por cierto que gloriosamente. Esa mutilación provocaba en él tal desaliento, le resultaba tan sumamente penoso el que cada vez que le presentaban a alguien él tuviera que informarle de su desgracia, que prefería esconderse, entregarse a la lectura y otros estudios y cortar de una vez para siempre toda relación con la sociedad.

A Luciana no le pasó por alto la existencia de este joven. Le hizo participar primero en reuniones pequeñas, luego en otras más grandes y por fin en las mayores de todas. Se mostraba más amable con él que con ningún otro y, sobre todo, a fuerza de imperiosa servicialidad, supo hacerle entender el valor de una pérdida que ella se esforzaba por compensar. En la mesa le obligaba a sentarse al lado de ella y le cortaba la comida para que sólo tuviera que usar el tenedor. Si otras personas mayores o más distinguidas le robaban su puesto vecino, ella se las arreglaba para alargar sus atenciones hasta el otro lado de la mesa y la obsequiosidad de los sirvientes tenía que suplir lo que amenazaba con robarle a ella la distancia. Finalmente le animó a escribir con la mano izquierda; además, él tenía que mandarle a ella todas sus pruebas y de ese modo, de cerca o de lejos, ella siempre seguía en contacto con él. El joven no sabía lo que le había pasado, pero verdaderamente, a partir de aquel instante comenzó una nueva vida para él.

Tal vez alguien podría pensar que semejante conducta podía molestar al prometido, pero justamente sucedía al contrario. Contaba aquellos esfuerzos de Luciana entre sus mayores méritos y se sentía tanto más tranquilo por cuanto conocía la facultad casi exagerada que tenía su prometida para apartar bien lejos de ella todo lo que le parecía mínimamente sospechoso. En efecto, aunque ella quería manejar a todos a su antojo y todos estaban en peligro de verse empujados, azuzados y hasta ridiculizados de algún modo, nadie podía pagarle con la misma moneda, nadie podía tocarla sin motivo, nadie podía tornarse con ella, ni siquiera remotamente, una libertad que ella sí se tomaba. Y, de este modo, conseguía que nadie se propasara ni se saliera fuera de los más estrictos límites de la decencia, límites que ella parecía transgredir a cada paso con los demás.

En general, se habría podido creer que su máxima era exponerse por igual a la alabanza y a la crítica, a la simpatía y al desprecio, pues, en efecto, aunque ciertamente trataba de ganarse a los demás de mil maneras, casi siempre volvía a estropearlo todo por culpa de su lengua viperina, que no dejaba títere con cabeza. Así, no había visita en el vecindario, no había lugar en donde ella y sus amigos fueran amablemente recibidos, ya fuera en castillos o en casas, en que al regreso no dejara notar de la manera más extravagante su tendencia a contemplar todo lo humano únicamente por su lado ridículo. Aquí eran tres hermanos que a fuerza de cumplidos y ceremonias sobre quién debía casarse primero se habían dejado pasar la edad; allí era una mujer joven y pequeña casada con un hombre viejo y grande; allá, al contrario, un hombrecillo bajito y alegre unido a una gigante patosa. En una casa, le parecía que a cada paso se tropezaba uno con algún crío; en otra, que a pesar del numeroso acompañamiento estaba vacía por falta de niños. Los matrimonios viejos lo mejor que podían hacer era morirse pronto para que por fin pudiera volver a reír alguien en casa, ya que no dejaban herederos legítimos. Las parejas jóvenes debían viajar, porque no les convenía dedicarse a la vida doméstica. Y, como con las personas, lo mismo hacía con las cosas y no perdonaba ni a edificios, ni a muebles ni al servicio de mesa. Es más, los papeles y tapicerías murales excitaban particularmente sus bromas: de las antiguas tapicerías de lizo hasta los modernos papeles pintados, desde el retrato de familia más venerable hasta el más frívolo grabado moderno, todo era pasto de su escarnio, todo se puede decir que lo destrozaba con sus comentarios burlones, al punto de que cabría asombrarse de que aún quedase algo vivo a cinco millas a la redonda.

Tal vez no hubiera auténtica maldad en su afán destructivo y seguramente lo que solía provocarlo era simplemente un espíritu bromista un poco particular, pero sí que se había generado una auténtica acritud en su relación con Otilia. Contemplaba con desprecio desde sus alturas la actividad callada e ininterrumpida de la amable niña, que todos notaban y elogiaban, y cuando salió a colación lo mucho que Otilia cuidaba los jardines e invernaderos, no contenta con burlarse, haciendo como que se sorprendía de que no hubiese flores ni frutos, sin querer reparar en que estaban en pleno invierno, a partir de aquel momento ordenó que trajeran tal cantidad de, ramas, plantas, y todo lo que estaba germinando, haciendo un auténtico derroche de plantas para el adorno diario de las habitaciones y la mesa, que Otilia y el jardinero no pudieron por menos de sentirse profundamente heridos al ver sus esperanzas para el año siguiente y tal vez para más tiempo destrozadas de un solo golpe.

Luciana tampoco le perdonaba a Otilia la tranquila desenvoltura con que ésta llevaba la marcha de la casa. Otilia tenía que, acompañarles en sus partidas de placer, en las carreras de trineos, en los bailes que se organizaban; en el vecindario; no podía temerle a la nieve ni al frío ni a la violencia de las tormentas nocturnas, puesto que los demás tampoco se morían por eso. La sensible niña sufría no poco con todo aquello, pero Luciana tampoco sacó nada en limpio, porque por muy sencillamente que se vistiera Otilia, con todo, siempre era o al menos siempre parecía la más bella a los ojos de los hombres. Ejercía una suave atracción que reunía a todos los hombres a su alrededor, ya se encontrara en las primeras o en las últimas filas de los salones. Hasta el prometido de Luciana gustaba de charlar a menudo con ella, tanto más desde que había surgido un asunto que le preocupaba y para el que requería su consejo y mediación.

Con ocasión de su colección de obras de arte había tenido la oportunidad de conocer mejor al arquitecto, había hablado mucho con él sobre temas históricos, y también en otros momentos, y muy particularmente al contemplar la capilla, había podido apreciar su talento. El barón era joven y rico; era coleccionista y quería construir; su afición era muy viva, pero sus conocimientos eran escasos; creía haber encontrado en la persona del arquitecto al hombre con el que podría alcanzar varios de sus objetivos. Le había hablado a su prometida de sus intenciones y ella le había alabado y estaba sumamente satisfecha con su proposición, aunque seguramente más por quitarle aquel joven a Otilia, ya que creía haber notado en él cierta inclinación por ella, que porque hubiera pensado en emplear sus talentos para sus objetivos. En efecto, a pesar de que el arquitecto se había mostrado siempre muy activo en sus fiestas improvisadas y de que había desplegado sus recursos en numerosas ocasiones, ella siempre creía que podía hacer las cosas mejor que nadie, y como sus inventos y ocurrencias no solían salirse de lo corriente, para ejecutarlos tanto valía un hábil ayuda de cámara como el artista más excelente. Su imaginación nunca iba más allá de un altar para hacer ofrendas o de una coronación de una cabeza de yeso o de una cabeza viva cuando quería hacerle a alguien un cumplido con ocasión de su cumpleaños o aniversario.

Otilia le pudo proporcionar al prometido la mejor información cuando éste se interesó por la relación que tenía el arquitecto con la casa. Sabía que Carlota ya se había preocupado anteriormente de la necesidad de buscarle algún empleo, porque de no haber llegado el grupo de invitados el joven habría tenido que marcharse nada más terminar la capilla, ya que durante el invierno quedaban necesariamente paralizadas todas las obras y por eso resultaba muy deseable que algún nuevo protector se hiciera cargo del excelente artista dándole nuevo empleo y estímulo.

La relación personal de Otilia con el arquitecto era completamente pura e inocente. Su agradable y activa presencia la habían alegrado y entretenido como si se hubiera tratado de la compañía de un hermano mayor. Sus sentimientos hacia él permanecían en la superficie tranquila y desapasionada de un parentesco de sangre. Porque en su corazón no había sitio para nadie más; estaba lleno hasta rebosar de su amor por Eduardo y sólo la divinidad, que todo lo penetra, podía compartir con él aquel alma.

Mientras tanto, cuanto más se hundían en lo profundo del invierno, cuanto más tormentoso se hacía el tiempo y los caminos más impracticables, tanto más atractivo resultaba pasar en tan buena compañía los días que decrecían. Tras breves reflujos, la multitud volvía a inundar de cuando en cuando la casa. Afluían oficiales de cuarteles lejanos, los más cultos para gusto de todos, los más toscos para incomodo del grupo. Tampoco faltaban los civiles y un buen día sin previo aviso también llegaron juntos el conde y la baronesa.

Fue su presencia la que acabó por formar allí una auténtica corte. Los hombres de buena casa y buena educación rodearon al conde y las mujeres hicieron honor a la baronesa. Nadie se extrañó mucho tiempo de verlos juntos y de tan buen humor, pues pronto se supo que la esposa del conde había fallecido y que se celebraría una nueva unión en cuanto las conveniencias lo permitieran. Otilia recordó aquella primera visita, todo lo que se había hablado sobre matrimonio y divorcio, sobre unión y separación, sobre esperanza, espera, privación y renuncia. Aquellas dos personas que en aquel entonces no tenían ninguna perspectiva estaban ahora delante de ella casi tocando ya la dicha que tanto habían esperado y un suspiro involuntario se le escapó del corazón.

Apenas se enteró Luciana de que el conde era un gran amante de la música cuando ya supo organizar un concierto; su intención era que la oyeran acompañando con su voz la guitarra. Así sucedió. No era nada torpe con el instrumento y su voz era agradable, pero en cuanto a la letra de las canciones se entendía tan poco como suele ocurrir siempre que alguna bella alemana canta con una guitarra. Aun así, todo el mundo se apresuró a decirle que había cantado con mucho sentimiento y pareció sentirse contenta con los nutridos aplausos. Pero aquella vez le ocurrió un desafortunado incidente. Entre los presentes se encontraba un poeta al que tenía especial interés en conquistar porque deseaba que le dedicara algunas canciones, motivo por el que en aquella velada prácticamente sólo había cantado las canciones suyas. Él se mostró cortés con ella, como todos, pero Luciana había esperado algo más. Se lo dio a entender varias veces, pero no pudo obtener nada más de él, hasta que no pudiendo contener más su impaciencia le envió a uno de sus admiradores con el encargo de que lo sondeara para saber si acaso no había estado encantado de escuchar sus excelentes poemas interpretados de manera igual de excelente.

—¿Mis poemas? —Repuso aquél con extrañeza—. Perdone usted, señor mío —añadió— yo sólo he oído vocales y ni siquiera todas. De todos modos es mi deber mostrarme agradecido por una intención tan amable.

El admirador se calló y se guardó el comentario. El otro trató de arreglar las cosas con algunos hábiles cumplidos. Luciana hizo ver bien a las claras su deseo de poseer también algunos poemas especialmente escritos para ella. Si no hubiese resultado demasiado descarado él bien hubiera podido presentarle el alfabeto para que, haciendo uso de él, ella misma inventara un poema de alabanza a su gusto adaptado a una melodía cualquiera. Pero no pudo salir de aquel asunto sin humillación. Poco tiempo después se enteró de que aquella misma noche él había compuesto con la música de una de las melodías favoritas de Otilia un poema delicioso y que era bastante más que meramente cortés.

Como todas las personas de su estilo, que siempre mezclan lo que les favorece y lo que les perjudica, Luciana quiso probar suerte con la recitación. Tenía buena memoria, pero, a decir verdad, su declamación carecía de espíritu a la vez que le sobraba violencia sin tener pasión. Recitaba baladas, cuentos y todo lo que se suele declamar normalmente. Había adoptado la desdichada costumbre de acompañar su recitación con gestos, lo cual hace que se confunda y entremezcle de modo desagradable lo épico y lírico con lo dramático.

Por suerte o por desgracia, el conde, hombre inteligente y avispado, que enseguida se dio cuenta de cuáles eran las simpatías, afectos y distracciones de todos los componentes de aquel grupo, encaminó a Luciana hacia un nuevo género de representación que era muy acorde con su temperamento.

—Yo encuentro —dijo— que hay aquí unas cuantas personas de buena figura a las que seguramente no les falta nada para poder imitar movimientos y actitudes pictóricas. ¿Será posible que usted no haya probado todavía a representar verdaderos cuadros famosos? Aunque este tipo de imitación exige bastante trabajo, a cambio también procura un deleite inimaginable.

Luciana se dio cuenta enseguida de que allí sí que se encontraría en su auténtico elemento. Su hermosa talla, sus formas llenas, su rostro regular pero no carente de expresión, sus trenzas de color castaño claro, su cuello delgado, todo parecía hecho a propósito para una pintura y si hubiera sabido que parecía más bella cuando estaba quieta que cuando se movía, porque en este último caso a veces se le escapaba algún movimiento poco gracioso que arruinaba el conjunto, se habría entregado a esa especie de escultura al natural con mucho más celo todavía.

Se pusieron a buscar grabados con copias de cuadros famosos y eligieron en primer lugar el Belisario de Van Dyck. Un hombre alto y esbelto, de una cierta edad, debía representar al general ciego sentado, el arquitecto haría el guerrero que se encuentra de pie ante el general con aspecto triste y compasivo y al que ciertamente se parecía en algo. Luciana, haciendo gala de bastante modestia, se había reservado el papel de una joven del fondo que cuenta en su mano las ricas limosnas sacadas de una bolsa mientras una vieja parece reprenderla y quererle decir que está dando mucho. Tampoco se habían olvidado de otra mujer que está dando de verdad una limosna al general.

Se dedicaron con mucha seriedad a este y otros cuadros. El conde le hizo algunas sugerencias al arquitecto sobre el modo de instalar todo aquello y éste enseguida preparó al efecto un teatro sin olvidarse de la necesaria iluminación. Ya estaban todos metidos a fondo en aquellos preparativos cuando se percataron de que semejante empresa requería un gasto considerable y que en el campo, en pleno invierno, carecían de algunos elementos necesarios. Así que, para que no se paralizara la cosa, Luciana mandó cortar prácticamente todo su guardarropa a fin de poder realizar los distintos trajes que aquellos artistas habían indicado de modo bastante arbitrario.

Llegó la velada elegida y se presentó el espectáculo ante una numerosa concurrencia y con el aplauso general. Una música adaptada al caso hacía crecer la tensión de la espera. El Belisario abrió la escena. Los personajes tenían unas actitudes tan adecuadas, los colores estaban tan bien repartidos, la iluminación era tan artística, que ciertamente se sentía uno transportado a otro mundo, sólo que la presencia de lo real en lugar de la apariencia provocaba una cierta sensación de espanto.

Cayó el telón y a requerimiento del público tuvo que ser levantado varias veces. Un intermedio musical entretuvo a la concurrencia, a la que querían sorprender con un cuadro de mayor categoría. Se trataba de la famosa escena de Poussin: Ashaverus y Esther. Esta vez Luciana se había reservado algo mejor. Puso en lucimiento todos sus encantos en el papel de la reina desmayada y había sabido elegir con buen sentido para las mujeres que la rodeaban y sostenían a un buen conjunto de figuras bonitas y bien hechas, pero que en ningún caso se podían comparar con ella. Otilia fue excluida de este cuadro como del resto. Sentado sobre el trono de oro habían elegido para representar al rey parecido a Zeus al hombre más guapo y robusto de la asamblea, de modo que aquella pintura consiguió alcanzar una auténtica perfección.

En tercer lugar habían elegido la que se conoce como Admonición paterna de Terborg, y ¡quién no conoce el espléndido grabado de nuestro Wille, copia de esa pintura! Un padre noble y con aspecto de caballero se encuentra sentado con las piernas cruzadas y parece que trata de hablarle a la conciencia de su hija, que se halla de pie ante él. A ésta, una impresionante figura envuelta en un vestido de satén blanco con muchos pliegues, sólo se la ve de espaldas, pero todo su ser parece indicar que trata de contenerse. De todos modos se puede deducir que la admonición paterna no es violenta ni vergonzante por la cara y los ademanes del padre; y en cuanto a la madre parece que trata de disimular cierto apuro mirando al fondo de un vaso de vino que está a punto de beber.

Aquella era la ocasión para que Luciana apareciera en su máximo esplendor. Sus trenzas, la forma de su cabeza, el cuello y la nuca eran más hermosos de lo que se puede expresar y su talle, del que ahora poco se puede ver debido a la moderna moda femenina de imitar lo clásico, era de lo más grácil, delgado y delicado y en aquel traje antiguo lucía del modo más ventajoso. Además, el arquitecto se había preocupado de que los ricos pliegues de satén blanco cayeran de un modo buscadamente natural, al punto de que aquella copia viva superaba con mucho el original y causó el entusiasmo general. No terminaban nunca los bises y el deseo muy natural de poder ver de frente aquella hermosa figura que sólo habían podido contemplar de espaldas fue ganándoles a todos de tal manera que cuando por fin un joven alegre e impaciente gritó en voz alta las palabras que a veces se suelen escribir al pie de una página: «Tournez s’il vous plait» consiguió una aprobación unánime. Pero los figurantes sabían demasiado bien en dónde residía su ventaja y habían asimilado demasiado a fondo el espíritu de aquellas representaciones como para ceder al clamor general. La hija aparentemente avergonzada se quedó quieta sin regalarle a los espectadores la visión de su rostro; el padre se quedó sentado con su actitud reprobatoria y la madre no sacó la nariz ni los ojos del vaso transparente que no disminuía de nivel a pesar de que simulaba beber. ¿Y qué podríamos añadir de las pequeñas piezas que se habían dejado como propina y para las que se habían elegido escenas holandesas de taberna y de mercado?

El conde y la baronesa emprendieron el regreso y prometieron volver en las primeras semanas dichosas de su próxima unión y ahora, después de dos meses penosamente soportados, Carlota también confiaba en verse liberada por fin del resto de la compañía. Estaba segura de la felicidad de su hija, una vez que en ésta se aplacara la primera embriaguez del noviazgo y la juventud, porque el prometido se consideraba el hombre más afortunado del mundo. Dotado de una gran fortuna y un temperamento moderado parecía sentirse extrañamente halagado por el hecho de poseer a una mujer que debía gustarle al mundo entero. Tenía una manera tan peculiar de referirlo todo a ella y de no referirlo a sí mismo más que a través de ella, que le causaba una desagradable impresión cuando algún recién llegado, en lugar de dirigir en primer lugar toda su atención hacia ella, trataba de entablar un vínculo más estrecho con él, sin ocuparse especialmente de ella, cosa que sucedía a menudo, sobre todo con las personas mayores que se sentían atraídas por sus buenas cualidades. En lo tocante al arquitecto pronto llegaron a un acuerdo. Seguiría al prometido en Año Nuevo y pasaría con él el carnaval en la ciudad, en donde Luciana se prometía el mayor gozo de la repetición de aquellos cuadros tan hermosos y bien preparados, tanto más por cuanto la tía y el prometido parecían considerar de poca monta cualquier gasto necesario para complacerla.

Había llegado el momento de separarse, pero no podía suceder de la manera ordinaria. Un día que bromeaban en voz alta diciendo que pronto se agotarían las reservas de Carlota para el invierno, aquel noble que había hecho el papel de Belisario y que, además, era bastante rico, arrebatado por los encantos de Luciana, a los que hacía mucho tiempo que rendía homenaje, exclamó sin pensar lo que decía:

«¡Hagámoslo a la polaca! ¡Vengan a mi casa, devoren todo lo mío y así en todas las casas hasta acabar la ronda!». Dicho y hecho: Luciana asintió. Al día siguiente se empaquetó todo y la horda cayó sobre otra propiedad. También encontraron bastante sitio, pero menos comodidades y peor organización, lo que provocó algunas situaciones inconvenientes que, al principio, constituyeron la dicha de Luciana. La vida se hacía cada vez más loca y salvaje. Se organizaron batidas de caza en medio de una espesa nieve y todo lo más incómodo que se pudiera inventar. Ni mujeres ni hombres tenían permiso para dejar de participar y, así, cazando y cabalgando, deslizándose en trineo y haciendo estrépito fueron pasando de una finca a otra hasta alcanzar la corte. Entonces, las noticias y relatos sobre las diversiones del palacio y la ciudad imprimieron otro giro en la imaginación del grupo y Luciana, con todos sus acompañantes, se vio arrastrada sin pausa a otro círculo de existencia, al que ya le había precedido la tía.

Del diario de Otilia

En este mundo se toma a cada cual por lo que pretende ser, pero claro está que hay que pretender ser algo. Se tolera mejor a la gente incómoda que a la insignificante.

Se le puede imponer todo a una sociedad, excepto aquello que tenga alguna consecuencia.

No llegamos a conocer a las personas cuando son ellos los que vienen a nosotros; tenemos que ir a ellos si queremos saber realmente cómo son.

Me parece casi natural que tengamos que criticar bastantes cosas en los que nos visitan y que, en cuanto se marchan, no les juzguemos del modo más favorable, porque, por decirlo de algún modo, tenemos derecho a medirlos por nuestro rasero. Ni siquiera las personas más comprensivas y tolerantes suelen abstenerse en estos casos de ejercer una dura crítica.

Por el contrario, cuando se ha estado en casa de otros y se les ha visto en medio de su entorno, costumbres y circunstancias necesarias e inevitables, cuando se ha visto cómo actúan a su alrededor o cómo se adaptan, hace falta tener poco entendimiento y muy mala voluntad para encontrar ridículo lo que debería parecernos respetable en más de un sentido.

Mediante eso que llamamos conducta y buenas costumbres deberíamos alcanzar lo que, de otro modo, sólo se podría obtener mediante la fuerza o ni siquiera por la fuerza.

El trato con mujeres es la base de las buenas costumbres.

¿Cómo puede convivir el carácter, la peculiar forma de ser de cada uno, con el modo de vivir?

Debería ser el modo de vida el que pusiera de relieve lo original de cada uno. A todo el mundo le gusta destacar, siempre que esa importancia no resulte incómoda.

El soldado cultivado tiene las mayores ventajas tanto en la vida en general como en la buena sociedad.

Por lo menos los militares rudos no se salen de su carácter y como, por lo general, detrás de la fuerza se esconde un buen corazón, también se puede uno acabar entendiendo con ellos en caso de necesidad.

No hay nadie más molesto que un hombre torpe y vulgar del estamento civil. Puesto que no tiene que ocuparse de cosas groseras, bien se le podría exigir alguna finura.

Cuando vivimos con personas que tienen un delicado sentido de las conveniencias, lo pasamos mal por ellos cuando ocurre alguna inconveniencia. Eso es lo que yo siento con y por Carlota cuando alguien se columpia en la silla, cosa que ella no soporta.

Ningún hombre entraría en una estancia íntima con las lentes en la nariz si supiera que a nosotras, las mujeres, eso nos quita al momento las ganas de mirarle y de charlar con él.

Las confianzas en lugar del respeto siempre resultan ridículas. Nadie se quitaría el sombrero después de haber mascullado a duras penas un cumplido si supiera lo cómico que eso resulta.

No hay ningún signo exterior de cortesía que no tenga alguna profunda base moral. La auténtica educación sería una que supiese proporcionar a la vez el signo y la base.

La conducta es un espejo en el que cada uno muestra su imagen. Hay una cortesía del corazón que está emparentada con el amor.

De ella nace la cortesía más extremada del comportamiento externo.

Una dependencia voluntaria es el estado más hermoso, y ¿cómo sería posible sin amor?

Nunca estamos más alejados de nuestros deseos que cuando nos figuramos que poseemos lo deseado.

Nadie es más esclavo que el que se cree libre sin serlo.

Basta que uno se declare libre para que al instante se sienta condicionado. Pero si se atreve a declararse condicionado al instante se siente libre.

Frente a los méritos y ventajas de los demás no hay más remedio ni otra salvación que el amor.

Resulta terrible un hombre excelente del que se aprovechan los tontos.

Dicen que no hay héroe que valga para su ayuda de cámara. Pero eso es ponlo que el héroe sólo puede ser reconocido por el héroe. El ayuda de cámara probablemente será capaz de estimar a su semejante.

No hay mayor consuelo para los mediocres, que: la certeza de que el genio no es inmortal.

Los grandes hombres siempre se quedan apegados a su época por alguna debilidad.

Por lo general siempre se considera a las personas más peligrosas de lo que realmente son.

Los locos y la gente sensata son igual de inofensivos. Los medio locos o medio cuerdos son los únicos verdaderamente peligrosos.

El medio más seguro de escapar al mundo es el arte y no hay modo más seguro de vincularse a él que el arte.

Hasta en el momento de mayor dicha o mayor penuria necesitamos al artista.

El arte se ocupa de la difícil y lo bueno.

Cuando vemos tratar lo difícil con facilidad se nos abre la visión de lo imposible.

Las dificultades aumentan cuanto más nos acercamos a la meta. Sembrar no es tan difícil como cosechar.