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Por pura casualidad encontró a Dunky Albridge aquel jueves, en la Quinta Avenida, al salir de su trabajo. Y fue un encuentro desafortunado, aunque se saludaron cordialmente y habían pasado muy buenos ratos juntos y bebido grandes cantidades de cerveza en amigable compañía. Pero Albridge sería uno de los dos hombres que morirían el sábado por la mañana.
—¿Dónde has estado, Mike? —preguntó Albridge—. Hace meses que no te veo en la zona de los saltos. ¿Es que saltas en secreto en otra parte?
—Me casé hace tres meses —explicó Michael, pensando que era una sólida razón para justificar cualquier ausencia.
—Te felicito.
Albridge le dio una palmada en la espalda. Era un hombre corpulento, rubicundo, que había jugado al rugby en la Universidad. Él y Michael habían empezado al mismo tiempo sus ejercicios de paracaidismo y habían saltado juntos muchas veces.
—¿Cómo te va? —preguntó Albridge.
—Magníficamente —respondió Michael.
—¿Zapatillas y veladas al amor de la lumbre? —preguntó Albridge. Y se echó a reír, porque ambos eran de la misma edad: treinta años—. ¿Huyendo de los viejos y perniciosos antros?
—Más o menos.
—¿Quebrantarías tus votos matrimoniales tomando una copa con un viejo camarada?
Michael consultó su reloj.
—Me queda media hora antes de entrar de servicio en la cocina —dijo.
Entraron en el bar «Gotham» y estuvieron allí más de treinta minutos, bebiendo más de tres whiskys.
—Todavía tienes bastante buen aspecto —dijo Albridge—. En realidad, yo diría que has adelgazado un poco después de tu matrimonio.
—Hago un poco de gimnasia.
—Escucha: tenemos dos buenos retoños en el campo. El sábado por la mañana vamos a hacer una estrella de a cuatro. Si encontramos el cuarto hombre. Tú, por ejemplo.
Michael vaciló. Desde que había conocido a Tracy, su esposa, no se había lanzado en paracaídas. Ni había hecho gran cosa más, salvo pensar en ella y pasar con ella el mayor tiempo posible, y hacer su trabajo en la oficina. La vista de su amigo despertó en él viejos recuerdos. Aunque Albridge no era en realidad amigo suyo, sino sólo un camarada de la zona de saltos y del bar más próximo; nunca habían comido juntos, y Michael no le había invitado a la boda y no sabía si Albridge era republicano o demócrata o maoísta, ni si estaba casado, ni si era rico o pobre, ni siquiera el motivo de que le llamasen Dunky. Pero siempre se habían entendido bien, y Michael confiaba en él.
—Parece una buena idea —admitió.
—Trae a tu esposa. Será emocionante para ella. Su viejo cayendo del cielo como un ángel resplandeciente.
—Quizá lo haga. Si puedo sacarla de la cama. En la mañana del sábado se pegan las sábanas.
—Dile que tendrá oportunidad de conocer a algunos estupendos y valerosos chicos americanos.
—Se lo diré —prometió Michael.
Anotó el número de teléfono de la oficina de Albridge y le prometió llamarle por la mañana.
Albridge insistió en pagar las bebidas —como regalo de boda, dijo—, y salieron del bar, y Michael tomó un taxi para ir a la parte alta de la ciudad, confiando en no oler demasiado a whisky.
Mientras comían delante de la chimenea, contempló a su esposa con entusiasmo y pensó en los ojos que pondrían Albridge y los otros cuando la viesen. Le dijo lo que habían proyectado para la mañana del sábado, y ella frunció el ceño.
—Arrojarse desde un avión —dijo—, ¿no es cosa de muchachos?
—Todos son hombres, poco más o menos de mi edad.
—¿Por qué lo hacéis?
—Por diversión —contestó él. Hacía más de cinco meses que se habían conocido, pero no le había hablado de sus diversiones anteriores. Ya era hora de hacerlo, pensó—. ¿No has sentido nunca deseos de volar?
—Que yo recuerde, no.
—Es uno de los míticos afanes de la raza humana —explicó él—. Acuérdate de Ícaro.
—Un ejemplo poco alentador —repuso Tracy, y se echó a reír.
—Bueno, ¿por qué no lo pruebas tú también? No en caída libre, al menos al principio, sino atada a la cuerda que abre automáticamente el paracaídas. La Tierra no te habrá parecido nunca tan hermosa. Muchas chicas lo hacen.
—Pero no ésta —replicó rotundamente Tracy.
—Entonces, ¿vendrás?
—¿Y por qué no? —Se encogió de hombros—. Si mi marido está loco, no perderé nada con conocer la causa de su locura. A fin de cuentas, no tengo otra cosa que hacer el sábado por la mañana.
El día era claro y soleado cuando salieron de Nueva York en dirección al campo de Nueva Jersey. Como siempre que se alejaba de la ciudad, Michael se sentía entusiasmado. Tracy, sentada a su lado en el coche, envuelta en un holgado abrigo de lana y con un pañuelo alrededor del cuello para protegerse del fresco aire otoñal, resplandecía, lozana y excitada, como una colegiala yendo a un partido de rugby con su más bello admirador y pensando en la fiesta que seguiría después.
—Hay un magnífico restaurante campestre no lejos del campo —le indicó Michael, al girar hacia el Norte por la orilla del río del lado de Jersey, donde los árboles adquirían tonos bermejos y dorados a lo largo de la carretera—. Almorzaremos en él. Langosta y unos daiquiris estupendos.
¡Hum! —Ella le miró con curiosidad—. ¿No tienes miedo?
—¡Claro! —respondió él—. Miedo de que los compañeros se imaginen que me he casado con un perro lanudo.
Ella se le acercó y le besó.
—La próxima vez, iré a la peluquería.
McCain, que dirigía el centro de saltos y había enseñado a Michael la caída libre, estaba esperando en el cobertizo con los otros dos hombres que debían hacer el salto, mientras el avión calentaba su motor en la pista. McCain había marcado la zona de aterrizaje sobre la hierba húmeda al deshelarse la escarcha de la noche. Los hombres se mostraron afables y corteses, visiblemente impresionados por la belleza de Tracy. McCain, que tenía generalmente los modales de un viejo sargento mayor, llegó incluso a decirle:
—Mrs. Storrs, si desea usted subir al avión, tenemos sitio de sobra. Podrá dar la voz para el salto.
—Si no le importa, prefiero tocar el suelo con los pies, Mr. McCain —dijo Tracy—. Un pájaro en la familia es suficiente.
McCain sonrió y dijo que, si tenía frío, encontraría una cafetera sobre el hornillo del cobertizo.
Al dirigirse los hombres al avión, Albridge murmuró.
—Eres un tío, Mike.
—No sé a qué te refieres —repuso cándidamente Michael.
—Quiero decir, ruin bastardo, que has traído el mejor público para nuestra exhibición de valor y habilidad.
Entonces le explicó McCain cómo debían hacer el trabajo relativo —que era como llamaban a los movimientos múltiples de una caída libre—, disponiendo el orden de salida y recordándoles que debían separarse al llegar a los 3.500 pies, tanto si la estrella resultaba bien como si salía mal, de modo que dispusiesen de los cinco segundos indispensables para alejarse los unos de los otros antes de que se abriesen sus paracaídas a 2.500 pies. Los cuatro hombres tenían bien sabido todo esto, pero escucharon atentamente. Si McCain sospechaba que alguien estaba distraído, era capaz de cancelar el vuelo.
Subieron al avión, pilotado por McCain. Como la puerta estaba abierta, entraba el viento crudo y frío. Ganaron velocidad y despegaron. Michael miró por la ventanilla y vio la figurita vestida de azul que agitaba una mano junto al cobertizo. Quizás algún día quiera probarlo, pensó.
A 7.200 pies de altura, saltaron uno tras otro. Formaron una bonita estrella a 3.500, planeando, juntándose y tocándose las manos en círculo, y separándose después. Albridge fue el cuarto en apartarse. Se habían separado según lo proyectado cuando, por alguna razón que no se sabría jamás, el tercer hombre abrió su paracaídas inmediatamente. Albridge chocó contra él, a una velocidad de unas ciento veinticinco millas por hora, y golpeó al hombre al hundirse el paracaídas. Más tarde, el médico dijo que los dos habían muerto instantáneamente, ahorrándose así el terror de la caída hasta el suelo, mientras Michael y su otro compañero, oscilando sanos y salvos en sus paracaídas, y McCain, pilotando el aparato, los observaban impotentes.
Al menos, Tracy no ha llorado, pensó Michael, mientras regresaban lentamente a Nueva York, con las sombras de la tarde rayando ya la carretera; menos mal. Alargó una mano y tocó la de ella. Ésta permaneció inmóvil; Tracy tenía vuelta la cabeza, mirando por la ventanilla.
—Lo siento —dijo él.
—Por favor, no digas nada —respondió ella—. Durante un rato.
Cuando llegaron al apartamento, él se preparó una bebida, pero, al preguntarle a Tracy si quería otra, ella meneó la cabeza, se metió en el dormitorio y se acostó, completamente vestida, sin quitarse siquiera el abrigo, como si estuviese helada hasta los huesos.
Él se había quedado dormido en la poltrona, con el vaso vacío sobre la mesa contigua, cuando entró su mujer. Ésta llevaba todavía el abrigo y el pañuelo. Michael no la había visto nunca tan pálida.
—No volverás a hacer una cosa así, ¿verdad?
—No lo sé —respondió él—. Quizá la próxima semana. Quizás el año que viene.
—¿La próxima semana? —repitió ella, con incredulidad—-. ¿Qué clase de hombre eres?
—Soy de varias clases.
—¿No me quieres?
—Te quiero. Pero no quiero amarte y vivir asustado.
—¿Qué estás tratando de demostrar?
—Nada. Todo. Lo averiguaré más tarde.
—Nunca me habías hablado de esto.
—No se había suscitado el tema.
—Pues se ha suscitado ahora.
—Lo siento, querida. No puedo prometerte nada honradamente.
—Pensaba que aquel hombre era amigo tuyo.
—Lo era. Pero si me hubiese ocurrido a mí, él habría vuelto a saltar la semana que viene.
—Machismo idiota —comentó ella, despectivamente.
—Ni siquiera es eso.
—¿Qué es, pues?
Él se encogió de hombros.
—Cuando lo averigüe, cuando lo comprenda de veras, te lo diré.
Ella se sentó delante de él. Sólo había una lámpara encendida, en el otro extremo de la estancia, y su rostro estaba en la sombra; sólo brillaban sus ojos. Había esperado para llorar. Al menos, había esperado. Era una mujer fuerte.
—Michael —comenzó—, tengo que decirte algo.
Su tono era liso y llano, sin emoción, inquietante. Él, mientras dormía en el sillón, había soñado que Tracy le había dejado, y que la buscaba en el apartamento vacío y, después, en las oscuras calles, donde creía verla en el momento en que una punta de su abrigo desaparecía detrás de una esquina.
—No irás a decirme que me dejas, ¿verdad?
—No —contestó ella, en el mismo tono inexpresivo—. Todo lo contrario. Lo que tengo que decirte es que, desde este momento, desde hoy, dejaré de tomar la píldora. Quiero tener un hijo.
Él se levantó, se dirigió despacio y en silencio a la ventana, y miró hacia abajo. A la luz de un farol, vio una mujer anciana y con bastón a la que ayudaban a bajar de un taxi. Lo peor que podía ver en este momento, pensó Michael: la inevitable decrepitud y el acercamiento de la muerte, en el instante en que el comienzo de una nueva vida es el tema de conversación.
—¿Y bien? —inquirió Tracy.
Él se volvió y trató de sonreír.
—Bueno, dame un poco de tiempo para pensarlo. —Se acercó a ella, se inclinó y la besó en la cabeza. Ella permaneció sentada, rígidamente—. Tienes que confesar que es algo imprevisto.
—¿Qué tiene de imprevisto? Puedes desaparecer así. —Chascó los dedos, con un ruido de hielo al romperse en la tranquila estancia—. No quiero quedarme sin nada..., sin nada. A fin de cuentas, llevamos tres meses casados. Tengo veintinueve años. Y tú, treinta. Por lo que veo, es posible que no llegues a cumplir los treinta y uno. ¿Qué edad tenía tu madre cuando naciste?
—¿Qué importa eso?
—¿Qué edad tenía?
—Veintitrés.
—¿Y bien...?
—Eran otros tiempos.
—Cada segundo es un tiempo diferente. Esto no impide que siga naciendo gente. —Se trasladó al sofá y se sentó en él—. Ven y siéntate a mi lado.
Él fue y se sentó a su lado. Tracy temblaba debajo de su abrigo. Debo negarme a rendirme a su ansiedad, pensó Michael.
—Yo destruí a mi madre —dijo, gravemente—. Creo que yo fui la verdadera causa de que muriese tan joven. Pienso que nunca quiso reconocerlo, ni siquiera en su fuero interno; pero sabía que yo la odiaba.
—Son riesgos que hay que correr.
—No necesariamente —replicó él—. No sé que haya ninguna ley en América que diga: «Creced y multiplicaos». —Suspiró—. Y yo fui el chiquillo más desgraciado y más repelente que puedas imaginarte. A los doce años, llegué a pensar en suicidarme.
—Ahora ya no tienes doce años. Eres un hombre mayor, con un buen empleo y un brillante futuro y una esposa que te quiere; esto puedo asegurarlo.
—Deja que te diga algo sobre mi trabajo. —-Había llegado el momento de la verdad, de la resolución—. Lo aborrezco. Si pensara que habría de seguir realizándolo durante el resto de mi vida, volvería a ser el chiquillo de doce años que pensaba en suicidarse.
—Muy melodramático —replicó duramente ella.
—Llámalo como quieras —dijo él—. Si tuviese hijos, me vería encerrado para siempre. Las cadenas serían permanentes.
—Supongo que me consideras también una cadena.
—Sabes que no pienso eso.
—No sé lo que piensas. —Se levantó—. Voy a dar un paseo. No quiero hablar más de eso esta noche.
Él la observó mientras se dirigía a la puerta y cerraba ésta con un chasquido al salir. Después, se sentó a la mesa, frente a la chimenea, y se sirvió un vaso de whisky.
Todavía estaba allí, con la botella medio vacía delante de él, cuando regresó Tracy.
Ésta no le dijo nada, sino que se fue directamente al dormitorio.
Cuando él entró en el cuarto dos horas más tarde, tambaleándose un poco, la luz estaba apagada y ella dormía o fingía dormir. Al meterse él en la cama, ella no hizo el acostumbrado movimiento de aproximación, y fue aquélla la primera noche, desde que estaban casados, en que no se hicieron el amor.
Michael no podía dormir; por consiguiente, se levantó y volvió al cuarto de estar y a la segunda mitad de la botella de whisky.
Recuerdo a mamá, pensó, medio embriagado. Era el título de una vieja comedia. Permaneció sentado, contemplando fijamente la penumbra.