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Michael Storrs Jr. dejó de ser Jr. a la edad de cinco años, al caer muerto su padre en una riña de taberna. Lila Storrs, madre de Michael Jr., frágil, educadísima e incompetente belleza de veintiocho años, dijo que había sido una muerte irresponsable. El viejo Storrs trabajaba como ejecutivo en el Banco de su suegro en Syracuse y, al decir de la gente, no solía frecuentar los bares. Pero se había detenido en uno de éstos al dirigirse a casa después de una jornada quizá particularmente agotadora en el Banco, y, mientras sorbía la primera copa de Bourbon, había presenciado una riña encarnizada entre otros dos parroquianos y había pretendido separarlos. Uno de los contendientes, del que se supo más tarde que había salido hacía tres días de la cárcel de Mattewan para locos criminales, había sacado un cuchillo y matado al joven banquero de una sola puñalada.
Siendo ya mayor, el hijo llegaría a la conclusión de que su madre había calificado erróneamente la muerte de su padre. En todo caso, Michael Storrs murió en un laudable intento de mostrarse responsable con su clase, con la ley del país y con las relaciones cívicas que debían observar en lugares públicos los ciudadanos de una democracia pacífica.
Ciertamente, la muerte habría podido evitarse —Storrs habría podido trasladarse en silencio al otro extremo del bar o, simplemente, pagar su bebida y escabullirse—, pero Mrs. Storrs, que quería mucho a su marido, tenía la firme convicción de que, al meterse éste en la boca del lobo, había puesto lo último en primer lugar, había olvidado a su esposa y a su único hijo, y arriesgado la felicidad de toda la familia, por mor de un estúpido antojo o de su renuncia a soportar el espectáculo de dos rufianes que perturbaban la satisfacción de su primera copa del día.
—Le mataron por un grano de anís —decía, de un modo un tanto confuso.
Los efectos fueron muy graves, especialmente para el huérfano de padre. Su madre hizo convento de su viudez, juró no volver a casarse y dedicar su vida a la crianza y educación del muchacho, de manera que no pudiesen afectarle los accidentes de la vida y estuviese a salvo para siempre. Por esto, el chico fue mimado, excesivamente protegido, sobrealimentado con productos sumamente nutritivos y científicamente escogidos, y privado de trepar a los árboles, de integrarse en equipos, de juntarse con muchachos rudos, de jugar con armas de juguete y con arcos y flechas, y de ir y venir de la escuela sin compañía. Su madre le llevaba en coche al colegio por la mañana y esperaba hasta que los alumnos formaban en el patio para entrar en clase, y, cuando los chicos salían atropelladamente por la tarde, ella estaba esperando de nuevo frente a la verja, observando ansiosamente la salida, para llevarle a casa en su automóvil. Mientras otros muchachos jugaban a béisbol, el joven Michael aprendía piano, para lo cual carecía de talento. Durante las vacaciones de verano, mientras sus condiscípulos hacían deporte en la piscina o en la playa o en arriesgados campos de juego, él era llevado, bien protegido contra las insolaciones y los desconocidos indeseables, a visitar museos e iglesias en Francia, Italia e Inglaterra, pues, entre otras cargas, el chico tenía que soportar el peso de la riqueza de su madre, que le abrumaba. En las veladas, junto con recapitulaciones sobre las maravillas contempladas durante el día, tenía que aguantar cariñosas conferencias sobre buen comportamiento. Las palabras groseras eran pecado a los ojos de Dios; la masturbación era causa de terribles males en la vida adulta; muchachas taimadas y viejos malvados tratarían de atraerle a rincones ocultos para tentarle a actos indecibles; la belicosidad había llevado a su padre a la muerte y era la causa de las guerras, donde guapos mozos como él morían a millones. Él era el cayado sobre el que ella se apoyaría, y esperaba que siempre recordase sus palabras, incluso cuando ella hubiese muerto; tenía un hermoso y prometedor futuro, y su abuelo estaría allí para ayudarle, siempre que pensara que él lo merecía. Él era lo único que amaba ella en este mundo, y por eso no debía nunca defraudarla. Si Freud se hubiese sentado a aquella mesa, su terrible rugido se habría escuchado desde Viena hasta la isla Catalina.
Cabía prever el resultado de ello. A sus doce años, Michael era un chico gordo, reservado y huraño, melancólica y precozmente brillante en clase, condición que, por algún motivo, no le valía el aprecio de sus maestros. Cuando la madre observaba la menor señal de impaciencia por parte de su hijo —enfurruñamiento ante el piano, disgusto por verse llevado y recogido del colegio como un niño pequeño, gritos cuando se excitaba—, no le castigaba abiertamente con un cachete, o prohibiéndole algo, o enviándole a la cama sin cenar. Michael aprendió muy pronto a tomar como castigo un suspiro, una lágrima o una triste mirada hacia lo alto. Y llegó a envidiar a sus condiscípulos, cuando contaban las palizas recibidas de sus iracundos padres. Su atildada indumentaria, en comparación con la de sus compañeros, que iban al colegio como un batallón de soldados confederados en plena retirada, le hizo blanco natural de los bromistas y de los brutos que le rodeaban, y así aprendió a temer las horas de recreo, cuando, entre juegos, luchas y griterío, era el más indicado para ser sometido a tortura.
Era lo bastante avisado para mantener secretas sus angustias del patio del colegio. Si hubiese dicho una palabra a su madre acerca de ellas, ésta habría corrido inmediatamente al despacho del director para quejarse, y, al cabo de dos horas, todo el cuerpo estudiantil se habría enterado de ello y lo que había tenido que aguantar hasta entonces habría parecido una amistosa y benigna broma infantil en comparación con lo que le habría esperado.
De vez en cuando observaba sobre la repisa de la chimenea la fotografía de su padre, apuesto y descuidado, con camisa de manga corta y pantalón vaquero, en una pequeña barca de vela, y pensaba en lo diferente que habría sido su vida si su padre no hubiese entrado aquella tarde fatal en un bar a tomar una copa. Recordaba vagamente que, una o dos veces, su padre le había llevado a dar un paseo en barca, atándole al palo y poniéndole una chaqueta salvavidas. Era casi el único recuerdo que tenía de su padre, alegre y sonriente mientras manejaba el timón bajo los rayos del sol. La barca había sido vendida un mes después de la muerte de su padre.
Sus abuelos, a cuya gran mansión era llevado a almorzar todos los domingos, no mostraban gran interés por él. Le hacían las preguntas acostumbradas sobre sus estudios y, después, le olvidaban mientras hablaban los mayores. No le animaban a intervenir en las conversaciones. Su madre le había explicado que sus padres, como ella misma, detestaban a los chicos mal educados. Le había dicho a menudo que, cuando veía que otras personas permitían que los rapaces armasen ruido en las reuniones familiares, se alegraba de que él fuese tan diferente.
Una vez, en una cálida tarde de domingo en que estaba solo en el porche del viejo caserón, oyó que su tía, una joven que le parecía la criatura más hermosa que hubiese visto jamás, decíale a su abuela: «...ella le está devorando. Debemos encontrarle un amante, o al menos un marido, o convertirá al chico en el más lastimoso montón de grasa que podamos imaginar.»
Michael había comprendido instintivamente que su tía se refería a él, y, fiel a la prohibición de su madre dé no escuchar conversaciones ajenas, se había apartado en silencio de la ventana. Pero había resuelto, súbitamente, que un día les daría una lección a todas. Sabía que era demasiado joven para escaparse, pero sus sueños estaban llenos de carreras a lomos de caballos salvajes, de acciones bélicas encarnizadas, de juergas con las mujeres pintarrajeadas y lascivas cuyas fotografías había visto en revistas pornográficas olvidadas en las aulas.
Su comportamiento ejemplar era recompensado con conciertos sinfónicos los sábados por la tarde, paseos por el zoo, un fonógrafo de su propiedad, en el que podía tocar los discos de música clásica de su madre, y grandes libros con reproducciones en color de las mismas pinturas que veía en Italia y en Francia, durante las vacaciones de verano. Y así concibió por el arte un aborrecimiento que había de durarle muchos años.
Pensando en su buena forma física, su madre contrató a una profesora de tenis que le diese lecciones en un deporte que le proporcionaría compañeros de juego más distinguidos que el rugby o el béisbol. Jugaba tres veces a la semana en la pista de hierba de detrás de la casa de sus abuelos, vigilado de cerca por su madre, para que no se fatigase demasiado o se olvidase de ponerse el suéter al terminar el partido. Se mostraba torpe e inquieto en la pista, sabiendo que la profesora le tenía en poco aprecio, y se sintió aliviado cuando a ella le ofrecieron otro empleo y se marchó a Florida, dejándole una repugnancia por el tenis que podía equipararse a su desprecio por el arte.
No había en la casa un aparato de televisión que pudiese darle ideas malsanas sobre lo que era el mundo de los adultos, y la única radio de la morada estaba en la habitación de su madre, en la que no podía entrar si no era expresamente invitado a hacerlo.
Vivían en Syracuse, donde los inviernos eran crudos y fríos, y su madre le ponía un pequeño gabán de mucho abrigo y un gorro de piel con orejeras. Entre las diversiones del recreo, en la estación invernal, había un juego consistente en que uno de los chicos mayores agarraba el gorro de Michael y lo arrojaba a otro compañero, y el gorro volaba de mano en mano, mientras él corría, jadeando, para interceptarlo en el aire. Cuando sonaba la campana anunciando el final del recreo, el último muchacho arrojaba el gorro por encima de la valla de alambre, lo cual significaba que Michael tenía que correr hacia la puerta y salir del patio para recobrarlo, con lo que llegaba tarde a la fila de los que volvían a clase y se ganaba una reprimenda del maestro, que nunca aparecía en el patio antes de que tocasen la campana.
Entonces no podía saber que humillaciones similares, crueldades parecidas y reprensiones peores habían forjado, en todos los tiempos, a poetas y a héroes. Lo único que podía hacer era aguantar y esperar a que su madre muriese de una vez.
El momento más doloroso de su carrera de colegial se produjo un día en que se desarrollaba el acostumbrado juego con su gorro, y un chico de su misma estatura, llamado Joseph Ling, agarró el gorro precisamente un instante antes de que tocase la campana. Ling no lo arrojó por encima de la verja según era de rigor, sino que lo conservó en su poder y dijo:
—Si lo quieres, tienes que quitármelo por la fuerza.
Se hizo un súbito silencio, mientras los otros chicos se agrupaban a su alrededor. En la lista de prohibiciones de la madre de Michael, pelear era el peor de los vicios, peor incluso que la masturbación. Ling tenía una burlona y chata cara de mono, como si los genes de sus padres hubiesen sido incapaces de darle una nariz y unos ojos humanos, y Michael ardió en deseos de pegarle. Pero la advertencia de su madre —«Tu padre murió en una riña, no lo olvides»— estaba demasiado grabada en su cerebro para que pudiese moverse. Permaneció plantado donde estaba, envuelto en el silencio férreo de los chicos y sin decir palabra.
Ling, desdeñosamente, dejó caer el lindo gorro de piel sobre la sucia nieve y lo pisó con su bota.
Entonces sonó la campana. Michael se acercó silenciosamente, recogió el gorro, se lo puso y se incorporó a la fila. Mientras caminaba hacia la clase, decidió matarse, y pasó el resto del día pensando en las diferentes maneras de suicidarse que estaban a su alcance. Años más tarde, soñaría a menudo en aquel momento y, en estado de vigilia, sudaría al recordarlo.
Al día siguiente, se repitió el juego. Sólo que ahora había desaparecido incluso la muda tolerancia mostrada ayer por los muchachos. Mientras corría detrás de su gorro, le pusieron la zancadilla y cayó cuan largo era, y todos corearon la acción con burlones gritos de «¡Marica! ¡Marica!» Por último, Ling agarró el gorro como el día anterior, se quedó inmóvil y dijo:
—Si lo quieres, lucha por él.
Michael comprendió que no tenía otra salida. Y, de pronto, advirtió que no quería tenerla. Se acercó despacio a Ling y le golpeó en la cara con toda su fuerza. Ling dio un paso atrás, más sorprendido que lastimado, y Michael se arrojó sobre él, pegando furiosamente, olvidándolo todo salvo la burlona e incompleta cara que tenía ante él, empujado por una excitación como jamás había sentido, y siguió pegando, y recibiendo, y se enzarzó con el chico sobre la sucia nieve, y sintió que le sangraba la nariz, pero pegó y pateó y trató de ahogar a su rival, y se sintió estrangulado por éste, sin advertir que la campana había sonado y que un hombre se inclinaba sobre él, tratando de separarles.
Por último, los dos chicos se pusieron en pie, ensangrentadas sus caras, pisoteado el gorro de Michael y sucio y desgarrado en un hombro el varonil abriguito.
—¿Querías pelea, hijo de perra? —dijo Michael—. Pues ya la has tenido. —No sabía cómo se le había ocurrido aquel insulto, que nunca había utilizado; pero le causó gran satisfacción y lo repitió gritando—: ¡Hijo de perra de mierda!
Era como un chorro de música pura, y se escuchó asombrado, sin hacerle caso al maestro, que le decía:
—Basta, Storrs, basta. No agraves tu situación.
—¡Ande y que le zurzan, Mr. Folsom! —exclamó Michael, que se había disparado.
—Tu madre se enterará de esto, Storrs —dijo Folsom, que era un soltero de treinta y cinco años y solía hablar de vez en cuando con su madre cuando ésta iba a buscar a Michael.
—Que se entere —replicó el chico, súbitamente cansado.
—Ahora, ponte en fila —le ordenó Mr. Folsom.
Michael no se puso el gorro, sino que lo arrojó él mismo por encima de la verja. Y no trató de sacudirse el polvo del abrigo al dirigirse a la clase ni al terminar ésta y salir al portal donde su madre le estaba esperando en el coche.
Cuando ella le vio, se echó a llorar.
—¡Por el amor de Dios, que no es para tanto! —exclamó él.
—Sube al coche —gimoteó su madre.
—Prefiero ir andando a casa.
Con la cabeza descubierta, manchado el rostro de sangre coagulada y con la cartera bajo el brazo, se alejó con paso firme.
No volvió a aquel colegio situado a sólo cinco manzanas de su casa y considerado como una de las mejores escuelas públicas de Syracuse. En cambio, ingresó en un colegio particular, a cien millas de su casa, y donde, según decía su madre, enseñaban a los muchachos a portarse como caballeros y no se permitían las peleas. Él lo soportó todo en silencio, incluida la entrevista con el director, en el curso de la cual dejó su madre claramente establecido que no debía formar parte de ningún equipo deportivo, que debía ser castigado cuando emplease palabras feas y que en modo alguno se le debía permitir salir del recinto del colegio, como no fuese en su compañía o en la de algún miembro de la familia debidamente autorizado.
Él sólo había dicho «Sí, mamá» o «No, mamá» desde el día de la pelea, y ahora nada dijo cuando ella se despidió con un beso, después de inspeccionar su habitación. Cuando se hubo marchado, sonrió. Sabía que ya no era necesario que ella muriese. La fuga era posible.
No hizo, en el nuevo colegio, más amistades que en la antigua escuela; pero aquél era un lugar pequeño y tranquilo, con un maestro para cada grupo de tres chicos y con una disciplina tan rígida que no podían producirse riñas ni atropellos. Los estudiantes que preferían campar por sus respetos podían hacerlo, con tal de que sus notas fuesen buenas y no quebrantasen ninguna de las normas del colegio.
La madre de Michael no había reparado en que, junto al recinto del colegio, había una colina con un remolque, a la que todo el cuerpo estudiantil era llevado por los profesores de educación física a esquiar, cuatro veces por semana. Por primera vez en su vida, Michael sintió el regocijo de la velocidad y la ligereza, y pronto se convirtió en un esquiador tan atrevido que los profesores tenían que advertirle continuamente que moderase sus ímpetus. Cuando el entrenador del equipo de esquí dijo a Michael que pensaba escribir una carta a su madre, diciéndole que podía ser el astro del equipo, el chico meneó la cabeza y le prohibió que hiciese tal cosa. Y, cuando ella venía a visitarle los sábados por la tarde, ocultaba sus botas y su ropa de esquiar en un armario del gimnasio del sótano. El esquí era un secreto que guardaba celosamente. No quería contrariar ni preocupar a su madre; sólo quería engañarla.
Y su engaño fue más lejos. Al advertir, gracias al esquí, que podía utilizar su cuerpo de modo satisfactorio, resolvió seriamente perder peso. Se ejercitó, con regularidad y a solas, en las poleas, las cuerdas y las paralelas del gimnasio, y obtuvo su recompensa al comprobar la agilidad y la fuerza de sus músculos, el enflaquecimiento de su cara y la facilidad y agilidad de su andadura. Cuando, con su ligera chaqueta azul y su pantalón corto de franela, acompañó a su madre a un restaurante próximo un sábado por la tarde, ella se sintió complacida por la mejoría de su aspecto y de su actitud, y se felicitó cándidamente por haber elegido aquel colegio, pero sin preguntarse las razones del cambio experimentado por su hijo. Éste se mostraba ahora dócil y respetuoso con ella, cosa que no le resultaba difícil, puesto que sólo veía a su madre unas pocas horas cada fin de semana. Ella, por su parte, regresaba a Syracuse y se jactaba delante de sus padres de que Michael se había convertido de pronto en un alto y guapo mozo, y aconsejaba a sus amigos con hijos de la edad de Michael que los enviasen a aquel colegio.
Cuando terminó la temporada de esquí, y obedeciendo la orden de su madre de no participar en deportes de equipo, corrió por el campo —una figura solitaria, melancólica y resuelta— a razón de cuatro millas cada tarde. Y cuando las alumnas de un colegio de jovencitas asociado llegaron un día para celebrar un baile, consiguió incluso besar a una rolliza y linda muchacha de catorce años, a la que había sacado disimuladamente del gimnasio y llevado a la sombra de la caseta del campo de deportes.
Convencido ahora de que podía orientar su propia vida de un modo subterráneo, por decirlo así, trabajó asiduamente en sus estudios y fue primero de su clase, con notas particularmente altas en Matemáticas, para las que mostraba tener especial talento. Se le había metido en la cabeza ir a la Universidad de Stanford, en primer lugar porque era la más alejada de Syracuse, y en segundo término porque California, con su magnífico clima y su población atlética, le ofrecía las mejores condiciones para practicar los deportes que empezaban a cautivar su imaginación, tales como el esquí, el surfing y el sexo. Con más experiencia de la correspondiente a sus años, y curtido por la duplicidad, se apuntaba a sí mismo como un proyectil, hacia una vida que ofendería a su madre y que sería como una venganza por los primeros doce años que ella le había obligado a soportar.
Cada verano, unos cuantos muchachos escogidos, acompañados de algunos profesores, daban una vuelta a Francia en bicicleta. Con la ayuda de una carta del director, Michael consiguió que su madre le permitiese ir. A insinuación del propio Michael, el director no mencionaba en su carta las duras condiciones del viaje y los albergues primitivos en que se alojaría el grupo, e insistía, en cambio, en las ventajas educativas del tour. Michael había contado al director los viajes de verano que había hecho con su madre por el continente, y el hombre sugirió astutamente que Mrs. Storrs podría reunirse con el grupo en algunos grandes templos de la cultura. No sin muchas aprensiones, Mrs. Storrs había acabado por ceder y se había afanado en llenar una maleta grande con medicamentos contra todas las dolencias europeas que Michael podía contraer durante el viaje.
Entonces, precisamente cuando Mrs. Storrs se disponía a volar a París, para encontrarse allí con el grupo de Michael en un final de etapa, la madre de ella había muerto. Mrs. Storrs tuvo que cancelar el viaje para cuidar a su padre, y Michael disfrutó del mejor verano de su vida y, gracias a las nociones de francés adquiridas en los viajes con su madre, perdió su virginidad con una camarera de Reims y se aficionó furiosamente a las mujeres.
Una y otra vez, bendijo el nombre de Joseph Ling.
Se graduó a los diecisiete años, siendo un guapo mozo solitario, ganador del primer premio en Matemáticas y aceptado por Harvard, Yale, Columbia y Stanford. Sin decírselo a su madre, había hecho un viaje secreto a Syracuse para hablar con su abuelo, que era quien tendría que pagar sus años en la Universidad. En una larga sesión con el viejo, que había estudiado en Yale, pero no le había gustado aquel lugar, Michael le hizo observar que Stanford ocupaba una posición preeminente en el país, en los campos de las Matemáticas y de las Ciencias, y que su futuro sería sin duda más brillante si estudiaba allí. Su abuelo, agradablemente sorprendido por la inteligencia, las dotes de persuasión y la buena presencia del joven que, según pensaba, se parecía mucho a él cuando tenía su edad, y que tan brillantemente se había desarrollado partiendo de un material inverosímil, aceptó el proyecto de Michael y le dijo que convencería a su madre, aunque ésta se había pronunciado ya por Harvard, dado que Cambridge era fácilmente accesible desde Syracuse. Pero el abuelo había puesto una condición. Sabía de otros estudiantes brillantes que se habían enamorado de la vida académica, se habían pasado años acumulando títulos y habían terminado enseñando en mezquinos e ignorados colegios; por esto quería que Michael le prometiese que, después de graduarse en Stanford, ingresaría en una escuela mercantil, en Harvard o Wharton, de la Universidad de Pensilvania, y emprendería después una carrera sensata en el mundo de los negocios.
Michael se lo prometió y volvió alegremente a sus ejercicios para graduarse en el instituto.
Su madre lloró al traerlo en su coche a Syracuse, y acusó al viejo de no haberla querido lo bastante y haber preferido a su hermana menor, y de no haber respetado los lazos familiares y haber tenido una amiga durante los diez últimos años de la vida de su esposa, y de haber profesado un odio absurdo a la Ivy League, porque se había graduado el último de su clase y jamás había conseguido alguna distinción. Pero Michael la sobornó, comprometiéndose a acompañarla a Venecia y Yugoslavia aquel verano, y por fin, frente a un fait accompli y dudando todavía del amor de su hijo, confesó que tal vez Stanford era una buena idea, ya que además tenía amigos en San Francisco que la invitaban constantemente a visitarles, y de este modo no le perdería del todo durante cuatro años.
Cuando salió de Stanford, tres años y medio más tarde, lo hizo con su título calificado de summa cum laude. Mientras estudiaba, había obtenido la licencia de piloto de aviones de un solo motor; ésta le había sido suspendida por armar ruido sobre el estadio durante un partido de rugby; se había convertido en magnífico esquiador en los fines de semana y las vacaciones de invierno; se había aficionado al paracaidismo y realizado veinticinco caídas libres; había hecho surfing en la costa californiana, sin importarle el estado del tiempo, y había hecho un poco de natación submarina; había logrado que no le retirasen definitivamente el carnet de conducir por reincidencia en exceso de velocidad; había crecido hasta los seis pies de estatura, con un peso de 180 libras; había prestado poca atención a sus condiscípulos y mucha a sus condiscípulas; no había hecho amistades; había asistido a un concierto sinfónico en San Francisco, con su madre, fingiendo gran satisfacción por ello y haciendo, según dijo después ella, que se sintiese muy orgullosa de su comportamiento. Había pagado sus costosas diversiones ganando fuertes apuestas en el juego del chaquete, en el que tenía considerable ventaja sobre sus adversarios, gracias a sus aficiones y conocimientos matemáticos. Los que le conocían del campus le tenían por un tipo solitario y un tanto melancólico. Sus compañeros de esquí o de paracaidismo o de natación submarina, y los muchachos a los que conocía casualmente en las playas de surfing, le consideraban peligrosamente audaz y fríamente divertido. Las muchachas y las mujeres que se acostaban con él pensaban que era encantador, irresistiblemente guapo a su manera oscura y meditabunda, insaciable y veleidoso. Cuando se rompió tres costillas en el surf y tuvo que permanecer dos semanas en el hospital, consiguió ocultar el accidente a su madre, la cual tenía miedo de que perjudicase su salud al esforzarse demasiado en sus estudios y le aconsejaba, en sus cartas, que diese paseos al aire libre para compensar las largas horas que dedicaba a los libros. A una chica con la que simpatizaba particularmente, le habló un poco de su madre y le dijo:
—Podría escribir un libro con todo lo que ella ignora acerca de mí.
Para apaciguar a su madre, se tomó un invierno de vacaciones al salir de Stanford y antes de ingresar en la Escuela Mercantil de Wharton, y volvió al Este, a una pequeña estación de esquí llamada Green Hollow, en Vermont, donde su madre le visitaba a menudo, aunque lamentando que hubiese decidido pasar sus últimas vacaciones, antes de sumergirse en los deberes de la vida adulta, en la arriesgada y a su modo de ver degradante condición de profesor de esquí. Sin embargo, le satisfizo ver que salía con chicas y mujeres diferentes, y no siempre con la misma, pues pensaba que era demasiado joven para casarse.
Ella y su padre murieron aquel verano, con sólo dos semanas de intervalo, dejándole entre ambos un capital sorprendentemente exiguo y dispuesto prudentemente de manera que sólo podría percibir los intereses hasta que llegase a la serena y fiscalmente concienzuda edad de treinta y cinco años.
En el entierro de su madre —donde, para su propia sorpresa, sollozó al borde de su tumba—, distrajo su atención la belleza morena de una muchacha, hija de una condiscípula de su madre en Vassar. Averiguó su nombre —Tracy Lawrence—, pero no la conoció hasta ocho años más tarde, cuando él trabajaba en Nueva York para una oficina de dirección de empresas denominada Cornwall y Wallace.