9

 

 

Ahora llevaba una barba de ocho días, porque tenía la cara demasiado dolorida e hinchada para afeitarse. Las enfermeras no dejaban que se mirase al espejo. Aquella a la que más apreciaba, una robusta muchacha irlandesa, le dijo:

—No, amigo mío, no le gustaría verse. Si yo tuviese la cara en estas condiciones y la viese, me daría un ataque y tendría que tomarme un mes de vacaciones.

Por lo visto, opinaba que no había que mimar a los enfermos durante la convalecencia.

Tracy le visitaba todos los días, pero, viendo que a él le costaba mucho hablar, sólo estaba unos minutos y no le hablaba de nada importante, y parecía tener prisa en marcharse.

Dijeron a Michael que Antoine había venido también a visitarle, pero, como él estaba durmiendo, como la mayor parte del tiempo, la enfermera le había despedido.

Al terminar la semana, se sintió en condiciones de salir del hospital. Ya no estallaban petardos dentro de su cabeza, podía comer alimento sólido y las costillas sólo le dolían cuando reía o tosía. Llamó al barbero del hospital para que le afeitase, y, cuando se miró después al espejo, sonrió tristemente al ver su imagen. La hinchazón había desaparecido, pero el lado izquierdo de su cara —o de sus caras, pues parecía haber dos Michael Storrs en el espejo, con el fantasma de un tercero— tenía manchas de diversos colores, que iban desde el rojo oscuro, pasando por el amarillo, hasta una variedad de verdes enfermizos. El médico le aseguró que la cara recobraría su color normal a su debido tiempo, pero se negó a darle el alta.

—Sufrió usted una conmoción muy fuerte, Mr. Storrs —le dijo—, y tiene que permanecer en observación al menos durante diez días, para que estemos seguros de que no existe lesión alguna en el cerebro.

Michael no le dijo que, cuando le miraba, veía dos médicos o, a veces, tres. Si hubiese mencionado este interesante fenómeno, sabe Dios cuánto tiempo más le habrían retenido en el hospital. Dio mentalmente las gracias al barbero. Si hubiese tenido que afeitarse él mismo, no sabría cuál de las dos o tres caras tenía que elegir.

También Antoine, cuando, al fin, le permitieron visitarle, se le apareció en una versión múltiple; pero esto no impidió que se alegrase de ver al francés. Estaba cansado de estar solo, y Antoine siempre le animaba.

—¿Cómo estás, mon vieux? —preguntó Antoine.

—Aburrido. Por lo demás, perfectamente.

—Nadie lo diría. ¡Menudos bárbaros!

—¿Se sabe quiénes eran?

Antoine meneó la cabeza.

—La Policía llegó con la ambulancia, pero dijeron que, si nadie sabía sus nombres o el lugar donde vivían, poco podrían hacer. Al parecer, el asunto les tenía sin cuidado. Les flics. La escoria de la sociedad. Lo que puede ser cuestión de vida o muerte para un paisano, es simple rutina para un policía. Sin embargo, no se despreocuparon tanto de mí.

—¿Qué quieres decir?

—Vieron que era francés y me pidieron el pasaporte.

—Bueno; tú tienes pasaporte, ¿no?

—Claro que sí. Pero es francés.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Nada. Francia es el centro de la cultura y de la ciencia, y Marianne, la madre de las personas civilizadas de todo el mundo. Sólo que me pidieron que les mostrase el permiso para trabajar en los Estados Unidos.

—¿Y no lo tienes?

Antoine meneó tristemente la cabeza.

—Es algo muy difícil para un pianista. Cuando presenté mi instancia, el hombre de la Oficina de Inmigración me dijo que hay muchos pianistas americanos sin trabajo. No puedo decir que se mostrase muy cortés.

— ¡Bah! Se olvidarán de ello —repuso Michael, más por afán de tranquilizar a Antoine que por convencimiento.

—Temo que no lo olvidarán —dijo lúgubremente Antoine—. Uno de los policías anotó mi nombre y dirección en una de esas gruesas libretas que llevan los de su oficio.

—¿Te dijo algo?

—No. Pero su mirada... No era nada simpática. La cosa tendrá repercusiones. En realidad, ha tenido ya una consecuencia. El patrón me despidió. Si vas a «The Golden Hoop», oirás a una dama gorda y rubia tocando el piano como una vaca.

—Lo siento.

—No tienes por qué excusarte. Te comportaste magníficamente. No puedo decir lo mismo de todos los demás que estaban en el bar aquella noche, incluido yo mismo. A excepción de Tracy. También le pegaron.

—¿De veras? —Michael sintió que algo zumbaba furiosamente en su cabeza—. ¿Por qué?

—Los llamó bestias y arrojó un vaso de whisky a la cara de uno de ellos. ¿No lo sabías?

—Tracy no me ha dicho nada.

—Es una gran mujer. Creo que tú estabas inconsciente en el suelo cuando ella lo hizo. Fue una noche fatal. —Antoine suspiró tristemente—. Yo hubiese debido interrumpir mi canción cuando ellos se acercaron al piano, y levantarme y dirigirme dignamente al lavabo de caballeros, y echar el pestillo. Siempre hago lo indebido en los momentos críticos, y mis amigos sufren por ello. Te presento las más humildes disculpas por mi estúpido comportamiento.

—Déjalo —replicó secamente Michael—. Son cosas que pasan. Debe haber al menos cien riñas cada noche en los bares de Nueva York. Y muchas de ellas menos innocuas que ésta.

—Innocua —repitió Antoine, riendo amargamente—. Más de una semana en el hospital, y con tu cara del color de la bandera de un pequeño país africano. Podían haberte matado.

—Pero no lo hicieron. No hables más de esto. Cuando se visita a alguien en un hospital, se presume que es para animarle.

—Pero yo no estoy animado estos días —dijo Antoine—. Perdóname. Estoy sin trabajo y he tenido que cambiarme de domicilio...

—¿Por qué? ¿Temes que esos tres tipos te anden buscando? No digas tonterías.

—No me refiero a ellos, sino a los de inmigración.

— ¡Ah! ¿Has tenido ya noticias de ellos?

—Todavía no. Pero vendrán. Lo siento en mis huesos. Oigo ya los motores del avión que habrá de llevarme a Francia. Y no habrá fiestas callejeras para celebrar mi llegada a París. El hombre de Marsella dijo bien claramente lo que me haría si volvía a verme. Mi vida se ha convertido en un lío infernal.

—Tus huesos no saben nada de inmigración —dijo Michael—. Deja de portarte como una vieja.

—Tú puedes decir esto. Porque tú no necesitas permiso para trabajar. Me he mudado, con el máximo secreto, a un pequeño hotel del West Side. Un hotelito sencillamente horrible, dedicado casi exclusivamente a albergar chulos, prostitutas, drogadictos y mujeres que se pasan toda la noche gritando como si las degollasen. Sólo tiene una ventaja. La Policía no se atreve a acercarse por allí. Te daré el número de teléfono, pero debes prometerme que nadie más lo sabrá..., ni siquiera Tracy. Y, si preguntas por mí, ahora me llamo René Femoz.

—Un bonito nombre —repuso Michael, sonriendo—. Anótalo todo ahí. Hay un bloc y un lápiz sobre la mesa.

Observó cómo garrapateaba Antoine el nombre del hotel, el suyo nuevo y el número del teléfono.

—Ya está —dijo Antoine, soltando el lápiz—. El nuevo falso francés.

—¿Puedo hacer algo para ayudarte? Alguna pequeñez, quizás algún dinero.

—Ya me has ayudado bastante y has sufrido bastante —dijo Antoine, poniendo semblante digno, un tanto perjudicado por la cicatriz y las huellas de los barros.

—Sí; te he ayudado a que te despidiesen y quizás a que te expulsen del país. ¿Por qué no te pones de rodillas para darme las gracias? ¿Necesitas dinero?

—De momento, no —respondió Antoine—. Pero si la cosa cambia, haré uso de tu estúpida generosidad. Tal vez sea muy pronto. Gracias, amigo mío.

—Olvídalo. Ya me lo devolverás.

—Nunca he devuelto dinero a nadie en mi vida —dijo tristemente Antoine—. Es un aspecto de mi carácter, que deploro de veras.

Michael se echó a reír.

—De acuerdo. No me lo devolverás. Precisamente acabo de ingresar algún dinero y podré seguir comiendo, por muy deplorable que sea tu carácter.

—¿Y tú? —preguntó Antoine—. ¿Qué vas a hacer cuando salgas del hospital?

—Renunciaré a mi empleo y me largaré de la ciudad —respondió Michael, sorprendiéndose a sí mismo al pronunciar estas palabras, pues no había pensado en nada, salvo en huir del hospital, desde que habían dejado de administrarle calmantes.

Mon Dieu —Antoine pareció impresionado—. ¿Por qué habrías de hacer una cosa así? Eres como un príncipe en esta ciudad.

—El precio es demasiado alto.

—¿Adonde irás? ¿Qué vas a hacer?

—Todavía no lo he pensado. Iré a algún sitio. A cualquier sitio.

—No te precipites, por favor. Sólo porque tuviste un incidente en un bar, a causa de un pobre y tonto pianista... Hay mil probabilidades contra una de que no volverás a tener una pelea en tu vida.

—Eso no tiene nada que ver. Sólo ha sido el agente catalizador. Cualquier otra cosa, tal vez menos espectacular, lo habría provocado más pronto o más tarde. Me estaba preparando para ello desde mucho antes de aquella noche, aunque no me había dado cuenta.

—¿Por qué no consultas a Tracy antes de...?

—Esto no es de su incumbencia —replicó brutalmente Michael.

—Si te marchas..., y te suplico que lo pienses bien, pues ahora no estás en condiciones de tomar decisiones graves... si te marchas, ¿me dirás donde podré encontrarte? Tengo tan pocos amigos, que no puedo dejar que el mejor de ellos desaparezca en la jungla de América.

—Claro que te lo diré —respondió amablemente Michael—. No podría soportar la idea de no oírte tocar el piano de vez en cuando.

—Eres mi torre de fortaleza y de bondad, Mike —agradeció Antoine, emocionado.

—Por el amor de Dios, ¿quieres dejar de expresarte como un personaje de Racine? —dijo bruscamente Michael, para disimular que Antoine le había conmovido en lo más hondo—. Y ahora, lárgate de aquí, pues el médico dijo que, por el bien de mi cabeza, debo hablar lo menos posible.

Antoine se levantó.

—Te he traído un regalito. —Metió la mano en el bolsillo del gabán y sacó una botella de un cuartillo de whisky escocés—. He estado varias veces en el hospital —explicó— y sé que, en los momentos más negros, un poco de alcohol va bien para despejar las nubes. ¿Prohíben aquí la bebida?

—Supongo que sí. No se lo he preguntado, pero tengo la impresión de que la divisa del establecimiento es: «Nada agradable dentro de estas paredes.»

—Si es así, será mejor ocultarla a las miradas indiscretas. —Metió la botellita debajo de la almohada de Michael—. Ahora debo irme. Por favor, sal pronto de aquí..., sin que te hayan cambiado.

—Au revoir, Monsieur Fernoz —se despidió Michael.

Observó a Antoine al dirigirse éste a la puerta y advirtió que su andadura era diferente, más lenta, menos airosa, como si ya no oyese la sincopada música interior que solía marcarle el ritmo.

Michael se dejó caer en la cama, cansado, pero contento. La visita de Antoine le había animado inmensamente, pero no de la manera que esperaba. En realidad, se había animado él mismo. La pregunta que le había hecho Antoine le había llevado a tomar una decisión que había estado demorando demasiado tiempo. «Renunciaré a mi empleo y me largaré de la ciudad», repitió en voz baja, estableciéndolo como un hecho consumado, mientras descansaba la cabeza en la almohada, sintiendo el bulto duro y consolador de la botella, y pensando, con entusiasmo, en los tiempos mejores que le esperaban.

Satisfecho, cruzados los brazos debajo de su cabeza, empezó a pensar, despacio y recreándose en ello, en todos los lugares a los que quería ir en cuanto le hubiese dicho al viejo Cornwall que tendrían que buscarse otra persona para hacer su trabajo.

Una ligera corriente de aire agitaba las cortinas junto a la ventana que Michael se había empeñado en que dejasen entreabierta. Volvió la cabeza para observar el tiempo. Empezaba a nevar, con grandes, húmedos y pausados copos. Sonrió. Estaba claro, pensó. Alguien tomaba su decisión por él. Un país nevado. Había muchos países nevados en el mundo, y no tenía prisa en decir a qué montañas honraría con su presencia.

Apaciguado, confiando en que ahora su vida, devota del invierno, decidiría por sí sola, se quedó dormido.

 

 

Cuando llegó Tracy para llevarle a su hotel, tres días más tarde, había tomado su resolución. Al revisar su pasado, le pareció que el período más tranquilo y más saludable de su vida había sido los meses que, después de graduarse en Stanford, había pasado como profesor de esquí en la pequeña población de Green Hollow, Vermont. Desde luego, podía haber cambiado y probablemente lo había hecho, igual que él, pero le atraía como posible punto de partida de una nueva existencia. Por alguna razón, no había vuelto nunca allí; quizá temiendo que sus recuerdos de una fracción particularmente agradable de su juventud se echasen a perder con un examen ulterior. También, después de empezar a trabajar para Cornwall y Wallace, había sido frecuentemente enviado al Oeste, donde el arte de esquiar era mucho más desafiador y espectacular que en Vermont. Ahora —se dijo, confiando en que fuese verdad— ya no le interesaba esta clase de desafío, al menos de momento, y un invierno en Vermont, en un lugar donde aún podía encontrar viejos amigos, podía ser lo que más le convenía para recuperarse de Nueva York.

Mientras iba en el taxi con Tracy, dijo a ésta que abandonaba su empleo y se marchaba de la ciudad. Ella asintió con la cabeza, casi como si lo hubiese estado esperando.

—Estaba deshecho —dijo, y ella asintió de nuevo—. Me hicieron falta estos diez días en el hospital para reflexionar en todo esto. No quiero convertirme en un pendenciero de bar sólo porque no puedo dominar mis nervios.

—Fue una locura —dijo ella, suavemente—. Cuando te levantaste y te metiste con aquellos hombres, casi no te reconocí: parecía que te habías vuelto loco y que, en cierto modo, estabas disfrutando. Creo que si ellos hubiesen sacado pistolas y cuchillos, no te habrías detenido. Jamás estuve tan espantada en mi vida. Creo que, en aquel momento, te comprendí mejor que nunca. En realidad, no te importa seguir viviendo o morir. Y no es agradable saber una cosa así del hombre al que se ha amado durante mucho tiempo.

Calló, y él comprendió que nada podía decir para hacerla cambiar de idea o para mitigar su dolor. Probablemente tenía razón. Aunque aquellos hombres hubiesen sacado pistolas, no habría podido abstenerse de lanzarse contra ellos. Por consiguiente, no dijo nada.

El silencio se prolongó hasta que el taxi hubo pasado dos semáforos. Entonces, Tracy dijo, con voz tranquila:

—Te deseo un invierno agradable y en paz. Te conviene. Y llámame, si necesitas algo.

—Gracias. Cuando fije mi residencia en algún lugar, te enviaré mi dirección, por si tienes que hablarme de algo... Bueno —dijo, con voz débil—, sobre el divorcio o sobre lo que sea.

—No pienso seguir adelante con el divorcio —explicó ella—, a menos que tú lo quieras.

Él negó con la cabeza.

—No podría vivir con otro hombre —prosiguió ella, casi en un murmullo, acurrucada en el asiento posterior del taxi—. Al menos, no por ahora. Y tampoco puedo vivir contigo. Una estupenda situación, ¿no crees?

Él le asió una mano, se la llevó a los labios y la besó.

—No digas nada ahora —dijo ella—, pues estás en mala condición. Y también lo estoy yo. Lo mejor es que callemos y que cada cual siga su magnífico camino separado. Y recuerda que el médico dijo que no debes hacer esfuerzos excesivos: físicos, mentales o emocionales.

—Los médicos me dan tres patadas en el culo.

Ella rió entre dientes.

—Supongo que tendrás tus razones. Bueno, si no quieres escucharles, yo trataré de hacerlo.

El taxi se detuvo delante del hotel, y Tracy miró la entrada con disgusto.

—¿Es eso lo mejor que pudiste encontrar?

—Estaba cerca de mi oficina —explicó él—. ¿Quieres entrar a tomar una copa?

Ella vaciló un momento.

—No —respondió—. Creo que esto entraría en el capítulo de los esfuerzos excesivos.

Michael cerró la portezuela del taxi y se dirigió a recepción a recoger la llave. Había un montón de cartas en su casilla, pero dijo al conserje que las tirase todas. No quería saber nada de nadie.

—Me enteré de lo que le pasó, Mr. Storrs —dijo el conserje—. Debió de ser terrible.

—Fue lo mejor que me ha sucedido en mi vida —replicó jactanciosamente Michael.

El conserje le miró intrigado mientras cruzaba el vestíbulo y pulsaba el botón del ascensor.

Cuando entró en la habitación, pensó que ésta olía como un sepulcro. Abrió una ventana y permaneció delante de ella, respirando profundamente, mientras le envolvía una ráfaga de viento frío. Cuando se volvió, los muebles que parecían oscilar al entrar él se habían inmovilizado. Entró en el cuarto de baño, encendió la luz y se miró al espejo. Sólo vio una cara en él. Lo he superado, se dijo; lo he superado.

Dos días más tarde, después de depositar un baúl con todas sus pertenencias en el sótano del hotel, subió al «Porsche» y se dirigió al Norte. El día era claro y ventoso. Mientras rodaba al pie de las montañas, vio que había manchas de nieve en los campos.