4
Se casaron tres meses después, en la casa que tenían los padres de ella en los Hamptons y donde se había criado Tracy. Fue una boda sencilla, y, a excepción de Mr. Cornwall, a quien había pedido Storrs que fuese su padrino, todos los invitados eran amigos o parientes de la novia. Mrs. Lawence se había sorprendido cuando, al preguntar a Michael los nombres de las personas a las que quería invitar a la ceremonia, él le había dado sólo uno.
—Conozco a mucha gente en Nueva York —había dicho—, pero, dejando aparte a Cornwall, creo que a nadie le importa un bledo que me case.
Había simpatizado con Mrs. Lawrence y con el padre de Tracy, hombre alto y educado, que se había retirado cómodamente de la presidencia de una pequeña Compañía de productos farmacéuticos y se pasaba el tiempo leyendo, contemplando los pájaros, y, en verano, navegando en una barca de ocho metros por el estuario.
Tracy tenía dos hermanas menores, vivarachas y bonitas, pero sin aquel matiz de belleza solemne y a la antigua usanza que distinguía a Tracy. Toda la familia aceptó a Michael de buen grado, y la boda constituyó una fiesta muy animada, aunque Mrs. Lawrence, al besar a Michael después de la ceremonia, lloriqueó un poco y dijo:
—Lástima que tu pobre madre no haya podido estar aquí.
Michael no había hecho comentarios.
Durante los dos meses que tardó en solucionarse el asunto del divorcio, él y Tracy hicieron vida marital, a veces en casa de él y otras en la de ella. Pero Tracy no permitió nunca a Michael dejar prendas de vestir en su casa, así como se abstuvo rotundamente de dejar las suyas en la casa de él. No explicó el motivo de su obstinada decisión en este sentido, ni él la apremió para que se lo explicase. Estaba totalmente enamorado de ella y absorto en su deliciosa persona, y le divertía pensar que, ahora, ni siquiera miraba a otras mujeres, por muy bonitas que fuesen.
No observaban normas rutinarias. Había noches en que Tracy le llamaba por teléfono y le decía que tenía trabajo. Nunca decía en qué consistía éste, y su tono daba a entender claramente que no admitía preguntas al respecto. Cuando tenía que pasar la noche solo, Michael se iba al cine u observaba la televisión o reanudaba sus lecturas. Al principio, alguna de sus conocidas le llamaba para invitarle a una fiesta o al teatro, pero él les decía invariablemente que aquella noche tenía trabajo, y así, a las pocas semanas, dejaron de llamarle.
Aunque Tracy tenía un empleo fijo en la Calle Cincuenta y Tantos Este, trabajaba también en casa, y Michael había visto algunos de sus dibujos: ora flores, ora formas abstractas, a veces en tonos suaves y otras en audaces manchas, pero siempre delicados y de buen gusto. Cuando entraba él por primera vez en una habitación cualquiera, miraba siempre a su alrededor para ver si podía descubrir alguna creación de Tracy, y, cuando la descubría, sentía una gran satisfacción. Sabía que sus propios gustos habían sido un tanto vulgares y desordenados, y tenía la agradable impresión de que, cuando él y Tracy se instalasen definitivamente en su nuevo hogar, éste sería un lugar cómodo y alegre. Tracy empezó también a vencer la aversión de él por las obras de arte, aversión provocada antaño por su madre, y Michael se dejó llevar de buen grado a exposiciones e incluso a la ópera.
—Gracias a ti —dijo a Tracy—, el filisteo que llevo dentro se está batiendo en retirada.
—Espera a dentro de diez años —le había replicado ella.
—Ahora, dime, ¿cómo puedo yo cambiarte a ti?
—No puedes, amigo mío.
— ¡Bravo! —exclamó él—. Porque no quiero que cambies.
—Mentiroso —le había dicho ella, pero le había besado en la mejilla.
Sentado a su mesa de la oficina, soñaba, despierto, en Tracy, y en mitad de las conferencias recordaba cierta expresión de los ojos de ella, un impaciente mohín, su porte erguido y resuelto, su cuerpo esbelto, pero voluptuoso, la sedosa suavidad de su piel, el vivo pero gracioso movimiento de sus manos al hablar, su abandono en el amor. Después de su primera conversación sobre el marido que se encontraba en el Medio Oeste, no habían vuelto a hablar de él, y sólo un día, durante un paseo por la playa con Mr. Lawrence, éste había dicho bruscamente a Michael:
—Estoy seguro de que serás mejor que el otro.
El día de la boda, brindaron con champaña, y Mr. Cornwall agitó calurosamente una mano y dijo:
—Puedes estar orgulloso, hijo mío. Ahora sé por qué, en los últimos meses, parecías un soldado con permiso en la oficina. —Soltó una risotada bonachona y añadió—: Ahora puedes dejar de comportarte como un gallito en un gallinero, y sentar la cabeza y trabajar en toda la medida de tus facultades.
Cornwall no sabía que, desde que había conocido a Tracy, el trabajo le parecía a Michael cada vez más irreal, confuso y remoto. Una vez, al volver a Nueva York, después de unos pocos días de viaje de negocios, se había apresurado a dejar su equipaje en su apartamento y corrido al de Tracy, aun sabiendo que ésta tardaría más de una hora en volver de su trabajo. Había encendido fuego en la chimenea y, sin dar la luz, se había quedado contemplando las llamas, sumido en una ensoñación que después no habría podido describir. Tracy había entrado sin hacer ruido y le había estado observando sin ser advertida por él. Después se había acercado y le había besado delicadamente en el cogote. Él la había atraído sobre su falda, y ambos habían permanecido inmóviles en esta actitud.
—Querido —dijo ella, cariñosamente—, estoy preocupada por ti.
—¿Preocupada? —Estaba sorprendido—. ¿Por qué?
—Cuando estás solo, como estabas ahora, pareces..., bueno, creo que la palabra es «melancólico».
—¿Qué motivos tengo para estar melancólico?
—Eres tú quien tiene que decirlo.
—Imposible —dijo él—, porque, que yo sepa, no siento melancolía.
—Algún día —dijo ella— tendrás que hablarme de tu pasado.
—No tengo ningún pasado.
Ella prescindió de esta negativa.
—De las otras mujeres, de cómo te criaste. Así sabré por qué eres como eres, por qué te amo.
—Me amas porque yo te adoro.
—Tonterías. —Se levantó—. Necesito un trago. Y me parece que también tú lo necesitas.
Fue a la cocina a buscar un poco de hielo, y él se quedó sentado, mirando el fuego. Su pasado: su madre poco menos que demente, acuciado su instinto maternal por una muerte imprevisible; el chico torpe, gordo y antipático; su incapacidad o su renuncia a hacer amistades, su soledad, su temeridad en las pistas de esquí, en el surf, en el aire; y después, como si nada de esto hubiese existido, su caída en el falso molde del joven y eficaz ejecutivo; la fútil y abundante compañía sin amor de debutantes fáciles, de actrices, de divorciadas, de casadas, y su hastío de unas mujeres que le habían impedido enamorarse hasta la edad de treinta años... ¿Tenía que contarle todo esto? Nunca, pensó. Sería una carpa para ella, para los dos, que oscurecería sus vidas y saldría a relucir en los malos momentos. Si representaba el papel de joven amante alegre, despreocupado, festivo, lo hacía en bien de los dos, y, si con esto lograba mantener su amor incólume, el engaño habría valido la pena. Se había convertido en experto de la ficción a sus doce años, y ésta era una cualidad demasiado valiosa para desperdiciarla.
Habían tomado sus copas y se habían amado durante toda la tarde, y después habían ido a cenar a un pequeño restaurante que frecuentaba Michael y donde un francés de rostro aguileño, llamado Antoine Ferré, tocaba maravillosamente el piano y cantaba tristes canciones en francés, italiano e inglés, que hacían que los ojos de Tracy brillasen con lágrimas reprimidas, aunque ella se jactaba de ser upa mujer equilibrada que sabía dominar sus emociones.
Mientras iban en el coche a Nueva York, después de la boda, Tracy dijo:
—Bueno, se acabó.
—Al contrario: sólo hemos empezado.
Tracy se echó a reír.
—¿Debemos considerar esto como nuestra primera desavenencia conyugal?
—De acuerdo —aceptó él, riéndose también.
Fueron a Aspen para su luna de miel. Tracy no esquiaba ni tenía intención de aprender, pero sabía que Michael había esquiado en sus años mozos y añoraba la nieve, y le dijo que adoraba la montaña y el clima frío, y que, además, era amiga de un matrimonio que tenía allí una casita y que había ofrecido prestársela por un par de semanas.
La nieve estaba magnífica y el tiempo era perfecto para una luna de miel en la montaña, y él esquiaba desaforadamente durante todo el día, con aquel antiguo entusiasmo que pensaba haber olvidado para siempre. Cada mañana salía temprano hacia las pistas, dejando a Tracy perezosamente acurrucada en el lecho. Ésta daba después largos paseos, envuelta en el grueso abrigo de pieles que él le había comprado como regalo de boda, y, cuando él se reunía con ella por la tarde en el pequeño bar que habían escogido, después del último descenso, advertía que tenía la cara sonrosada por el frío y pensaba que parecía una espléndida jovencita de dieciocho años.
Un vigilante le detuvo en las pistas y le advirtió que le retiraría el billete del telesilla si volvía a descender a tal velocidad, poniendo en peligro no sólo su vida, sino también la de los demás esquiadores.
—Estoy celebrando mi luna de miel, amigo —le explicó Michael, y puede estar seguro de que no quiero matar a nadie, y menos a mí mismo.
El vigilante sonrió y dijo:
—Está bien, compañero; pero procure que yo esté mirando al otro lado cuando pase cerca de mí. Y, si no puede dominarse, hay una carrera de descenso el viernes, en la que nadie tratará de detenerle. Es ya bastante viejo para estas cosas, pero, a juzgar por su aspecto, creo que no le ocurrirá ninguna desgracia. Y felicite de mi parte a la novia.
Después de lo cual habían descendido juntos, esquiando velozmente, pero sin apartarse del borde de la pista, muy cerca de los árboles, donde no había peligro de atropellar a nadie. Michael invitó al vigilante, que tendría unos veintidós años, a beber algo con él y su esposa, y el vigilante había mirado a ésta, como pasmado, mientras sorbía su vaso de vino caliente, y había farfullado al responder a unas preguntas de Tracy.
—Bueno —declaró, después de referirle su encuentro con Michael—, yo no me jugaría la cabeza si estuviese casado con usted.
Tracy rió entre dientes y dio unas palmadas en la mano del joven.
—No sabe usted cuánto esfuerzo me costó echarle el lazo —dijo.
—Lo creo —respondió el vigilante.
Michael pidió otra ronda, y el joven le preguntó dónde había aprendido a esquiar tan bien.
—En el Este —respondió Michael— y después en California. Allí fui profesor durante una temporada, cuando tenía su edad.
—¿Y cómo lo dejó?
—Porque fui a Nueva York a hacer fortuna y a esperar a que llegase Tracy.
—Quizá debería ir yo también a Nueva York, antes de que sea demasiado tarde —dijo el vigilante. Apuró su vaso y se levantó—. Ahora tengo que marcharme. Y, Mr. Storrs, siempre que quiera esquiar como lo hacía esta tarde, recuerde que tiene una esposa que le está esperando en casa.
—Lo recordaré —prometió Michael.
El joven se despidió moviendo rígidamente la mano, dirigió una última y hambrienta mirada a Tracy, y sus botas de gruesas suelas repicaron en el suelo al alejarse de los ruidosos esquiadores que estaban en el bar.
—Un chico simpático —comentó Tracy.
—Aunque parecía que quería agarrarte y llevarte a casa bajo el brazo.
Rieron los dos.
—No te molesta que tu esposa llame un poco la atención, ¿verdad?
—Un poco, me parece bien. Pero él se pasaba de la raya.
—También a ti te miran las chicas. A propósito, ¿qué haces con ellas durante todo el día en la montaña? —le pinchó ella.
—Allá arriba estamos a diez grados bajo cero. A diez mil pies de altitud, en las Rocosas y en invierno, se puede pensar poco en el amor.
—¿Quieres decir que debo preocuparme los veranos, a la orilla del mar? —siguió pinchándole ella.
—Quiero que recuerdes una cosa —dijo él, más seriamente—. Por primera vez en mi vida, sé que la verdadera satisfacción sexual está en la monogamia. Te invito a compartir este sentimiento.
—Si tú lo dices, lo haré —convino ella.
Durante unos momentos permanecieron sentados en silencio, serenamente, mirándose a los ojos.
—Aquí arriba eres un hombre distinto.
—Distinto, ¿de dónde?
—De Nueva York. Éste parece ser tu clima, tu ambiente.
—¿Para bien o para mal?
—Para bien, diría yo. No te he visto melancólico desde que salimos de Denver. Y pareces diez años más joven.
Él se rió.
—Lo mismo pensé de ti cuando te vi entrar esta noche.
—Tal vez deberíamos instalamos en un sitio como éste y no bajar nunca de los montes. —Su voz adquirió un matiz anhelante—. Quizá soy, a mi vez, una mujer de montaña.
—Tengo algún dinero —dijo Michael— y tendré más cuando cumpla treinta y cinco años; pero si quiero seguir comiendo, temo que tendré que quedarme en Nueva York.
— ¡Ah, Nueva York! —exclamó ella, ambiguamente—. Se la odia y se la ama al mismo tiempo. Todo ejerce allí presión sobre nosotros: lo bueno y lo malo. Y parece que uno anda siempre retrasado. Aquí, te deslizas velozmente sobre los esquís; allí, es el alma la que corre. Aquí, parece que casi nadie lee los periódicos. Se olvida que hay una guerra, que hay americanos que se matan en la jungla. En Nueva York, cuando lees el Times, aquello te parece intolerable, y piensas que tu propia seguridad, tus buenas comidas, tu cama caliente, son terriblemente egoístas. Miras las caras de la gente, cuando te cruzas con ellos por la calle, y te preguntas cómo pueden soportarlo día tras día. ¿No sientes tú lo mismo?
—Sé lo que quieres decir, pero nada puedo hacer por remediarlo; por consiguiente, procuro no pensar en ello.
—¿Pueden movilizarte?
—Soy demasiado viejo. No hay peligro.
Pero no le dijo que, cuando tenía veinticuatro años y estudiaba su último curso en Wharton, y arreciaba la guerra en Vietnam, se había dirigido, después de una clase de estadística particularmente aburrida, y casi sin pensarlo, a una oficina de reclutamiento donde había manifestado que quería alistarse. Un sargento, sentado a una mesa, le había mirado con extrañeza, como pensando que estaba borracho o drogado, pero le ayudó a rellenar el impreso de solicitud y le envió a reconocimiento médico. El doctor que le reconoció era un capitán de aspecto cansado y que se movía lentamente, que parecía demasiado viejo para ser sólo capitán y que no paraba de murmurar para sus adentros, como si estuviese harto de aquel asunto. Pero cuando aplicó el estetoscopio al pecho de Michael, pareció más interesado. Al cabo de un minuto, poco más o menos, se echó atrás, desprendió el estetoscopio de sus oídos y dijo:
—Lo siento, hijito.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Quiero decir que eres inútil para el Ejército. Tienes un soplo en el corazón. Tal vez morirás joven, o tal vez vivirás cien años, pero no vistiendo uniforme. Ahora puedes ponerte la camisa.
Michael se había quedado aturdido. La última vez que le había visitado un médico había sido en Green Hollow, después de una congestión pulmonar, pero de esto hacía más de un año y el médico no había dicho entonces nada sobre soplos cardíacos.
Había guardado esto en secreto. No había dicho a nadie que pensase alistarse y no iba a permitir ahora que supiesen que había sido rechazado. Sin embargo, estuvo rumiando sobre ello y decidió acudir al médico de la Universidad para un reconocimiento. Le dijo lo del soplo del corazón, y el médico le sometió a una serie de pruebas. Después le dijo:
—Mr. Storrs: o ese médico es el hombre más incompetente de toda la historia de la Medicina militar, o está realizando una campaña por su cuenta contra la intervención norteamericana en Vietnam. Su corazón es completamente normal. Le aconsejo que olvide todo esto.
Michael no pudo olvidarlo, pero no intentó alistarse de nuevo. Desde entonces, se había preguntado muchas veces lo que habría sido de su vida si, aquella mañana, hubiese tropezado con otro médico en el hospital militar.
—No hay peligro —repitió ahora a Tracy.
Podría haberle dicho que se había salvado, y contarle la historia, pero no le pareció tema adecuado de conversación en su luna de miel.
—Mi marido es viejo y no corre peligro —dijo Tracy—. Demos gracias a Dios.
El viernes, Michael participó en la carrera de descenso. El día anterior había explorado la pista y grabado en su memoria los sitios donde había que frenar para no despistarse. Era un duro y largo recorrido, con curvas difíciles y serpenteantes, y con un par de lugares donde uno volaba unos siete metros, y algunos hoyos ocultos y profundos. Había pedido prestado un casco, pero había prescindido de los esquís largos de carreras, y ahora, al contemplar la pista, lo lamentaba. Y comprendía que más tarde tendría aún que lamentarlo más. Le habían dado un número bastante alto; observó cómo efectuaban el descenso los que salían antes que él y advirtió que los mejores casi no frenaban en lugar alguno. Cuando le llegó el turno y arrancó, lo hizo convencido de que tampoco él iba a frenar en parte alguna. Nunca había bajado a tanta velocidad; a pesar de las gafas, empezaron a lagrimearle los ojos, aunque estuvo a punto de llegar a la línea de meta, donde sabía que Tracy le estaba observando. Pero, precisamente antes de la recta final, había un abultamiento del terreno que lo lanzó inesperadamente al aire e hizo que cayese dando una voltereta y clavándose en la nieve las puntas de sus esquís. Afortunadamente para él, éstos se desprendieron, y rodó otros quince o veinte metros sobre la nieve, hasta detenerse. Se levantó en seguida, para que Tracy viese que no se había hecho daño, pero anduvo cojeando el resto del camino, porque se había torcido una rodilla en la caída.
Al acercarse al sitio donde estaban Tracy y el joven vigilante, éste comentaba:
—Su amigo ha perdido la cabeza. No hubiese debido dejarme convencer, de no quitarle su billete.
Pero Michael sonreía al acercarse a ella.
—Una carrera maravillosa —dijo.
—Pero no para los viejos —corrigió el vigilante, con malos modos, y se alejó.
Michael le siguió con la mirada, intrigado.
—¿Qué mosca le ha picado? —preguntó a Tracy.
—Cuando estabas en mitad del descenso —respondió ella—, dijo que no sabías la diferencia que hay entre el esquí y la ruleta rusa.
Michael se encogió de hombros.
— ¡Esos chiquillos! Se imaginan que lo saben todo. Yo soy un viejo que sabe lo que se hace. Y ahora, vayamos en busca de un médico que me vende la rodilla.
Y echó a andar, cojeando y apoyándose en un brazo de Tracy, sin esperar el final de la carrera. Durante el resto de su luna de miel, no volvió a ponerse los esquís, y ambos disfrutaron mucho, pasando toda la noche y todo el día juntos.
Cuando volvieron a Nueva York, Michael se trasladó por fin al apartamento de Tracy. Salvo un viejo sillón de cuero, en el que le gustaba sentarse para leer, Michael vendió todos sus muebles a un chamarilero.
—Con diez años de retraso —le dijo Tracy.
Ésta resultó ser una buena cocinera, y, cómodos y satisfechos en su mutua y agradable compañía, no necesitaban a nadie más, y corrían a casa inmediatamente después del trabajo para ayudarse en los menesteres de la cocinita, comer y beber una botella de vino delante de la chimenea, y pasar la velada leyendo y comentando lo que habían hecho durante el día. Cuando Michael tenía que salir de la ciudad para algún trabajo, abreviaba lo más posible sus viajes y llamaba a casa todas las noches, para hablar largamente por teléfono con Tracy.
La euforia de su luna de miel duró hasta el día en que murió Albridge y en que Tracy dijo a Michael que quería un hijo.