12

 

 

Se desayunó tarde y con buen apetito en el desierto comedor, servido por el mozo que había entrado su equipaje. Al mirar por la ventana, vio que había nevado, pero poco, y que la nieve caída sobre el césped se estaba ya fundiendo bajo los tibios rayos del sol. Hoy no se podría esquiar. Pero daba lo mismo.

Mrs. Heggener —él pensaba aún en ella— no se veía por ninguna parte. Entonces recordó que había dicho que Dave Cully quería hablar con él, y, cuando acabó de desayunar, salió para tomar su coche y dirigirse a la escuela de esquí de la población.

Había una vieja furgoneta aparcada junto al «Porsche», y, al deslizarse él entre los dos vehículos, oyó una voz de mujer que le decía:

—Hola, Michael.

Era Norma Cully, sentada al volante de la furgoneta.

—Hola, Norma —saludó él—. ¿Qué estás haciendo aquí, a estas horas de la mañana?

—Te estaba esperando. Papá me dijo dónde te alojabas. —Se cubría la cabeza con un pañuelo a cuadros de vivos colores, y, en contraste con éstos, su cara parecía pálida y cansada. Se estrujaba nerviosamente las manos, mientras le sonreía—. Tengo que decirte un par de cosas. ¿Tienes tiempo?

—Desde luego.

—¿Quieres subir? La mañana es muy fresca, y tengo puesta la calefacción.

—Estoy muy bien aquí —repuso Michael.

—No tengas miedo de acercarte —dijo Norma, sonriendo débilmente—. Esta vez no te atacaré.

—¿Por qué no fuiste anoche a cenar a casa de tus padres?

Norma rebulló inquieta en el asiento.

—Por tu causa. No sabía cómo me comportaría la primera vez que te viese y no quería portarme como una tonta delante de mamá y de papá. No sabía si me echaría a reír o a llorar, o si me desmayaría o te acusaría de haber arruinado mi vida, o si te echaría los brazos al cuello y te diría que eres el único hombre al que siempre he querido. En todo caso, necesitaba al menos una noche para pensarlo.

—Querida Norma —repuso amablemente Michael—, aquello pasó hace catorce años, y no fue más que un capricho de colegiala por un viejo amigo de tus padres. Ahora estás casada, tienes dos hijos y eres una mujer mayor y sensata, según tu madre, y no habrías hecho nada de eso. Habrías dicho: «¿Cómo estás, Michael? Me alegro de volver a verte. ¿Has visto los retratos de mis dos chicos?»

—Quizá —aceptó Norma, en tono de duda—. Pero tal vez te habría dicho que no debiste besarme aquella noche al despedirte, después de llevarme al cine, y que no debiste decirme que te gustaba más esquiar conmigo que con cualquier otra chica; tal vez te habría dicho que no debiste jugar con los sentimientos de una sencilla niña montañesa, ni dejar que me forjase ilusiones de quererte y casarme contigo e irnos a vivir a Nueva York.

—Lo siento, Norma —dijo Michael, notando una punzada de remordimiento por su irreflexión de hacía tantos años—. Yo te apreciaba. Pensaba que eras una niña muy simpática, como lo eras en realidad, y fui lo bastante estúpido como para no darme cuenta de tus fantasías.

—Debías saber que casi todas las chicas del lugar, y también casi todas las mujeres, estaban locas por tus huesos.

—Por lo visto —replicó secamente Michael— tenías un concepto de mis atractivos mucho mejor que el que tenía yo mismo.

—¡Parecías tan seguro de ti mismo! Como si lo merecieses todo. Ésta era una de tus cualidades que más atraía a las mujeres.

Michael rió tristemente.

—¿Así parecía entonces? Bueno, pues te diré que no estaba en absoluto seguro de mí mismo, y que ahora lo estoy menos aún. De todos modos, podemos ser amigos, ¿no? ¿Irás a casa de tus padres la próxima vez que me inviten a cenar?

Ella no respondió a esta pregunta.

—Armé una escena terrible cuando te marchaste sin decir adiós. Me pasé días llorando y sin querer salir de mi habitación, y poco faltó para que mi padre se volviese loco con mis arrebatos. Supongo que había visto demasiadas películas sobre amores trágicos, sobre chicas abandonadas por sus amantes al marchar éstos a la guerra o largarse con otras mujeres. —Su voz tenía ahora un tono áspero y burlón—. Sea como fuere, estaba avergonzada de mí misma. E hice algo peor, que me avergüenza todavía más, y por esto decidí hablar contigo inmediatamente, antes de que te aposentases aquí.

—¿Qué fue?

—Me jacté de algo.

—¿De qué?

—De alguna manera —explicó ella—, di a entender a algunas de mis amigas, y también a algunos chicos, que había tenido amores contigo. Tú eras el favorito del año, y quise que me envidiasen y, al mismo tiempo, darme importancia. Ahora que has vuelto, oirás algunos chismes, y pensé que debía prepararte.

Michael suspiró.

—Gracias por decírmelo. Fue una tontería, pero no tiene importancia. Ambos lo superaremos.

—Pero siento que no fuese verdad —dijo Norma, en tono desafiante—. Incluso ahora, al verte, siento una cosa extraña.

Michael se echó a reír ante esta frase infantil.

—Yo me siento extraño al ver a mucha gente, Norma.

—Dijeron que te habías casado.

—Nos hemos separado.

—Pues voy a decirle algo horrible, Michael —dijo ella—. Me alegro.

—Yo no —replicó secamente él.

Ella se inclinó hacia él, a través de la ventanilla abierta.

—¿Quieres darme un beso, sólo uno, por mor de los viejos tiempos?

Él se apartó un poco.

—Los viejos tiempos han cambiado, Norma.

—Creo que tienes razón —admitió tristemente ella—. De todos modos, me alegro de que hayas venido y te prometo que no te crearé dificultades. Por eso he venido a decirte lo que te he dicho.

—Eres un sol.

—Un sol —repitió ella, con voz apagada.

Puso el coche en marcha y se alejó. Él se quedó mirando el automóvil hasta que desapareció detrás de una curva del camino y, después, subió al «Porsche» y se dirigió al pueblo.

Aparcó el coche delante del almacén, donde la escuela de esquí tenía sus oficinas. Pero no entró inmediatamente. La entrevista con Norma le había conmovido más de lo que había pensado de momento, y se tomó unos minutos para recobrar su aplomo antes de entrar en la casa.

Había una jovencita sentada detrás de una mesa, escribiendo a máquina con dos dedos, frunciendo el ceño y concentrada en su trabajo. Detrás de ella se veía un cartel con el horario de la escuela y una lista de las fechas de celebración de diversas clases de carreras durante la temporada, así como un anuncio de una escuela de vuelo en ala delta. La oficina era alta y espaciosa, y estaba bien instalada, cosa que no habría podido decirse catorce años antes.

—Buenos días, señorita —saludó Michael a la chica, que levantó la mirada e interrumpió su escritura—. Estoy buscando a Dave Cully.

—Ha salido un momento —respondió la chica—. Puede encontrarle en el restaurante de enfrente. Ha ido a tomar su café de la mañana.

Michael cruzó la calle y entró en el restaurante. Cully estaba sentado solo a una mesa de un rincón, tomando un tazón de café y mirando con ceño un periódico desplegado delante de él. Cully era un hombrón, mucho más pesado que cuando le había visto Michael por última vez, y empezaba a volverse calvo. Siempre había parecido un hombre-montaña, pero ahora, con los años, hubiérase dicho que sólo era un fragmento de montaña.

—Hola, Dave —saludó Michael.

Cully levantó la cabeza.

—Hola.

De joven había sido un guapo mozo, pero los años habían hinchado sus mofletes y puesto una mirada perpleja en sus ojos.

—Mrs. Heggener me dijo que querías hablarme.

Cully asintió con la cabeza.

—Siéntate. ¿Un café?

—Gracias.

Cully llamó a la camarera que estaba detrás del mostrador.

—Sally, otro café, por favor. Y otra taza para mí. —Observó a Michael en silencio. Después, dijo—: Parece que has aguantado bien el temporal.

—Gracias a mi vida ordenada.

—Habría apostado doble contra sencillo a que estabas muerto a estas horas. —La voz de Cully era gruesa, sin tonos ni matices—. Y nadie habría aceptado la apuesta.

—Todavía estoy vivito y coleando.

—Ya lo veo. Gracias, Sally —dijo, al dejar la camarera las dos tazas de café sobre la mesa—. ¿Te encuentras bien en el «Alpina»?

—Nunca me había gustado tanto un hotel —respondió Michael sin entrar en detalles.

—Sí; ha sido una buena ayuda para el pueblo y para nosotros. Tiene una buena clientela. No escatiman el dinero y no molestan a nadie. —Y, con un brillo malicioso en los ojos—: ¿No te encuentras un poco desplazado allí, Mike?

—Con los años, he sentado la cabeza.

—Pues no lo parece, por lo que dice la gente. Anoche me tropecé con Norman Brewster y me dijo que te habían detenido por ir a ciento treinta por hora y burlarte de la Policía.

—Todo fue un malentendido —explicó Michael, riendo—. No había ninguna necesidad de correr para llegar aquí...

—Y que lo digas. Parece que este año no va a nevar antes de Navidad —repuso Cully, mirando tristemente el cielo azul a través del gran cristal de la ventana del restaurante—. Y aquí hay poco que hacer, aparte esquiar. ¿Qué harás tú mientras tanto?

—En la pared de tu oficina vi el cartel de una escuela de vuelo en ala delta. Un día de buen tiempo, quizá pruebe a volar un poco.

Cully le miró con incredulidad.

—No me digas que vas a hacer una cosa así,

—Sólo ocasionalmente.

—Bueno, te gustará el muchacho que la dirige. También está chalado. Yo estaba en contra de dejarle montar esta empresa, pero me derrotaron en la votación.

—¿Qué mal ves en ello?

—Que el hospital más próximo está en Newbury, a más de treinta kilómetros de aquí.

—¿Has probado alguna vez?

—¿A mi edad? —inquirió Cully—. Ya no soy tan idiota.

—Pues no sabes lo que te pierdes.

—¿Quieres decir que te gusta?

—¿Y qué otra cosa podría hacer? —dijo Michael.

—Ejercicios de fantasía. Mira, mamá, qué valiente soy. —Cully le taladró con la mirada—. Esas exhibiciones que hacías, dando dobles saltos mortales y retorciéndote en el aire... Casi todos los chicos de aquí podrían vencerte en velocidad, pero no se atreverían a hacer la mitad de las cosas que hacías tú, y, si se atreviesen, acabarían seguramente con algún miembro escayolado. ¡Jesús! Yo era el chico más exaltado del pueblo, y no habría pensado en competir contigo en aquellas locuras.

—Tenía un talento especial —explicó suavemente Michael—. Lo adquirí dando volteretas en los gimnasios durante años. Era divertido...

—Tal vez sí —admitió Cully—. Tal vez sí. Pero quizá tratabas de demostrarte algo que nunca quisiste confesar que te incordiaba. Y que todavía te incordia. Pero los saltos mortales sobre esquís no son lo mismo que el vuelo en ala delta. Podías romperte algo, pero no te caías desde trescientos metros de altura. ¿Lo haces por dinero?

—Vamos, Dave —replicó Michael—, no soy un gimnasta profesional. —Reflexionó un momento—. No creo que esto me interese. No necesito público. Aunque, por lo demás, puede que tengas razón, doctor. —No quería que Cully lo psicoanalizase. Sus razones eran de su propia incumbencia. Ojalá hubiese sabido él mismo cuáles eran—. En todo caso, si el viento es favorable, voy a probarlo hoy. Me parece que debe de haber algunas elevaciones adecuadas en los alrededores de la población.

Cully meneó la cabeza.

—Acuérdate de mí en tu testamento.

Michael se echó a reír.

—¿Hablabas en serio cuando dijiste que querías trabajar este año? —preguntó bruscamente Cully, yendo al grano, y Michael se dio cuenta de que hasta entonces no habían hecho más que tantearse el uno al otro—. Mrs. Heggener me dijo que pensabas hacerlo —siguió diciendo Cully— y que, si era así, quería que te encargase de ella. Yo le respondí que así lo haría, si lo habías dicho en serio.

—Supongo que sí.

—Pero no enganches a Mrs. Heggener en un planeador. Si se estrellase, me echarían del pueblo.

—No te preocupes por eso —repuso Michael—. Ella me dijo que es un alma tímida.

Cully le respondió con un gruñido.

—Este año necesitamos profesores —dijo—. Vamos a reforzar los reglamentos para manejar multitudes, y nos interesan unos cuantos hombres maduros que sepan que cobran para enseñar a esquiar y no para frecuentar los bares y fumar porros y aprovecharse de las chicas durante las horas de trabajo. Estos días vienen unos jóvenes que...

Cully meneó tristemente la cabeza.

—Bueno, al menos yo estoy en la madurez.

—Y eras un buen profesor, tengo que confesarlo. No me meteré en lo que hagas en tus horas libres. —Cully sonrió agriamente—. Ahora dime, ¿has esquiado mucho? Pareces hallarte en buena forma. Mejor que yo —añadió, malhumorado.

—He seguido practicando. En el Oeste, en Europa...

— ¡No me digas! —gruñó Cully—. Yo no he salido de estos montes desde que obtuve este maldito empleo hace diez años. —Golpeó el periódico que tenía delante—. Tendré suerte si consigo un día de permiso para ir a ver la prueba de descenso en Lake Placid, durante la Olimpiada. Podría ser el año en que un norteamericano ocupase el primer lugar. El año del milagro —añadió, sarcásticamente.

—¿Acaso no hay chicos en el pueblo que puedan triunfar? —preguntó Michael, con curiosidad.

Cully meneó la cabeza.

—Hay muchos chicos que tienen condiciones —dijo—, pero son de otra casta. No quieren trabajar, no quieren entrenarse, no quieren sacrificarse. Y, si he de serte sincero, no les censuro por ello. ¿Qué he ganado yo con mis esfuerzos? Tengo las piernas tan cascadas, que necesito veinte minutos para bajar de la cama por la mañana. Tres operaciones en las rodillas. —Movió las piernas debajo de la mesa, y se oyeron fuertes chasquidos, como de huesos al romperse—. Escucha, ¿quieres? A veces contemplo las medallas y las copas que tengo en casa, y después miro las cicatrices de mis rodillas y pienso que devolvería todas aquéllas a cambio de que me quitasen éstas. —Rió ásperamente—. ¿Para qué sirvo ahora? Para dirigir una pequeña escuela de esquí durante el invierno, y para acompañar ocasionalmente cuesta abajo, a algún pez gordo, como un senador o un presidente de Compañía de petróleo, cuidando de que no se rompa la cabeza. No puedo hacer nada mejor, porque, cuando los otros chicos se iban a la Universidad, yo corría montaña arriba y montaña abajo, levantando pesos y recorriendo todos los sitios donde había nieve..., sí, estuve dos meses en Europa, pero sólo vi una nieve igual que la de aquí y un par de aeropuertos nuevos..., y pensando que era un personaje porque mi fotografía aparecía en los periódicos y tuve mucho éxito con las chicas durante un par de años, debido a que fui primero en Sun Valley. Y después, ¿qué? Alguien se me acercaba de vez en cuando para decirme: «Su cara no me es desconocida...» No; no soy un buen ejemplo para los chicos de aquí. Además, son unos niños mimados. Demasiado mamá y papá, y demasiado dinero. Cuando yo esquiaba, nos dábamos por satisfechos con tener dónde alojarnos.

—Sin embargo, aunque fuese por poco tiempo, lo pasaste en grande, ¿no?

El hombrón miró hoscamente a Michael por encima de la mesa, como si éste le hubiese formulado una delicada e impertinente pregunta.

—Sí —admitió al fin—. No lo pasé mal, durante un tiempo.

—¿Volverías a hacer lo mismo, si tuvieses ocasión? —insistió Michael.

Él también lo había pasado en grande, y había pagado por ello.

Cully reflexionó, enjuagándose la boca con el café, antes de responder. Después, rió sin ganas.

—Supongo que sí —contestó—. Soy tan estúpido ahora como entonces—. Meneó tristemente la cabeza—. Un empleo de tres meses al año. En verano, trabajo en el almacén de madera de mi suegro. Durante las vacaciones, pinto la casa. Si mis hijos quieren ir a la Universidad cuando sean mayores, tendrán que esforzarse en conseguir alguna beca, porque su viejo no podrá pagarles los estudios. Tuviste suerte de no caer en la tentación.

—Mis tentaciones fueron diferentes. Tal vez peores.

—Cuéntame tus penas, amigo —dijo irónicamente Cully. Dobló el periódico y lo enrolló, como si le repugnase, y miró interrogadoramente a Michael—. ¿Puedes decirme por qué un hombre que tiene un «Porsche»...?

— ¡Oh! ¡También te has enterado de eso!

—Norman Brewster —explicó Cully—. Me preguntó si eras un corredor de apuestas, o un ladrón de guante blanco, o algo parecido.

—¿Y qué le respondiste?

—Pues que no me sorprendería. —Cully hizo una mueca—. A fin de cuentas, ¿por qué un tipo con pasta suficiente para comprarse un coche así tiene que andar buscando trabajo como profesor de esquí en un mísero lugar como Green Hollow? ¿Quieres decírmelo?

—No —respondió Michael.

—Me lo figuraba. Pero no importa. El empleo es tuyo, y me alegro de que hayas vuelto.

—¿De veras? —preguntó Michael, en tono dubitativo. A pesar de lo que le había dicho a Eva Heggener, todavía no estaba seguro de que quisiese pasar el invierno... enseñando—. ¿Después de... bueno..., de lo que pasó?

Cully tomó un largo sorbo de café.

—El café no es tan bueno como solía ser, ¿te has dado cuenta?

—No.

—Claro —dijo Cully. Respiró hondo y miró serenamente a Michael—. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Mantente alejado de Norma y todo irá bien.

—Dave —dijo Michael, confiando en que el otro no se enteraría nunca de la visita que le había hecho Norma aquella misma mañana—. No sé lo que te habrá dicho Norma, pero te juro...

Cully levantó una manaza para interrumpirle.

—No quiero saber nada de eso —replicó, ásperamente—. Cuando pedí a Norma que se casara conmigo, no le conté todos los detalles de mi vida, y no me interesa lo que ella pudo hacer antes de acercarse al pie del altar. Necesito unos cuantos hombres maduros, y tú reúnes las condiciones requeridas. Nadie ha dicho que tengamos que ser íntimos amigos, ni que debamos angustiarnos por lo que pasó hace siglos. En todo caso, Mrs. Heggener te necesita y, en este lugar, sus deseos son órdenes para nosotros. Conste que no te hago ningún favor. Es una dama difícil de complacer. El año pasado tuvo cuatro profesores. Los otros compañeros te elegirán esquiador del año por librarles de ella. Sólo asegúrate de que no sufra ningún daño desde ahora hasta abril. Tendrás bien ganado tu salario; lo cual no es mucho decir. Si no te matas cayendo de las nubes antes del almuerzo, pasa esta tarde por la oficina y te daré una chaqueta y un suéter de Green Hollow. Espero recibirlos a las tres. Y si al fin cae un poco de nieve, quizá podremos hacer un par de recorridos juntos.

—Gracias —dijo Michael, poniéndose en pie, contento de que hubiese terminado la entrevista y pensando que la invitación a esquiar era una manera tosca e indirecta de encontrar un terreno común en que fuese posible la amistad.

—Hasta luego —se despidió Michael.

Cully pidió otro café, mientras agitaba la mano en ademán de despedida, y dijo a la camarera:

—Creo que voy a envenenarme con este sucio brebaje.

 

 

La escuela de vuelo en ala delta no estaba embellecida por ninguna torre cubierta de hiedra. En un angosto valle, dominado por un monte de respetable altura, había un destartalado camión ligero y una caravana salpicada de barro, ambos con el rótulo de «Green Eagle Hang-Gliding School» pintado en grandes e irregulares letras verdes. Un ruinoso cobertizo que había servido antaño para almacenar heno rodeaba un llamado campo de césped seco, de unos veinte metros en cuadro.

Michael miró en el cobertizo y después en la caravana, donde una litera sin hacer, unos cuantos cacharros sin lavar, un aparato de radio y un fuerte olor a marihuana, daban testimonio de que alguien vivía allí. Pero no había nadie en el cobertizo ni en la caravana. Salió y miró al cielo. Un ala delta trazaba lentos círculos, disponiéndose a aterrizar.

Michael sonrió al verlo y sintió el primer cosquilleo de excitación. Observó atentamente cómo el hombre del planeador, en posición sentada, aterrizaba perfectamente a sólo unos cuantos palmos del camión. El hombre soltó sus arreos y se acercó a Michael. Era joven, larguirucho y rubio, con un bigote espeso y caído, también rubio, y un rostro flaco, triste y tostado por el sol. Caminaba tambaleándose, como si tuviese flojas las articulaciones. Su ropa —pantalón vaquero y vieja cazadora militar— estaba tan arrugada, que habríase dicho que llevaba un mes sin quitársela para dormir.

—¡Hola! —saludó Michael, al acercarse el hombre.

— ¡Hola! —respondió éste, agitando lánguidamente la mano, casi sin levantar el brazo.

—Un buen ejercicio, allá arriba —comentó Michael.

—Hoy hace un día magnífico. Sólo el viento necesario. ¿Busca usted a alguien?

—Pensé que podría hacer un pequeño vuelo. ¿Quién dirige esto?

—Yo —respondió el hombre—. Williams. Jerry Williams. Único propietario.

—Michael Storrs.

—Mucho gusto, Mike. —Se estrecharon la mano. La de Williams estaba encallecida, pero no la cerraba con fuerza. Con esa manera de dar la mano, nunca habría podido ser un buen político, pensó Michael—. ¿Ha volado alguna vez?

—Unas pocas veces.

Había probado este deporte casi por accidente. Uno de los mecánicos que trabajaban en el taller que cuidaba del mantenimiento del «Porsche» había aparecido un día con una muñeca escayolada, y Michael, por cortesía, le había preguntado qué le había sucedido.

—Ala delta —le había respondido el mecánico—. No tiene importancia. Una fisura. No me impedirá volar. En realidad, volveré a hacerlo el domingo.

—¿Qué tal es? —preguntó Michael—. Me refiero a esta clase de vuelo.

—Lo mejor del mundo. —Una expresión soñadora se pintó en los ojos del mecánico—. Probé el salto libre en paracaídas, pero, comparado con esto, es como saltar de la cama. Tengo entendido que usted hace paracaidismo.

—Un poco —admitió Michael.

—Son gatos de otra camada. —El mecánico escupió, como si hablase de una casta inferior—. La gravedad hace todo el trabajo.

—¿Adónde va usted?

—A Catskills, a Poconos. Este fin de semana es en Poconos. ¿Le interesa?

Lo había dicho con cierto tono de desafío en la voz, como si el proletario que trabajaba con sus manos brindase al elegante caballero, dueño de un coche absurdamente caro, la oportunidad de demostrar su verdadero valor.

—Podría interesarme —dijo Michael. ¡Qué diablos!, pensó; he probado casi todo lo demás—. ¿Por qué no? Nada tengo que hacer este fin de semana.

—Le garantizo que picará el anzuelo y ya no podrá soltarse —dijo el mecánico.

Michael no había picado el anzuelo hasta tal punto, pero la lección había resultado divertida, y el profesor, que habría podido pasar por hermano de Jerry Williams, le había dicho que tenía condiciones naturales para aquel deporte, y él y el mecánico se habían convertido en amigos de fin de semana, y el «Porsche» se había beneficiado de ello.

—¿Qué clase de cometa utilizó? —preguntó ahora Williams.

—Delta —respondió Michael—. Como la suya.

—¿La trae consigo?

Williams miró dudosamente al «Porsche», en el que apenas habría habido sitio para llevar un paraguas.

—No. Hice un poco de limpieza en mi casa, y la vendí.

Williams le contempló fijamente, mostrando por primera vez cierto interés en sus ojos inexpresivos.

— ¡Hum! —dijo—. ¿Reside aquí?

—Acabo de llegar al pueblo. Soy profesor de esquí.

—Poco que enseñar, por ahora —comentó Williams, mirando al cielo despejado—. También fastidia mi negocio. La gente no viene, y ni siquiera hace bastante frío por las noches para hacer funcionar las máquinas de nieve artificial. Si esto dura mucho, no tendré más remedio que ponerme a trabajar. ¿Le pagan a usted mientras espera?

—Teóricamente, sí.

—Yo no gano nada —explicó Williams, pero sin rencor—. Soy un empresario individual. La columna vertebral del país. Hasta la rabadilla. Pero no debería hablarle así a un parroquiano, ¿verdad?

—No me importa.

Williams señaló la cometa.

—¿Aterriza usted donde quiere, Mr. Storrs, o donde quiere la cometa?

—Las dos cosas —respondió Michael, y ambos se echaron a reír.

—Bueno —dijo Williams—. Al menos es usted sincero. Le llevaré hasta la cima de aquel monte —y señaló la montaña boscosa que proyectaba su sombra sobre el valle—. Una carretera sube hasta allí, por el otro lado. Observaré su despegue. Si puede, aterrice aquí. Si no, yo le buscaré. Pero, por favor, trate de no engancharse en un árbol, pues los árboles son fatales para las cometas. Si rompe la máquina, la paga. O la pagan sus herederos —añadió, haciendo una mueca.

—Me parece justo.

—Vayamos a la oficina y firmará los documentos. Para librarme de toda responsabilidad, en caso de accidente. Así me lo aconsejó un abogado amigo mío, cuando inicié este negocio. Usted no puede reclamarme nada, y yo le puedo reclamar si estropea mi cometa.

—También eso me parece justo —admitió Michael, que estaba ansioso por hallarse en el aire.

Williams le llevó al cobertizo, donde una tabla colocada sobre dos caballetes servía de escritorio. Buscó un poco y le presentó un arrugado pedazo de papel mecanografiado.

—El abogado hizo que su chica lo pusiese a máquina —explicó Williams, tendiéndolo a Michael, junto con un trozo de lápiz.

Michael lo firmó sin mirar lo que era.

—¿No quiere leerlo? —preguntó Williams, sorprendido.

—No hace falta —dijo Michael.

—Me gusta su estilo, hombre. Vamos allá.

Fuera, Michael ayudó a Williams a bajar el aparato y meterlo en una larga bolsa de lona y colocar ésta en la trasera de la camioneta. Subieron ambos al vehículo y arrancaron, mientras el motor tosía con indignación. La carretera era ondulada, estrecha y empinada en algunos trechos, y a veces parecía que la camioneta no podría con ella; pero al fin llegaron a una pequeña rasa herbosa en la cima del monte. Desde allí, Michael pudo observar toda la población, que parecía de juguete a tal distancia. También distinguió el «Alpina», rodeado de césped y de árboles, y vio, detrás del hotel, una piscina que no sabía que estuviese allí.

Los dos hombres montaron el aparato, y Williams asintió satisfecho con la cabeza al ver que Michael sabía lo que tenía entre manos. Después ayudó a Michael a sujetarse en el planeador. Por muy desaseado que tuviese su escritorio y la caravana en que vivía, Williams se mostraba ahora muy meticuloso en todas las operaciones, y la propia cometa demostraba que no había escatimado en ella sus cuidados.

—Hay una corriente de aire ascendente sobre la falda del monte —indicó, después de asegurarse de que todo estaba en orden—. Por consiguiente, no hace falta que tome mucho impulso en la salida. ¿Listo?

Michael asintió con la cabeza. Temía que, si trataba de hablar, no podría dominar su voz y lo haría en un murmullo o a gritos. Sintió que su cuerpo se estremecía de impaciencia.

—Que lo pase bien —deseó Williams—. Y no vuele demasiado bajo sobre el pueblo; los indígenas se ponen nerviosos. Le esperaré en el cobertizo.

Michael hizo tres profundas aspiraciones y empezó a correr. Corrió unos quince metros, torpemente, sintiéndose como un pingüino, y la corriente ascendente de aire le elevó en el invisible pero sustentador espacio frío, donde todo era lento, callado y azul.

— ¡Ah! —murmuró para sí, al hacer su primer giro inclinado—. ¡Dios mío, qué maravilla!

Pensó en dar una vuelta de ciento ochenta grados y volver a la rasa a saludar a Williams, pero cobrar altura era un tanto aleatorio, y la corriente ascendente no era continua. Otra vez será, pensó, girando a la izquierda y después a la derecha, con los mandos respondiendo a la perfección.

Descendió de mala gana, como en movimiento retardado, suspendido el tiempo. A pesar de la advertencia de Williams de que no volase bajo sobre la población, no pudo resistir la tentación de descender a unos ciento cincuenta metros sobre el «Alpina», el cual, de todos modos, estaba sobre un pequeño montículo fuera del pueblo. Vio que un «Mercedes» se detenía y se apeaba de él una mujer, y que ésta levantaba la cabeza para mirarle. Reconoció a Eva y dio una nueva y pequeña vuelta en su honor. Ella no le saludó, sino que giró sobre sus talones y se metió en el hotel.

Entonces, Michael se dirigió a la «Green Eagle Hang Gliding School» y vio que Williams, de pie frente al cobertizo, había bajado del monte más de prisa que él.

Con movimientos precisos, aterrizó exactamente en el lugar en que lo había hecho Williams en su vuelo anterior.

—Sospecho que me mintió —dijo Williams, mientras le ayudaba a desprenderse de su equipo— cuando dijo que había volado en otras ocasiones. ¿Qué le ha parecido?

—Como conducir un «Cadillac» —respondió Michael, lamentando encontrarse ya en el suelo.

Williams sonrió.

—No todos dicen lo mismo. ¿Quiere subir otra vez?

—Prefiero no tentar a la suerte —dijo Michael—. Quizá mañana.

Por primera vez, Williams pareció inquieto.

—Bueno... —dijo—, ¿quiere pagarme ahora o que se lo anote en cuenta?

—¿Qué prefiere usted?

—Que pague ahora —respondió Williams, aliviado—. Asi podré almorzar hoy. Son diez pavos.

Michael pagó. Diez dólares por diez minutos de puro placer. Negocios de estos tiempos.

—Su empresa no rinde mucho, ¿verdad?

—Mientras Dios no se decida a empezar la temporada con un poco de nieve. Este año se retrasa. Está demasiado ocupado en otras partes, con todos los jaleos que se están armando. Mientras tanto, me dedico a volar por mi cuenta. —Acompañó a Michael hasta el sitio donde estaba aparcado el «Porsche. Pasó una mano aprobadora sobre el resplandeciente metal del capó—. Un bonito cacharro —dijo—. Hubiese debido cobrarle veinte.

—Se los habría pagado —replicó Michael, sentándose al volante.

—Un primo que me he perdido —dijo Williams, en tono bonachón—. Oiga: cuando empiece la temporada, celebraremos varias competiciones. Habilidad, aterrizaje en puntos determinados, distancia, duración de vuelo y cosas parecidas. Y habrá premios. Sé que algunos entusiastas se han inscrito ya. Tengo muchos amigos en este deporte. ¿Quiere inscribirse usted?

—Gracias. Tendré tiempo de hacerlo. Hasta la vista.

—Hasta otra, hombre —se despidió Williams, y volvió despacio al sitio donde estaba aparcada la camioneta.

La contempló tristemente unos momentos —el empresario, el único propietario, parte de la espina dorsal del sistema americano— y, entonces, dio una furiosa patada a uno de los neumáticos.

Michael regresó a la población silbando entre dientes. Esta mañana había conseguido algo maravilloso: no acordarse de Norma más de media hora.