8

 

 

Estaba sentado a la mesa de su oficina, repasando un grueso fajo de informes y mirando de vez en cuando a través de la ventana la fría lluvia otoñal que caía sobre las calles de Nueva York. Habían dado la calefacción y él estaba sudando, porque no había manera de regularla en los despachos individuales, y la persona que la había regulado en las entrañas del rascacielos debía de tener la sangre aguada por generaciones de antepasados enfermos de pelagra y que nunca habían estado al norte de Georgia.

Fatigosamente, Michael retrocedió diez páginas y releyó minuciosamente por tercera vez las columnas de números. Pero no las comprendió mejor que la primera vez.

Se alegró de oír el timbre del teléfono.

—¡Oiga! ¿Michel? —inquirió la voz.

—¡Antoine! —exclamó Michael, porque el pianista era el único que empleaba la versión francesa de su nombre—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Hacía más de dos años que no había visto al francés. Había preguntado por él en el bar donde tocaba el piano, pero el dueño le había dicho que se había esfumado antes de que terminase su contrato.

—He estado en París —dijo Antoine—. Un tonto impulso romántico. Cierta dama decidió de pronto que quería vivir en París, y yo sabía que, si dejaba que se me anticipase dos semanas, sería el au revoir, Antoine.

Michael se echó a reír. Antoine era, alternativamente, demasiado susceptible y demasiado cínico, cuando andaba detrás de una dama. Y también era excesivamente franco cuando describía los más íntimos detalles de sus variadas aventuras.

—Me alegra mucho oír tu voz —dijo Michael—. Has venido a alegrar un día triste. ¿Cómo te fue en París?

—Un desastre —contestó Antoine—. Un Waterloo total. Nadie aprecia a los pianistas en París; la dama en cuestión se casó con un importante hombre de negocios japonés, y la que vino después... Pero ya te lo contaré cuando nos veamos.

—¿Dónde puedo encontrarte?

—Estoy tocando en un pequeño establecimiento de las calles Sesenta, «The Golden Hoop»; mas no te dejes engañar por el nombre; es una taberna. Pero tenemos una pequeña rédame, y, ocasionalmente, vienen personas que saben emplear el tenedor y el cuchillo para comer. —Hizo una breve pausa, y añadió—: La noche pasada estuvo tu mujer.

—¡Ah!

—Me dijo que seguías trabajando en el mismo lugar. Por esto he sabido dónde encontrarte. Ella estaba exquise, como siempre. La acompañaban dos hombres.

—¿Dos?

—Dos. Pero ambos más viejos y más feos que tú.

—Gracias.

—Cuando le pregunté por ti, respondió con cierta vaguedad —dijo Antoine—. ¿Ha habido ruptura?

—En la actualidad vivimos separados —respondió Michael—. Si es eso lo que entiendes por ruptura...

—Te compadezco, mon vieux. —Antoine suspiró—. Yo me he acostumbrado a esto a lo largo de mi vida, pero no pensaba que pudiese ocurrirte a ti.

—Todo es posible en la vida de todos. Especialmente en Nueva York. Por eso todo el mundo viene aquí.

—Me consuela ver que te tomas filosóficamente tu tragedia.

—Deja de hacer melodrama —dijo Michael, malhumorado—. No es ninguna tragedia.

—Para mí lo sería.

—¡Vete al cuerno!

—Espero que te veré esta noche —dijo Antoine, sin inmutarse—. Entre las once y las doce me hallarás en plena forma. Te presentaré a la mujer que ha barrido de mi mente el recuerdo de las otras, como un viento del Sáhara. Pero prométeme, por nuestra vieja amistad, que rechazarás las insinuaciones que pueda hacerte.

—No temas —repuso Michael—. He renunciado a las chicas por este año.

—Lo creeré cuando lo vea, mon vieux. Te espero a las once —dijo Antoine, y colgó.

Michael sonrió. Permaneció un momento contemplando la lluvia, recordando las veces que había estado en el oscuro bar con Tracy hasta altas horas de la noche, escuchando a Antoine posado delante del piano como un negro pajarraco, con un cigarrillo colgando siempre de sus labios, menos cuando cantaba, con los tristes ojos castaños entornados para resguardarlos del humo, y con su cara marcada por lo que debió de ser uno de los peores casos de barros en un adolescente francés; absorto en el teclado, y cantando con voz ligeramente ronca una canción pedida por Tracy, porque era una de sus predilectas: C'est triste, Venise.

También c'est triste Nueva York, pensó Michael, mirando la lluvia. Dos hombres, recordó. «Pero más viejos y más feos que tú.» Después, volvió a su trabajo.

Estuvo hasta tarde en la oficina, cenó solo y, a las once, se dirigió a «The Golden Hoop». No había mucha gente en el local, y se sentó en la barra, sorbiendo un whisky y tratando de no oír a la pareja que estaba sentada junto a él: un hombre gordo, de unos cincuenta años, comentaba diversas aventuras sexuales de su pasado, pensando sin duda que era una buena preparación para la conquista de la un tanto madura rubia que le acompañaba. Antoine había saludado a Michael con la mano al llegar éste, pero estaba en mitad de una pieza y siguió tocando. Tracy no estaba en el salón. A fin de cuentas, pensó Michael, si había estado la noche anterior, no era probable que volviese hoy. Pero este convencimiento no había impedido que buscase su cara en la penumbra. Tampoco había indicios de que alguna de las damas presentes fuese la que había conseguido barrer el recuerdo de las otras amigas de Antoine como un viento del Sáhara. Antoine tocaba tan bien como siempre, con suavidad, introduciendo hábiles cambios en la melodía, pero sin apartarse de ella lo bastante para falsificarla. ¡Qué magnífico debía de ser —pensó Michael— saber hacer algo tan bien, algo que tanto satisfacía a uno mismo y a los demás! Recordó las tristes horas que había pasado practicando el piano, y sonrió al evocar, después de tantos años, al torpe chiquillo que tan desastrosamente y con tanto odio aporreaba el teclado. Antoine terminó su versión del tema de The Sting con un pequeño floreo, y se dirigió a la barra y abrazó a Michael.

—En fin —dijo—, ¡ya era hora! —Se echó atrás para observar a Michael—. Déjame ver qué aspecto tienes. ¡Ah! Has envejecido. Se ve que no te cuidas, mon vieux.

—¿Y qué diablos te ha pasado a ti?

Antoine tenía en la mejilla izquierda una cicatriz que iba desde la oreja hasta la boca.

¡Oh..., esto! —Antoine se tocó la cicatriz—. Un recuerdo de París. Una dama...

—No irás a decirme que ahora sales con señoras que llevan una faca en la liga.

—No la dama —corrigió Antoine—, sino el amigo de la dama. Un Monsieur de Marsella muy conocido en el milieu por su vivo temperamento. Aunque yo no llegué a conocerle bien hasta que sacó la navaja. —Se encogió de hombros—. En realidad, nada grave. Quizá poco atractivo, estéticamente hablando; pero ni en mis mejores tiempos me distinguí por mi belleza

Se encaramó en el taburete contiguo al de Michael y pidió un «Perrier». Cuando actuaba, no bebía.

—¿Dónde está la hermosa dama que prometiste presentarme?

—Es..., ¿cómo diría yo...?, imprevisible. —Antoine suspiró—. Viene y se va cuando se le antoja. Dice que le gusta verme cuando tiene el cafará. Supongo que esta noche se siente alegre. Hasta hora, amigo mío, no he tenido mucho éxito con ella, aunque he puesto mi corazón a sus pies... repetidamente

Michael se echó a reír.

—Esta noche estás inspirado, Antoine —dijo.

Siempre le habían divertido los primorosos discursos de Antoine sobre las mujeres, y, cuando éste le dedicaba una oración aún más florida, sabía apreciarlo.

Antoine estudió atentamente su semblante.

—Parece como si esta noche tuvieses también tú un poco de cafará, Michael.

—Trabajé hasta muy tarde.

¡Ah! Entonces, ¿no estás triste por la ausencia de la maravillosa Madame Storrs?

—No hablemos de eso, por favor —replicó secamente Michael.

—Ella tampoco parecía alegre la noche pasada. Sorprendí cierto pesar interior en ella.

—Con la luz que hay en este bar, tienes suerte de saber donde está el piano.

—El alma puede ver en los rincones más oscuros —dijo Antoine, solemnemente—. Recuerda que soy un artista.

—Eres un pianista de un bar, y muy bueno por cierto. Conténtate con esto y no andes atisbando en los rincones oscuros.

—No todos los artistas tocan en Carnegie Hall —dijo Antoine, con dignidad—. ¿Deseas oír algo en particular?

—Cualquier cosa, menos C'est triste, Venise.

—Comprendo. —Antoine movió tristemente la cabeza—. Es triste verte solo aquí. Y ver entrar a Mrs. Storrs con dos hombres viejos y feos. Hacíais una magnífica pareja. Dos animales soberbios. Todos los ojos se volvían a miraros. Sea quien fuere el culpable, los dos estáis haciendo un disparate.

—¿Quieres ir a tocar tu maldito piano?

—Dije lo que tenía que decir.

— ¡Ve a tocar el piano!

Antoine saltó del taburete y se deslizó hacia el piano. Cuando caminaba, parecía que siguiese el ritmo de una música sincopada interior. Se sentó, encendió un cigarrillo y contempló el teclado fijamente y en silencio, casi como si temiese tocar aquel sagrado objeto.

La rubia miraba fijamente a Michael desde el taburete de al lado, y él se dio cuenta de que no se oía ya la voz tonante y un poco áspera del gordo. Se volvió y miró francamente a la mujer. Estaba sola y le sonrió con coquetería. En realidad, era muy bonita, un poco charra, pero bonita, y, gracias a su pronunciado escote, exhibía tentadoramente su lleno y redondeado busto.

—Buenas noches —saludó la mujer—. Mi amigo se ha cansado y se ha marchado a casa. ¿Me invitas a una copa? Te he estado observando desde que entraste.

Michael la invitó a una copa y pidió otra para él, y, después de media hora de conversación, durante la cual se enteró de que ella era fisioterapeuta, procedía de Seattle y se llamaba Roberta Munson, pensó: ¿Por qué no, después de tanto tiempo?, y salió con ella del bar, despidiéndose con la mano de Antoine, que seguía sentado al piano y envuelto en el humo de su cigarrillo, y parecía abandonado. Tomaron un taxi y él besó delicadamente a Roberta Munson, porque comprendió que ella lo esperaba, y no supo si le había gustado o no besarla.

Roberta tenía un cuerpo fragante, lozano y firme, como correspondía a una fisioterapeuta, y era tan ardiente como un hombre pudiese desear; pero, después de media hora de inútiles esfuerzos, Michael dijo:

—Lo siento muchísimo, pero creo que ésta no es mi noche.

Y se levantó y empezó a vestirse.

—Lástima. Un guapo mozo como tú. Nueva York es una ciudad terrible para los hombres. ¿Tal vez otra noche?

—Tal vez otra noche —aceptó él, sabiendo que no volvería a haber otra noche con ella, o quizá con ninguna otra mujer.

Se inclinó y la besó en la frente, a modo de disculpa, y salió de la habitación y del apartamento.

Como experimento, probó otra vez la semana siguiente, con una chica que le había gustado mucho antes de conocer a Tracy, una chica alegre y serena y sin complicaciones, y que había sido una de las más tenaces en llamarle después de que él —según se decía irónicamente— se hubiese retirado de la circulación para pasar todo el tiempo posible con Tracy. Habían pasado años, pero, cuando la llamó, la voz de ella sonó fresca y animada como siempre, y, ¡oh maravilla!, la chica no se había casado, ni se había mudado de ciudad, ni se había hecho lesbiana, ni se había aficionado al Zen o a las drogas, ni había perdido la chaveta. Cenó agradablemente con ella y la llevó a oír tocar y cantar a Antoine, y Antoine arqueó las cejas en gesto de aprobación cuando la vio; pero, cuando fueron a su apartamento y ella empezó a desvestirse con su naturalidad y sencillez acostumbradas, Michael tuvo la impresión de que iba a fracasar de nuevo, y así fue.

Mientras se vestía, procuró evitar la mirada de ella. Y ella permaneció en la cama, desilusionada y defraudada, mirándole con preocupación.

—Te ha ocurrido algo, ¿no es cierto? —le preguntó—. El pozo se ha secado temporalmente.

—O lo han envenenado —dijo él—. Confío en que sea temporalmente.

—Te deseo suerte, chico —dijo ella—. Y gracias por la cena y la música.

«Otro intento —pensó él mientras bajaba la escalera— y lo sabrá toda la ciudad.» Y se preguntó lo que pensaría Tracy si se enteraba.

Conoció al dudoso amor de Antoine, una muchacha llamada Susan Hartley, de carita vivaracha y tupida cabellera, que parecía demasiado pesada para su cabecita, y ojos negros que habrían sido calificados de centelleantes si hubiese sido ella española o un personaje de una novela sobre el Sur antes de la Guerra Civil. Pero no era más que una guapa chica americana de Nueva Jersey, que trabajaba como auxiliar de laboratorio en el departamento de investigación de una gran empresa de productos de belleza y que probaba constantemente en su persona los productos de la Compañía, de manera que jamás podía saberse de antemano el color que tendrían sus cabellos o el matiz exótico de su sombreado de ojos o el tono de sus uñas la próxima vez que uno la viese. Pareció simpatizar con él, y trató a Antoine con divertido afecto fraternal e hizo gala de unos movimientos delicadamente seductores, evidentemente atractivos para los hombres, y de una risa fuerte y grave, sorprendente en tan menuda y frágil personita. No parecía capaz de borrar ningún recuerdo de la memoria de un hombre, pero los gustos de Antoine no habían sido nunca de fiar.

Iba al bar muy a menudo y no pareció sufrir de cafará en ninguna de las ocasiones en que la vio Michael.

—Cántale mis alabanzas —solicitó Antoine una noche en que estaban sentados en la barra, con Susan entre los dos—. Ella no tiene la menor idea de mis verdaderas cualidades y de mi gran capacidad para el cariño. Quizás una palabra amable de un viejo amigo ablandará su corazón.

— ¡Oh, Antoine! —exclamó, riendo, Susan—. ¿Por qué tienes que proclamarlo todo a los cuatro vientos, incluso tus fracasos?

—Porque tengo un carácter abierto y sincero —respondió Antoine—. No soy americano, sino un ardiente y emocional latino. Digo lo que siento. No tengo reservas mentales, y por esto me quiere todo el mundo. Menos tú.

—Yo te quiero —dijo Susan.

—Hay maneras y maneras de querer —filosofó tristemente Antoine—. Ahora volveré al piano y cantaré tristes canciones que harán que te arrepientas de tu manera de tratarme. —Bajó del taburete—. A ver si la convences, Michael.

Michael se echó a reír.

—Llámame Cirano —dijo.

—Pero no seas demasiado elocuente. Ella siente debilidad por los hombres elocuentes.

—Te describiré en lenguaje vulgar, pero enérgico.

—No me fío de nadie —dijo Antoine, y se dirigió al piano.

—Debo decir algo en su favor —comentó Susan—. No se da nunca por vencido. ¿Crees que cambiaría si se hiciese ciudadano americano?

—Para empeorar.

—¿Tiene éxito con las chicas?

—Así, así —contestó Michael—. Nunca se puede estar seguro de si inventa lo que dice.

—Creo que tienes razón —admitió Susan—. A mí me gusta, pero... —Hizo una pequeña moue—. Esos barros, y esa cicatriz. El tiempo lo dirá. Y ahora, muestra tu elocuencia.

Le miró fijamente y él se sintió inquieto.

—Ése no es mi punto fuerte —repuso Michael—. Escuchemos las canciones tristes.

Era indudable que ella estaba coqueteando con él, y confió en que no fuese más que una costumbre adquirida cuando cursaba el sexto de primera enseñanza. Probablemente lo hacía por divertirse y sin intención de que él lo tomase en serio; una versión moderna del anticuado juego de las jovencitas de coleccionar nombres de admiradores en su carnet de baile. Pero, a partir de entonces, tuvo él buen cuidado de no hacer o decir algo que pudiese molestar a Antoine, y limitó casi exclusivamente su conversación al tema del esquí, deporte al que era ella tan aficionada, que tomaba todas sus vacaciones en invierno para poder esquiar en Zermatt, en Davos, en Kitzbühel o en Vermont. Comentaron inocentemente —así lo esperaba él— sus excursiones en Europa y en América. Después, ella dijo que le sorprendía verle siempre solo en «The Golden Hoop», y le ofreció presentarle una o todas sus amigas, altas, bajitas, listas, tontas, rubias, morenas. casadas o solteras; pero Michael rehusó con la mayor naturalidad de que fue capaz, hasta que ella dejó de insistir y dijo:

—Sé lo que te pasa: tienes una aventura secreta con una persona famosa y no puedes mostrarte en público con ella, porque daríais que hablar a los periódicos y arruinaríais la carrera o el matrimonio de ella; por eso cada noche, al salir de aquí, corres a su lujosa mansión de la ciudad, y no te gustaría que una noche te pillase con manchas de lápiz de labios en el cuello de la camisa.

Él rió y dijo:

—Lo has adivinado, Susan.

Y así quedó la cosa. Él no tenía el menor deseo de contarle el simple hecho de que se había quedado impotente.

Aunque se dejó caer en el «The Golden Hoop» casi todas las noches, al menos por unos minutos, Tracy no volvió nunca más por allí.

 

 

Celebró su treinta y cinco aniversario yendo a su oficina más temprano que de costumbre, aunque sabía que, gracias a las cláusulas de los testamentos de su madre y de su abuelo, hoy era un poco más rico que ayer. Tenía señalada para la tarde una reunión con el presidente de una compañía de electrónica de Pensilvania, y quería repasar el informe que había preparado. Nadie de la oficina sabía que era su cumpleaños, y por eso pudo ahorrarse las felicitaciones. Tracy había celebrado siempre esta fecha presentándose en la mesa del desayuno con un regalo y una botella de champaña, pero, si lo había recordado hoy, se había abstenido de llamarle, o quizá lo había hecho demasiado tarde, porque él había salido de su habitación del hotel antes de las ocho de la mañana. Hacía más de un año que no la había visto ni sabido nada de ella, pero, sentado ahora a su mesa, delante del montoncito de hojas pulcramente mecanografiadas, tuvo que hacer un deliberado esfuerzo para no llamar al hotel y preguntar si había algún mensaje.

Cuando Mr. Lewis, presidente de la Compañía de Electrónica, entró en su despacho a las tres de la tarde, Michael estaba sudando como de costumbre, porque la calefacción estaba al máximo, aunque hacía un día templado y magnífico y Nueva York resplandecía como un estuche de joyas bajo el sol del veranillo de San Martín. El presidente de la Compañía de Electrónica era un hombre bajito, digno, inquieto y de semblante preocupado. Michael sabía que Mr. Lewis era inmensamente rico y sospechaba que su aire preocupado se debía a que pasaba los días y las noches pensando que todo el mundo conspiraba para quitarle su dinero.

—Aquí está, señor —indicó Michael, después de estrecharle la mano. Señaló los legajos sobre su mesa—. Todo está aquí. Debidamente clasificado en capítulos y versículos. Gastos, ingresos, capital e inversiones, impuestos, nóminas, beneficios, investigación y desarrollo: todo. En blanco y negro. ¿Quiere usted leerlo aquí o prefiere llevárselo a su casa para poder digerirlo con calma?

—Lo leeré aquí. —Lewis tenía una voz áspera y recelosa—. No quiero que nadie de mi oficina, ni siquiera de mi casa, sepa lo que hay aquí antes de que yo decida lo que voy a hacer.

—Necesitará algún tiempo —observó Michael—. Tengo algunas cosas que hacer fuera de la oficina; cosa de una hora, más o menos. Póngase cómodo.

—Gracias, señor —dijo Lewis.

Se sentó a la mesa de Michael, se puso unas gafas con montura de oro, sacó un monóculo, sosteniéndolo delante del ojo derecho, abrió el primer legajo y empezó a leer.

Dejando a Mr. Lewis con su miopía y el problema de cómo conservar y multiplicar los millones de dólares que había acumulado en su importante empresa, Michael salió de la oficina. Nada tenía que hacer fuera de ella, pero deseaba respirar un poco de aire fresco. No se había puesto el abrigo, pero la impresión del frío viento del río fue bien recibida por él, después del sofocante calor de su despacho.

Se dirigió a la Quinta Avenida y entró en el «St. Regis Hotel» con la intención de beber algo; pero lo pensó mejor, ya que se había prometido no volver a beber durante el día, y bajó a las cabinas telefónicas y marcó el número de la oficina de Tracy. No sabía lo que iba a decirle, y no habían hablado desde el día en que él se había llevado sus cosas del apartamento; por esto respiró hondo cuando oyó la conocida voz que decía:

—Aquí, Tracy Lawrence.

—Soy Michael —dijo él.

—Michael. —Él pudo oír la fuerte aspiración al otro extremo de la línea—. Feliz cumpleaños.

—El tiempo pasa —dijo él.

Tracy se había acordado.

—Me alegro de que me hayas llamado. Tengo que hablarte de algunas cosas.

—Podemos hacerlo hoy mismo. ¿Quieres que cenemos juntos esta noche?

Ella vaciló una fracción de segundo.

—Muy bien.

—Podríamos encontrarnos en el bar del «Oak Room» y después ir a comer a alguna parte.

Una cosa era segura: no iría a buscarla a su apartamento. Con o sin aniversario, el apartamento era un lugar que no deseaba visitar.

—De acuerdo —aceptó vivamente ella.

—¿A las siete y media?

—A las siete y media.

Y colgó.

Él volvió despacio a su oficina, preguntándose de qué querría hablarle ella y temiendo adivinarlo.

Mr. Lewis estaba paseando arriba y abajo en su despacho cuando llegó Michael. Se había quitado las gafas y guardado el monóculo y parecía más preocupado que nunca.

—Ustedes no se andan con chiquitas —dijo a Michael, en cuanto hubo éste cerrado la puerta—. Me piden que despida a treinta y cinco hombres que han trabajado para mí durante veinte años o más.

Michael se sentó detrás de la mesa, mientras Mr. Lewis seguía paseando y parecía —pensó Michael— un pajarillo gordo, enfurruñado y nervioso.

—Podemos garantizarle que el rendimiento de su empresa aumentará al menos un treinta por ciento en todos los departamentos, Mr. Lewis. —Su tono era imparcial, indiferente—. Ahora bien, usted es quien debe decidir si sigue o no nuestro consejo. —Nuestro consejo. Había que diluir la responsabilidad, aunque hubiese hecho él todo el trabajo en aquel caso particular—. Desde el principio dejamos bien claro que sólo haríamos sugerencias.

Mr. Lewis suspiró; el pajarillo se enfrentaba con el problema de volar o no volar y con la necesidad de elegir entre comer quince gusanitos al día o contentarse con diez.

—Es verdad —admitió Mr. Lewis, con desaliento—. Fueron ustedes admirablemente francos. —Volvió a suspirar—. Me hablaron muy bien de ustedes. Y con razón. —Pestañeó, como si la luz que entraba por la ventana fuese demasiado fuerte para él—. Como dijo usted, había que llegar al fondo del asunto. Muy bien, creo que los negocios son los negocios. Tanto para ustedes como para mí. —Empezó a meter los papeles en la cartera que traía consigo—. Sin embargo, tengo que consultar con la almohada.

—Naturalmente, Mr. Lewis.

Mr. Lewis cerró la cartera de documentos. Michael se levantó, le estrechó la mano y le acompañó a la puerta.

—Le deseo suerte —dijo.

—La necesitaré —confesó amargamente Mr. Lewis.

Michael observó al rollizo hombrecillo que tenía en sus manos la vida de cientos de seres humanos y que se alejaba ahora dando saltitos por el pasillo, sin duda preguntándose qué les diría a los treinta y cinco hombres que habían trabajado para él durante veinte años o más.

Michael cerró la puerta, y, al quedarse solo, se quitó la chaqueta y se desabrochó el cuello de la camisa, fastidiado por las manchas de sudor que aparecían en ésta. Se acercó a un armario donde guardaba varias botellas y un termo con hielo. Hoy no podía esperar hasta la noche. A fin de cuentas, era su cumpleaños. Tomó una botella de whisky escocés y un frasco de soda. Al abrir éste, el líquido se derramó y le salpicó la camisa. Enjugó ésta con el pañuelo. «¿Quién iba a pensar que el viejo tenía tanta sangre?», se dijo, irónicamente, y vertió la soda sobre el whisky y el hielo. Después, sosteniendo el vaso con una mano y la botella de soda con la otra, se acercó a la ventana y contempló la ciudad de Nueva York iluminada por el sol, en su estación de la cosecha. Bebió despacio, pero no halló satisfacción en ello.

— ¡Mierda! —exclamó en voz alta, y, súbitamente, arrojó la botella de soda contra aquella ventana que no podía abrirse en invierno ni en verano.

La botella se rompió en mil pedazos contra la ventana, sembrando la alfombra de añicos de vidrio. En la ventana no había quedado la menor señal. «Tengo que tomar una ducha —pensó—, una ducha fría. Por hoy, se acabó el trabajo.» Se puso la chaqueta, dobló el ligero abrigo sobre el brazo y salió. La ducha le alivió un poco, pero no demasiado, y la habitación de hotel le pareció triste y hostil, y decidió que la próxima semana buscaría un apartamento donde no se sintiese como un transeúnte cuya vida o cuya muerte no interesaba a nadie en la ciudad.

 

 

Ella entró en el bar del «Oak Room», lozana y espléndida, dueña de sí, y los hombres, como de costumbre, se volvieron a mirarla al dirigirse Tracy a la mesa junto a la ventana donde se encontraba él. Llevaba un abrigo de pieles oscuro y nuevo, no el que le había comprado él como regalo de boda. «¿Quién le habría regalado éste?», pensó Michael, levantándose para saludarla. Un pensamiento indigno. Una joven como Tracy tenía derecho a todos los abrigos de pieles que se pusiesen a su alcance.

Ella no hizo el menor movimiento para besarle, y se quedaron un momento sin saber qué hacer, el uno frente al otro, hasta que se estrecharon la mano, cosa que pareció absurda a Michael, tanto más cuanto que ambos frecuentaban círculos en que la gente se besaba en la mejilla en los encuentros más insignificantes.

Mientras bebían, su conversación tuvo un tono impersonal. Tracy estaba tostada por el sol; había estado diez días en las Bahamas, donde el tiempo había sido templado y perfecto. Sus padres estaban bien. Su padre había vendido la Tracy hacía algún tiempo. Su hermana mediana vivía en California y se había casado con un periodista de San Francisco, sin previo aviso. Su propio negocio marchaba bien, y habían tenido que mudarse a locales más amplios en la parte alta de Madison Avenue, cosa que le resultaba muy conveniente, pues podía ir en cinco minutos a su lugar de trabajo. Ambos habían visto las mismas comedias, en noches diferentes, pero discrepaban cortésmente sobre sus méritos. No, él no había tenido tiempo para esquiar el año pasado, pero el último verano había hecho un poco de vuelo en ala delta y le había gustado. Ella le miró fríamente al decirle él esto, y, cambiando bruscamente de tema, le preguntó qué tal le iba en su oficina. Él le respondió que bien, aunque nadie había dimitido o sido expulsado en Cornwall y Wallace, y aún no se había cumplido la promesa de Mr. Cornwall de integrarle como socio de la empresa. Sin embargo, no podía quejarse. Incluso se había comprado un «Porsche» el año pasado, gracias a un sustancioso aguinaldo de Navidad. Sí; Antoine tocaba y cantaba como nunca. Sí; Antoine había hablado a Tracy de su nueva y deslumbrante chica, pero Michael pensaba que nada tenía de deslumbrante.

No hicieron alusión a lo que había dicho ella por teléfono aquella tarde, o sea, que tenía que hablarle de algo.

Cuando hubieron terminado sus bebidas, Michael dijo que la llevaría a un nuevo y buenísimo restaurante italiano de la Calle Sesenta y Uno. Lo había elegido cuidadosamente, porque nunca habían estado los dos juntos allí.

La conversación intrascendente continuó durante la cena. «Que, diga ella lo que tenga que decirme —pensó Michael—; yo no le preguntaré qué es.» Después, mientras tomaban el café, ella dijo bruscamente:

—Michael, creo que ya es hora de que nos divorciemos. No puedo seguir flotando en el limbo eternamente.

—Lo que tú digas —aceptó él. Absurdamente, se sintió impresionado. Aunque viviesen separados, todavía la consideraba su esposa. Y una esposa era algo permanente—. Si es eso lo que quieres...

—Lo quiero —afirmó ella—. He conocido a un hombre que me gusta y que también quiere tener hijos. Me estoy haciendo vieja y no puedo esperar demasiado.

—Parece que tengas dieciocho años.

—Parece —convino ella, en tono amargo.

—¿Qué clase de hombre es él? —preguntó Michael—. ¿A qué se dedica?

—Tiene cuarenta años —respondió ella—. Es viudo.

Más feo y más viejo que tú, recordó que había dicho Antoine.

—Fabrica tejidos. Está en muy buena posición.

—Tus padres estarán contentos.

Ella hizo caso omiso de esta observación.

—Naturalmente, no te pediré alimentos ni nada parecido, y no tenemos bienes en común que dividir —prosiguió, en tono vivo y práctico—. Pero los dos necesitaremos abogado.

—Claro —dijo él—. Hay una firma de abogados que trabaja para nuestra empresa. Les pondré en antecedentes.

—No habrá dificultades —dijo ella—. Afortunadamente, no estamos en Italia o en España, donde arman tanto jaleo por estas cosas.

—Afortunadamente.

Ella le miró con dureza.

—No seas irónico.

—Es mi primer divorcio. No sé cuál debería ser la reacción adecuada.

—No la ironía.

—Sólo estoy tratando de mostrarme civilizado y moderno —protestó él, deseoso de herirla, porque se sentía herido—. Supongo que no conocí a tu amigo saltando de un avión, o navegando a vela, o volando en ala delta o algo parecido, ¿eh?

—No, no le conoces. Te estás volviendo antipático. Has cambiado —dijo ella, temblándole la voz.

—Dame tiempo para acostumbrarme a todo esto y te prometo mejorar. Quizá me convertiré incluso en el divorciado perfecto, según vayan las cosas.

—Recobraré mi apellido de soltera —dijo ella— y lo conservaré después de casarme.

—Muy propio del tiempo en que vivimos —ironizó él.

—A fin de cuentas, es el nombre de mi empresa —repuso ella—. ¿Hay algún inconveniente?

—En lo sucesivo te presentaré como Mrs. Lawrence.

—Preséntame como quieras —dijo ella—. ¿Hemos terminado aquí?

—Terminado —indicó él, e hizo una seña al camarero pidiéndole la nota.

Al salir del restaurante, ella le sorprendió. Cuando él se disponía a parar un taxi para llevarla a casa, Tracy dijo:

—Todavía es temprano. Me gustaría oír un poco de música. Y el sitio donde toca Antoine está a la vuelta de la esquina.

Él la miró reflexivamente. ¿Trataba ella de castigarle, llevándole al lugar donde la música y las canciones de Antoine le recordarían dolorosamente los buenos ratos que habían pasado juntos y lo mucho que él la había amado y todo lo que había perdido?

Pero se limitó a decir:

—Estoy seguro de que Antoine se alegrará mucho de volver a verte.

Y echaron a andar calle abajo, asidos del brazo, como un matrimonio feliz.

Cuando entraron en el establecimiento, Antoine besó a Tracy e hizo que se sentasen a una mesa junto al piano, a fin —según dijo— de poder alegrar su vista mientras tocaba. Poco después entró Susan, acompañada de un hombre, y se detuvo junto a su mesa, y Michael le presentó a Tracy como su esposa. Tracy no le corrigió, y Susan y su acompañante se dirigieron a la barra, donde tres hombres corpulentos hablaban a gritos y con un acento que Michael pensó que era de Texas.

—Te equivocas —dijo Tracy, en voz baja.

—¿En qué? ¿Al decir que eres mi esposa? Legalmente, lo eres todavía.

Ella sacudió la cabeza con impaciencia.

—No. Me refiero a ella. A esa chica. Es estupenda. ¿No le has metido mano?

—No tengo por qué contestar esa pregunta —replicó él—. Pero, ya que te interesa, te diré que no la he tocado. Es la chica de Antoine.

—¿Desde cuándo es eso un obstáculo para ti? —inquirió ella en tono cortante.

—No despertemos viejos recuerdos —dijo ligeramente él.

Entonces, Antoine empezó a tocar C’est triste, Venise, en honor de Tracy, dedicando a ésta una breve inclinación de cabeza desde el piano. Tracy sonrió ampliamente, como una niña que acabase de recibir un regalo.

Antoine cantó entonces la letra. «Bastardo francés sentimental», pensó Michael, molesto al ver que Tracy se inclinaba hacia delante, prestando atención y acompañando a media voz el canto, en su curioso francés con acento americano.

Los tres hombres vocingleros se apartaron de la barra y se acercaron al piano.

¡Eh! Escuchad eso —exclamó uno de ellos—. Está cantando en franchute.

—Yo diría que sí. Franchute —dijo otro.

Ahora estaban junto al piano.

¡Eh! Oiga, amigo —dijo el primero, con voz tonante—, está usted en los buenos y viejos Estados Unidos de América, y cobra en dólares. Lo menos que puede hacer es aprender nuestro idioma.

Una mujer siseó en algún lugar del salón. Los tres hombres no le hicieron caso. Michael sintió que su cuerpo se ponía tenso, y Tracy, casi instintivamente, le tocó el brazo con una mano.

—Venecia —dijo el tercer hombre, que aún no había hablado—, está cantando a Venecia. Una vez estuve allí, y olía como una cloaca.

—Vamos, amigo —dijo el primer hombre a Antoine, que sonreía valientemente mientras cantaba—, dedícanos un pequeño Yankee Doodle Dandy.

—Estáte quieto —advirtió Tracy, agarrando el brazo de Michael, porque vio que éste apretaba los puños.

—Bueno —dijo el primer hombre, que era el más corpulento de los tres—, si no quieres hacerlo tú, lo haremos nosotros. —Empezó a bramar—: Los ojos de Texas os comtemplan...

Y los otros dos le hicieron coro, ahogando completamente la vacilante voz de Antoine.

—... durante todo el santo día —cantaron.

Michael desprendió su brazo de la mano de Tracy y se puso en pie de un salto.

— ¡Callaos, malditos borrachos de mierda! —gritó.

Los tres hombres sonrieron y siguieron cantando.

—Únete a nosotros —replicó el primer hombre a Michael—. Haremos un cuarteto. Tú harás de soprano.

Rodeó con un brazo los hombros de Michael, y éste sintió en su brazo el apretón nada amistoso de la mano.

Michael rechazó bruscamente el brazo del hombre. Éste se tambaleó y, aplicando el dorso de la mano bajo el mentón de Michael, empujó con fuerza. Michael le dio un puñetazo en la mandíbula y experimentó una intensa y salvaje satisfacción al ver que el hombre ponía momentáneamente los ojos en blanco. Se repetía lo de Joseph Ling en el patio del colegio.

—Muy bien, amigo —dijo el segundo hombre—, tú te lo has buscado.

Golpeó a Michael en el estómago, y Michael se dobló por la mitad. Después, el primer hombre, que se había recobrado, le sujetó los brazos a la espalda, mientras los otros dos martillaban su cara y sus costillas. Michael cayó al suelo. Vagamente, oyó gritar a una mujer en alguna parte del salón. Entonces perdió el conocimiento, al arrodillarse el primer hombre encima de él y golpearle dos veces más con el canto de su puño cerrado. El hombre se levantó y miró a su alrededor.

—Si a alguien más le disgusta nuestra música, que dé un paso al frente y exponga sus objeciones.

Sólo Tracy se movió. Sollozando y gritando: «¡Bestias! ¡Bestias!», se levantó de un salto, con su copa en la mano, y arrojó la bebida a la cara del hombre. Éste sonrió aviesamente.

— ¡Siéntate, zorra neoyorquina! —exclamó, y la empujó violentamente contra el piano.

Después, los tres hombres se dirigieron pausadamente a la salida, y los que se hallaban entre ellos y la puerta se apartaron en silencio.

 

 

Se despertó en el hospital.

Tracy estaba sentada en una silla, al lado de la cama. Él trató de sonreír.

—¿Cómo te sientes? —preguntó ella, con voz temblorosa.

—Alguien está disparando una traca dentro de mi cabeza —respondió él, en una voz que ni él mismo reconoció como la suya—. Y me cuesta respirar. Por lo demás, estoy en plena forma.

Tuvo la impresión de que iba a desvanecerse de nuevo y se esforzó en mantenerse consciente.

—Has estado dos horas y media inconsciente —le explicó Tracy— y tienes tres costillas rotas y una fuerte conmoción. Por lo demás, como tú has dicho, estás perfectamente.

Michael rió entre dientes y después lanzó un gemido, al moverse sus costillas.

Una enfermera entró en la habitación y dijo:

— ¡Oh! Ya ha vuelto en sí. —Apoyó una mano fresca sobre su frente—. Tiene un poco de fiebre. No mucha, dadas las circunstancias. Bueno, esto le ayudará a dormir.

Le puso una inyección en el brazo, y él se esforzó en no chillar, porque el brazo le dolía terriblemente.

—¿Va usted a quedarse con él, Mrs. Storrs? —preguntó la enfermera—. Es muy tarde.

—Lo sé —respondió Tracy—. Pero me quedaré.

—Bueno, si él necesita algo, toque el timbre. Estaré en la mesa del final del pasillo.

Y se alejó sin hacer ruido.

—Ahora, duerme —dijo Tracy, asiendo la mano de Michael.

—Bueno, era de esperar que terminase en un hospital, siendo el día de mi cumpleaños y con todo lo demás. —Sonrió amargamente—. Perdóname —murmuró.

— ¡Chist! Duerme.

Cerró los ojos y se durmió, estrechando la mano de su esposa.