15
—Me cuestas una hora de sueño —gruñó Cully, al salir Michael del hotel.
Hacía muy poco que había amanecido. Las cimas de los montes eran de color de rosa, pero el valle estaba todavía envuelto en sombras. Los palos del slalom habían sido cargados en la parte trasera de la furgoneta de la escuela de esquí. Michael había conseguido que Cully se aviniese a plantarlos, para ver cómo hacía Rita el descenso, con puertas situadas muy cerca las unas de las otras. Michael había esquiado con Rita una mañana completa, y había llegado el momento de saber cómo se portaría en una carrera de verdad. Esquiar, e incluso esquiar bien, era una cosa, pero el slalom era algo muy distinto. Por consiguiente, Cully había dicho a Harold Jones que pusiese el telesilla en marcha una hora antes de lo acostumbrado, para tener el campo libre para la prueba.
Michael se había acostado temprano, para estar fresco por la mañana. Los Heggener seguían en sus habitaciones de la tercera planta del hotel, porque Mr. Heggener esperaba la llegada de un sillón antiguo que había hecho tapizar de nuevo, diciendo caprichosamente y haciéndose el inválido: «Cuando nos traslademos, quiero que todo esté en su sitio, para que pueda sentirme completamente a gusto.»
Por consiguiente, no había habido visitas nocturnas de Eva. Y como los Heggener habían cenado en sus habitaciones, Michael había comido solo y pasado las veladas leyendo. Había visto un par de veces a Mr. Heggener desde lejos, cuando éste paseaba apoyado en su bastón, pero no habían vuelto a hablar desde la noche en que habían cenado juntos. Tampoco habían jugado aún al chaquete.
Michael había esquiado un par de veces más con Eva, pero ésta no había dicho nada sobre la conversación de su marido durante aquella cena, y Michael no había suscitado el tema, aunque pensaba constantemente en ello y deseaba y temía, a la vez, saber algo más acerca del delicado caballero austríaco. Al pensar en él, no podía reconocerle como norteamericano. Ningún norteamericano le habría confesado que había matado a un buen amigo porque éste había insultado a su esposa.
Michael había empezado a dar a Eva pequeños consejos sobre la posición a adoptar y la distribución del peso sobre los esquís, y ella, con la meticulosidad y el control que le eran propios, había seguido rápidamente sus instrucciones y declarado, después de un rápido giro:
—Cuando termine la temporada, me habrás convertido en una esquiadora.
—Ya lo eras antes de conocerme.
—Quiero decir una verdadera esquiadora —repuso ella.
Cully conducía la, furgoneta por los accidentados caminos, dando bruscos saltos sobre los muelles rotos y su cara curtida por la intemperie se fruncía en una malhumorada mueca.
—No sé cómo dejé que me metieses en esto —dijo, enfurruñado—. Nunca lo había hecho por nadie.
—Vamos, vamos, Dave —dijo Michael, bamboleándose en el desvencijado asiento—, la niña está en la gloria.
—Pues yo, no —replicó Cully.
Michael había descubierto que Cully evitaba siempre toda muestra de amabilidad, y así, cualquier acto de generosidad por su parte parecía que le sorprendiese desagradablemente.
Cuando llegaron a la zona de aparcamiento, Rita les estaba ya esperando con los esquís puestos. «Debe de haber venido caminando y de noche para esperarnos», pensó Michael, mientras la saludaba con la mano.
Sacaron los palos de slalom de la furgoneta y, llevando Cully la mitad de ellos y Michael la otra mitad, se dirigieron al telesilla. Rita se deslizaba entre los dos, tenso el semblante de excitación. Harold Jones les vio acercarse y puso el telesilla en marcha.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí a estas horas? —preguntó a su hija, que, por lo visto, había ocultado a su padre el experimento de esta mañana.
—Van a ver cómo lo hago en el slalom, papá —explicó Rita.
— ¡Por el amor de Dios! —gruñó Jones—. ¿Cuál será la próxima?
Pero sostuvo la silla para que subiese la chica. Mientras Michael y Cully se ponían los esquís, Rita inició la ascensión.
—Ahora, las carreras. —Harold Jones siguió con mirada desaprobadora a su hija, que se alejaba sobre la montaña—. Como si no hubiese ya bastante jaleo. A veces quisiera haber nacido en una pradera solitaria, sin ningún monte en mil millas a la redonda. Y ahora escucha, Dave —dijo a Cully—, no le hagas concebir locas ilusiones sobre lo grande que es. Si lo hace mal, confío en que se lo dirás.
—No temas, Harold —dijo Cully, subiéndose a la silla que sostenía Jones para él—. La verdad ante todo. Y gracias por levantarte tan temprano.
—No sé por qué lo hice —repuso Jones, soltando la silla—. Si hubiese sabido que se trataba de Rita, me habría quedado en la cama. ¿Todavía no se ha roto ningún hueso, joven amigo? —preguntó a Michael, al sentarse, éste en la silla y sujetar los palos del slalom.
—Deme tiempo —respondió Michael.
—Mi chica piensa que es usted extraordinario —comentó Jones—. Pero no le enseñe a dar saltos mortales.
Empujó la silla de Michael, y ésta se balanceó al empezar la ascensión.
Cully y Rita cruzaban ya la cima del monte cuando Michael saltó del telesilla y se alejó, esquiando, de la estación de llegada. Vio que Cully se dirigía a la pista del Caballero Negro. Apretó la marcha y le alcanzó. Rita, que no tenía que cargar con los palos del slalom, se les había adelantado.
—Dave —dijo Michael en voz baja, para que Rita no le oyese—, ¿por qué no empezáis en un terreno más fácil?
—Nada perderá con conocer primero lo peor —contestó Cully.
Rita les ayudó a colocar las puertas en la vertiente despejada de más allá del claro que tenía una roca en medio. «Al menos —pensó Michael, viendo cómo Rita descendía con seguridad la empinada pendiente—, ésa no sufre de vértigo.»
Plantaron veintiocho puertas. Michael y Cully marcaron la línea de meta a unos cincuenta metros antes de un camino de peatones abierto por un tractor en la pendiente.
—Muy bien, Rita —dijo Cully—; ahora, sube un trecho, pues esto te calentará las piernas, y, cuando te dé esta señal —levantó un brazo y lo bajó de pronto—, arranca. ¿Comprendido?
—Comprendido —murmuró Rita, temblándole un poco la voz.
Empezó a subir la pendiente, con los esquís de lado, fuera de la pista.
—Te conviene perder un poco de tiempo observando a esa niña, Dave —dijo Michael.
—No te estoy haciendo ningún favor —replicó Cully—. Haría cualquier cosa por salir de mi maldita oficina. —Observó a Rita, mientras ésta subía—. Tiene bastante fuerza, por lo delgada que está. ¿Cuánto crees que pesa?
—Cuarenta y ocho o cincuenta kilos —respondió Michael—. Más o menos.
Cully asintió con la cabeza.
—Menos mal que no hace viento. Se la llevaría de un soplo. Yo pesaba setenta y siete cuando corría. Y más de noventa, ahora. ¡Jesús! —Miró hacia Rita, que se acercaba a la cima de la cuesta—. Mis chicos están gordos. A pesar de que Norma es más bien como esa chica. La Naturaleza es imprevisible. —Señaló a la figura de rojo en lo alto—. Es curioso —dijo, reflexivamente—. Supongo que habré visto esquiar a esa chica innumerables veces, a lo largo de estos años, y nunca se me había ocurrido pensar que podía competir con los otros jóvenes. Debe de ser que se necesita un forastero, como tú, para darse cuenta de cosas que saltan a la vista. Y siempre le he tenido simpatía a esa chica y a toda su familia. —Miró severamente a Michael—. Te voy a dar un consejo. No hagas el tonto con ella. Ni en la pista, ni fuera de ella. Su padre te despellejaría.
—Dave —protestó Michael—, sólo tiene dieciséis años.
—Eso no fue nunca un obstáculo para ti.
—Ahora soy diferente.
—Lo creeré cuando lo vea —repuso Cully.
El sol daba ya sobre la pendiente, y Michael se volvió de cara a él, agradeciendo el calor. Y vio que, allá abajo, se acercaba Mr. Heggener por el sendero. Le reconoció por el anticuado y reluciente abrigo de paño con cuello de visón y por el sombrero de fieltro tirolés. Aunque Austria le disgustaba tanto como decía, era indudable que le gustaba la indumentaria austríaca. Michael le saludó con la mano y Mr. Heggener correspondió a su saludo y se detuvo, apoyándose en su bastón y mirando a Rita que estaba llegando a lo alto de la pista.
Michael se volvió de nuevo para observarla, mientras ella se colocaba a la altura del árbol que había señalado Cully como punto de partida. Cully levantó el brazo, y Rita se agachó, preparándose para arrancar. Después, Cully bajó rápidamente el brazo, y ella se lanzó, esquiando, hacia la primera puerta. Descendía velozmente, deslizándose con habilidad entre las puertas, tocando la mayor parte de los postes con el hombro para acortar distancias y derribando algunos de ellos a su paso.
—No está mal, ¿eh? —inquirió Michael, observando aquella figura roja que parecía volar.
—Nada mal —convino Cully, haciendo una pequeña mueca, que demostraba que se sentía sorprendido e impresionado.
Rita cruzó la última puerta y encogió el cuerpo, sujetando los palos rectos debajo de las axilas, y, pasando entre los dos hombres, giró a un lado y se detuvo.
Llegó un débil ruido de palmoteo desde abajo. Mr. Heggener se había quitado los guantes y aplaudía.
—¿Qué tal les pareció desde el valle, caballeros? —preguntó Rita, retrocediendo hasta ellos.
Jadeaba un poco, pero no demasiado.
—Muy bien —respondió Cully—. Y a ti, ¿qué te ha parecido?
—Que ganaba el primer premio en el Kandahar —respondió Rita, riendo y resoplando un poco al mismo tiempo.
—Bueno —dijo Cully—, tienes una cualidad importante: confianza en ti misma. ¿Por qué decías que no habías corrido nunca?
—Porque era verdad. Pero cuando instalan las puertas hago un poco de práctica. Si tengo tiempo.
Cully miró severamente, frunciendo el ceño, como si pensase que le había engañado deliberadamente.
—Hay una competición dentro de diez días. Participarán algunas universitarias buenas que vienen todos los fines de semana. Será la primera competición de la temporada, y tendrías la ventaja de poder entrenarte todos estos días. Si quieres, te inscribiré.
Rita miró indecisa a Michael.
—Mr. Storrs, ¿cree usted que debería...?
—¿Qué tienes que perder? —inquirió Michael.
—En primer lugar, mi empleo. A Mr. Heggener no le gusta que esquíen las camareras. El año pasado, dos de ellas se rompieron una pierna en mitad de la temporada, y anduvimos faltos de personal en el comedor hasta fin de año.
—Hablaré con Mr. Heggener —dijo Cully—. Si, con un poco de entrenamiento, puedes llegar a ser tan buena como pienso, podrías ser una magnífica propaganda para el hotel.
—Pero prométeme que no te romperás una pierna —intervino Michael.
—Prometido —aceptó Rita—. Inscríbame, Mr. Cully, por favor.
—Pediré a Swanson que te acompañe un par de veces, para enseñarte algunas cosas que podrán reducir tu tiempo en un segundo o dos. Es el mejor entrenador del pueblo.
—No quisiera molestarles —dijo Rita—. Mr. Storrs me ha ayudado mucho.
—Deja a Mike para las viejas —replicó Cully—. Lo único que te enseñaría sería a romperte la cabeza. ¿Volvéis todos al pueblo? Cabemos en la furgoneta.
—Iré andando, gracias —dijo Michael.
Había visto que Mr. Heggener no se había movido en el sendero y pensó que deseaba compañía.
—Creo que probaré otra vez —dijo Rita—, ya que los palos siguen en su sitio.
—No te preocupes por ellos cuando hayas terminado —dijo Cully—. Diré a los de la patrulla que los recojan cuando bajen por la tarde.
Y se deslizó monte abajo, esquiando sin palos, lo mismo que Michael, ya que ambos habían tenido que cargar con las puertas del slalom.
—Mr. Storrs —dijo Rita—, no sé cómo agradecerles, a usted y a Mr. Cully...
—Rita —le interrumpió Michael—, tienes que hacerme un favor. Puedes seguir llamando Mr. Cully a Mr. Cully hasta que tengas cincuenta años, pero quiero que a mí me llames Michael. Me haces sentir como si tuviera noventa años.
—Está bien —admitió tímidamente Rita—, Mr.... Michael.
Se volvió, aturrullada, y empezó a subir rápidamente la cuesta, en dirección a la cima de la pista de slalom.
Michael la observó un momento y, después, esquió hasta el sendero donde se hallaba Mr. Heggener.
—Buenos días, señor —saludó Michael, deteniéndose justo encima del sendero.
—Es una mañana espléndida —comentó Mr. Heggener—. Las mejores horas del día.
—Se ha levantado muy temprano.
Heggener se encogió de hombros.
—El sueño no es mi punto fuerte estos días. ¡Oh...! Tengo un recado para usted. Mejor dicho, dos: Eva no puede esquiar hoy. Dice que está demasiado ocupada. Aunque no sé exactamente en qué. Me pidió que se lo dijera si me tropezaba con usted. La segunda noticia es que han llegado sus amigos.
—¿Tan pronto?
—Dijeron que habían viajado toda la noche. La dama es muy hermosa. —Heggener miró hacia la cima de la pista, donde Rita era ahora un punto rojo sobre la blanca y resplandeciente nieve—. Un bonito espectáculo en una hermosa mañana como ésta: esa linda muchacha deslizándose como una pluma por la falda del monte.
—Antes bajó con bastante rapidez.
—Lo advertí. A propósito, ¿cómo volverá usted al hotel?
—Caminando —contestó Michael—. Vine en la furgoneta de Cully.
—Bien —dijo Mr. Heggener—. En este caso, podemos volver juntos. Si no le importa.
—Será un placer —aceptó cortésmente Michael, quitándose los esquís y cargándolos sobre el hombro.
Echaron a andar en dirección al pueblo, caminando Mr. Heggener con sorprendente vivacidad y respirando profundamente el aire tenue y frío.
—¡Ah, la montaña! —suspiró Mr. Heggener—. Todo me gusta en ella. La suavidad del aire, el color de las sombras, el sonido de la nieve al ser pisada por las botas. Tuve una suerte enorme al enamorarme de una mujer que compartía mi... mi afición a las alturas. Los días más felices de mi vida... —Suspiró de nuevo—. Las mañanas como ésta hacen que añore mis tiempos de esquiador. Dígame, Mr. Storrs, ¿hizo alguna vez el trayecto desde Zermatt, al pie del Matterhorn, en Suiza, hasta Cervinia, en Italia?
—Dos veces —respondió Michael.
—Fue mi ultima excursión en esquí —explicó Mr. Heggener—. Era un día como éste. Cielo azul, sin nubes; nieve perfecta; ni un soplo de viento. Hace dos años. Quizás exactamente. Lo tengo anotado en un Diario. Me sentía capaz de todo, como un muchacho. Siempre quería estar en forma al comenzar la temporada. Las montañas me infunden respeto; no hay que tomarlas a broma. Antes de empezar la temporada, trepaba a los montes, hacía una hora de gimnasia al día, corría... Para mi edad, y no me gusta alabarme, era considerado un esquiador formidable. —No había conmiseración en su voz; era la simple declaración de un hecho—. ¡Oh! Tenía un poco de tos. Nada. Quizás un principio de enfriamiento. Tenía un guía predilecto. Un pequeño y vigoroso suizo nacido en Zermatt, que leía en la nieve como leería usted en un libro. Una ligerísima diferencia de color, una ráfaga de viento, y sabía dónde podía producirse un alud o qué puente de hielo podía no resistir el peso de un hombre. Uno podía seguirle con absoluta seguridad. No era atrevido. Yo amaba la montaña, pero, como le he dicho, la respetaba. Jamás creía que una excursión valiese la pena de jugarse la vida —Miró fijamente a Michael, como si lo que acababa de decir contuviese un mensaje especial para él—. Subimos al puerto de Theodui, con todo el mundo yaciendo a nuestros pies, salvo la enorme mole del Matterhom, de cresta coronada por blancos jirones de nubes. Como recordará usted, la pista para el descenso es una de las más largas de Europa. Grandes extensiones despejadas más arriba de la zona de bosques. Uno tenía la impresión de que podría seguir esquiando eternamente, volando sobre el planeta, despegado de éste y de sus problemas. Alimentando ilusiones durante unas pocas horas gloriosas. ¿Ha oído usted hablar de Cousteau, el explorador submarino francés...?
—Sí. Y también hago un poco de natación subacuática...
—Entonces, conocerá la expresión «euforia de las profundidades».
—Sí.
—Tenía que ser francés para ocurrírsele esta frase. —Mr. Heggener sonrió—. Pues bien, aquel día, bajo el Matterhom, sentí la euforia de las alturas.
—Sé lo que es eso —admitió reflexivamente Michael, sumido ahora en sus propios recuerdos de cuando se sumergía, hasta el límite de su oxígeno, para explorar barcos hundidos que yacían en el fondo del mar, con bandadas de peces multicolores evolucionando sobre las destrozadas cubiertas—. Vuelo en ala delta, caída libre en paracaídas.
—Euforia —repitió Mr. Heggener—. Incluso la palabra, la simple palabra, produce un cosquilleo en la espina dorsal. Es una palabra propia de las inmensas soledades; no podría emplearse para describir algo acaecido en una ciudad moderna. En ésta puede hablarse de alegría, quizá de éxtasis, pero nunca de euforia. Euforia es una palabra que requiere silencio.
Y, como si su mención le hubiese impuesto silencio, anduvo veinte pasos sin decir nada, y sólo se oyó el chasquido de sus botas sobre el sendero nevado.
—Cousteau captó el sentido —prosiguió al fin Heggener—. La relación entre exultación y peligro. El requisito previo, podríamos decir. El peligro de ahogarse en las profundidades; el peligro de una velocidad irrefrenable, desafiando la montaña y los aludes. —Rió ligeramente—. Ahora soy viejo; yo no puedo esquiar, y puedo decir prudentemente que por una carrera no vale la pena jugarse la vida; pero, en mis buenos tiempos, me deslicé por precipicios cubiertos por aludes. Cuando era joven tenía un amigo de mi misma edad, magnífico esquiador, que murió así; descendía por una vertiente al caer un alud. Tardamos veinticuatro horas en encontrar su cuerpo. Sin embargo, cuando lo encontramos, habría jurado que tenía una sonrisa en los labios. Había sido un alud de nieve en polvo, y debió de morir casi instantáneamente, asfixiado, casi sin darse cuenta del peligro. Bueno, hay jóvenes que mueren con menos motivo... —Su voz era suave, elegiaca. De pronto, su tono cambió—: Como le decía —prosiguió, objetivamente—, aquel día tuve un poco de tos. Cuando regresé a Zermatt, muy avanzada la tarde, después de un maravilloso almuerzo italiano, la tos se hizo más molesta. Mi mujer se empeñó en que visitase a un médico. El médico se empeñó en hacerme una radiografía. En los Alpes, tienen la manía de los pulmones. El médico diagnosticó tuberculosis. No era un caso grave, me aseguró; podría volver a esquiar el año próximo. Pero se equivocó. No fue el primer médico que erró en un pronóstico. —Mr. Heggener se encogió de hombros e hizo un pequeño movimiento afectado, impropio de él, con su bastón—. Y aquí me tiene, a pie y renqueando.
Michael se detuvo.
—¿Qué distancia hay desde el hotel hasta aquí?
Mr. Heggener se detuvo también y le miró, intrigado.
—Una milla y media; tal vez un poco más. ¿Por qué?
—¿Y ha hecho a pie todo el trayecto?
—La mañana era espléndida. Y, como puede ver, ando despacio.
—No tan despacio —corrigió Michael—. Si puede andar más de una milla, ¿qué le impide esquiar? Suavemente, desde luego.
Mr. Heggener se echó a reír.
—Mi médico no volvería a visitarme.
—¿Cree que sus visitas le sirven de algo?
Hay momentos en que la crueldad es preferible a los buenos modales.
Mr. Heggener hizo un movimiento oscilante y ambiguo con su mano enguantada.
—No —respondió.
—Entonces, ¿qué tiene que perder? Lo mismo le he preguntado a Rita cuando Cully le ha ofrecido inscribirla en una competición.
—¿Participará en ella?
—Sí —respondió Michael.
—Buena chica —dijo Mr. Heggener. Miró reflexivamente la apisonada nieve del sendero—. Es posible —prosiguió— que pudiese hacer un poco de esquí suave. Con tal de que hubiese alguien que me ayudase a levantarme si me cayese. Estoy demasiado débil para hacerlo yo solo.
—Escuche —dijo Michael. Aunque aquel hombre le había amenazado indirectamente con matarle, la noche en que se conocieron, no podía dejar de admirar la franqueza, el valor y la elegancia con que hacía frente a su destino. Y la estoica rotundidad con que Heggener había descrito su última excursión por la montaña le había conmovido. También habría en el futuro una última carrera para él, y sabía que entonces buscaría consuelo, como lo buscaba ahora, sin pedirlo, el hombre que tenía al lado—. Escuche: la escuela de esquí me paga por toda una jornada de trabajo —dijo—. Su esposa suele esquiar solamente por la tarde, y ni siquiera lo hace todas las tardes. Me encantaría acompañarle a usted. Ya sabe cómo es el esquí: nos distrae de todo lo demás.
Heggener asintió con la cabeza.
—Sí, es verdad. Cuando uno permanece sentado un día tras otro, con una manta sobre los hombros y cuidando de que no haya corriente de aire en una habitación que huele a hospital, lejos de distraerse, sólo puede pensar en la tumba. Como dijo usted, ¿qué tengo que perder? —Ahora hablaba casi alegremente—. Si mañana hace buen día, aceptaré su ofrecimiento. Todavía conservo algunos esquís y un par de botas en el sótano del hotel. No sabía por qué los guardaba, pero quizás era para esto. —Suspiró—. Un hombre de mi edad y en mis condiciones es lógico que sea pesimista; pero no debemos olvidar que pueden ocurrir cosas inesperadas, que puede aparecer gente inesperada en nuestra vida; que no hay que perder toda esperanza. —Miró al cielo—. Sol, brilla mañana —dijo, y soltó una risa franca y juvenil—. Eva se enfadará mucho.
—¿Por qué?
—Si dependiese de ella, me pondría en un invernadero y me guardaría allí. Se ha empeñado en conservarme el mayor tiempo posible. Mi empeño no es tan grande.
Ahora cruzaban el pueblo, en dirección a la carretera que les llevaría al hotel. Heggener saludaba con el bastón a los tenderos plantados delante de sus establecimientos, y se descubrió al cruzarse con dos señoras que empujaban sendos cochecitos infantiles. Todos parecían conocerle, y le sonreían con afecto y le decían que se alegraban de su regreso.
—En América —observó Mr. Heggener—, las poblaciones pequeñas son el último bastión de la cortesía. Los agravios son profundos y se transmiten de generación en generación, pero todo el mundo sabe que tiene que vivir con los demás y se comporta en consecuencia. Tal vez no están muy fuertes en arte o en cultura, pero cuidan de las formas y de los modales. Así, puede argüirse que el servicio voluntario de bomberos de los pueblos, compuesto por hombres cuyas familias no se han hablado desde 1890, es una de las mejores instituciones de la democracia norteamericana.
Rió irónicamente entre dientes.
Dejaron atrás las últimas casas de la población propiamente dicha y cruzaron un enmarañado bosque de abedules nuevos y de pinos enanos. El sol fundía la nieve de las ramas de los árboles, que caía con sordo e irregular ruido sobre la nieve del suelo.
—Contrariamente a la mayoría de las personas de mi edad —comentó Heggener, sacudiendo un poco de nieve del cuello de visón—, no aplaudo la llegada de la primavera. El invierno es mi estación predilecta. Afortunadamente, la primavera está aún lejos. Lo cual nos lleva a otra cuestión, Michael. —Empleó con naturalidad el nombre de pila de su acompañante, como si de su conversación hubiese nacido una amistad—. ¿Piensa realmente quedarse aquí toda la temporada?
—De momento, sí.
Heggener asintió con la cabeza.
—Eva me dijo que aún no había usted aceptado o rechazado su ofrecimiento de la casita de nuestra propiedad. Yo espero sinceramente que lo acepte. Sé que puede usted permanecer el tiempo que quiera en el «Alpina», pero vivir tres meses seguidos en un hotel, aunque sea tan cómodo como el mío —y sonrió, excusándose por su jactancia—, puede resultar horrible en definitiva. Debo confesar que Eva y yo no somos del todo desinteresados. Yo tengo que salir del pueblo por cuestiones de negocios, o ir a la clínica de Boston, donde a veces permanezco varias semanas seguidas. Y me preocupa dejar a Eva sola, con nuestra criada de setenta años y que está tan sorda que no la despertaría un cañonazo disparado frente a su ventana. Otra de sus virtudes es que sólo habla alemán. Durante la temporada, como quizá le habrán dicho ya, la población es visitada por algunos jóvenes totalmente indeseables, holgazanes que viven del hurto cuando no pueden ganar dinero de otro modo, y a veces aunque puedan, y, recientemente, grupos enteros de jóvenes, y de no tan jóvenes, que fuman marihuana, toman heroína y se permiten otras distracciones modernas parecidas. En los últimos años hubo noches muy desagradables, con detenciones y sentencias de prisión, e incluso un caso de incendio provocado. ¿No le ha contado Eva por qué tuvimos que rehacer completamente la casa?
—No.
—La primavera última —explicó Heggener— fuimos a pasar unos días en Nueva York, y la anciana doncella quedó sola en la casa. Una pandilla de chicos, y también de chicas, según la Policía, irrumpió en la casa. El perro debió de ladrar, y le pegaron un tiro. Lo mataron. Bruno es su sustituto. Entonces, los gamberros destrozaron la casa, rasgaron todos los cojines, rompieron toda la porcelana, reventaron las puertas de los aparadores, desgarraron los vestidos de los armarios, etc. Después, como toque final, se cagaron en el suelo. La vieja no se despertó. Y le diré, de paso, que nunca los cogieron. Comprenderá usted que me sentí reacio a alojarme en las ruinas. De todos modos, la casa necesitaba una reforma; era oscura y un poco anticuada. Pero ahora guardo un revólver en un cajón, un eficaz «Smith y Wesson» del treinta y ocho. Si usted se encuentra cerca, quizá podamos evitar ulteriores depredaciones. Y, si se aloja en la casita, le mostraré dónde guardo el revólver. ¿Sabe manejarlo?
—No.
—No importa. Tenga en cuenta que, para que sea eficaz, no hay que usarlo a más de diez pies de distancia. A diez pies, es casi imposible errar el blanco.
La idea de emplear un revólver a diez pies de distancia no hacía más atractivo el ofrecimiento de Heggener, pero Michael pensó que no podía rehusarlo. Cully había puesto a prueba su velocidad y su resistencia en el monte, y ahora tenía la impresión de que ponían a prueba su valor.
—Me trasladaré allí cuando usted diga que está a punto —dijo Michael, sin vacilar.
—Estoy seguro de que se encontrará a gusto. Y será un buen lugar, cuando tenga usted ganas de jugar una partida de chaquete. Le prometo que, aparte el chaquete, no nos entrometeremos en su vida.
Súbitamente, Heggener se interrumpió y empezó a toser. Era una tos seca, estridente. Había un banco en un pequeño claro junto a la carretera, y Heggener se dejó caer en él y, llevándose un pañuelo a la boca, siguió tosiendo. El acceso fue menguando poco a poco hasta cesar. Heggener miró el pañuelo.
—Nada de sangre —indicó tranquilamente—. La temporada empieza bien. —Se puso en pie, con ayuda del bastón—. ¿Seguimos?
Michael sintió deseos de ofrecerle el brazo para que se apoyase, pero comprendió que con ello molestaría a Heggener. Caminaron, ahora más despacio, los cientos de metros que les separaban del hotel.
Al acercarse a la escalinata, oyeron los acordes de un piano en el interior.
—Mi amigo —explicó Michael—. Es profesional. Si hay un piano en un sitio, seguro que lo encuentra.
Heggener ladeó la cabeza, escuchando con aprobación.
—Schubert —indicó—. Toca muy bien.
—Pero no tiene suerte. Se metió en un follón en Nueva York, en el bar donde tocaba, y llegó la Policía y comprobó que carecía de permiso para trabajar en América. Entonces, el patrón le despidió, y ya no puede trabajar en Nueva York.
—¡En qué tiempos vivimos! —exclamó tristemente Heggener—. Hay que tener permiso del Gobierno para tocar el piano.
Entraron juntos en el hotel. Al llegar al pie de la escalera, Heggener dijo:
—Gracias por este agradable paseo. —Sonrió maliciosamente—. Como de costumbre, he hablado demasiado. Mis oportunidades sociales han sido últimamente muy escasas. Hasta mañana por la mañana, si brilla el sol... —Y empezó a subir la escalera, dificultosamente.
Michael bajó al bar, que estaba instalado en el sótano. Antoine estaba encorvado sobre el piano, absorto en su música, con un cigarrillo colgando del labio inferior, bizqueando los negros y tristes ojos a causa del humo. Llevaba unos pantalones verdes de esquí que hacían bolsas y un suéter al menos tres tallas mayor de la que le corespondía, de color indefinido y que parecía como si Antoine hubiese estado tumbado en él en la playa, con la marea empapándolo a intervalos regulares. Calzaba botas bajas de esquí, de cuero y con cintas, como no las había visto Michael en quince años.
— ¡Antoine! —exclamó Michael, lo bastante fuerte para hacerse oír a pesar de la música.
Antoine dejó de tocar, se levantó de un salto y abrazó a Michael, sin perder el cigarrillo.
—Mon vieux —dijo—, pareces un dios.
—Y tú pareces un esperpento —replicó Michael—. ¿De dónde has sacado esa ropa?
—Esta ropa me dio muchos días de gloria en los Alpes —explicó Antoine, con dignidad— y le tengo cariño. Además, he causado muy buena impresión con ella en la oficina de la escuela de esquí.
—¿Qué has ido a hacer a la oficina de la escuela de esquí? —preguntó Michael, con recelo.
—Eché una mirada al pueblo y resolví quedarme. Para quedarme, pensé, necesito dinero. Por consiguiente, fui a la escuela de esquí...
—¿Estaba allí el jefe, un hombrón llamado Cully?
—No. Sólo había una joven muy simpática. Le expliqué que era francés y experto profesor de esquí, registrado en la Federación francesa, y que era amigo tuyo, y pregunté si necesitaban profesores.
—No pudiste hacer eso —dijo Michael, con incredulidad.
—Pues lo hice.
—Pero, ¿sabes esquiar?
—No seas cínico, mon ami. —Antoine pareció ofendido—. He tocado el piano en Mégéve, en Courcheval, en Val d'Isére, estaciones todas ellas que harían que un lugar como éste pareciese un balneario de jubilados reumáticos.
—Tocar el piano es una cosa —replicó Michael—, y esquiar, otra muy distinta.
—A propósito —dijo Antoine—, este piano está desafinado. Creo que deberías advertirlo a la dirección.
—¿Sabes realmente esquiar?
—Eso no interesa de momento. La simpática joven dice que vienen aquí muchos canadienses que desean recibir las lecciones en francés, en particular los niños. Yo le he dicho que los niños son mi especialidad, pues soy prudente y tengo paciencia. Sobre todo, los principiantes, le dije. Los principiantes no apreciarán la diferencia.
—La primera vez que te vean con esos pantalones bombachos y esos zapatos con cintas, se mondarán de risa y me perseguirán después con una estaca.
—Si no hay más remedio —repuso resignadamente Antoine—, me pondré esa absurda indumentaria que tú consideras comme il faut. En cuanto a esquiar, aquí es donde interviene mi buen amigo Michael.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No tengo que empezar inmediatamente —explicó Antoine—. La simpática joven lo dijo bien claro. Las grandes multitudes no empiezan a acudir aquí hasta las vacaciones de Navidad. Desde hoy hasta entonces, mi buen amigo Mike me llevará a un lugar apartado, lejos de miradas indiscretas, y vestido á la mode de Green Hollow, y allí perfeccionará mi estilo y me dirá cómo hay que enseñar a los niños, y, en caso necesario, a los mayores que nunca se han calzado unos esquís, de manera que, si alguien me pone a prueba y encuentra, algún defecto en mi pedagogía, pueda decirle simplemente: «Es la nueva técnica francesa.»
Michael no pudo por menos que soltar una gran carcajada.
—¿Sabes, Antoine? —le dijo—. Es posible que te salgas con la Tuya. Te equiparé después del almuerzo, iremos detrás del hotel, donde hay una suave pendiente, y veremos lo que pasa. Pero recuerda que una montaña no es un piano. No puedes improvisar mientras vuelas cuesta abajo.
—Estoy convencido de que, teniéndote por maestro, no hay nada imposible —repuso Antoine—. Soy joven. —Matizó el concepto, encogiéndose de hombros—. Bueno, bastante joven. Tengo sentido del ritmo. No me molesta el frío. En realidad, he esquiado de vez en cuando. Y he visto hacerlo a los buenos, a los mejores del mundo. Te pondré un ejemplo: como músico, no hay nada original en mi manera de tocar el piano, pero soy un imitador cabal. Puedo tocar al estilo de Artur Rubinstein, de Fats Waller, de Joplin. Cuando me hayas dado unas cuantas lecciones, estoy seguro de que tendré tu estilo, aunque no tu velocidad y tu fama. Tengo una confianza absoluta. Y tengo el aplomo de un ladrón. Y... —añadió, patéticamente— necesito el dinero. Tengo que conseguirlo en cualquier lugar donde los de inmigración no estén acechando en todos los rincones. En Nueva York tenía la impresión de que me estaban rodeando, como rodean los indios las carretas en las películas del Oeste. Mike —dijo, con absoluta seriedad—, me gustan los Estados Unidos, adoro este país. No puedo volver a París... Allí lo he probado todo y en todo he fracasado.
—Está bien —dijo Michael, conmovido, pero todavía reacio—. Haremos una prueba. Pero no te garantizo el resultado. Correré con tus gastos hasta Navidad.
—¡Sabía que podía confiar en ti! —exclamó Antoine, saltando de nuevo sobre el taburete del piano y pulsando tres resonantes notas graves y triunfales.
—¡Oh, no metas más ruido! —exclamó Michael—. Subiré a tomar una ducha y a vestirme para el almuerzo. A propósito, ¿dónde está Susan? ¿Descansando del viaje nocturno?
—¡Ni lo pienses! —exclamó Antoine—. Tiene una energía diabólica. Está esquiando. No pudo esperar.
—¿Cómo está?
Antoine suspiró.
—Esquiva.
—Creo que me dijiste que sólo erais amigos.
—Eso es lo que ella piensa —explicó Antoine, malhumorado—. Yo estoy más loco que nunca por ella. Es una mujer formidable y que me saca de quicio. Y yo no soy como tú, que les echas una mirada y te dan la llave de su habitación. ¡Oh! Hay quienes tienen «ello», como tú, y quienes no lo tienen, como yo. Y los que lo tienen no le dan importancia, y los que no lo tenemos no pensamos en otra cosa.
—¿Volverá para almorzar? —preguntó Michael, que no estaba dispuesto a enzarzarse en esta particular discusión filosófica con Antoine.
—¿Quién sabe? —inquirió Antoine—. Nunca me dice cuáles son sus planes.
—Bueno, si vuelve —dijo Michael—, almorzaremos juntos. Aquí, la comida es muy buena.
—Nunca me marcharé.
—Eso ya lo veremos —replicó Michael, y se dirigió a la escalera mientras Antoine hacía girar su taburete y empezaba a improvisar unas variaciones sobre el triste tema de Bring On the Clowns.