17
Antoine estaba en la cama, medio estirado, medio sentado, con la pierna escayolada, apoyado en varias almohadas, cuando Michael entró en su habitación para ver cómo seguía. Después de escayolarle el médico la pierna, se había negado a pasar la noche en el hospital. «Muchos mueren en los hospitales», había dicho, y Michael y Eliot, que habían ido al hospital en el coche de Susan, habían tenido que cargar con él para llevarlo al automóvil y para subirlo a su habitación del hotel a las tres de la mañana; Antoine no hizo ruido, sino que se mostró estoicamente valeroso, a pesar de que el dolor debía de ser muy fuerte, incluso después de la inyección que le había puesto el médico.
Susan, sentada en la cama, lozana y fresca, a pesar de no haber dormido más de cuatro horas aquella noche, le daba el desayuno a cucharadas. Antoine no parecía fresco y lozano. Tenía la cara verdosa y los ojos apagados y empañados, pero saludó a Michael con un alegre movimiento de la mano.
—Nunca se había acercado Susan a mi cama como ahora. Tal vez, a la larga, habrá valido la pena.
—Bueno —dijo Michael—, por fin pareces un esquiador.
—De todos modos —dijo Antoine—, tengo que confesar que tu idea ha dado resultado. Mr. Cully nunca sabrá la clase de esquiador que soy. Y, si se presenta algún nuevo problema, sé que puedo confiar en ti.
—A tu disposición —admitió Michael—. Cuenta conmigo en todo momento.
—Lo cierto es que hice algo muy inteligente —dijo Antoine—. Ayer, cuando fui a la escuela de esquí y hablé con aquella simpática joven, suscribí un seguro de accidentes por toda la temporada. Por algo soy francés. Ahora no puedo andar, pero tengo recursos económicos. Susan, en tu larga y variada experiencia, ¿has hecho alguna vez el amor con un hombre escayolado?
—Anda y que te frían un huevo —replicó Susan.
—Veo que te has vestido para esquiar, Mike —observó Antoine—. ¿No te parece un poco cruel, mientras yo estoy tumbado aquí, arrancado a duras penas de las garras de la muerte?
—Te dedicaré un minuto de silencio cuando llegue a la cima del monte —dijo Michael.
Antoine suspiró.
—Fue una noche deliciosa, hasta que me hiciste subir aquella maldita escalera. Aquella niña cantando como un ángel, y todo aquel ambiente. Y el piano afinado.
Aunque la puerta de la habitación estaba abierta, Eva Heggener llamó cortésmente antes de entrar. Traía un vaso con un ramito de junquillos.
— ¡Oh, mi pobre y querido huésped! —dijo Eva a Antoine—. Todavía no hace veinticuatro horas que llegó y ya está hors de combat. Sin embargo, quizá le interese saber que ha batido todas las marcas de velocidad en romperse una pierna en este hotel. Confío en que estas florecillas le alegrarán un poco en el lecho del dolor.
—Es usted muy amable, señora —agradeció Antoine.
—Si desea algo más, para estar más cómodo, no vacile en pedírmelo.
—Mis amigos cuidan muy bien de mí —dijo Antoine.
—Ya lo veo —admitió Eva, mirando sin aprecio a Susan—. Si desea dar alguna vuelta por ahí, tenemos una silla de ruedas en el sótano. Haré que dos de los mozos le lleven abajo. Tienen mucha práctica en estas cosas.
—Tal vez mañana —dijo Antoine—. Hoy no tengo muchas ganas de moverme.
—Lo comprendo. Michael, ¿puedo hablar un momento con usted?
Michael asintió con la cabeza.
—Antoine —dijo—, el médico declaró que tu fractura es limpia y sin complicaciones.
—Dale las gracias al médico por tan buena noticia —pidió Antoine—. Una fractura sucia sería una vergüenza para mí.
Susan puso otra cucharada de huevo entre los labios de Antoine, mientras Michael salía de la habitación detrás de Eva y seguía a ésta en el pasillo.
—Andreas te espera abajo para que le lleves a esquiar —indicó Eva, deteniéndose, cuando ya no podían oírles desde la habitación de Antoine—. A pesar de cuanto le dije sobre esta cuestión —añadió, amargamente—. Supongo que tampoco podré hacer que tú cambies de opinión.
—Temo que no —dijo Michael.
—Esta noche habrá más de un enfermo en este hotel —dijo Eva—. Yo no esquiaré esta tarde. Empezaré el traslado de nuestras cosas del hotel a la casa. Tus habitaciones están a punto. ¿Quieres trasladarte también hoy a ellas?
—Creo que, mientras mi amigo esté inmovilizado, será mejor que me quede aquí, por si me necesita.
—Tiene a esa chica.
—Ella vino aquí para unas vacaciones.
—¿Y para qué viniste tú?
—Por ti, querida —contestó Michael, contrariado por la animosidad del tono de Eva—. Y para la tranquilidad general del vecindario.
—No me hagas lamentar haberte conocido —replicó ella, en voz grave y tensa.
Después, se volvió y empezó a subir la escalera hacia el piso de arriba, haciendo repicar furiosamente los tacones sobre los peldaños.
Heggener esperaba de pie bajo el sol, delante del hotel, sosteniendo sus esquís y sus palos. Vestía pantalón azul marino de elegante corte, chaqueta gris y gorro de lana azul, cuya parte inferior podía bajarse hasta cubrir la parte baja de la cara y el cuello si arreciaba el frío.
— ¡Ah, Michael! —exclamó—. Hace una mañana tan espléndida, que querría tomar toda la cantidad posible de sol. Siento muchísimo lo de su pobre amigo. Temo que no podrá esquiar mucho este invierno.
—No, no podrá hacerlo —dijo Michael, cogiendo sus esquís y sus palos, que estaban apoyados en la pared—. Aunque quizá haya sido para bien.
Fueron en el «Porsche» hasta el pie del telesilla.
—Eva quería comprar un coche de éstos —explicó Heggener—, pero yo le hice ver que soy demasiado viejo para una cosa tan llamativa. Siempre me entristece ver a esos ancianos caballeros, con los blancos cabellos ondeando al viento, que tratan de parecer audaces jovenzuelos. Por doloroso que sea, hay que convencerse de que hay una edad para cada cosa, en particular, para los arreos de la juventud.
—Cuando cumpla los cuarenta —dijo Michael—, lo cambiaré por un sedán «Volkswagen» de cuatro puertas.
Heggener se echó a reír.
—No creo que tenga que preocuparse... todavía.
Una vez en la cima, Michael condujo a Heggener, despacio y con cuidado, por la pista más fácil. Heggener esquiaba con facilidad y estilo, dominando perfectamente sus movimientos. Cuando Michael se detuvo para que descansara, respiraba normalmente y su semblante no daba muestras de fatiga. Resultaba difícil pensar que el elegante y apuesto caballero había sido desahuciado por los médicos y no se había calzado unos esquís en dos años.
—Michael —dijo Heggener—, quisiera que me hiciese un favor. Dave Cully me ha dicho que era usted el mejor esquiador de fantasía del lugar. Saltos mortales, piruetas y otras cosas por el estilo. Ponen a este deporte una nota alegre que no se conocía cuando yo aprendí a esquiar. ¿Le importaría hacer una pequeña exhibición, sólo para mí?
En aquel momento estaban solos en la pista, y nadie, pensó Michael, podría acusarle de exhibicionismo. Se sentía fuerte y ágil, gracias a haber esquiado los días pasados, y la nieve era perfecta y no ofrecía peligro. Dio los palos a Heggener e inició el descenso, deslizándose de espaldas, dando vueltas y brincando; después, corrió en dirección a un banco instalado en el sendero de peatones y dio un salto mortal encima de él, abriendo los brazos y arqueando la espalda, como en un salto del ángel, y aterrizó con firmeza al otro lado, levantando un surtidor de nieve, y sonrió satisfecho. Heggener bajó esquiando hasta él.
—¡Señor! —exclamó Heggener—. ¡Ha estado magnífico! Podría haberse roto el cuello. Ahora comprendo que es muy arriesgado pedirle que haga algo... hum... fuera de lo corriente. Pero debo decir que ha puesto el matiz justo de audacia a esta mañana, y le doy las gracias por ello.
Sólo hicieron otro descenso. Michael no quería que Heggener volviese agotado al lado de su esposa, y, cuando dijo que dos carreras eran suficientes para el primer día, Heggener lo aceptó inmediatamente. Pero parecía satisfecho de sí mismo, tenía buen color en las mejillas y, desde el pie de la cuesta, contempló ávidamente a unos jóvenes que descendían la empinada pendiente del Caballero Negro y dijo:
—Cuando llegamos aquí, recorrí todas las pistas, incluida ésa. En realidad, era la que más me gustaba.
—Quizá más adelante —repuso diplomáticamente Michael—. ¿Cómo se encuentra? —preguntó, mientras regresaban en el coche al hotel.
—Como unas castañuelas —respondió alegremente Heggener.
Y Michael sintió súbita admiración, y algo más que admiración, por aquel hombre valeroso y complicado que se sentaba erguido a su lado, ocultando sus temores.
Jimmy Davis estaba en la habitación de Antoine, cuando subió Michael a ver cómo había pasado Antoine la mañana. Davis se estaba disculpando:
—Muchas veces le dije a mi mujer que teníamos que poner una luz más fuerte en aquella maldita escalera; pero ella decía que estropearía el ambiente. Como si algo pudiese estropear el ambiente de un viejo y destartalado local.
—No se preocupe, Mr. Davis —dijo Antoine, con magnanimidad—. Yo no miro nunca dónde pongo los pies, y soy muy propenso a los accidentes. —Se tocó la larga cicatriz de la mejilla—. Aquí está la prueba.
—Es usted un caballero, Antoine —repuso Davis—. Cualquier otro que hubiese sufrido una caída semejante, me habría reclamado una indemnización de al menos cien mil pavos.
—No me tiente, Mr. Davis —dijo Antoine—. ¿Qué tal te ha ido esta mañana con Mr. Heggener, Mike?
—Ha sido magnífico.
— ¡Cuánto lamento no haber podido acompañaros! —dijo Antoine.
—También nosotros te echamos en falta —replicó gravemente Michael.
—Escuche —dijo Davis a Antoine—, tal vez podría hacer algo por usted. Mejor dicho, por nosotros dos. Después de... de salir usted la noche pasada, muchas personas vinieron a decirnos, a mí y a mi esposa, que les había gustado mucho su manera de tocar el piano y de cantar. Me pregunto si querría usted hacerlo como un trabajo fijo..., digamos seis noches por semana, desde las diez hasta la una, más o menos...
—Puedo pensarlo —contestó Antoine, con aire reflexivo. Miró significativamente a Michael—. Quizá mi acrobacia haya sido una suerte disfrazada.
—El sueldo no sería muy elevado —se apresuró a decir Davis—, pero tendría la manducatoria gratis en el salón. Y, si ésta le produjese una úlcera de estómago, el tratamiento sería por cuenta de la casa. Además, hay un pequeño anexo en la parte de atrás, que empleamos como almacén, pero que podríamos arreglar para que se alojase en él. Y sólo por... —Pareció hacer un rápido cálculo mental—. Digamos setenta y cinco pavos. Apuesto a que paga muchísimo más en este palacio.
—Así es —admitió Antoine, sin mencionar el hecho de que era Michael quien pagaba su cuenta del hotel.
—Puede tocar con una sola pierna, ¿verdad? —preguntó Davis.
—Perfectamente —respondió Antoine.
—¿Cerramos el trato?
—¿Michael?
Antoine dirigió una mirada interrogadora a su amigo.
—La cosa tiene sus pros y sus contras —dijo Michael, para pinchar a Antoine—. Pero si Jimmy no te pide que rebajes la calidad de tus piezas...
—Mientras no haga que mis parroquianos se marchen al «Monadnock» —dijo Davis—, puede tocar lo que quiera. Y, si puede hacer que esa chica, Rita, cante alguna canción los fines de semana, habrá también algún dinerillo para ella.
—Bueno —dijo Antoine, como si le costase decidirse—, si la vista de un pianista con muletas no tiene que entristecer a sus clientes...
—Están acostumbrados a las muletas —dijo Davis—. Si no las viesen, pensarían que Green Hollow está perdiendo categoría. ¿Cuándo cree que podría empezar?
—¿Le parecería bien mañana por la noche, Mr. Davis?
—Trato hecho, Antoine. —Davis tendió una mano, y Antoine la estrechó—. Haré que esta tarde preparen su habitación —dijo, despidiéndose y sonriendo complacido, como si acabase de hacer un gran negocio.
—Bueno, Mike —dijo Antoine, cuando Davis se hubo marchado—, parece que he encontrado un hogar. Gracias a ti. Incluso es posible que te devuelva parte del dinero que me has adelantado. Aunque —se apresuró a añadir— esto no es una promesa. Y por una vez, Dieu mercü, no me han preguntado si tengo permiso de trabajo, si estoy sindicado, y cuál es mi número de la Seguridad Social y todas esas sandeces fascistas. Aunque quizás hice mal en dar mi verdadero nombre cuando llegué. Nada me habría costado inventar otro.
—Nadie se meterá contigo. Jimmy Davis está a bien con todo el mundo. Y sabe que ha conseguido algo muy barato. No dejará que te incordien..., bueno, al menos hasta que termine la temporada en abril.
—Por favor, no me recuerdes el mes de abril —repuso tristemente Antoine—. Me parece estar oyendo a Susan. Ésta aprendió la fábula de la cigarra y la hormiga en la clase de francés del instituto, y siempre que piensa que hago un disparate, como comprar localidades a un revendedor, a precio exorbitante, para llevarla al teatro, o invitarla a cenar en un restaurante francés donde te cobran como ladrones por un plato de sopa, le da por recitar: La óigale, ayant chanté tout l’été, se trouva fort dépourvue quand la bise fut venue. En puro inglés, esto significa que la cigarra, que soy yo, después de cantar todo el verano, se encontró a dos velas cuando llegó el invierno. Pero yo no puedo cambiar de carácter por el mero hecho de que una chica aprendiese un poemita tonto en el instituto. Además, su acento es en verdad abominable.
Michael se echó a reír.
—A propósito, ¿dónde está ella?
—Esquiando. Me abandonó a mi angustia con un descuidado movimiento de su bella mano. Si esa chica fuese tan aficionada al sexo como al esquí, sería una de las cortesanas más famosas desde los tiempos de Madame Pompadour. De todos modos, dijo que volvería para almorzar. Ahora que yo estoy inmovilizado, aprovechará mi estado para pasar el rato contigo.
—Confía en mí, mon vieux.
—Un hombre con una pierna fracturada no puede permitirse el lujo de confiar en alguien. Especialmente en un tipo de tu planta. Las mujeres maduras pueden querer a los inválidos, pero las jóvenes los desprecian.
—¿Es otra máxima francesa?
—Es una máxima de un hombre de mundo con experiencia, a saber, yo mismo. Te suplico que no te dejes pillar por ella en un momento de flaqueza.
—Antoine, nunca sé si hablas en serio o en broma.
—Mitad y mitad. Es parte de mi encanto. Como no soy bello, tengo que valerme de otros atributos. ¿Crees que un vaso de vino impediría que se soldasen mis huesos?
—Te enviaré una botella a la hora del almuerzo.
—Recuerda —dijo Antoine— que fui bueno contigo cuando estabas fuera de combate en el hospital, y que, sólo por amistad, disimulé mi asco cuando vi lo que le habían hecho a tu cara.
—Lo recordaré —prometió Michael—. Eternamente.
— ¡Si tuviesen un Beaujoláis decente —gritó Antoine cuando Michael cruzaba la puerta—, sería magnífico!
Aquella tarde, después del almuerzo, Michael esquió con Susan. Era divertido esquiar con ella, pues lo tomaba con mucha afición y era atrevida, y le entusiasmaban la velocidad, el tiempo radiante y las cambiantes formas de las montañas, con sus jirones de nubes bajas. Cuando hubieron terminado, se detuvieron en el bar «Monadnock» y tomaron té con ron oscuro.
—A veces me pregunto —dijo reflexivamente ella— si me sentiría feliz si pudiese esquiar todos los días de mi vida. Supongo que no —dijo, contestando a su propia pregunta—. Cuando veo personas cuya vida es unas largas vacaciones siento compasión por ellas. Cuando no se trabaja, las fiestas parecen penosas.
—A ti te gusta tu trabajo, ¿no?
—Lo adoro. El resultado no vale gran cosa; hacer que unas mujeres tontas piensen que puedo mezclar unos polvos mágicos o preparar un elixir que las convertirá en hermosas o, al menos, aceptables; pero lo hago bien, y siempre hay el elemento sorpresa: quizás un día descubriremos que transformará los patitos feos en cisnes. Valdría la pena, ¿no?
—Supongo que sí —admitió Michael.
La miró con atención. En la ciudad, era siempre como un anuncio ambulante de los productos con los que trabajaba; en cambio, hoy no llevaba ningún afeite, e incluso las uñas tenían su color natural.
—Veo que te has dado cuenta de que hoy soy una Jane vulgar —dijo, riendo—. Es que no quiero insultar a las montañas. —Se puso seria—. Tú no vas a quedarte aquí para siempre, ¿verdad?
—Cuando esquío, no estoy de vacaciones, sino trabajando —explicó Michael—. Me pagan por ello.
— ¡Oh, vamos! —exclamó ella, con impaciencia.
—En mi oficina había unos cuantos hombres que pensaban lo mismo que tú acerca de su trabajo. Aunque sabían que no tenía una importancia crucial para el mundo, y quizás adivinaban incluso que podía ser perjudicial en el esquema total de las cosas, les entusiasmaba lo que había en ello de desafío, y no sólo por el afán de ganar dinero. Mi jefe, cuando se emborrachaba, solía vanagloriarse de que, por las mañanas, le faltaba tiempo para correr a su mesa, y que ésta era como una «supercopa» diaria para él. Y tenía dinero más que sobrado para hacer cuanto le viniera en gana durante el resto de su vida, sin tener que preocuparse.
—No vas a decirme que acompañar a las damas en unas pistas suaves es un desafío para ti.
—No —confesó Michael—. Sólo espero y miro.
—¿Qué?
—A ver lo que pasa. —Hizo una mueca—. Naturalmente, si fuese un gran artista, o un poeta, o un gran atleta, o sólo me figurase que lo soy, pensaría que lo que hago es valioso, y sospecho que sería igual que mi jefe cuando se sienta a su mesa. O incluso como Antoine, que. hace algo que le satisface y que satisface a otros... Pero yo no soy nada de esto. Soy un manipulador de cifras de beneficio, de beneficio ajeno, aunque no es esto lo que realmente me preocupa. Después de doce años, tengo la impresión de que vivía en un vacío. Y, atrapadas en el vacío como yo, había quizás ocho millones de personas, girando vertiginosamente para hacer creer que el vacío no existía. Aquí, quizá por un par de semanas, quizá por un par de temporadas, estoy fuera del vacío. Pero, Susan —dijo, en tono ligeramente quejumbroso—, no deberíamos tener esta conversación después de una tarde como la que acabamos de pasar.
—Es verdad —admitió ella—. Deberías decirme que esquío maravillosamente, que soy muy hermosa y que no puedes vivir sin mí.
—Sí, debería decirlo —convino Michael, en tono bonachón—, pero un defecto de mi carácter me impide hacerlo.
—Mira, tú eres el único hombre de quien me encapriché alguna vez..., para emplear un simpático y anticuado eufemismo que disfrace mi lascivia esencial. —Rió entre dientes—. Y el único en el que no he causado mella. —Suspiró, melodramáticamente—. Bueno, a veces se gana y a veces se pierde. Sin embargo, si te imaginas que hay algo entre Antoine y yo...
—Antoine puede tener algo que ver con esto —la interrumpió Michael—, pero no tanto. Lo que pasa es que nuestros planes y nuestros destinos, los tuyos y los míos, no coinciden. Tal vez hace cinco años, antes de que me casara...
—Líbreme Dios de los hombres honrados. ¡Ah! Ésa es otra de las cosas de que quería hablarte. De los hombres honrados. Antoine no es uno de ellos. —Ahora hablaba seriamente—. Pensé que debías saberlo. Sé que es divertido, y que tiene talento, y que tú le consideras como una especie de payaso simpático, y que yo le acepto como a tal. Pero los payasos están muy bien en el circo, Michael. En casa, sus trucos pueden ser asquerosos.
—¿Antoine? —inquirió Michael, con incredulidad—. Es incapaz de matar una mosca.
—¡Qué poco le conoces! —exclamó Susan—. Te contará una historieta sobre el pobre, querido y divertido Antoine, que es incapaz de matar una mosca. Me lo presentó una amiga de la infancia, que estaba casada y tenía un hijo. Se enamoró de él, se lo dijo a su marido y se dispuso a pedir el divorcio, porque Antoine le había dicho que se casaría con ella. Ella le prestó dinero. Una cantidad considerable. No era rica ni mucho menos, y no podía permitirse tanta generosidad. Naturalmente, él no le devolvió un céntimo. La noche en que nos conocimos, él me llamó por teléfono, después de acompañarla a ella a su casa, y trató de que le invitase a la mía. Y, dos semanas más tarde, se marchó a París persiguiendo a otra mujer. ¿Qué te parece esto, como payasada?
—No muy divertido —contestó Michael, a media voz.
—Y cuando volvió de París..., habían pasado dos años..., me llamó y me pidió que me casara con él. Si quieres saber lo que realmente pienso, no lo hizo porque estuviese locamente enamorado de mi belleza, como no paraba de decirme, sino porque pensaba que, de este modo, podría nacionalizarse norteamericano.
—Siento que me hayas contado todo esto, Susan —dijo Michael.
—Diviértete con él —sugirió Susan—, pero no te comprometas por su causa. Ya has hecho demasiado por él en este pueblo. Y no te fíes de él.
—Has estropeado una tarde perfectamente hermosa, Susan —suspiró Michael—. Las personas deberían llevar un marbete en el dorso, en el que se explicase su contenido. Tendré que hablar de esto a alguien del Servicio de Control de la Alimentación en Washington.
—Y ahora, ¿quieres que te diga algo sobre el tema de tus relaciones con la formidable Mrs. Heggener? —inquirió ella, en tono de desafío.
—No.
—Me lo había figurado —dijo Susan.