16

 

 

Michael se estaba secando después de la ducha cuando llamaron a la puerta. Todavía mojado, se puso un albornoz y se dirigió a abrirla. Eva estaba allí, con aire resuelto, vistiendo una falda sencilla y un suéter.

—¿Puedo entrar? —preguntó.

—En realidad no estoy vestido para recibir visitas —respondió Michael, enjugándose los cabellos con una toalla.

—Será un momento.

Entró en la habitación, y Michael cerró la puerta, sintiéndose avergonzado, como la primera vez que ella había entrado en su cuarto, porque éste estaba completamente revuelto. Sus prendas de esquiar estaban tiradas de cualquier manera, con un calcetín sobre la cama y el otro en el suelo.

Eva le miró, muy seria.

—Estás haciendo algo imperdonable —le dijo.

—¿De qué estás hablando, Eva?

Tener un calcetín sobre la cama y el otro en el suelo podía ser prueba de descuido, pero difícilmente podía calificarse de imperdonable.

—Estás tentando a mi marido, diciéndole que puede volver a esquiar.

Si pudo caminar como lo hizo esta mañana... —empezó a decir Michael.

—Tendrías que verle ahora —le interrumpió ella, en tono acusador—. Está tumbado en la cama, pálido como la cera, ahogándose...

—Lo siento.

—Tienes motivos para sentirlo. Y te prohíbo que vuelvas a hablarle de eso.

—Eva... —replicó Michael—. No admito prohibiciones de nadie. Ni siquiera de ti.

—Le matarás —dijo ella, lisa y llanamente.

—Lo dudo. En todo caso, es un hombre mayor y muy inteligente, sabe mejor que tú y que yo lo que le conviene, y a él le incumbe tomar las decisiones. Por mi parte, pienso que un poco de esquí, practicado con moderación, le sentaría bien, si no físicamente, al menos desde un punto de vista psíquico.

—Hasta ahora —dijo Eva, con sarcasmo— disimulaste muy bien tu calidad de psiquiatra. Has hablado dos veces con él y te imaginas que le conoces. Yo llevo doce años casada con él y te aseguro que te equivocas. Hablas de un poco de esquí, practicado con moderación, y esto demuestra tu ignorancia. Él no hace nada con moderación, y nunca lo hizo. Y, a sus años, no va a cambiar. ¿Vas a decirle que lo has pensado mejor y que debe seguir los consejos de los médicos y de su esposa, o bien...?

—Escucha —le interrumpió Michael—. Quizás hice mal en sugerírselo, pero, ahora que se le ha metido la idea en la cabeza, esquiará de todos modos, conmigo o con otro cualquiera. Quizá no le conozca tan bien como tú, pero tengo la impresión de que cuando decide algo...

—¡Qué estupidez! —exclamó ella, y no se refería a su marido—. ¡Qué estupidez! Yo pensaba que, después de lo que ha habido entre nosotros, sentirías que me debías algo; tal vez no mucho, pero algo.

—No nos debemos nada —replicó Michael, irritado—. Ni tú a mí, ni yo a ti.

—Lo tendré en cuenta —dijo Eva, en tono amenazador.

Llamaron discretamente a la puerta.

—Tienes visita —observó Eva. Discutiremos esto en otro momento.

Michael se dirigió a la puerta, dejando a Eva plantada en medio de la habitación. Abrió y se encontró con Susan Hartley, en traje de esquí y revueltos los rubios cabellos por el viento de la montaña.

—¡Hola, encanto! —le saludó y besó a Michael antes de ver a Eva Heggener detrás de él—. ¡Oh...!

—No se preocupe —terció Eva—. Precisamente iba a marcharme. Deseo que se haya divertido esta mañana en las pistas. —En un abrir y cerrar de ojos, se había transformado en la dueña del establecimiento; pero su voz era fría—. Lleva un lindo conjunto. —Susan llevaba un traje de esquí completamente blanco—. El color le sienta muy bien. —Su tono daba a entender que el color le sentaba fatal—. Y ahora, les dejo. Supongo que tendrán muchas cosas que contarse.

Salió muy tiesa de la habitación. Michael cerró suavemente la puerta detrás de ella.

—¿He interrumpido algo? —preguntó Susan.

—Una discusión médica —respondió Michael—. Nada importante.

—Bonita habitación. Con chimenea y todo. —Se estiró, satisfecha—. ¡Qué mañana tan espléndida! Me siento como nueva. ¿No lo ves?

—La blanca flor de la montaña.

—¿Merece tu aprobación?

—Sin reservas.

—No así la hermosa dama. Quiero decir que ella no me aprueba —observó, con un mohín.

—No saques conclusiones precipitadas.

—Advertí en ella un aire de... de dominio.

Susan le miró de reojo, sonriendo a medias.

—Su marido es el dueño del hotel —explicó secamente Michael.

—Lo sé. Pero no fue esto lo que percibí. Olí un idilio.

—Tú olerías un idilio en una faja ortopédica. Esa dama no tiene nada de romántica. Estoy a sueldo de ella. Soy su profesor de esquí.

—Hay profesores y profesores —comentó Susan, riendo con campechanía—. Estoy esperando algo.

—Vamos a almorzar dentro de poco.

—No es eso lo que espero.

Se acercó a él, exagerando su coquetería y parpadeando desaforadamente. Susan la estaba gozando; esquiando en el monte y flirteando en casa.

—Ya te besé en la puerta —dijo Michael.

—Como un hermano —repuso Susan, acercándose más—. No fue bastante. Piensa que he viajado millas y millas en la noche, sobre la nieve y la escarcha...

Abrió los brazos. El la abrazó, la besó ligeramente en la boca y, desagradablemente consciente de que estaba desnudo debajo del albornoz, se apartó.

—¿Ha estado bien así?

—Bien —respondió Susan—. Al menos, mejor. ¿Vas a invitarme a sentarme?

—Considérate en tu casa.

Ella se dejó caer en un sillón.

—Tengo las piernas como spaghetti. Es terrible ver cómo se envejece desde el final de una temporada de esquí hasta el principio de la siguiente.

—Susan —dijo Michael, plantándose delante de ella—. Tengo que hablarte seriamente.

Susan suspiró con fingido desconsuelo.

—Prefiero que los hombres me hablen con frivolidad.

Michael prescindió de este comentario.

—Tengo entendido que Antoine y tú no sois más que amigos.

—Eso lo sabe todo el mundo. ¿Tienes algo nuevo que decirme?

—Él me ha dicho que está al borde de la demencia por tu causa.

—De la demencia. Sólo trata de mejorar su vocabulario inglés.

—No trataba de mejorar nada —replicó Michael—. Me enviaba un mensaje.

Susan se encogió de hombros.

—Entonces, que lo meta en una botella y lo eche al mar. Yo no estoy loca por él.

—Cuando descifré el mensaje —explicó Michael—, ¿sabes lo que oí?

—No me interesa —replicó Susan, bostezando.

—Oí: «La amo —insistió Michael—. Por favor, no hagas nada que le impida a ella amarme.»

—También yo he recibido hoy un mensaje —dijo Susan—. Hace un momento. En esta misma habitación. El mensaje procedía de la dueña de la casa. «Mr. Michael Storrs está comprometido. ¡Fuera manos!»

—Tonterías —replicó Michael.

—Jamás oí unas «tonterías» menos convincentes en labios de un hombre. ¿No te has dado cuenta de que eres el niño mimado de las damas? —inquirió ligeramente Susan—. ¿O estás tan hastiado de tu belleza y de tu encanto que ni siquiera adviertes las redes que te tienden?

—No quiero discutir contigo. Será mejor que te vayas. Tengo que vestirme para el almuerzo.

Ella se arrellanó en el sillón y encendió un cigarrillo.

—No te preocupes por mí. No será la primera vez que veo cómo se viste un hombre.

—Estoy seguro de ello, pero...

Hubo una fuerte llamada a la puerta.

—Estás muy atareado esta mañana, ¿no? —observó Susan, sonriéndole—. ¿No necesitas una secretaria?

Michael fue a abrir la puerta, ciñéndose el albornoz. Antoine estaba plantado allí, sosteniendo una botella de champaña y dos copas. Michael advirtió lo del champaña con desagrado. Cuando había dicho que correría con los gastos de Antoine hasta la Navidad, no había pensado que estuviese incluido el champaña por las mañanas.

Antoine entró alegremente en la habitación, pero se detuvo en seco al ver a Susan.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Qué pronto has vuelto! Pensé que podíamos celebrar nuestro encuentro, Mike. Veo que falta una copa. —Se dirigió a la puerta—. Iré a buscar otra...

—No hace falta —replicó Michael—. Hay un vaso en el cuarto de baño.

Oyó la acusadora voz de Antoine.

—Susan, dijiste que no volverías hasta el anochecer. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Qué te imaginas que estoy haciendo? —dijo tranquilamente ella—. Estaba aprendiendo a hacer giros paralelos.

—¡Ya! —repuso Antoine, muy afligido.

Trataba inútilmente de descorchar la botella de champaña cuando volvió Michael del cuarto de baño con un vaso.

—Trae —dijo éste, tomando la botella de las manos de Antoine—. Yo lo haré.

Abrió fácilmente la botella. El corcho saltó, y brotó un chorro de espuma.

—Tiene la fuerza de diez hombres —comentó Susan, en tono burlón, poniéndose en pie—, porque su corazón es puro.

Michael sirvió el champaña y levantó su vaso.

—Por una gruesa capa de nieve y días de sol —brindó. Miró fijamente a Susan—. Y por los mensajes —añadió.

Susan le miró con gazmoñería y se llevó la copa a los labios con las dos manos, como una niñita bebiendo cándidamente la leche de la mañana.

Después del almuerzo, Michael llevó a Antoine al pueblo para equiparle, mientras Susan subía a su habitación para echar la que llamaba siesta de la belleza.

—Bueno —dijo Michael a Antoine, al bajar éste de su habitación con su nuevo traje y las altas botas de plástico—, al menos ahora pareces un esquiador.

Le condujo a un pequeño sendero que subía a una pequeña elevación detrás del hotel. Partiendo de la cima del montículo, había una suave pendiente, bien cubierta de nieve, que no podía verse desde el hotel y terminaba en un bosquecillo situado a unos setenta metros. Se pusieron los esquís, y Michael dijo:

—Bien; inicia el descenso.

Antoine empezó a deslizarse, inseguro. Michael pudo ver que no le había mentido: había esquiado antes. Pero no con frecuencia. Tenía el cuerpo completamente rígido, como si acabase de salir del congelador de un frigorífico; los esquís estaban demasiado separados y poco seguros, y mantenía los brazos inmóviles, como una estatua. A los diez metros, se cayó. Michael se acercó a él y le miró compasivamente, despatarrado sobre la nieve.

—¡Dios mío! ¿No puedes siquiera mantenerte en piel

—Es que eso resbala —repuso tristemente Antoine.

—Para eso se hicieron los esquís.

Ayudó a Antoine a levantarse. Antoine sudaba ya copiosamente.

—Ahora, fíjate en mí —dijo Michael, esquiando despacio y haciendo dos giros. Después, se volvió y gritó—. Con soltura, con soltura, y juntando los esquís. —Después, exclamó—: ¡Jesús! —al ver que Antoine caía de nuevo.

—Piensa —dijo Antoine, poniéndose trabajosamente en pie— que es mi primer día.

—¿Desde cuantos años? —dijo Michael—. ¿Cuarenta?

—Tuve un sargento en el Ejército francés —se lamentó Antoine— que, comparado contigo, era como una madre para mí.

Con una mirada resuelta en el semblante, empezó a bajar de nuevo. Se tambaleó, sus brazos trazaron grandes círculos en el aire, perdió el control de un esquí y pareció que iba a rajarse por la mitad; se incorporó de nuevo y se arrodilló, en el momento en que un niño, quizá de unos nueve años, bajaba esquiando sin palos desde la cima del montículo, se detenía y miraba a Antoine, que seguía arrodillado como en la iglesia. El niño sonrió ampliamente.

—¡Eh, tú! —le gritó Michael—, ¡Lárgate de aquí!

Y el chico, acentuando su sonrisa, desapareció velozmente.

—Es inútil —dijo Michael, sin preocuparse ahora de ayudar a Antoine a levantarse.

—Si hubiese tenido una pistola, habría matado a ese pequeño bastardo.

—Es inútil —repitió Michael.

—Recuerda que tengo dos semanas —repuso Antoine.

—No lo conseguirías en dos años.

—Estás minando mi confianza —dijo Antoine.

—Es lo menos que puedo hacer por ti —dijo Michael, rascándose pensativamente la cabeza.

—Escucha, Mike... —empezó Antoine.

—¡Cállate! —gritó Michael—. Estoy pensando. Tratando de ver si puedo hacer algo por ti, que no sea embarcarte con rumbo a Francia. Si Cully no espera dos semanas para ver cómo esquías y viene a buscarte mañana, como es muy probable, todo se habrá acabado en diez segundos.

—No seas tan pesimista, Mike.

—He dicho que te calles. Déjame pensar. —Michael trazó un pequeño círculo en la nieve con la punta de su palo—. Nunca hice una cosa así en mi vida, Antoine —dijo—, pero voy a proyectar y a inducirte a un delito, o al menos a una falta. Te diré lo que vas a hacer. Escúchame con atención. Esta noche iremos al bar más concurrido de la población. Allí se reúnen los profesores de esquí y los muchachos más arrojados del pueblo. Te presentaré como el proyectil francés...

—No hace falta exagerar —dijo Antoine, con inquietud.

— ¡Silencio! El bar está en la planta baja, pero hay una especie de galería en uno de los lados de la casa, donde está el lavabo de caballeros y a la que se sube por un tramo de escalones. Cuando llegue el momento, te haré una señal y subirás la escalera. Entrarás en el lavabo, y, cuando salgas de él y empieces a bajar resbalarás...

—Mike, no te dejes llevar por tu imaginación, te lo suplico —dijo Antoine, en tono quejumbroso.

—¿Quieres un empleo o no lo quieres?

—Estoy en tus manos —aceptó Antoine, con resignación—. Resbalaré.

—Y rodarás hasta el pie de la escalera.

—Si me lesiono las manos, no podré volver a ganarme el pan en mi vida.

—Procura apartarlas del suelo. Cuando llegues al pie de la escalera, lanzarás grandes gemidos de dolor. Te agarrarás el tobillo. Y dirás, jadeando, que crees que te has roto una pierna. Entonces, yo diré que voy a llevarte a un médico. Pero no lo haré...

—Se diría que esto te divierte —observó Antoine, con aire de reproche—. No tienes sentimientos humanos.

Michael continuó, implacable:

—Te llevaré al hotel, donde tendré preparadas unas vendas, y te escayolaré el tobillo. Te pondré tanta escayola que parecerá un globo. Susan tendrá que seguir la comedia. Dile que la estrangularás si se le escapa la risa. Cada noche, durante dos semanas, te sacaré del hotel y te daré lecciones. Sólo en caso necesario, confiaré el secreto a Cully en el último momento. Creo que en dos semanas estarás en condiciones de enseñar a los niños, aunque tendrás que resignarte a desabrocharles los pantalones cuando tengan ganas de hacer pipí y a volvérselos a abrochar cuando hayan terminado.

—No me gusta tu sonrisa, Michael —dijo Antoine.

—Cully es amigo mío y quizá tenga sentido del humor —prosiguió Michael—. Y necesita instructores. Si perfeccionas tu actuación, es probable que te acepte. Pero si no te aprueba dentro de dos semanas, y no encuentras trabajo como pianista, tendrás que decir que te está esperando un trabajo en la ciudad y largarte de aquí. ¿Compris?

—Eres un bastardo, Mike, ¿no lo sabías?

—Al contrario; soy tu amigo. Estoy tratando de impedir que te detengan por falsedad y estafa. Y ahora, sube esa insignificante cuesta y procura bajarla sin hacerte pedazos.

—Estoy agotado.

—Más lo estarás dentro de una hora —replicó hoscamente Michael—. Y recuerda que la idea fue tuya.

Antoine gruñó y empezó a subir trabajosamente la pequeña cuesta.

 

 

El bar se llamaba «Chimney Corner». Era un lugar agradable, donde todos hablaban con todos. Michael lo había frecuentado de buen grado aquel lejano invierno en que había pasado sus vacaciones en el lugar, al terminar sus estudios. Las vigas del techo y los paneles de madera de las paredes habían sido oscurecidos por el humo a lo largo de los años, y las fotografías de esquiadores famosos del pasado, colgadas encima de la gran chimenea, parecían recordatorios de una América mucho más joven. Todos los que estaban en la barra o sentados alrededor de las mesas parecieron terriblemente jóvenes a Michael, el cual calculó que aventajaba al menos en diez años a cualquiera de los presentes. En un rincón había un tocadiscos, por fortuna silencioso, y un viejo piano al lado de la chimenea. Al sentarse con Michael y Susan a una mesa, Antoine contempló con aprensión el tramo de escalera que conducía a la galería.

Jimmy Davis, el dueño del bar, con quien Michael había bebido en muchas largas veladas de invierno, se acercó a ellos, y Michael hizo las presentaciones.

—¿Qué tal va tu esquí? —preguntó Michael.

Habían esquiado muchas veces juntos. Davis estaba gordo, pero muy ágil, e incluso en las peores condiciones atmosféricas se mostraba animoso.

—¿Mi esquí? —repitió Davis—. Casi ha dejado de existir. Mi esposa me convenció de que debíamos servir almuerzos, y, aunque me pregunto si alguien paga lo que vale la comida que les ofrezco, estoy en vías de ganar mi primer millón. Esto me tiene atado aquí. Pero me escaparé una tarde o dos, si no puedes encontrar un loco que quiera seguirte. Y ahora, ¿qué tomarán la señora y los caballeros? La primera ronda es por cuenta de la casa.

Pidieron whisky, y el propio Davis se lo sirvió.

—¿Está afinado el piano? —preguntó Michael.

—No sabría decirlo —respondió Davis—. Nadie lo ha tocado aún este año. ¿Por qué? ¿Quiere darnos un concierto?

—Mi amigo Antoine podría tocarnos una pieza. Es un famoso pianista francés.

—Sea bien venido —dijo Davis a Antoine—. Un famoso pianista francés es quizá lo que necesitamos para dar lustre a este local.

El salón se estaba llenando, y Michael dijo:

—Jimmy, ¿has implantado aquí una nueva norma? La de que no está permitida la entrada a los mayores de veinte años, después de las diez...

Davis rió entre dientes, con cierta tristeza.

—Es verdad; cada día son más jóvenes los que vienen. O al menos, así nos lo parece a los viejos como nosotros. Lo malo es que son más camorristas que antes. Yo tengo que guardar un bate de béisbol recortado debajo del mostrador para preservar el orden.

Los dejó, para volver a la barra y ayudar al mozo a servir bebidas.

—Esa escalera parece empinada, Mike —señaló Antoine.

—Te lo parecerá menos cuando hayas tomado un par de copas. Ten confianza.

—Ni siquiera me gusta el sabor del whisky —se lamentó Antoine.

—Ve y toca algo —le dijo Michael—. Te aplacará los nervios.

Saludó con la mano a Annabel Fenstock, que entraba en aquel momento con un muchacho que no parecía tener más de dieciocho años.

Rita y un joven que, según pensó acertadamente Michael, era su hermano mayor, entraron también en el local, y Michael les hizo señas para que se acercasen. Rita presentó a su hermano, Eliot, y saludó con bastante timidez a Susan y a Antoine, a los que había servido la comida al mismo tiempo que a Michael.

—Sentaos, sentaos —invitó Michael, moviendo un poco su silla para que Rita y su hermano pudiesen acomodarse—. Habéis llegado a tiempo. El famoso pianista francés va a hacer su primera interpretación sobre el nivel del mar.

—Todavía no estoy de humor para esto —dijo Antoine.

No lo estaba pasando nada bien, e hizo una mueca al sorber su whisky.

Una camarera se acercó a la mesa; Rita pidió una «Coca Cola», y su hermano, una cerveza. Eliot era un muchacho robusto, y su cara guardaba un inconfundible parecido con la de su hermana, pues tenía grandes y claros los ojos, recta la nariz, de ventanas pronunciadas, y grande y resuelta la boca. Sus cabellos, como los de ella, eran muy crespos, y su aspecto, pensó Michael, recordaba las fotografías de Muhamad Alí, cuando Muhamad Alí era conocido por Cassius Clay. Llevaba una chaqueta de cuero, que se combaba sobre los fuertes músculos de los hombros. Debajo de ella llevaba un suéter con las iniciales del instituto municipal. Michael presumió que la había ganado jugando al rugby.

—¿Has hablado ya con Swanson para que te entrene? —preguntó Michael a Rita.

—Me ha citado para mañana por la mañana —contestó Rita.

Michael se volvió hacia Eliot.

—Tu hermana es una buena esquiadora —dijo—. Pero dice que tú eres mejor que ella.

—Soy mayor; eso es todo —explicó Eliot.

—¿Por qué no te inscribes también en los concursos?

Eliot meneó la cabeza.

—Mis piernas valen demasiado para mí —dijo—. Tengo una beca para practicar atletismo en Dartmouth, y he de empezar en setiembre. Si esquiase, podría hacerme daño. Además, según dice mi padre, la montaña tardará cincuenta años en aceptar concursantes negros, y yo prefiero ir a lugares donde mis hermanos sean bien recibidos. —Hablaba claramente, sin tapujos—. Si quiere que le diga la verdad, Mr. Storrs, aconsejé a Rita que desistiese de esto.

—¡Oh, Eliot...! —exclamó Rita—. Pensaba que ya habíamos discutido esta cuestión.

—He visto demasiados antiguos corredores en este pueblo —prosiguió Eliot, prescindiendo de su hermana—; hombres y mujeres, que siguen empeñados en demostrar de alguna manera que aún tienen facultades, que no han perdido su empuje. Como ese tipo de allí. —Señaló el mostrador, donde Williams, único propietario de la «Green Hollow Hang Gliding School», estaba tomando una cerveza—. Tuvo media temporada buena en la pista de descenso de los juniors, pero se rompió el espinazo; estuvo a punto de quedarse paralítico, y ahora predica el vuelo en ala delta. He oído decir que usted ha practicado también ese deporte, Mr. Storrs, y supongo que debe de ser emocionante eso de flotar sobre una población; pero Williams me preguntó si quería probarlo, y le respondí que no se había hecho para mí. El hecho de ser negro y estar en América tiene ya para mí bastantes emociones; gracias.

—Eliot —dijo Rita—, pensé que veníamos aquí a pasar un buen rato.

—Yo lo estoy pasando en grande —repuso Eliot, apurando despacio su cerveza y haciendo una seña a la camarera para que le trajese otra.

—Si bebo más de eso, acabaré mareado como un perro —dijo Antoine, apartando su vaso.

Se levantó, se dirigió al piano y tocó unos acordes.

—¿Vais a creerlo? —comentó—. Está afinado.

Y empezó a tocar, bajito al principio, y después más fuerte, al menguar el ruido del local e interrumpir la gente sus conversaciones para escucharle.

Tocó Stormy Weather, porque sabía que a Michael le gustaba esta canción, y Michael, para corresponderle, llamó a la camarera y le dijo:

—Sirve una limonada al pianista.

Rita empezó a mecerse lentamente en su silla, al compás de la música, y canturreó la letra. Tenía una voz clara y natural, y Michael y Susan la escuchaban complacidos.

—Rita —solicitó Michael—, levántate y canta con él.

—¿Cree que debo hacerlo...? —inquirió Rita, vacilando—. ¿No se enfadará su amigo?

—Le encantará. ¡Adelante, adelante!

—Bueno, si usted lo dice...

Se levantó y se acercó al piano, y empezó a cantar. Antoine la miró un momento con recelo, pero después asintió con la cabeza y acomodó el tono a la voz de contralto. Después de unos compases ligeramente vacilantes, Rita adquirió confianza y cantó con brío, coreada al final por Antoine con un acento virginiano francés. Cuando terminaron, sonaron fuertes aplausos en el local, y Antoine se levantó del piano y tendió la mano a Rita. Ambos volvieron a la mesa. A Rita le temblaban las manos, pero una amplia sonrisa infantil iluminaba su semblante.

—Mi querida señorita —dijo Antoine—, es usted toda una cantante, ¿sabe? Tendríamos que actuar juntos. Asombraríamos a los indígenas con nuestro talento combinado.

—No se burle, por favor.

—Hablo completamente en serio —aseguró Antoine—. Tiene una voz deliciosa. ¿Probamos otra vez? ¿Qué le gustaría cantar?

Rita miró interrogadoramente a Eliot. Éste no había aplaudido y tenía fruncido el ceño. Estaba claro que no aprobaba que su hermana pequeña se exhibiese en un bar.

—Tal vez otra noche, Antoine —dijo Rita—. Cuando hayamos podido practicar un poco.

Jimmy Davis se acercó, radiante, a ellos.

—Oigan —dijo—, eso ha estado muy bien. Si lo hacen un par de noches más, tendré que poner un gran cartel en la puerta que diga: «El mejor espectáculo del lugar. The Chimnay Comer, The Hot Piano Bar.»

—Creo que todavía no le quitaré el sueño a Ella Fitzgerald, debido a mi competencia —comentó Rita, riendo por lo bajo.

Después, agachó la cabeza y sorbió su «Coca-Cola».

Michael tocó a Antoine con la rodilla, debajo de la mesa.

—Ahora —murmuró.

—Quizá debería tocar otra pieza... —dijo Antoine, con inquietud.

—Ahora —le susurró Michael.

—Perdonadme un momento, amigos —dijo Antoine.

Se dirigió despacio a la escalera y subió, deteniéndose en cada peldaño. Michael vio que se introducía en el lavabo de caballeros. Pasaron casi cinco minutos antes de que aparecíese en lo alto de la escalera, y Michael estuvo a punto de ir a su encuentro y hacerle desistir. Antoine hizo una larga y profunda aspiración y empezó a bajar. Entonces se agarró a la barandilla, se torció y se soltó. El sorprendente ruido que armó al rodar por la escalera hizo que todo el mundo enmudeciese de pronto.

Antoine se detuvo en el último peldaño, encogiéndose y chillando, con un arte que Michael consideró admirable.

—¡Mi pierna! —gritó Antoine—. ¡Me he roto la pierna!

Michael se levantó de un salto, al mismo tiempo que Susan, y se arrodilló junto al dolorido Antoine.

—¡Magnífico! —murmuró, mientras tocaba la pierna de Antoine, simulando buscar la fractura—. Te felicito. Ha sido lo que yo llamaría una caída auténtica, chico.

—¡Y tan auténtica! —exclamó Antoine, retorciéndose—. ¡La pierna está rota, bastardo!

Michael pasó la mano sobre la pierna de Antoine. Justo sobre el tobillo, localizó la fractura.

—¡Dios mío! Es verdad —exclamó Michael—. ¡Idiota! Rita —dijo a la muchacha, que había corrido a la escalera detrás de él—, llama a una ambulancia. Tú quédate quieto, Antoine, y…

Pero Antoine no le oyó. Se había desmayado.