A partir de 1911, después de la promulgación de la Ley del Candado, el Gobierno moderó su actitud anticlerical. Los debates en el Congreso sobre la cuestión religiosa bajaron notablemente de intensidad y los disturbios antieclesiásticos prácticamente desaparecieron. La tensión se redujo en unos momentos en que ya se vislumbraba el peligro de que estallara un enfrentamiento civil generalizado a causa de la radicalización del problema.
Entre las diferentes razones que facilitaron la pacificación cabe recordar la menor actividad de las logias masónicas —especialmente las catalanas— que en los últimos años habían desarrollado una intensa campaña política y habían estimulado el debate público sobre la conveniencia de la laicidad. El inicio de largas discrepancias entre la Gran Logia Simbólica Regional Catalana Balear y el Gran Oriente Español, sumadas a la confusión creada por la ejecución de Ferrer i Guardia, con los consiguientes debates internos en torno a su verdadera afiliación y a la oportunidad o inconveniencia de haber favorecido un descrédito público de la ideología anarquizante que defendía, representaron, ciertamente, un punto de inflexión importante en la trayectoria de la masonería en España.
Sin embargo, la reducción de las tensiones no significó, lamentablemente, una señal de resolución del litigio. Por el contrario, supuso el inicio de un complejo período de veinte años que determinó un modelo de sociedad polarizada políticamente y en la cual la cuestión religiosa no fue un factor de conciliación sino, acaso, de división. La proclamación de la República pudo ser una oportunidad histórica de superación de esta fractura social pero, desafortunadamente, los caminos de la esperanza derivaron en caminos en llamas.
Las dos décadas silenciosas presentan tres fases claramente diferenciadas que veremos a continuación.