ANDALUCÍA
La división eclesiástica de las tierras andaluzas está vertebrada a partir de dos archidiócesis, la occidental de Sevilla y la oriental de Granada. Las diócesis sufragáneas de la de Sevilla han variado a lo largo de la historia. Si en 1936 comprendía las de Cádiz, Córdoba y Badajoz, en la actualidad, segregada la de Badajoz para formar parte de la Provincia Eclesiástica de Mérida-Badajoz, comprende las dos restantes más las de Huelva y Jerez, de nueva creación. A todas ellas debe sumarse siempre las Canarias y los enclaves de Ceuta y Melilla. Las diócesis dependientes de Granada se corresponden con las provincias andaluzas de Jaén, Almería y Málaga más la murciana de Cartagena y la de Guadix, que ocupa la zona oriental de la provincia de Granada.
Todas ellas, las diócesis granadinas, registraron episodios de persecución religiosa. Por el contrario, en la archidiócesis sevillana sólo Córdoba registró episodios de violencia anticlerical. Las restantes, en función de la secuencia de la guerra, quedaron desde el primer momento en la zona dominada por los militares insurgentes y sometidas, por tanto, a una represión de signo distinto. En rigor, cabe precisar que en la zona occidental de la de Sevilla, en territorio de la actual diócesis de Huelva fueron asesinados un total de veinticuatro sacerdotes diocesanos.
Arzobispado de Granada
La metropolitana de Granada contaba en 1931 con 246 parroquias y 312 santuarios o ermitas. Para atender a una población superior al medio millón de habitantes, la diócesis disponía de 1.617 eclesiásticos, de los cuales 457 eran sacerdotes diocesanos, 140 seminaristas, 68 pertenecían a órdenes religiosas masculinas y casi un millar a las femeninas.
Granada fue la diócesis menos castigada de la Provincia Eclesiástica. Del total de sacerdotes fueron víctimas de la represión antirreligiosa un 10%, 43 de ellos.
El precedente de la «sanjurjada» determinó que en Granada se produjeran los incidentes anticlericales más importantes del primer bienio republicano. También en 1933, especialmente en el barrio de Albaicín, la FAI arremetió de nuevo contra la Iglesia. Estos precedentes, sumados a los disturbios ocasionados en febrero de 1936 por el temor de las izquierdas a un fraude de las derechas, provocó, como preludio al estallido de la guerra y la revolución, un grado mayor, si cabe, de fractura social que en el resto de España, dando lugar, ya en el mes de julio, a enfrentamientos armados y a un anticipo en la quema de iglesias.
Iniciada la insurgencia militar, la guarnición de Granada apoyada por grupos de falangistas se hizo con el control de la ciudad dando inicio a una época de represión que llegó a provocar las protestas del arzobispo Agustín Parrado.
En el territorio granadino controlado por la República se produjeron episodios de violencia anticlerical estimulados no sólo por los comités locales, sino también por los numerosos grupos de obreros que, huyendo de la ciudad, buscaron refugio entre las montañas de Sierra Nevada.
Sin embargo, el episodio más significativo tuvo lugar en Motril, en la costa mediterránea. En esta ciudad residía una comunidad agustiniana. Hasta el 25 de julio pudieron llevar una vida discretamente normal. Aquel día, la llegada de milicias malagueñas revolucionó el ambiente. A su paso por el convento obligaron a los religiosos a seguirles en dirección al puerto hasta llegar a la ermita de Nuestra Señora de la Cabeza. Una vez allí les aplicaron el sistema de la «ley de fugas», es decir, los mataron por la espalda después de haberlos dejado aparentemente en libertad. En el tiroteo resultaron muertos cinco miembros de la comunidad.
Al día siguiente, las patrullas invadieron la iglesia dando muerte en su recinto al párroco, Manuel Martín Sierra, y a un religioso agustiniano que el día anterior se había refugiado en la casa parroquial.
Sólo quedó con vida Vicente Soler, ex general de la orden. Estuvo encarcelado hasta el 15 de agosto, fecha en que fue fusilado.
Diócesis de Guadix-Baza
La pequeña diócesis de Guadix contaba en 1931 con 130.000 habitantes. Eclesiásticamente, el territorio estaba organizado en 80 parroquias y una cifra ligeramente superior de ermitas o santuarios. El censo indica que ejercían su ministerio en este obispado 170 sacerdotes —130 en 1936—; en su seminario estudiaban 101 jóvenes; las órdenes masculinas acogían sólo a once religiosos, mientras que las femeninas disponían de más de cien monjas.
En esta demarcación fueron asesinados veintidós sacerdotes, un porcentaje inferior, por tanto, al 20%.
El caso más significativo afectó al obispo Manuel Medina Olmos que, nacido en Lanteira en 1869, había cursado el doctorado en teología en Granada. Durante veintitrés años había dirigido el Colegio del Sacromonte y en mayo de 1928 había sido consagrado obispo de Guadix-Baza.
En vigilias del 18 de julio se encontraba de visita en Granada. El 16, desoyendo los consejos de muchos, retornó a su ciudad episcopal. Una vez allí, a pesar de los peligros evidentes que corría su vida, renovó su negativa a abandonar el lugar.
El 27 de julio, una comisión formada por el alcalde, dos carabineros, dos militares y dos civiles procedentes de Almería se personaron en el palacio para proceder a un registro exhaustivo. Una vez terminado, el obispo fue detenido y, en compañía de otros tres religiosos, trasladado en tren a Almería donde, a instancias del gobernador civil, residieron en la vivienda del vicario episcopal junto con el obispo almeriense, Diego Ventaja, hasta el 12 de agosto. En esa fecha, ya en calidad oficial de detenidos, los clérigos pasaron al convento de las Adoratrices, donde se les sumaron dos jesuitas almerienses. Al cabo de doce días el periplo continuó: en esta ocasión los eclesiásticos ya fueron puestos a disposición del barco prisión Astoy Mendi. Finalmente, el 29 de agosto el capitán del barco, con la justificación de un enésimo traslado, mandó elaborar una lista de clérigos. Al día siguiente, 30 de agosto, éstos fueron conducidos en una camioneta hacia el municipio de Vícar. Allí, cerca del cortijo El Chisme fueron asesinados. En total, además de los dos obispos, se fusiló a seis sacerdotes y ocho civiles. Sus cuerpos, rociados con gasolina, fueron calcinados y enterrados en una fosa común.
En los días siguientes al del asesinato de los dos prelados continuó la «saca» de la cárcel flotante. En la noche del 30 al 31 de agosto fueron fusilados otros 31 detenidos. Entre ellos había un jesuita, un dominico y el magistral de la catedral. En esta ocasión el paraje escogido fue un pozo del término de Tabernas, conocido con el nombre de La Lagarta, de cuarenta metros de profundidad y situado a unos dos kilómetros de la carretera. El trayecto a pie, en plena oscuridad, debió de ser un verdadero via crucis para los condenados. Pero, en cambio, las patrullas encontraron en el lugar las condiciones ideales para practicar la limpieza que se habían propuesto: era discreto y al caer los cuerpos ya ejecutados al vacío les ahorraba el episodio embarazoso del tiro de gracia y el peligro de posibles fugas.
Las «sacas» se repitieron los días 1, 14 y 25 de septiembre. En la exhumación posterior de los cadáveres se extrajeron de este pozo cuarenta y cuatro cuerpos, y del pozo denominado Cantavieja, ochenta.
Diócesis de Almería [205]
El obispado de Almería estaba compuesto, en 1931, por 123 parroquias y contaba con 40 santuarios o ermitas. Ejercían su ministerio en la diócesis 283 sacerdotes y las órdenes religiosas contaban con 46 frailes y más de 300 monjas. Un centenar de seminaristas completaban el censo eclesiástico en el momento de proclamarse la República.
Almería vio sacrificados a 65 de sus curas, un tercio de los dos centenares que había en 1936. En las líneas dedicadas a la diócesis de Guadix ya ha quedado constancia de que los prelados de aquella y esta diócesis fueron víctimas de una misma matanza anticlerical. Diego Ventaja había tomado posesión del cargo de obispo de Almería en junio de 1935. El ambiente político, social y cultural de la ciudad en aquel año previo a la guerra estuvo condicionado por unas intensas campañas antirreligiosas procedentes en buena parte de las numerosas logias masónicas y de la prensa local estimulada por la pluma de Juan García Morales, un sacerdote apóstata, oriundo de la diócesis.
El 21 de julio, las patrullas locales irrumpieron en el palacio episcopal a fin de registrarlo. En una segunda visita, el día 24, obligaron al prelado a abandonarlo con la justificación de que iban a convertirlo en sede del Gobierno Civil.
En estos días de incertidumbre el obispo desestimó ser expatriado a bordo de un buque inglés que, amarrado en el puerto, se disponía a recoger a todos los súbditos británicos. El pago a su fidelidad pastoral fue la detención sufrida el 12 de agosto, fecha de inicio del periplo compartido, hasta su muerte, con el obispo de Guadix.
La represión en Almería corrió a cargo de un denominado Comité de Presos, compuesto mayoritariamente por anarquistas y dirigido por el miembro de la FM, Juan del Águila Aguilera. Las primeras «sacas» tuvieron lugar la noche del 14 al 15 de agosto de 1936. Las víctimas fueron falangistas y tradicionalistas que fueron sacados del barco prisión Astoy Mendi y asesinados en la playa La Garrofa. Los pozos de Tabernas también fueron utilizados por las patrullas de Almería. En ellos se ejecutó a un total de 152 personas, correspondientes a siete «sacas» efectuadas entre el 31 de agosto y el 26 de septiembre. La toma de posesión, como gobernador civil, del socialista Gabriel Morán significó el inicio del fin de la represión indiscriminada. El diario ugetista Adelante arremetía en la edición del 9 de agosto contra la violencia ejercida por el Comité de Presos:
[…] la fe en el ideal […] es incompatible con ese terror repugnante, bajo, de ras de tierra, que es signo de impotencia. A nosotros, que tenemos la razón y la fuerza, nos basta con aplicar la justicia, que en estos momentos ha de ser implacable. Pero la crueldad la descartamos.
En este mismo texto encontramos una de las pocas proclamas contrarias a practicar represalias: «No nos apartará de esta línea —prosigue el comentario de Adelante— el exponente de terror que aplique el enemigo. El terror, repetimos, es signo de impotencia».
En lo que concierne a la persecución religiosa consta que fueron asesinados en el paraje del pozo de La Lagarta, el 1 de septiembre de 1936, cinco sacerdotes oriundos de aquella población que habían confiado en la seguridad que les podía dispensar el afecto de sus paisanos.
En el otro pozo, el de Cantavieja, encontraron la muerte violenta, el 13 de septiembre, diez sacerdotes más, asesinados con otros tantos civiles a manos de los milicianos de la capital.
A pesar de destacar en muchas de estas páginas las muertes colectivas de eclesiásticos, cabe recordar que la eliminación de los eclesiásticos se había convertido en un objetivo principal de la depuración revolucionaria. No es de extrañar, por tanto, que mientras se producían las grandes matanzas existieran centenares de casos individuales, cada uno de los cuales concentra toda la ira anticlerical que caracterizó la actuación de las milicias en los primeros meses de la guerra.
En Almería ilustran estos episodios los asesinatos del sacerdote Andrés Jiménez, salesiano, fusilado en la carretera de Guadalajara el 27 de julio de 1936, y del carmelita de nombre votivo Josè María de la Dolorosa, oriundo de Fondón, ejecutado en la carretera de Madrid a Toledo a finales de 1936.
Diócesis de Málaga
135 parroquias formaban parte, en 1931, de la diócesis de Málaga. Su geografía estaba salpicada sólo por seis santuarios o ermitas. El censo eclesiástico de aquel año recoge las cifras de 279 sacerdotes diocesanos, 165 seminaristas, 81 religiosos y casi un millar de monjas.
La diócesis costanera sufrió un porcentaje de muertes entre los sacerdotes de casi el 50%.
La euforia republicana de la clase media malagueña se vio truncada desde mayo de 1931 por los gravísimos episodios anticlericales ya descritos en el capítulo correspondiente. Desde entonces, el nuevo régimen fue visto como un peligro para la salvaguarda de la libertad religiosa. Pese a la complicidad de la mayoría de las tropas acuarteladas en Málaga y de la implicación del general Patxot, la sublevación fue sofocada con relativa facilidad.
Capital y provincia vivieron inmersas desde entonces en una espiral de violencia, y sus habitantes pendientes constantemente del peligro que representaba para su seguridad el foco militar de Sevilla. La guerra, para los malagueños, terminó en febrero de 1937 con la entrada de las tropas y patrullas dirigidas por el general Queipo de Llano. La caída de Málaga representó para la República un golpe muy duro y para sus habitantes el inicio de una represión atroz a manos de los falangistas que llegó a motivar una queja formal del cardenal Pacelli a las autoridades de Burgos, queja que contrasta con una carta justificativa del cardenal Gomá a dicho prelado fechada el 30 de marzo de 1937.[206]
Cuando volvemos la mirada a la represión ejercida en el período republicano vemos cómo de las doscientas cincuenta personas detenidas, durante la primera semana de guerra y revolución, cuarenta y tres eran eclesiásticos, y cómo de éstos, treinta y tres fueron detenidos por encontrarse practicando unos ejercicios espirituales en el seminario. La cifra justificó que se les asignara una galería propia en la prisión provincial.
También en esta ciudad los bombardeos enemigos dieron lugar a ejecuciones masivas de presos. Así fue como el 22 de agosto, después de que las tropas nacionales bombardearan los depósitos de CAMPSA, se procedió a la primera «saca» de cincuenta y cuatro personas significadas políticamente. En esa ocasión no hubo víctimas eclesiásticas.
Un segundo bombardeo ocurrido el 31 de agosto ocasionó una matanza de sesenta presos y un número importante de personas traídas directamente de la ciudad. En esta ocasión se seleccionó a un clérigo por cada tres condenados. Formaron parte de la «saca», entre otros, el rector del seminario, el arcipreste de Marbella y el capellán de la prisión.
Otro bombardeo efectuado el 20 de septiembre acarreó la muerte de otros cuarenta y siete presos. Entre ellos había un solo sacerdote, el párroco de Alhaurín el Grande, Manuel Hoyos.
Aún existió una última matanza de represalia el día 24 de septiembre. El resultado fueron unas ciento veinte ejecuciones repartidas por grupos más o menos numerosos según los piquetes que se improvisaron entre milicianos, guardias de asalto y patrullas ante las tapias del cementerio. En esta ocasión, en el momento de seleccionar a los condenados los milicianos optaron por «vaciar» la llamada «brigada de los curas». Esta circunstancia explica que entre las víctimas hubiera quince clérigos.
En la diócesis de Málaga también encontraron la muerte ocho hermanos de San Juan de Dios encargados del sanatorio de San José construido en las laderas de Casa Bermeja. En ese caso los atendidos en el centro hospitalario eran enfermos mentales, pero el episodio resulta calcado del acaecido a los hospitalarios del Sanatorio de Calafell, en Tarragona, o el de la Malvarrosa, en Valencia.
En una primera fase, la comunidad pudo continuar con su trabajo y su régimen de vida con la excepción de tener que admitir como colaboradores a un grupo de afiliados a la FAI. La situación se quebró el 17 de agosto de 1936 con la llegada de un numeroso grupo de milicianos anarquistas quienes, acompañados de guardias de asalto, procedieron a detener a todos los religiosos a excepción del superior y de un clérigo de nacionalidad colombiana. Aquella misma noche todos fueron fusilados cerca del cementerio de San Rafael.
En Antequera estaba ubicado el noviciado de los capuchinos de Andalucía. En 1936 cursaban sus estudios en el colegio 68 jóvenes aspirantes bajo el cuidado de unos veinte religiosos. La cercanía con el frente motivó que a menudo recibieran amenazas de patrullas de milicianos. Sin embargo, la alarma no llegó hasta el 3 de agosto. El comité dictó sentencia de muerte para toda la comunidad con la salvedad de no constar en su lista la totalidad de los residentes, reduciéndose de esta forma el número de condenados a cinco. La ejecución tuvo lugar públicamente en la plaza del Triunfo, frente a la fachada del colegio.
Diócesis de Córdoba [207]
En 1931 la diócesis de Córdoba la formaban 149 parroquias y un conjunto de más de 400 ermitas o santuarios. Para atender las necesidades pastorales había 402 sacerdotes, en el seminario seguían la carrera eclesiástica 219 jóvenes y las órdenes religiosas contaban con 200 frailes y más de 1.300 monjas.
La persecución religiosa causó más de 80 bajas entre el clero diocesano.
La sublevación militar y de ultraderecha del 19 de julio consiguió la toma del poder en la capital, en la comarca de los Pedroches y en gran número de las poblaciones de la campiña. A partir de entonces los frentes de batalla fueron variando. Sin embargo, en la pérdida o recuperación de poblaciones el peor saldo fue siempre para las fuerzas republicanas. En agosto, octubre y diciembre de 1936 se produjeron intensas ofensivas nacionales que incrementó notablemente el número de poblaciones en manos de los insurgentes. No obstante, a partir de enero de 1937 los frentes se estabilizaron y las últimas poblaciones no se rindieron hasta marzo de 1939.
El periódico confesional El defensor de Córdoba mantuvo desde el primer día una actitud beligerante, en absoluto conciliadora. He aquí una proclama publicada en el rotativo del 10 de agosto de 1936: «[…] Cordobeses, que sois amantes de San Rafael; cordobeses, devotos de la Virgen de Fuensanta, declarad la guerra a muerte a los laicos, a los masones, a sus hijuelas y a todos sus adeptos […]».
Las circunstancias político-militares determinaron que los episodios de persecución religiosa se concentraran en las poblaciones más septentrionales de la sierra, de tradición rural y comunicaciones deficientes, con lo cual se produjeron pocos casos de muertes colectivas. Uno de los episodios tuvo lugar en Bujalance. En la cárcel de este municipio situado a cuarenta kilómetros de la capital se habían agrupado siete sacerdotes y un subdiácono que fueron fusilados el 1 de agosto de 1936 en un descampado entre Cañete de la Torre y Morente.
Otro episodio destacable tuvo su origen en Fuenteovejuna, en los límites extremeños de la provincia. En esta localidad, el elevado número de presos había obligado a habilitar como cárceles complementarias una vivienda aristocrática y la antigua sede de Acción Popular. Entre los detenidos estaban el arcipreste de la ciudad, cinco sacerdotes de la comarca y un grupo de siete franciscanos. El 25 de agosto, cuarenta mineros de El Porvenir negociaron con las autoridades locales la necesidad de pasar por las armas a un número considerable de presos. En aquella ocasión, sin embargo, los vecinos de la localidad evitaron la matanza. Lo que no habían conseguido los mineros de Fuenteovejuna lo consiguieron, en cambio, las milicias procedentes del sudeste de Badajoz, de la zona de Azuaya y Granja de Torrehermosa, donde el ex alcalde socialista de Llerena, Rafael Maltrana, había organizado un núcleo de resistencia militar.
Efectivamente, el domingo 20 de septiembre llegó a la ciudad una columna de trescientos hombres a las órdenes de Maltrana con la intención de practicar una depuración resolutiva. Un total de cincuenta y siete presos fueron conducidos, mediante una caravana de siete camiones, hacia Granja de Torrehermosa, a sólo veinte kilómetros de distancia. Seis de ellos finalizaron en esta localidad extremeña su recorrido, el séptimo camión continuó hasta llegar a Azuaga.
Los cuarenta y tres presos llegados a Granja, entre ellos los cinco sacerdotes y el arcipreste de Fuenteovejuna, fueron conducidos de inmediata a las cercanías del cementerio para proceder a su ejecución. Sin embargo, durante el trayecto ya habían sonado algunos disparos como respuesta de los milicianos a los gritos a favor de Cristo Rey que pronunciaban algunos condenados y a su negativa a vitorear el comunismo.
Esta explosión de violencia verbal y física en el tránsito de condenados y verdugos al escenario lúgubre de la ejecución es, a mi parecer, uno de los cuadros más patéticos de la tragedia que se vivió en España como consecuencia de la obsesión represiva con que actuaron todas las partes en litigio.
Los presos llegados a Azuaga, entre ellos los siete franciscanos, fueron primeramente encarcelados y sometidos a una parodia de juicio o interrogatorio cuyo objetivo principal, según las crónicas, era conseguir que blasfemaran. Uno de los frailes ya fue asesinado a las puertas de la cárcel por haberse negado a esta pretensión. Otros cinco, junto con los siete seglares, fueron asesinados cerca del cementerio local en la madrugada del 21 al 22 de septiembre de 1936. El último franciscano del grupo, Félix de Echevarría, fue sometido a tortura antes de ser rematado a la mañana siguiente. Es difícil calibrar el grado de veracidad de las vejaciones y violencias a que fueron sometidos estos religiosos. Existen versiones espeluznantes que describen mutilaciones y un trato inhumano infligido a todos ellos. No es objetivo de este libro concluir investigaciones ni deslizar al lector hacia estadios morbosos. Basta convenir que, ni aun pudiendo certificar cada detalle de lo sucedido, podríamos revivir el dolor y la tragedia de aquellos acontecimientos, un dolor y una tragedia que tantos miles de personas —de uno y otro signo— debieron sentir amplificados hasta lo indecible precisamente por no poderlos comprender.
Diócesis de Jaén
En 1931 el obispado de Jaén agrupaba 177 parroquias y tenía dentro de sus límites 78 ermitas o santuarios. El censo eclesiástico se componía de 388 sacerdotes diocesanos, 151 seminaristas, 62 religiosos y unas 200 monjas.
Del conjunto de 1.600 víctimas de la represión republicana, 124 fueron sacerdotes, un 8% que debe ampliarse al 10% con el recuento de religiosos de diversas órdenes.
Una de estas órdenes, la de los mercedarios, sufrió el envite anticlerical casi de forma simultánea al inicio de las hostilidades. El lunes 20 de julio, después de difundirse el rumor de que se había disparado desde la iglesia de la Merced que regentaban, fueron asesinados, en el interior del recinto conventual, los cuatro religiosos que habían permanecido en él. Los cuerpos de los cuatro cadáveres fueron paseados por el centro de Jaén.
Con antelación, informados de que en una reunión de la Casa del Pueblo se había decidido proceder a fusilarlos, siete de ellos pudieron huir. Su odisea duró pocas horas puesto que fueron descubiertos y encarcelados. Sin embargo, duró lo suficiente para que, mediante la intervención del obispo —en libertad hasta primeros de agosto— y de las autoridades locales, se evitara su ejecución inmediata consiguiendo, en marzo de 1937, después de ser sometidos a juicio, ser puestos de nuevo en libertad.
La persecución contra el clero diocesano tuvo su máxima expresión en el asesinato del obispo Manuel Basalto Jiménez, que había sido nombrado para el cargo en junio de 1920 después de haber dirigido anteriormente la curia de Lugo. Era canónigo y licenciado en derecho. En 1936 contaba con sesenta y siete años de edad y dieciséis de experiencia en el gobierno diocesano.
Él fue uno de los obispos que ingenuamente pensaron que por sus acciones no podrían ser objeto de persecución, que su dignidad continuaría siendo respetada, que el desorden social acabaría enderezándose, que su compromiso pastoral les exigía permanecer en el cargo… Quizá también contara con que la rebelión se haría fácilmente con el poder… Sin embargo, el riesgo que suponía para estos obispos permanecer al frente de sus presbíteros induce a pensar que las razones primeras fueron las fundamentales.
La realidad fue que, una vez controlados los focos rebeldes, el palacio episcopal figuró como uno de los objetivos prioritarios de las milicias revolucionarias. Había corrido el rumor, una vez más, de que en él se escondía un polvorín de armas. El registro, efectuado mientras en la calle Merced Alta resonaban los disparos contra los franciscanos, resultó infructuoso.
La situación permaneció estable hasta que el 2 de agosto se personaron unos comisionados comunistas para tomar posesión del palacio, relegando al obispo y a sus acompañantes a los sótanos del edificio en una situación equivalente a la de encarcelados. Hacia el 10 de agosto fue trasladado a la catedral, que había sido habilitada como cárcel provisional para atender a la cifra de más de mil presos que se habían acumulado en el transcurso de los primeros quince días de revolución. Por deferencia o ánimo de control, se dispuso que ocupara en solitario la sacristía de la catedral.
Las razones de su detención se basaron una vez más en el hallazgo, en las dependencias catedralicias, de valores, alhajas y dinero en efectivo. Que no se hubiera procedido a la ocultación o evasión de aquellos haberes no fue considerado —en Jaén ni en múltiples casos semejantes— un acto de transparencia y de honradez, una demostración de las razones asistenciales y administrativas que los justificaban, sino, todo al contrario, se convirtió en una razón determinante, de carácter criminal, para proceder a encarcelar al titular de la diócesis, paso previo a una muerte segura.
La saturación de los presos decidió a las autoridades locales a gestionar el traslado de presos a la cárcel de Alcalá de Henares, previo acuerdo con las autoridades de Madrid. El día 12 de agosto se dispuso un tren para tal menester. No hay acuerdo sobre la cantidad exacta de detenidos que formaron parte de aquella expedición. El abanico de cifras oscila de los ciento cincuenta a los trescientos. En cualquier caso, la secuencia de los hechos indica, sin lugar a dudas, que el tren, a su llegada a la estación de Santa Catalina, cerca de la de Atocha, fue asediado por grupos revolucionarios que exigían la entrega de los detenidos. El tumulto tomó una nueva dimensión con la llegada de un contingente de guardias civiles y de asalto para garantizar que el tren continuara su marcha. Sin embargo, el predominio de las fuerzas anarquistas entre la vecindad y en el sindicato de ferroviarios inclinó el incidente a favor de las milicias. Según algunas crónicas hubo una consulta telefónica con el ministro de Gobernación, quien, con la justificación de evitar peores males, accedió a la entrega del convoy.
Sea como fuere, parece plausible pensar que las recientes amenazas del general Mola advirtiendo de la ocupación inminente de Madrid por mérito de sus tropas y de una anunciada como importante cooperación de facciosos encuadrados en lo que denominaba «quinta columna» debió de enardecer los ánimos de los milicianos que, sumando su ira a una estrategia revolucionaria perfectamente definida, se dispusieron a convertir aquel ferrocarril detenido en uno de los muelles de Santa Catalina en un «tren de la muerte», en una nueva ignominia para la República.
Efectivamente, el tren continuó su marcha bajo la custodia anarquista con dirección a Vallecas. Antes de llegar a este pueblo, en el paraje de la Caseta del Tío Raimundo, se detuvo definitivamente. Habían transcurrido tres horas desde la llegada del convoy a Madrid. Sus ocupantes fueron obligados a descender en grupos de veinticinco. Tres ametralladoras daban fin a sus vidas en un repecho del lugar. La composición de las víctimas era tan variada que incluso encontró la muerte en esta matanza indiscriminada el secretario de Izquierda Republicana de Ademuz. Únicamente la intervención providencial de un joven miliciano evitó la muerte de cuarenta de los viajeros que ingresaron aquella misma tarde en la cárcel de Vallecas. Entre los fusilados, además del obispo y de su hermana, constan los párrocos de El Molar (Cazorla), Juan Pablo García; de Peal de Becerro, Lorenzo Mora y de Villacarrillo, Rogelio Rodero; y un seminarista, Ramón Ruiz.