PAÍS VASCO[172]

Antigua diócesis de Vitoria

En 1936, las tres provincias vascas estaban integradas en la diócesis de Vitoria, sufragánea a su vez de la metropolitana de Burgos. Desde 1928 estuvo presidida por Mateo Múgica, hasta que en 1937 fue obligado a expatriarse en las circunstancias ya comentadas anteriormente.

La diócesis contaba con 803 parroquias y un millar de ermitas o santuarios. En 1931, el censo eclesiástico lo componían 2.145 sacerdotes, unos 1.500 religiosos y más de 5.000 monjas. En conjunto, 17 de cada mil habitantes eran clérigos, uno de los porcentajes más elevados de España.

En contraste, el número de víctimas a causa de la persecución religiosa fue mínimo. Del conjunto de sacerdotes diocesanos murieron treinta y cinco, un escaso 1,6% del total. Y sólo diez religiosos de entre los mil quinientos.

El alzamiento militar únicamente consiguió su cometido en la provincia de Álava. Bilbao y San Sebastián se mantuvieron fieles al gobierno de la República, con la colaboración de los nacionalistas vascos que, con posterioridad a las primeras columnas de avance hacia Vitoria, organizaron sus tropas de gudaris. En coherencia con la tradición católica del nacionalismo vasco, estas fuerzas armadas contaron siempre con servicios religiosos prestados por los sacerdotes de la zona.

Las últimas cifras documentadas sitúan en cerca de ochocientas las víctimas de la represión en la retaguardia de la zona bajo control republicano, casi un dos por mil de los habitantes de la zona. Esta cifra contrasta con el bajo índice de sacerdotes asesinados. Antes de comentar alguno de estos casos es importante prestar atención a una circunstancia dramática: dado que una parte muy importante de las personas víctimas de la represión lo fueron por su condición de carlistas o requetés, en cantidad muy superior al de falangistas o militares, se puede concluir que en muchos pueblos y ciudades hubo un enfrentamiento directo o latente entre católicos nacionalistas y católicos requetés o carlistas.

El caso más remarcable fue el asesinato de Víctor Pradera, fundador del Partido Católico Tradicionalista. Residente en San Sebastián, a pesar de ser miembro del Tribunal de Garantías fue detenido en su casa el 2 de agosto por un grupo de milicianos con una orden firmada por Telesforo Monzón, miembro destacado del PNV y presidente de Orden Público de la Junta de Defensa de Guipúzcoa, quien, después de entrevistarse con él en la sede del Gobierno Civil, ordenó su ingreso en la cárcel de Ondarreta.

Ya en la cárcel, fue procesado por un Tribunal Popular constituido en una de las salas del propio recinto y condenado a muerte. El 6 de septiembre, a los dos días de la caída de Irún, cuando San Sebastián ya estaba a punto de ser ocupada por los nacionales, fue sacado de la cárcel por un grupo de milicianos anarquistas y, juntamente con su hijo, con José María de Urquijo, gerente de la Gaceta del Norte de Bilbao, y otras diez personas, fue asesinado en el recinto del cementerio de San Sebastián.

La proyección religiosa de la muerte de Pradera se hizo evidente, por ejemplo, en el curso del juicio al que fue sometido. Después de responder afirmativamente que se consideraba monárquico y favorable al levantamiento de Navarra, se le invitó, según las crónicas, a quitarse la vida con una pistola que le ofrecieron. Ante su negativa por razones religiosas, el tribunal censuró sus creencias y dio por terminado el proceso.

Después de este y otros incidentes, el citado Telesforo Monzón presentó la dimisión de su cargo en discrepancia por las penas capitales dictadas sin garantías jurídicas. Es evidente que el PNV, queriendo ser consecuente con su lealtad republicana, se encontró enzarzado en muchas contradicciones morales. Sería éste un atenuante en el caso del asesinato de Pradera. Sin embargo, una carta del cardenal Gomá al cardenal Pacelli pone de manifiesto que el PNV se negó a negociar la libertad de Pradera. Después de responsabilizar a los nacionalistas «del torrente de sangre que ha debido verterse en el frente de Guipúzcoa y Vizcaya», Gomá remarca al secretario de Estado de la Santa Sede que:

Especialmente es profunda la animadversión de los tradicionalistas contra los nacionalistas, todos ellos católicos. Ya he informado a la Santa Sede sobre el particular. Pero lo lamentable es que fueran los nacionalistas los que se negasen al rescate de Víctor Pradera […] por quien ofrecía Navarra a los comunistas un millón de pesetas […].[173]

La complejidad moral y política de este caso se sumará al cabo de unas semanas a la de los sacerdotes vascos ejecutados por los nacionales, episodio que ya ha sido comentado anteriormente. La religión se convirtió en el País Vasco, más que en ningún otro territorio, en una espada de doble filo, físicamente sanguinaria y espiritualmente cruel.

La mayoría de sacerdotes detenidos por las milicias del Frente Popular lo fueron por sus simpatías tradicionalistas. Poco menos de treinta de ellos estuvieron ingresados en los dos vapores que, anclados en la ría de Bilbao, se habilitaron como cárceles flotantes, el Cabo Quilates y el Altana-Mendi, añadiéndose posteriormente el Arántzazu-Mendi con presos provenientes de Guipúzcoa y Navarra. La vigilancia de los buques estuvo inicialmente a cargo de la Guardia Civil. Sin embargo, en una fecha inconcreta de agosto se hicieron cargo las milicias de la CNT-FAI, de Izquierda Republicana y de Acción Vasca.

Las malas condiciones materiales de aquellos presidios, sumadas a una pésima alimentación y al trato vejatorio dispensado a los presos por las patrullas que los custodiaban, convirtieron la vida en aquellos buques en un verdadero tormento. «Extenuados de debilidad y abatidos por el sufrimiento, a duras penas conseguíamos mantenernos en pie […]. Nuestro hacinamiento en las bodegas bastaba para infundir en el ánimo un terror indescriptible […]», dejó escrito el sacerdote José Echeandía, preso en el Altena-Mendi.

Simulacros de ahorcamiento, flagelaciones mutuas ordenadas por los vigilantes, azotes con cuerdas flameantes, inmersiones agonizantes… eran algunas de las torturas infligidas arbitrariamente a los retenidos en las bodegas de aquellos barcos, muy especialmente del Cabo Quilates, que contaba con una mayoría absoluta de milicianos anarquistas.

La condición de sacerdote provocaba las iras de los milicianos. Dos ejemplos bastan: a Matías Lumbreras, rector de la parroquia de San Andrés de Usánsolo, el día de su llegada a la cárcel se le descubrió, entre sus pertenencias, un breviario y fue invitado a romperlo. Ante su negativa, los milicianos, después de destrozar el breviario, tomaron por costumbre someter a Matías Lumbreras a una paliza diaria, por añadidura, desnudo. «Idiotizado por las terribles somantas diarias», según palabras del citado Echeandía, murió finalmente después de ser colgado de una soga por la borda y rematado con un puñal. Víctor Alegría, párroco de Maroño, empezó su particular via crucis cuando hallaron en su poder una estampa de la Virgen. Los milicianos le dieron muerte con dos disparos de pistola el 2 de octubre.

Los dos asesinatos se cometieron como una culminación a dos días sangrientos. Efectivamente, el primero coincidió con las represalias contra los presos que tuvieron lugar después de que el general Mola ordenara bombardear Bilbao. Ante aquella agresión, una parte de la población bilbaína se acercó a la ría exigiendo venganza contra los presos. Enardecidos por el griterío, los tripulantes del Cabo Quilates, incluido un grupo de carabineros, se trasladaron al Altena-Mendi para dirigir, a las órdenes de un miliciano apodado «León», una represión que consistió en el asesinato, sin tiro de gracia, de 26 personas escogidas al azar. Los cuerpos agonizantes de las víctimas fueron abandonados en la cubierta sin permitir que se les auxiliara, provocando así un doble martirio que se prolongó por espacio de siete horas.

De retorno al Cabo Quilates, el «León», auxiliado por otro cenetista apodado «Gabarrero» y por un grupo de personas encabezadas por una miliciana conocida como «la Maña», procedieron a ejecutar cuatro grupos de cinco o seis personas, empezando por los cinco miembros de la familia Ibarra y por Matías Lumbreras, el «curita de Usánsolo» ya citado.

El 2 de octubre, fecha del asesinato de Víctor Alegría, había sido una jornada marcada por la indignación desatada entre los milicianos después de hacerse pública la trama de espionaje a favor de Mola urdida por varios oficiales republicanos encabezados por el capitán Pablo Murga. En esta ocasión, fueron los marineros del Jaime I, famosos por haberse amotinado en Vigo contra los mandos sediciosos, los que, acompañados de hombres y mujeres de Bilbao, subieron a bordo del Cabo Quilates exigiendo venganza. Las víctimas, en esta ocasión, llegaron al medio centenar.

La responsabilidad de los dirigentes nacionalistas en estas represiones está condicionada porque aún no habían asumido plenas responsabilidades de gobierno. Los hechos sucedieron, precisamente, durante los días de negociación de Aguirre con Largo Caballero y del debate autonómico enlas Cortes; durante los días del nombramiento de Manuel de Irujo como ministro de Justicia; durante los días en que el PNV, desoyendo las propuestas de Franco de unirse a su causa, decidía reafirmar su lealtad a la República. En ambas ocasiones, la llegada a los barcos, por orden gubernativa, de fuerzas del orden público impidió que se cometieran más asesinatos.

En resumen, de los sacerdotes que estuvieron presos en las cárceles flotantes, sólo tres salvaron la vida. Diecisiete, contando a un hermano marista, fueron víctimas de la represión en el Cabo Quilates y el Altena-Mendi, y otros cinco que habían estado en los buques terminaron sus vidas en los incidentes y asesinatos que tuvieron lugar en las cárceles de Larrínaga, los Ángeles Custodios, la Casa Galera y El Carmelo el día 4 de enero de 1937, coincidiendo con las batallas aéreas sobre la ciudad.

Ese día, a pesar de la vigilancia ejercida por los gudaris, a las cinco de la tarde numerosos grupos de milicianos armados, haciéndose eco de las consignas de matar a los presos que circulaban por mercados y murales, que se propagaba por la radio y en la prensa, lograron entrar en los recintos carcelarios provocando una matanza de más de doscientos presos. En la cárcel de los Ángeles Custodios, además de los cinco clérigos trasladados de las cárceles flotantes, murieron otros cinco. En la de Larrínaga, encontraron la muerte un hermano camilo y el capellán de Santa María de Durango, Miguel Unamuno. Las matanzas terminaron al presentarse en las cárceles el consejero de Gobernación acompañado del comunista Astigarrabia y del socialista Gracia, con fuerzas de la policía motorizada.

Precisamente, en la vigilia, el sacerdote Alberto Onaindía, consejero personal del lendakari Aguirre, había visitado a los clérigos presos en los Ángeles Custodios y Larrínaga, interesándose concretamente por el citado Unamuno. A la mañana siguiente, cuando, indignado, visitó al presidente Aguirre, lo encontró tan apenado y desencajado, tan hundido en los cargos de conciencia por no haber podido evitar aquella tragedia que, según cuenta él mismo en sus memorias, declinó amonestarlo.[174]

Creo oportuno, antes de cerrar el capítulo vasco, mencionar otra visita, en este caso la que el día 22 de septiembre de 1936, tres días antes de la primera matanza, hizo monseñor Mathieu, obispo de Dax, población del País Vasco francés, a las cárceles flotantes. El objeto de la visita era verificar el grado de veracidad de las noticias sobre malos tratos que los presos recibían. La Junta de Defensa de Bilbao no tuvo inconveniente en que pudiera realizar la inspección. Sin embargo, manipuló descaradamente el resultado. Mientras el periódico Euzkadi, en su edición del 23 de septiembre, informaba de que «el ilustre sacerdote vasco ha salido muy satisfecho de su visita», el obispo, en declaraciones al periódico Le Petit Gironde, aparecidas el 26 de septiembre, afirmaba que aunque se le había pedido que escribiese sus impresiones

a fin de desvanecer la leyenda de los malos tratos infligidos a los presos […] ese artículo yo no lo escribiré jamás, porque lo que he visto es demasiado horroroso y demasiado cruel.

En la bodega del primer barco se encontraban quinientos rehenes, guardados por milicianos socialistas, amontonados unos sobre otros […]. Tirados sobre colchonetas indecentes, tenían todos la cabeza afeitada y sólo vestían un simple pantalón y una pobre camisa, y exactamente igual los treinta sacerdotes encerrados allí.