POLARIZACIÓN
SOCIAL.
LA FORMACIÓN DEL FRENTE POPULAR
Conviene volver de nuevo la mirada hacia el hemiciclo del Congreso de los Diputados para observar con detalle el proceso de disgregación de las derechas y el de concentración de los partidos de izquierda que desembocarán en las elecciones anticipadas de febrero de 1936. En el Congreso, después de las tensiones derivadas de las insurrecciones de octubre, constituido en mayo de 1935 el sexto Gobierno presidido por Lerroux con mayoría de ministros de la CEDA o independientes, se inició un proceso de degradación del sistema parlamentario dinamitado no sólo por las agresiones verbales de la extrema derecha y las dudas permanentes sobre la lealtad republicana de Gil Robles, sino también por la intervención obstruccionista del presidente Alcalá Zamora.
La voz del fascismo conservador de Calvo Sotelo se convirtió, gracias al carácter dogmático de sus declaraciones, en el protagonista más temible de la oposición. Sus planteamientos eran descarnados: «Los términos son claros —proclamaba en abril de 1935—: Dios o ateísmo, autoridad o anarquía y comunismo».[89] Sus ataques no hacían distinción alguna entre republicanos:
La República [decía en agosto de 1935] no es una forma. Por el contrario, es una doctrina, un sistema ideológico […]. Por la izquierda es un horizonte sin límites y, por la derecha, un límite sin horizonte […]. Es exclusivamente la revolución […]. Dentro de la República no veo salvación.[90]
Las dudas relacionadas con Gil Robles no necesitaban justificarse por los saludos romanos de las Juventudes de Acción Popular sino, esencialmente, por su vinculación con la monarquía. Están documentadas las entrevistas que mantuvo con Alfonso XIII en verano de 1933, a los pocos meses de la fundación de la CEDA, para conseguir que los partidarios de la restauración respetaran a la nueva formación. Sin embargo, las declaraciones y las actuaciones de Gil Robles al frente de la CEDA fueron siempre respetuosas con el Estado de derecho, con la legalidad republicana. No forzó un golpe de Estado en octubre de 1934 y durante 1935 se declaró por activa y por pasiva defensor de la República. A pesar de ello, las razones de tal acatamiento siempre sonaron al estribillo de un republicanismo de baja intensidad partidario simplemente de «la forma del régimen que el pueblo ha establecido»,[91] dando lugar a creer que su respeto a la legalidad se limitaba a renunciar al uso de la violencia para cambiarla, sin saber con exactitud si la rehusaba. Gil Robles, en fin, aun desmarcándose claramente del fascismo que calificaba de «panteísmo de Estado»,[92] no logró deshacer nunca las susceptibilidades de republicanos y socialistas desde que en diciembre de 1933 había pregonado que «con esta Constitución no se puede gobernar».
Las ambigüedades de Gil Robles fueron el eslabón por el cual cruzó Alcalá Zamora su estrategia obstruccionista. A los recelos ideológicos que el líder de la CEDA despertaba en el presidente de la República tienen que sumarse los derivados del despecho con que Alcalá Zamora había recibido el triunfo de esta formación que alejaba definitivamente la posibilidad de consolidar una opción netamente republicana conservadora. Sólo así es posible entender que el presidente de la República, aun a sabiendas de los graves perjuicios que podía ocasionar, optara por estimular las divisiones internas del Partido Radical como una estrategia no tanto para encargar la formación de gobierno a la CEDA, cuanto para ceder la responsabilidad gubernativa a personalidades afines a su pensamiento.
La situación de máxima precariedad y degradación del ambiente parlamentario situó el escenario real de la política fuera del hemiciclo. Los socialistas, a pesar de que la dirección del partido había quedado en manos de Julián Besteiro, iniciaron en la primavera de 1935 una campaña para promover una coalición de izquierdas. La propuesta recibió el espaldarazo de Azaña que, entre mayo y octubre, pronunció destacables discursos favorables a la convergencia política de republicanos y socialistas. El primer paso fue la constitución, en noviembre de 1935, del Frente Republicano integrado por Izquierda Republicana y Unión Republicana. La iniciativa contó con el respaldo de Indalecio Prieto que consiguió la adhesión del PSOE en diciembre. La alianza entre republicanos y socialistas contó con la incorporación estratégica del Partido Comunista que, en coherencia con las resoluciones del VII Congreso de la Internacional, celebrado en Moscú en julio de 1935, optaba desde entonces por la colaboración con el socialismo e, incluso, con las opciones no marxistas de la izquierda.
Sólo los cenetistas, después del fracaso de la revolución asturiana, que calificaban de «emboscada» para la clase obrera, habían acentuado su hostilidad a la unidad de acción con los partidos. En un Pleno de Regionales, celebrado en mayo de 1935 en Zaragoza, acusaron a socialistas y comunistas de primar sus intereses políticos. Su particular estrategia emancipadora, sin embargo, había acrecentado las dificultades económicas del sindicato y había provocado un desgaste humano importante: muchos militantes habían sido encarcelados y retrocedía el número de nuevos afiliados. Conscientes de que estos escollos podían limitar su influencia en el movimiento obrero acordaron, de una parte, iniciar un proceso de readmisión de los Sindicatos de Oposición y, de otra, simplificar la estructura organizativa centralizando en el Comité nacional las comisiones de Defensa y de ayuda a los presos. Se trata de dos acuerdos pensados para dotar de más eficacia la ofensiva obrera en caso de un alzamiento militar que consideraban próximo. En este sentido, el Pleno acordó consignas e instrucciones detalladas que incluían desde la fulminante declaración de la huelga general hasta las consignas para ocupar los cuarteles o para eliminar a los «políticos de derecha y a sus huestes».
Una iniciativa parlamentaria de reforma constitucional presentada por Lerroux al Congreso de los Diputados el 4 de julio de 1935 habría podido amortiguar la crispación política y los preparativos golpistas y revolucionarios, pero asuntos externos a la actividad política provocaron la quiebra del Partido Radical.
Altos cargos de este partido habían aceptado sobornos para legalizar unas ruletas conocidas con el nombre de straperlo —combinación de Strauss y Peri, los nombres de sus inventores—. La gravedad de los hechos afectaba a Lerroux como líder de la formación radical pero también personalmente, puesto que uno de los implicados era Joan Pich i Pon, ahijado suyo, que desde abril de 1935 ostentaba el cargo de de gobernador general de Cataluña. Las ruletas, prohibidas con antelación en Cataluña por el gobierno de la Generalitat, habían sido toleradas y puestas en funcionamiento en San Sebastián y en Formentor hasta que la policía, en cumplimiento de la ley de juegos de azar, ordenó retirarlas. Los inversores, disconformes con la decisión, después de fracasar en el intento de un chantaje directo a Lerroux, optaron por presentar una denuncia por corrupción. La trascendencia política de esta decisión induce a pensar que los promotores contaban con la complicidad de la oposición socialista y republicana.
El escándalo culminó con la dimisión de Lerroux y la consiguiente retirada de la denuncia. Todo parecía indicar que había llegado la hora en que la CEDA asumiera el poder. Sin embargo, la opción de Alcalá Zamora fue la de encargar Gobierno al ministro de Hacienda, el republicano independiente Joaquín Chapaprieta, que asumió el cargo sin abandonar el ministerio. Alejandro Lerroux permaneció en el gobierno como ministro de Estado. La obstinación de Chapaprieta en sanear el sistema financiero provocó la hostilidad de la clase media y de los empresarios. Esta circunstancia, sumada a la difusión pública del escándalo del straperlo, que se vio acompañada de una intensa ofensiva política de Azaña, obligó a la dimisión del Gobierno a los dos meses de su constitución pero no consiguió el objetivo último de convocatoria anticipada de elecciones.
Alcalá Zamora optó por un segundo mandato de Chapaprieta, que se limitó a prescindir de Lerroux en su nuevo gabinete. En este caso, el Gobierno aún resultó más efímero. Un nuevo escándalo, en este caso relacionado con la destitución de Antonio Nombela, inspector general de colonias, por haberse negado a ejecutar un pago irregular ordenado desde Presidencia, obligó a la dimisión del ejecutivo. Los hechos se remontaban al primer trimestre de 1935 y concernían, por tanto, a uno de los gobiernos de Lerroux, pero fueron debatidos en el Congreso a primeros de diciembre. Aunque en la votación final se eximió de culpa al líder radical, condenando sólo a un alto cargo del ejecutivo, Chapaprieta asumió la imposibilidad de controlar el caos político y presentó la dimisión.
Contra toda lógica política, Alcalá Zamora encargó nuevo Gobierno a Manuel Portela Valladares. La trayectoria política de Portela Valladares, marcada tanto por su liberalismo como por su pragmatismo, le había comportado asumir responsabilidades tan diversas como la de fiscal general o ministro de Fomento en el último gobierno democrático de la monarquía, hasta la de gobernador general de Cataluña después del encarcelamiento del gobierno de la Generalitat —entre enero y abril de 1935— la de ministro de Gobernación en el último gobierno de Lerroux. Con estos precedentes y la exclusión de la CEDA del nuevo gabinete, los días de subsistencia estaban contados. El nuevo Gobierno dimitió el 30 de diciembre de 1935, a los quince días de su constitución.
Este mismo día, en una sesión caótica del Congreso, ante la indignación de la mayoría de grupos parlamentarios, Portela Valladares, reconvertido en líder de un recién constituido Partido Centrista, formó su segundo gabinete que se limitó, ante la imposibilidad de gobernar, a convocar elecciones para el 16 de febrero de 1936.
Al final de este bienio dominado por los gobiernos radicales —calificado de «negro» por parte de los sectores izquierdistas y de «estúpido» por el propio Calvo Sotelo—, las grandes reformas económicas y sociales quedaban pendientes. Únicamente la acción de Gobierno de Manuel Giménez Fernández, ministro de Agricultura por la CEDA en el Gobierno de octubre de 1934, merece una atención especial.
Efectivamente, durante los seis meses que estuvo a cargo del ministerio, impulsó leyes que beneficiaron de forma importante a los trabajadores agrícolas. Fueron reformas parciales inspiradas en la doctrina social católica más progresista que, lamentablemente, contaron con la oposición estratégica de las izquierdas y el rechazo ideológico de sectores importantes de la derecha española, incluso de miembros de la CEDA. El espíritu de justicia social que guiaba aquellas leyes recibió elogios sinceros de los socialistas que reconocían y deploraban que fuera la CEDA la que consiguiera que «la reforma agraria tomara cuerpo de realidad y dejase de ser un quimérico fantasma para el agro español».[93] Azaña, en sus memorias, haciendo referencia a Giménez Fernández, incide, una vez más, en la estigmatización del catolicismo asumiendo, de forma implícita, que la tradición anticlerical de las izquierdas españolas había condenado al ostracismo a los católicos partidarios de la modernización de España. Después de reconocer que «no le separa de mí más que la política religiosa», se declara incapaz de entender al ministro porque, según afirma, «lo social, en cuanto sale de Academias y Ateneos y abarca intereses vivos de las clases, es anticatólico, y el catolicismo militante es acérrimo defensor del orden establecido. No sé cómo puedan conciliarse en una política ambas tendencias».[94]
En estas circunstancias, no es de extrañar que la cuestión religiosa se convirtiera, de nuevo, en la próxima campaña electoral, en un signo político distintivo. El anticlericalismo social de larga tradición popular se había convertido por medio de un complejo proceso de mimesis cultural en un factor político de primer orden capaz de discriminar a los católicos e incapaz de impedir que, de forma simple y recurrente, fueran acusados de fascistas y, por consiguiente, de impedir que la persecución religiosa —como estrategia o como doctrina— formara parte del ambiente revolucionario con que se afrontó la sublevación militar de 1936.
Esta tendencia criminalizadora se había visto acentuada, desde la proclamación de la República, por unas actitudes de filia y fobia religiosas que se retroalimentaban y que favorecían la aparición, por una parte, de reacciones agresivas justificadas con la cruz en la mano pero, también, especialmente, de un incremento de la indiferencia religiosa que actuará en el futuro como un factor permisivo ante las agresiones antirreligiosas que se producirán pero, al mismo tiempo, como un factor de desengaño ante el caos político.
En el proceso definitivo de convergencia política de las fuerzas izquierdistas españolas fue determinante la firma del documento electoral del 15 de enero de 1936, según el cual, bajo el nombre de Frente Popular —Front d’Esquerres en Cataluña— se agrupaban por primera vez la mayor parte de los partidos republicanos con las organizaciones políticas y sindicales tanto socialistas como comunistas.
Se trataba, claro está, de una coalición electoral de carácter coyuntural que disimulaba con un tupido velo las diferencias profundas que existían entre unos y otros, sobre todo en el momento de fijar los objetivos finales. Largo Caballero lo dejó claro en un discurso pronunciado a los pocos días de la firma protocolaria:
La clase burguesa y sus representantes entienden que se ha llegado ya a la meta de las instituciones políticas en nuestro país, y nosotros tenemos que decirles no; la República no es inmutable; la República burguesa no es invariable; la República burguesa no es una institución que nosotros tengamos que arraigar de tal manera que haga imposible el logro de nuestras aspiraciones. ¿De qué manera? ¡Como podamos! Ya lo hemos dicho muchas veces. Nuestra aspiración es la conquista del poder político ¿Procedimiento? ¡El que podamos! Los que nos hablan tanto de legalidad, lo primero que tienen que hacer es ser respetuosos con la ley para no obligar a la clase trabajadora a salirse de ella. Todos los actos que la clase obrera ha realizado, que puedan consolidarse, ilegales, han sido provocados por la legalidad de los que gobernaban. Y nosotros, los trabajadores, entendemos que la República burguesa hay que transformarla en una República socialista.[95]
A la vista de estas palabras existen serias dudas acerca de la honradez política de los socialistas en el momento de suscribir la coalición electoral. Al déficit democrático de los socialistas debe sumarse la actitud de los comunistas, quienes querían presentarse como un revulsivo a «la esterilidad revolucionaria de la Segunda República». La íntima confusión entre aspiraciones revolucionarias y un libre juego democrático actuará, en la práctica, como un verdadero lastre a la hora de garantizar el orden público en la tercera legislatura del nuevo régimen. Las amenazas provenientes de la extrema derecha eran todavía más explícitas:
Cuando las hordas rojas del comunismo avanzan [declaraba Calvo Sotelo el 14 de enero de 1936 al diario ABC], sólo se concibe un freno: la fuerza del Estado y la transfusión de las virtudes militares —obediencia, disciplina y jerarquía— a la sociedad misma, para que ellas descasten los fermentos malsanos que ha sembrado el marxismo. Por eso invoco al ejército […].
La Falange resultaba aún más contundente con sus discursos favorables a la insurrección militar:
Si el resultado de los escrutinios [proclamaba José Antonio Primo de Rivera, en un mitin en el cine Europa de Madrid poco antes de la fecha electoral] es contrario, peligrosamente contrario, a los eternos destinos de España, la Falange relegará con sus fuerzas las actas del escrutinio al último lugar del menosprecio. Si, después del escrutinio, triunfantes o vencidos, quieren otra vez los enemigos de España, los representantes de un sentido material que a España contradice, asaltar el Poder, entonces otra vez la Falange, sin fanfarronadas, pera sin desmayo, estaría en su puesto […].
Es importante observar cómo los dos discursos —mucho más el segundo— asocian el marxismo con la ausencia de moral pública y con una visión materialista de la vida «que a España contradice», consolidando así la idea de que la unidad de España y el rechazo del marxismo no son estrictamente una cuestión política, sino también moral. La adulación que este argumento representó para la Iglesia determinará que, meses más tarde, la Conferencia Episcopal —con escaso sentido crítico y evangélico—decida cobijarse en él contradiciendo con esta opción el sentido más elemental de la catolicidad.
Dos razones inducen a prestar una atención especial a Cataluña en el contexto histórico previo a la guerra civil. En primer lugar, en este territorio la persecución religiosa adquirirá una dimensión especialmente trágica, ya que registrará el 35% de las víctimas de la persecución religiosa en España. En segundo lugar, destaca su singular presencia en el Congreso de los Diputados después de los comicios de febrero de 1936, con un total de siete partidos de estricta obediencia catalana que consiguieron representación parlamentaria.
En Cataluña la bipolarización se había materializado en el Front d’Esquerres que, liderado por Esquerra Republicana, ocupaba el espacio electoral del Frente Popular, así como en el Front Català d’Ordre que, en ausencia de la CEDA, tenía a la Lliga como principal referente. Ante esta dicotomía, Unió Democràtica de Catalunya, el partido de filiación democristiana, rehusó presentar candidaturas razonando que, de los dos valores que defendía, uno, el religioso se encontraba mejor amparado por las derechas mientras que el otro, el catalanismo, lo estaba por la coalición de izquierdas. Ante esta disyuntiva, optó por dar libertad de voto a sus electores. Sin embargo, durante la campaña electoral insistió en el error histórico que representaba aquella confrontación política. En este sentido, resulta ilustrativo el artículo titulado «Salvem Catalunya» que Lluís Vila d’Abadal, uno de los fundadores de UDC, publicó en la revista El Temps el 18 de enero de 1936, donde puede leerse:
El panorama de las próximas elecciones da pánico a todos los catalanes […].
Si la lucha caníbal entre derechas e izquierdas persiste, Cataluña caerá fracturada, nadie se aprovechará de ella excepto aquellos elementos que rapiñan en los despojos de las patrias agonizantes.
La Lliga y la Esquerra pueden remediarlo. […]
La Lliga luchando a la derecha se convierte en esclava de los hombres y de los partidos incontrolados que por la derecha ven el sable como única solución; la Esquerra está bajo la presión de las masas anarquizantes que ven la bomba o la anarquía como única solución […].[96]
A excepción de la libre elección adoptada por los electores próximos a Unió y de los posicionamientos particulares hechos públicos por algunos republicanos independientes, el resto de los sectores católicos, sin excepción —desde los tradicionalistas hasta los de Acción Católica, desde los redactores de El Matí hasta los de El Correo Catalán—, todos optaron explícitamente por el Front Catalá d’Ordre.
Un editorial de Catalunya Social que se publicó en la vigilia de la fecha electoral ofrece una clara evidencia de este consenso:
Lo han entendido así los representantes de la Iglesia y todos han dado la voz de alerta […]. Para la conciencia del católico tiene que ser altamente considerada la intervención de los Pastores de la. Iglesia […]. Y ¿qué significa? Significa, simplemente, no que la Iglesia ni sus ministros entren en política, sino que vean con lucidez […] que de la lucha presente se puede derivar para la Iglesia, para España, el reconocimiento y la defensa de muchos derechos, o una persecución aún más encarnizada […].[97]
Sin embargo, el posicionamiento oficial de la Iglesia representó una grave afrenta para los católicos más sensibilizados por los problemas sociales. Con el sugerente título de «Clivella tràgica» (‘Hendidura trágica’), el canónigo Caries Cardó publicó otro artículo, poco antes de la convocatoria oficial de elecciones, concretamente el 3 de enero, en La Veu de Catalunya, en que se exclamaba:
Por una parte os invitan a defender el orden, a impedir el paso a la revolución; por otra, a salvar la libertad del peligro fascista, a eliminar la guerra, a defender el pan diaria de los trabajadores… pero después mezclan a la religión en todo ello, y os encontráis que si queréis defender a la religión en las urnas tenéis que combatir causas aparentemente tan justas como las mencionadas, a las cuales nosotros, los catalanes, tenemos que añadir la de las reivindicaciones irrenunciables de nuestra tierra.[98]
Para poder analizar los resultados de las elecciones de 1936 es de suma importancia estudiar previamente la actitud del sindicato anarquista. La versión más corriente es que en estas elecciones, a diferencia de las catalanas de 1932 y de las generales de 1933, los anarquistas optaron por votar a favor del Frente Popular/Front d’Esquerres para garantizar de esta forma la puesta en libertad de los presos de la Confederación juntamente con la de los políticos y de los dirigentes obreros en general, que por aquel entonces eran aproximadamente unos treinta mil. Esta posibilidad no sólo carece de demostración empírica, sino que se contradice frontalmente con la postura oficial de la CNT. Sin embargo, existen indicios para creer que algunas dudas debían existir en el seno del sindicato. Por ejemplo, en una Conferencia de la regional catalana celebrada el 25 de enero de 1936 en el cine Meridiana de Barcelona, el comité, alarmado por las vacilaciones de los reunidos decidió, finalmente, leer un comunicado de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la internacional anarquista, donde se argumentaba apasionadamente a favor de la abstención, considerando que sólo la revolución social podía dar respuesta efectiva a los problemas sociales y políticos. «Es la revolución y no un gobierno llamado republicano quien liberará a los presos».
Cabe destacar que en el dictamen aprobado por el Pleno se aprovechó la ocasión para invitar a la UGT a sumarse a la insurrección revolucionaria dejando claro, en el segundo punto del texto final, que «Para que sea efectiva la revolución social, hay que destruir completamente el actual régimen social que regula la vida económica y política de España».
La victoria del Frente Popular/Front d’Esquerres fue indiscutible, puesto que consiguió 285 escaños de un total de 473. La principal fuerza emergente fue Izquierda Republicana que, con 87 diputados, recuperó las posiciones que Acción Republicana y los radicales socialistas habían tenido en 1931. Azaña se convirtió, de nuevo, en la pieza clave del mapa político español. Los socialistas pasaron de 58 a 99 diputados y el Partido Comunista, que en 1933 sólo había conseguido un escaño, contó con 17. La Lliga perdió la mitad de sus diputados, mientras que tanto la CEDA como el PNV vieron disminuida su representatividad en un 25%.
El triunfo abrumador de las izquierdas, sin embargo, no se correspondió con la mayoría social del país dado que los votantes de las opciones de centro o de derechas superaron en medio millón de votos a los obtenidos por los frentepopulistas. La gran diferencia entre votos y escaños fue el resultado de aplicar una ley electoral que primaba a las coaliciones.
Las primeras reacciones populares a la victoria del Frente Popular crearon la alarma social en muchas ciudades españolas donde, sin atender a razones, grupos de militantes y de sindicalistas asaltaron centros políticos y periódicos de derechas, incendiaron iglesias y conventos y abrieron las puertas de las cárceles. La situación parecía responder no tanto a la alegría ante una victoria histórica cuanto al peligro que se hubiera podido derivar de un triunfo de la extrema derecha. La moderación del programa del Frente Popular se veía desmentido desde el primer día por la radicalidad de las izquierdas marxistas que, ajenas a lo pactado, percibían la oportunidad de una «dictadura del proletariado».
En sus memorias, Azaña se refiere a estas jornadas con pesadumbre: «la irritación de las gentes —escribe— va a desfogarse en iglesias y conventos, y resulta que el gobierno republicano nace, como el 31, con chamusquinas. Parecen pagados por nuestros enemigos».[99] En una arenga a las juventudes socialistas pronunciada en marzo de 1936 en Barcelona el socialista Álvarez del Vayo, alegando una excesiva lentitud del Gobierno, justificaba los disturbios como un acicate para acelerar el ritmo revolucionario.
Las graves divergencias entre la realidad sociológica y la representatividad política deberían haber inducido a adoptar una política moderada, de carácter centrista. Lamentablemente, la realidad, una vez desaparecido el Partido Radical —¡ni Lerroux obtuvo acta de diputado!— era muy diferente. Todos los intentos de formar un gobierno de centro fracasaron.
Se acababan de abrir las puertas que darían paso al alzamiento militar, a la revolución, a la guerra civil y a la persecución religiosa. La República estaba condenada a su desaparición. En esta muerte anunciada, una parte importante de los miembros de la jerarquía eclesiástica —como mínimo, los que disponían de más recursos y de un mayor grado de influencia— «contribuyeron a minarla».[100]
Fue una grave equivocación que no justifica en absoluto la persecución posterior pero que impide afirmar, con un mínimo sentido crítico, que la Iglesia sólo fue víctima de aquella atrocidad. Las víctimas fueron las personas —laicos y clérigos— asesinados por sus creencias religiosas, pero la Iglesia como institución cometió el grave error histórico de no erigirse en salvaguarda de la paz social. Su actitud no determinó la confrontación bélica pero tampoco la frenó. Lamentablemente, los intentos conciliadores, ya comentados, promovidos por el sector más aperturista de la jerarquía, con el cardenal Vidal i Barraquer como máximo valedor, quedaron en minoría, inoperantes.
En Cataluña, la inexistencia de un divorcio entre la realidad sociológica y la representatividad política —los partidos de izquierda ganaron por escaños y por votos— y los esfuerzos tanto de la Lliga como de Esquerra para evitar los extremismos, facilitaron que en los meses anteriores a la insurrección militar del 18 de julio se vivieran con cierta calma los acontecimientos, hasta el punto de ser considerada en el resto de España como un «oasis». También contribuyó a esta excepcionalidad la puesta en libertad del gobierno de la Generalitat, que recuperó las atribuciones suspendidas en octubre de 1934.
Una vez los diputados tomaron posesión de sus escaños, los grupos parlamentarios, en lugar de actuar rápida y enérgicamente para poder formar un Gobierno estable, se enzarzaron en disputas internas que dieron como resultado, nuevamente, que no gobernara la formación ganadora —en este caso el Frente Popular—, sino que se formara un Gobierno de partidos republicanos (sin la presencia de socialistas ni comunistas) cuya prioridad fue poner en marcha un complejo procedimiento para proceder a la sustitución del presidente de la República.
Todas estas circunstancias acrecentaron aún más la sensación de inoperancia del primer gabinete surgido de las elecciones que, presidido temporalmente por el mismo Azaña, tuvo a Martínez Barrio como presidente interino de la República.
Finalmente, el 10 de mayo, Manuel Azaña tomó el relevo de Alcalá Zamora. Los incidentes que se produjeron en el acto de toma de posesión reflejan el ambiente de crispación de aquellos días. Durante la ceremonia hubo bofetadas entre los socialistas partidarios de Prieto y los colaboradores de Largo Caballero, mientras que en el hemiciclo unos vitoreaban a la República, otros a Euskadi y algunos a Rusia a la vez que se entonaba La Internacional, La Joven Guardia o Els Segadors.
El modelo de representación política surgida de las urnas requería, si pretendía ser eficaz para el buen gobierno de España, una madurez política inexistente en el país. Los diferentes gobiernos del Front Populaire que, por las mismas fechas en Francia, conseguían implantar mejoras sociales de carácter estructural, no sufrieron el envite de la complicidad de partidos parlamentarios con fuerzas extraparlamentarias que, por la derecha y por la izquierda, pretendían poner fin a la República democrática.
Según el historiador Raymond Carr, durante aquellos meses la lucha por el poder se trasladó del Congreso a la calle. Los legalistas pronto se vieron acorralados por las organizaciones de ultraderecha y por los revolucionarios de izquierdas. Para ilustrar el análisis del profesor inglés basta recordar el llamamiento que José Antonio Primo de Rivera hacía el 14 de marzo de 1936 desde la Dirección General de Seguridad, donde se hallaba detenido acusado de ser el responsable político de diversos atentados cometidos por la Falange contra miembros de la izquierda, todo ello en el contexto de una espiral de violencia que también se había cobrado víctimas entre las filas falangistas. Decía Primo de Rivera a sus seguidores:
En la propaganda electoral se dijo que la Falange no aceptaría, aunque pareciera sancionarlo el sufragio, el triunfo de lo que representa la destrucción de España. Ahora que eso ha triunfado, ahora que está el poder en las manos ineptas de unos cuantos enfermos, capaces por rencor de entregar la Patria entera a la disolución y a las llamas, la Falange cumple su promesa y os convoca a todos — estudiantes, intelectuales, obreros, militares, españoles— para una empresa peligrosa y gozosa de reconquista.
No menos agresivas eran por aquel entonces las proclamas de Largo Caballero. El dirigente socialista, en un mitin en Cádiz celebrado el 24 de mayo, había vaticinado:
Cuando el Frente Popular se derrumbe, como se derrumbará sin duda, el triunfo del proletariado será indiscutible. Entonces estableceremos la dictadura del proletariado, lo que… quiere decir la represión… de las clases capitalistas y burguesas.[101]
Cabe recordar que tanto Primo de Rivera como Largo Caballero eran, cuando pronunciaron sendos discursos, diputados al Congreso, con lo cual sus palabras no sólo ponen en evidencia la hostilidad extrema entre facciones políticas, sino también el desprestigio de la institución legislativa para encauzar el debate político.
Mientras las provocaciones y las conspiraciones minaban la frágil convivencia ciudadana y dilapidaban los últimos destellos de la ilusión colectiva que había despertado la República, el reloj político del país se aceleraba. El 13 de mayo de 1936 Azaña presentó su primer gabinete. Lo integraban ocho ministros de Izquierda Republicana, dos de Unión Republicana, uno de Esquerra y dos independientes, y estaba presidido por Santiago Casares Quiroga. La coalición de izquierdas que había servido para ganar las elecciones no había sido capaz de formar gobierno.
En el Congreso se hacía cada día más evidente la relegación de Gil Robles por la retórica parafascista de Calvo Sotelo. No importaba que el líder del Bloque Nacional tuviera sólo 12 diputados frente a los 88 de la CEDA. Contaba mucho más la convicción y la agresividad de su discurso.
Por su parte, el PSOE, a causa de las graves disensiones internas que acumulaba, se veía incapacitado para administrar su victoria electoral. Las luchas internas entre los seguidores de Prieto, que avalaba plenamente el programa de mínimos del Frente Popular, y los partidarios de Largo Caballero, que propugnaba la unidad de acción revolucionaria con los comunistas e, incluso, anarquistas, no menguaba sino que se acentuaba. La UGT, a su vez, se mostraba dispuesta a suscribir el pacto ofrecido por los confederales, mientras que las Juventudes Socialistas ya se habían fusionado con las comunistas. Este cúmulo de disparidades justifican que Madariaga afirmara que «La circunstancia que hizo inevitable la guerra civil en España fue la guerra civil dentro del PSOE».[102]
Los militares, pese a que discrepaban entre ellos sobre el modelo de régimen que debería sustituir a la República, ya habían conseguido, en la primavera de 1936, un amplio consenso a favor de intervenir en el alzamiento. La Unión Militar Española (UME), organización clandestina fundada en el verano de 1933, a pesar de no contar con más de un 5% de la oficialidad y sin la adhesión de los altos mandos, cumplía desde entonces funciones de enlace y propaganda en los cuarteles. El general Franco, que en el momento de la victoria del Frente Popular ocupaba el cargo de Jefedel Estado Mayor Central y era, por tanto, la máxima autoridad militar, insistió en aquellas fechas en la necesidad de proclamar el estado de guerra. Ni Alcalá Zamora ni Portela Valladares accedieron a ello y Azaña, molesto por haberse excedido en sus atribuciones, lo destituyó del cargo a los pocos días de tomar posesión del Gobierno y lo destinó a dirigir la guarnición de Canarias. Una primera convocatoria para el 20 de abril, que recibió contraórdenes a última hora, puso en guardia al Gobierno de Azaña el cual, a pesar de no creer en la capacidad operativa del movimiento insurreccional, reorganizó el organigrama de mandos para garantizar la fidelidad de los jefes de División.
En el contexto de este ambiente prebélico, entre los días 16 y 17 de junio se produjo un duro enfrentamiento verbal en el Congreso de los Diputados. El jefe de la oposición, Gil Robles, reprochó al Gobierno, ya por entonces presidido por Casares Quiroga, su incapacidad para controlar el orden público. Afirmó:
Habéis ejercido el Poder con arbitrariedad, pero además, con absoluta, con total ineficacia […]. No he recogido la totalidad del panorama de la subversión de España, porque, por completa que sea la información, es muy difícil que pueda recoger hasta los últimos brotes anárquicos que llegan a los más lejanos rincones del territorio nacional.
Desde el 16 de febrero hasta el 15 de junio, inclusive, un resumen numérico arroja los siguientes datos: Iglesias totalmente destruidas, 160. Asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos, intentos de asalto, 251. Muertos, 269. Heridos de diferente gravedad, 1.287. Agresiones personales frustradas o cuyas consecuencias no constan, 215. Atracos consumados, 138. Tentativas de atraco, 23. Centros particulares y políticos destruidos, 69. Ídem asaltados, 312. Huelgas generales, 113. Huelgas parciales, 228. Periódicos totalmente destruidos, 10. Asaltos a periódicos, intentos de asalto y destrozos, 33. Bombas y petardos explotados, 146. Recogidas sin explotar, 78.
Convénzase el señor Casares Quiroga. Hay en el Frente Popular unos partidos que saben perfectamente adónde van; no les ocurre lo mismo a otros que apoyan la política de Su Señoría. Los grupos obreristas saben perfectamente adónde van: van a cambiar el orden social existente; cuando puedan, por el asalto violento al Poder, por el ejercicio desde arriba de la dictadura del proletariado; pero mientras ese momento llega, por la destrucción paulatina, constante y eficaz del sistema de producción individual y capitalista en que está viviendo España.
Antes de detallar las reacciones a esta intervención procede destacar que en este período no sólo se habían producido los hechos denunciados por Gil Robles sino mucho más: las tramas conspirativas extraparlamentarias estaban en marcha. Gil Robles las conocía. Si bien no llegó a denunciarlas —o no denunció con la misma vehemencia las provenientes del ejército que las urdidas en el movimiento obrero—, advirtió desde su escaño del peligro que corría la República.
El primer discurso de advertencia lo pronunció el 15 de abril. Un mes antes, el 8 de marzo, se habían reunido en Madrid, con la finalidad de preparar un golpe de fuerza, once generales. En esta reunión se condicionó el movimiento militar a que la situación política lo exigiera, se acordó hacerlo en nombre de España sin etiqueta política determinada y se discutió sobre la conveniencia que había que seguir primando la idea —desestimada posteriormente— de un golpe de audacia en Madrid. No hay constancia de que en la reunión se barajaran motivos religiosos para tomar esta iniciativa, sino tan sólo los derivados de la reinstauración del orden público y de la unidad de España que consideraban en peligro. Se resolvió, con esta finalidad, intensificar los contactos con las fuerzas políticas afines a estos principios y, por medio del coronel Galarza, a contactar con las guarniciones.
Las palabras de Gil Robles del 15 de abril son un claro reflejo de la alarma por el ruido de sables:
Los partidos que actuamos dentro de la legalidad comenzamos a perder el control de nuestras masas [advirtió]. Una masa considerable de opinión española que es, por lo menos, la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir […] si no puede defenderse por un camino, se defenderá por otro […]. Creo incluso que Su Señoría [dirigiéndose a Azaña] va a tener dentro de la República, quizá, otro sino más triste: el de presidir la liquidación de la República democrática. Si no rectifica rápidamente el camino, en España no quedará más solución que la violencia.
Lamentablemente, Gil Robles, traicionando el talante democrático del cual se enorgullecía, viró su argumentación en un final demasiado justificativo de los planes militares:
Cuando la guerra civil estalle en España —sentenció—, que se sepa que las armas las ha cargado la incuria de un gobierno que no ha sabido cumplir con su deber.[103]
El segundo discurso de advertencia de Gil Robles fue pronunciado en el hemiciclo el 19 de mayo con motivo de la presentación del Gobierno Casares. El Comité Central del Partido Comunista se había reunido durante tres días a finales de marzo. Corría la voz de que en aquella larga reunión se había trazado un plan insurreccional para conseguir derribar al Gobierno. La vinculación del partido con el régimen soviético ruso había disparado todas las alarmas patrióticas y todas las aversiones contra el comunismo. Pocas semanas después de la intervención de Gil Robles, el periódico Claridad publicará con todo tipo de detalles los pormenores de los planes. Poco importa que los documentos reproducidos en el rotativo fueran falsificados. La mecha estaba encendida. Las palabras de José Díaz, secretario general del PCE, suplen cualquier formalidad documental. El 11 de abril, por ejemplo, defendía la organización de la milicia comunista «que puede y debe marchar por las calles, que tiene que defender ya hoy nuestras conquistas y tendrá que defender en breve otras mayores».[104] Y el 17 de mayo afirmaba: «el pacto que ha servido de plataforma electoral para el Frente Popular es ya insuficiente».[105]
Gil Robles, se hace eco en su discurso del 19 de mayo de la confusión política generada por tantos rumores: « ¿Podéis negar, señores diputados, que hay en España hoy un ambiente difuso […] ansias mal definidas, pero que no dejan por ello de tener una realidad palpitante en la política?». Después de insistir en la necesidad de un gobierno de concentración recuerda, una vez más, que se avecina «una situación de guerra civil, en la cual llegará un instante en que no tengan nada que hacer todos aquellos partidos que se mueven en la órbita legal […] ¡esa guerra civil que se prepara!».[106] Como si de un eco se tratara, aquel mismo día Antonio Mije, miembro del Comité Central del partido comunista, había declarado al periódico Claridad: «En España muy pronto las dos clases antagónicas de la sociedad han de encontrarse en el vértice definitivo de un choque violento».
Remitiendo de nuevo a la lista —ya mencionada— de asaltos, incendios, muertes y agresiones delatadas por Gil Robles el 16 de junio de 1936, cabe destacar que en ninguna de las respuestas parlamentarias a su intervención, algunas de ellas muy críticas con el diputado de la CEDA, no se cuestiona ni la relación de víctimas ni la de destrucciones ni la de disturbios. Existe, por tanto, un alto índice de fiabilidad en la denuncia presentada, lo cual reviste una extrema gravedad.
Es importante destacar que entre las víctimas no consta ningún eclesiástico. Esta circunstancia no atenúa la tragedia de las otras muertes, pero permite constatar que el anticlericalismo, en esta primera fase de los gobiernos posteriores al triunfo del Frente Popular, se centró únicamente en la destrucción material de bienes eclesiásticos muebles e inmuebles.
En cuanto a las intervenciones parlamentarias, el diputado del PSOE Enrique de Francisco, por ejemplo, alega que podrían existir manipulaciones interesadas en algún episodio concreto de los hechos denunciados, pero, en términos generales, los da por ciertos.
El presidente del Gobierno, por su parte, dando también como buena la lista, reaccionó con indignación y vehemencia pero sin exponer medidas concretas para evitar los desórdenes:
Sería insensato, digo, negar que se ha producida un estado de perturbación que afirmo es inferior al que había hace cuatro meses, y precisamente porque el Gobierno está dispuesto a terminar con él, sin esperar a que termine lentamente […]. Para mí, jefe de este Gobierno; para mí, republicano y demócrata, para mí, hombre que ha jurado cumplir y hacer cumplir la Constitución, no hay necesidad de más poderes que los que están dentro de las leyes aprobadas por las Cortes.
Dolores Ibárruri, diputada comunista, desde su escaño no sólo avaló indirectamente las palabras de Gil Robles, sino que aprovechó la ocasión para reclamar el espíritu revolucionario de octubre:
¿Qué ocurrió desde el momento en que abandonaron el Poder los elementos verdaderamente republicanos y los socialistas? ¿Qué ocurrió desde el momento en que hombres que, barnizados de un republicanismo embustero, pretextaban querer ampliar la base de la República, ligándoos a vosotros, que sois antirrepublicanos, al Gobierno de España? Pues ocurrió lo siguiente: los desahucios en el campo se realizaban de manera colectiva; se perseguía a los Ayuntamientos vascos; se restringía el Estatuto de Cataluña; se machacaban y se aplastaban todas las libertades democráticas […] se maltrataba a los trabajadores, y todo esto iba acumulando una cantidad enorme de odios, una cantidad enorme de descontento, que necesariamente tenía que culminar en algo, y ese algo fue el octubre glorioso, el octubre del cual nos enorgullecemos todos los ciudadanos españoles que tenemos sentido político, que tenemos dignidad, que tenemos noción de la responsabilidad de los destinos de España frente a los intentos del fascismo. […]
Se produce, como decía antes, el estallido de octubre; octubre glorioso, que significó la defensa instintiva del pueblo frente al peligro fascista; porque el pueblo, con certero instinto de conservación, sabía lo que el fascismo significaba: sabía que le iba en ello, no sólo la vida, sino la libertad y la dignidad, que son siempre más preciadas que la misma vida. Fueron, señor Gil Robles, tan miserables los hombres encargados de aplastar el movimiento, y llegaron a extremos de ferocidad tan terribles, que no son conocidos en la historia de la represión en ningún país. Millares de hombres encarcelados y torturados; hombres con los testículos extirpados; mujeres colgadas del trimotor por negarse a denunciar a sus deudos; niños fusilados; madres enloquecidas al ver torturar a sus hijos: Carbayín; San Pedro de los Arcos; Luis de Sirval. Centenares y millares de hombres torturados dan fe de la justicia que saben hacer los hombres de derechas, los hombres que se llaman católicos y cristianos […].
Cultivasteis la mentira; pero la mentira horrenda, la mentira infame; cultivasteis la mentira de las violaciones de San Lázaro; cultivasteis la mentira de los niños con los ojos saltados; cultivasteis la mentira de la carne de cura vendida a peso; cultivasteis la mentira de los guardias de asalto quemados vivos. Pero estas mentiras tan diferentes, tan horrendas todas, convergían a un mismo fin: el de hacer odiosa a todas las clases sociales de España la insurrección asturiana.
La intervención de «la Pasionaria» introduce dos elementos que serán recurrentes en el período trágico posterior al 18 de julio: los rumores y mentiras y las torturas. Los rumores o mentiras ya habían tomado carta de naturaleza —recordémoslo— en la matanza de frailes de 1834 y en los disturbios de 1835.
En relación a las torturas infligidas a las víctimas de una persecución o de una represión —que serán muy abundantes durante la religiosa de 1936— es importante comprender que, habitualmente, en ausencia de algún objetivo específico para inferirlas, sin menospreciar el dolor físico producido, lo que se persigue es añadir a la violencia física un componente de violencia moral. Se trata de un fenómeno de transgresión que exige una interpretación antropológica mucho más que un análisis a la luz de la moral ni menos aún de la política.
Es un hecho constatable que la persecución religiosa que se inició con los episodios revolucionarios que acompañaron a la sofocación del alzamiento militar del 18 de julio de 1936 revistió las formas más brutales imaginables. Casi siempre se justifica esta brutalidad —también lo hace Ibárruri— como represalia cruel a una represión también cruel y anterior, de signo contrario. Sin embargo, el antropólogo Manuel Delgado —a pesar de que sus escritos son muy críticos con las esencias religiosas— plantea la hipótesis de que con el estallido insurreccional y revolucionario los milicianos encarnaron en realidad la indignación histórica de una parte significativa de las clases populares contra la Iglesia. Se trataría, analizado así, de un fenómeno social tardío que, en otros países europeos, se había producido con el triunfo de la Reforma, tres siglos antes:
Las viejas acusaciones de luxuria y avaritia, de idolatría y de paganía, todas las maldades atribuidas al clero por los reformados conocían en España su exacerbación, en un país en que la Contrarreforma había constituido un sólido dique contra […] el proceso de modernización.[107]
No trato, con la reproducción de estas palabras, de justificar ninguna agresión ni asesinato, menos aún ninguna tortura. Simplemente planteo que para un examen en profundidad de la persecución religiosa en la España de 1936 no puede prescindirse del concurso de la antropología social.
Con la hipocresía de quien alimenta tempestades, Calvo Sotelo había lamentado el 15 de abril que España se encontraba envuelta en «un ventarrón de fuego y de terror». Lamentablemente, si en aquel momento las palabras pudieron parecer algo baldías, la historia se encargaría de superarlas. El alzamiento militar estaba previsto para el 12 de julio en Navarra y el 14 en África. Las negociaciones con los carlistas obligaron a retrasarlo unos días. Entre tanto, el lunes 13 es asesinado Calvo Sotelo a manos de una patrulla de guardias de asalto. No es éste el lugar de valorar si existió relación causa-efecto con el asesinato el día anterior del teniente Castillo, instructor de milicias socialistas, a manos de falangistas. Ni tampoco de analizar las complicidades con que pudieron contar los ejecutores materiales del crimen. La eliminación del diputado más significado de la extrema derecha forzaba la entrada de España en el callejón de la guerra fratricida. El martes, 14 de julio, mientras desde la Dirección General de Seguridad se decretaba la detención de todos los jefes falangistas nacionales, provinciales y locales, se reunía de urgencia la Diputación Permanente de las Cortes. En ella, Gil Robles pronuncia su última advertencia. Sin embargo, se ha producido un giro importante: ya no cita a los «desbordados» en tercera persona sino en primera. Él también se incluye entre los que justifican la violencia. Su convicción democrática ha sucumbido. En su alegato, además, sacraliza tímidamente la rebelión. He aquí sus palabras:
Está creciendo y desarrollándose eso que en términos genéricos habéis dado en denominar fascismo; pero que no es más que el ansia, muchas veces nobilísima, de libertarse de un yugo y de una opresión que, en nombre del Frente Popular, el Gobierno y los grupos que le apoyan están imponiendo a sectores extensísimos de la opinión nacional. Es un movimiento de sana y hasta de santa rebeldía, que prende en el corazón de los españoles y contra el cual somos totalmente impotentes los que día tras día y hora tras hora nos hemos venido parapetando en los principios democráticos […] Así como vosotros —el Gobierno y los elementos directivos— estáis total y absolutamente rebasados por las masas obreras, que ya no controláis, así nosotros estamos ya desbordados por un sentido de violencia que vosotros habéis creado y estáis difundiendo por toda España […] Tened la seguridad de que [las gentes] derivarán cada vez más por los caminos de la violencia […] Vosotros que estáis fraguando la violencia, seréis las primeras víctimas de ella […] ¡Ya llegará el día que la violencia que habéis desatado se volverá contra vosotros![108]
Por las calles y en las montañas, patrullas y milicias paramilitares de todo tipo se preparaban para defender y atacar. Las milicias carlistas de los requetés, los escamots de Estat Català, los grupos de defensa confederal de la CNT, las Juventudes Socialistas, las falanges y los grupos jonsistas, los gudaris vascos y un largo etcétera, todos estaban dispuestos para el combate. Por poner un ejemplo: sólo en Madrid, los comunistas contaban con más de dos mil milicianos encuadrados en la MAOC (Milicias Antifascistas de Obreros y Campesinos). Las lanzas estaban enhiestas. Las pistolas y los fusiles sustituían a las espadas, pero los emblemas —la cruz entre ellos— se alzaban como si los siglos de barbarie retornaran. No se preparaba un combate basado en el odio sino, mucho peor, en las ideas. Redimir o matar, ésta era la consigna común.