A partir de octubre de 1936 la represión en la retaguardia republicana disminuyó notablemente de intensidad. También la religiosa. La tendencia a la baja la convertirá, a partir de enero de 1937, en un fenómeno muy poco frecuente, residual. El gobierno de la República y los gobiernos autónomos de Cataluña y del País Vasco conseguirán un elevado control del orden público. La batalla definitiva se librará en mayo de 1937 en Barcelona. La decisión de neutralizar definitivamente a las milicias anarquistas y a las patrullas de control provocará una sangrienta batalla, una nueva guerra en la guerra. Como resultado se recuperará una cierta normalidad civil. Sin embargo, las fuerzas comunistas, convertidas en árbitros de la situación —¡en enero de 1937 tenían un millón de afiliados!—, no serán ninguna garantía democrática. Y la represión, más selecta y refinada, continuará.

El 4 de marzo de 1937 el gobierno catalán emitió una orden de constitución de un único órgano de Seguridad Interior. El decreto disolvió todos los cuerpos de seguridad existentes. Tanto las milicias como las patrullas, tanto los guardias civiles como los de asalto, quedaban integrados en el nuevo organismo.

Una semana antes, el gobierno de la República, desde Valencia, había prohibido que los miembros de los cuerpos de seguridad militaran en partidos políticos o en sindicatos. La liquidación del Consejo de Aragón, en agosto de 1937, fue el último eslabón de una cadena de recuperación del control político y jurídico por parte de la República.

Lamentablemente, no creo que la voluntad de devolver a la retaguardia un cierto orden fuera una consecuencia del escándalo de la persecución religiosa. Las agresiones a campesinos para imponer la colectivización de las tierras, las relaciones de amistad que en ocasiones unían a las víctimas con dirigentes políticos de izquierdas, la paradoja de que algunos gobernantes republicanos —como fue el caso de Ventura Gassol o de Josep Maria España, en Barcelona— tuvieran que expatriarse para eludir a la «justicia popular»… fueron motivos más inmediatos para que las autoridades se decidieran a restaurar de nuevo el orden social. Y, sobre todo, la necesidad de contar con una organización social y militar capaz de ganar la guerra. Los asesinatos por motivos religiosos y el rosario de atentados contra bienes de la Iglesia no tuvieron el mismo peso específico en el ánimo de los gobernantes. La laicidad monolítica en que se inspiraban los partidos y sindicatos vinculados con el Frente Popular les impulsaba a relativizar la importancia de los atentados.

En la crónica de las agresiones contra religiosos o de de las agresiones por motivos religiosos se encuentran muy pocas referencias a personas que se opusieran. Sin embargo, es lógico pensar que muchos de los crímenes y agresiones cometidos, alegando los peligros del clericalismo, provocaron malestar no sólo entre los creyentes, sino, también, entre un sector importante de la población a la que repugnaban unas maneras tan gratuitas y crueles de violencia.

La suma de todos esos factores sociales y políticos provocó que se fuera consolidando la necesidad de cambios en los órganos municipales de poder y en la estructura gubernativa. El ensayo revolucionario se había terminado. Los enfrentamientos de mayo en Barcelona fueron la escenificación del final de una etapa.

La decisión de la Generalitat de obligar a la CNT-FAI a desocupar el edificio de Telefónica, situado en la plaza de Cataluña, que era uno de los baluartes de los anarquistas, desembocó en una lucha tan aguerrida entre la CNT y el POUM de una parte, y las fuerzas del orden y las milicias comunistas del PSUC de otra, que obligó al Gobierno central a intervenir. La batalla se saldó con más de trescientos muertos y un millar de heridos.

La circunstancia dio motivo al Gobierno central para retener las competencias de orden público y para apropiarse de las de defensa militar, hasta entonces en manos del Gobierno autónomo. El conflicto de competencias creó un clima de tensión entre los dos Gobiernos que se agravó a partir de octubre de 1937 con el traslado a Barcelona del gobierno de la República. El traslado generó, además, un serio conflicto social de abastecimiento derivado del aumento de la población que representó, en un momento de escasez, la llegada masiva de toda la plantilla de funcionarios con sus familiares.

Una de las primeras decisiones que tomó el gobierno de la República después de los acontecimientos de Barcelona fue la constitución de Tribunales de Espionaje y Alta Traición. El primero empezó a funcionar en Valencia en el mes de junio de 1937. El segundo se estableció en Barcelona en septiembre del mismo año. Dichos tribunales compartieron competencias, a partir de marzo de 1938, con otros de nueva creación, los Tribunales Especiales de Guardia.

El enfrentamiento político del mes de mayo, además de las víctimas directas del tiroteo, dio lugar a represalias políticas contra los anarquistas pero, muy especialmente, contra el POUM. Los comunistas estalinistas, siguiendo las consignas de los comisarios rusos —muy especialmente de Alexander Orlov— acusaron a los militantes del POUM, con multitud de pruebas falsas, de colaborar con el franquismo. Empeñados en decapitar al partido trotskista, optaron finalmente por secuestrar y asesinar a su líder indiscutible, Andreu Nin.

A partir de mayo de 1937 también se tomaron iniciativas para someter a juicio a dirigentes revolucionarios confesos de haber participado en la represión de los primeros meses. En Cataluña, por ejemplo, la conselleria de Justicia, a manos de Pere Bosch i Gimpera, de Acció Catalana, nombró a un magistrado, J. Bertran de Quintana, como juez especial encargado de elaborar un sumario sobre cementerios y depósitos clandestinos de cadáveres.

En el proceso de investigación se invitó a la colaboración de particulares y de corporaciones municipales. Como resultado de las denuncias presentadas detuvieron a personas significadas, algunas muy vinculadas con la persecución religiosa como Salvador Mellado, concejal de defensa del ayuntamiento de Montcada, uno de los municipios donde las patrullas acudían para ejecutar a sus víctimas, o Josep Queralt, que lo era de Molins de Rei. Dionís Eroles, ex responsable de los Serveis de la Comissaria d'Ordre Públic, y Aurelio Fernández, secretario de la Junta de Seguretat Interior, también fueron encarcelados.

Paradójicamente, las causas que se imputaron a los detenidos a menudo no apuntaban directamente a las responsabilidades con los asesinatos sino a cuestiones secundarias como, por ejemplo, delitos económicos. Así, Aurelio Fernández no fue juzgado por el asesinato de los maristas —narrado en el apartado dedicado a la diócesis de Barcelona—, sino por la presumible apropiación del rescate que había pagado, infructuosamente, la orden religiosa.

La falta de transparencia procesal y las presiones ejercidas por la CNT y por el PSUC desvirtuaron de tal modo el cometido del juez especial, que todo quedó reducido a un informe secreto entregado al titular del Tribunal de Casación de Cataluña, Josep Andreu i Abelló.

Federica Montseny, ex ministra anarquista, en el transcurso de un mitin en el Teatro Olimpia de Barcelona, el 21 de julio de 1937, exclamaba:

[…] en Molins de Rey, algunos militantes de la CNT mataron a unos curas que habían huido de Montserrat; pues a desenterrar los cadáveres, y, si se encuentran a pasearlos por la calle.

[…] Pero ¡Camaradas! En Tarragona, varios afiliados del PSUC asesinaron a treinta y seis camaradas de la CNT. Que yo sepa no se ha abierto sumario. En Sardañola, en el cementerio, hallaron doce cadáveres de las Juventudes, horriblemente mutilados, con los ojos fuera y las lenguas cortadas. Los llevó una ambulancia, los dejó en el cementerio. Yo exigí que se instruyera sumario y no se ha hecho.

El problema que se plantea es el siguiente: somos legalistas, estamos amparados por los derechos democráticos. Haciendo caso omiso de que existe una revolución, ni puede asesinarse sin juicio previo, ni meter en la cárcel sin pruebas[210]

Las protestas del conseller de Trabajo contra el enjuiciamiento de militantes del PSUC por haber participado en delitos del período revolucionario, se basaban en unos argumentos parecidos:

Los jueces no pueden admitir las denuncias que se formulen sobre hechos de carácter revolucionario acaecidos con motivo del movimiento provocado por los generales facciosos, ya que de efectuarlo así, sería como procesar la propia revolución. […]

Los jueces únicamente deben admitir las denuncias concretas sobre todos aquellos individuos que en lugar de obrar revolucionariamente lo hayan efectuado en un sentido de lucro, o bien que hayan aprovechado los hechos revolucionarios para eliminar enemigos personales, o por un afán innoble de robo. […][211]

Es importante fijarse en que tanto la dirigente anarquista, de forma explícita, como el comunista, de manera implícita, asumen la eliminación física de personas, los asesinatos —de religiosos, en el caso de Federica Montseny—, como si se tratara de una condición inherente a la revolución. Sus intervenciones no sólo son sectarias, sino que buscan justificar las acciones de su partido o sindicato alegando que las leyes no son competentes para juzgar a los revolucionarios.

El 2 de agosto de 1937, en el momento álgido de la actuación judicial contra la CNT-FAI, fue tiroteado, a la salida del Palacio de Justicia, el citado presidente del Tribunal de Casación, Josep Andreu i Abelló. Aunque salió indemne del atentado, el suceso, dado que todos los indicios apuntaban a los anarquistas, marcó un viraje definitivo en las relaciones del Gobierno y de los partidos con la CNT. A pesar de que en una nota aparecida al día siguiente en La Vanguardia todas las organizaciones libertarias desmentían la autoría de los hechos, las investigaciones policiales demostraron lo contrario.

El juicio se celebró a finales de año. A pesar de la gravedad de los cargos, las penas dictadas por el Tribunal de Espionaje y Alta Traición fueron moderadas. Sin embargo, el juicio descubrió que la corrupción había hecho mella en el seno de la organización anarquista, que un entramado de intereses particulares habían convertido las «acciones directas» en unsistema fácil para enriquecerse. Especialmente onerosos habían sido los réditos de los decomisos y robos perpetrados contra las iglesias, ermitas y demás bienes eclesiásticos. El descrédito para el movimiento anarquista fue absoluto.

Recientemente, la novela Entre el roig i el negre, de Miguel Mir, basada en notas autobiográficas de un conductor de las patrullas de la FAI de Barcelona, se ha hecho eco de aquellas iniquidades:

Mientras los héroes como Cairó morían en las barricadas contra los militares y el fascismo, otros nos dedicábamos al pillaje y a facilitar el camino a la reacción […] los tesoros aparecían ante nosotros como nunca habíamos imaginado […] con Tomás empezamos a apoderarnos de varias requisas de piezas religiosas […]. Nos apropiábamos de todo lo que tenía algún valor, o de todo lo que nos gustaba, aunque no tuviera ninguna utilidad.[212]

Los acontecimientos de mayo provocaron el cese de Largo Caballero como jefe del Gobierno. La apuesta por un gabinete de marcado carácter sindicalista había fracasado. No se podía continuar la guerra con posibilidades de ganarla sin la ayuda rusa y no habría ayuda rusa sin comunistas en el gobierno. Juan Negrín, apoyado por Álvarez del Vayo y por aquel entonces también por Indalecio Prieto, se postuló como repuesto socialista en una etapa caracterizada por la influencia política del Partido Comunista que, a pesar de ocupar sólo dos carteras —Agricultura e Instrucción Pública y Sanidad— marcó, a partir de entonces, la agenda y la estrategia de un Gobierno que, con la voluntad inequívoca de primar la eficacia, redujo drásticamente los ministerios —que pasaron de dieciocho a diez, sin ninguno, como era obvio, para la CNT— y con cambios tan sorprendentes como el relevo de Juan García Oliver —miembro destacado de la FAI— por Manuel de Irujo — católico nacionalista vasco— en la cartera de Justicia.

Al amparo de una mayor eficiencia, el nuevo gabinete pronto empezó a tomar decisiones que revelaban la influencia de un concepto totalitarista de entender la acción de gobierno. Entre ellas, destaca por méritos propios la creación, en agosto de 1937, del Servicio de Información Militar (SIM). A pesar de la inicial dependencia orgánica del ministerio de Defensa, en manos de Indalecio Prieto, el SIM se convirtió en poco tiempo en una policía política con más de dos mil agentes a manos del Partido Comunista y de los comisarios rusos.

El SIM pasó a controlar la vida en la retaguardia. Sus métodos, basados en la tortura, psicológica y física, despertaron de nuevo el fantasma del terror. El pánico individual a una detención fatalmente coronada por un «paseo» hacia la muerte se convirtió en un estado de desconfianza social generalizada, en temor colectivo a ser detenido por sospechoso. Se había sobrepasado el límite de lo imaginable. Las pugnas fratricidas en el seno de las izquierdas habían demolido la confianza de la sociedad hacia los nuevos rumbos políticos.

Los métodos del SIM convirtieron algunos de los antiguos centros de detención en centros de suplicios sofisticados, las temidas «checas», nombre que procede —como ya ha sido comentado— de la abreviatura del ruso Txrezvitxàinaia Komíssia, que significa 'Comisión Extraordinaria' con múltiples connotaciones y vinculaciones con el temido poder de la NKVD, la policía estalinista. Algunas de las instalaciones fueron diseñadas por Alfonso Laurentcik, un personaje servil de origen yugoslavo, miembro del contraespionaje militar. Las innovaciones técnicas que propuso convirtieron las celdas en lugares minúsculos con luz permanente y un goteo constante, con el suelo irregular, los techos bajísimos, las paredes con pinturas psicodélicas y un banco inclinado como único lugar de descanso. Estas «novedades» no sólo aumentaron el temor social al SIM, sino que además alimentaron todo tipo de elucubraciones macabras. Al final de la guerra, las checas se habían convertido en un instrumento de propaganda franquista contra la República de tal modo que, conseguida la victoria, incluso se organizaron itinerarios para visitarlas.

El SIM también tuvo bajo su control y vigilancia los Campos de Trabajo creados el 28 de diciembre de 1936 por decreto de García Oliver, en calidad de ministro de Justicia. Sorprendentemente, el ministro Irujo mantuvo la política correccional basada en el trabajo forzoso. Por ejemplo, el Campo de Trabajo de Albatera fue inaugurado el 27 de octubre de 1937 durante su etapa de ministro. Sólo en Cataluña llegaron a funcionar seis de esas instalaciones.[213] Los que cumplieron condena en ellos dejaron el testimonio de una extrema dureza en el trato por parte de guardianes que, en muchas ocasiones, procedían de antiguas patrullas represivas.

La reconversión y sofisticación del control de la retaguardia consiguió controlar de forma importante la acción del quintacolumnismo. Sin embargo, como consecuencia de los excesos con que actuaron, los agentes del SIM deben ser considerados responsables de delitos comunes cometidos contra la población civil y, formando parte de ella, contra el clero.

Un caso entre tantos para tomar el pulso a la nueva situación nos lo brinda la detención y encarcelamiento del escritor Víctor Cortezo por haber descubierto en su equipaje una Biblia con algunos pasajes subrayados. En todo querían ver claves de espionaje.[214] Luis Cernuda en sus escritos en prosa recordará de forma traumática lo sucedido a su amigo:

Estuve en ignorancia de la persecución y matanza de tantos compatriotas míos (los españoles no han podido deshacerse de una obsesión secular: que dentro del territorio nacional hay enemigos a los que deben exterminar o echar del mismo), mas luego adquirí una conciencia tal de esos sucesos, que enturbiaba mi vida diaria; hasta el punto de que, fuera de mi tierra, tuve durante años cierta pesadilla recurrente; me veía allá buscado y perseguido.[215]

A partir de mayo de 1937 también se produjeron cambios en las cárceles españolas. Los presos anarquistas aumentaron extraordinariamente, mientras que la mayoría de sacerdotes, privados preventivamente de libertad, fueron excarcelados. Tal situación creó tensiones graves en las cárceles. A las habituales hostilidades entre galerías se les sumaron las derivadas de que muchos celadores eran militantes o simpatizantes de partidos de izquierda o, incluso, afiliados a la CNT. En tal situación, muchos responsables de la intendencia o del orden interno de las prisiones optaron por priorizar las relaciones de camaradería con los compañeros presos antes que acatar el reglamento.

El SIM tampoco escapó a la corrupción. Uno de los episodios más lamentables de los que protagonizaron sus agentes fue la más que probable participación en el asesinato de 19 presos procedentes del barco-prisión Villa de Madrid atracado en el puerto de Barcelona. A pesar de que el suceso se atribuyó a una «saca» en represalia por el avance de las tropas franquistas, existen serias razones para pensar que fue consecuencia de unas negociaciones frustradas entre miembros del SIM y del grupo Luis de Ocharán, del quintacolumnismo barcelonés, para protegerse mutuamente después de una compleja conspiración del POUM para asesinar a Negrín.

Durante el segundo semestre de 1937 también aumentaron los grupos de civiles dedicados a facilitar el paso de sospechosos por la frontera francesa. Tal actividad, a medio camino de la ayuda humanitaria y del negocio especulativo, tuvo una clientela muy diversa. Lo mismo podían ser desertores republicanos que profesionales asustados, soldados que sindicalistas, hombres y mujeres o familias enteras. En los pasos hacia Andorra se llegaron a formar grupos de más de trescientas personas.

Otro fenómeno emergente en la retaguardia republicana fue el de los emboscados. Especialmente en las comarcas interiores de Cataluña, de gran tradición carlista y con una orografía abrupta, se escondieron muchos jóvenes y adultos para eludir su ingreso en filas o su retorno al frente de batalla. En aquellos parajes sus enemigos fueron los carabineros. La vecindad, en general, ayudó a los emboscados.

Huir o esconderse no tiene que ser juzgado sólo como un acto de cobardía, sino como un reflejo instintivo nacido en el seno de una moral colectiva destrozada. Una mayoría de la población había pasado de la euforia por la victoria inicial contra la insurgencia militar al desencanto y la frustración no solamente por las derrotas militares que se iban acumulando sino, muy especialmente, por la represión, la desorganización y el hambre.

El quintacolumnismo, los grupos de fuga por la frontera y los emboscados fueron tres fenómenos sociales de rechazo. A pesar de sus muchas diferencias, los tres compartían una profunda falta de confianza en el futuro social y militar de la República.

Es difícil de imaginar cuál habría sido la actitud de los párrocos y de las comunidades religiosas ante estas expresiones de disentimiento. La desaparición física —por haber sido asesinados o por haber tenido que huir— de la gran mayoría imposibilita saberlo. Es probable que para los grupos que atravesaban la frontera o para los emboscados hubieran tenido una generosa actitud de colaboración. Avala esta opinión que muchas de las familias que se arriesgaron a colaborar o que prestaron su casa como refugio, así como las que con peligro de sus vidas escondieron a religiosos en los primeros días de la persecución, eran declaradamente católicas y su fe era el móvil principal.

Los sacerdotes que de manera clandestina o tolerada continuaron viviendo en los pueblos o ciudades, con la ayuda de seglares que voluntariamente quisieron comprometerse en la defensa de los derechos religiosos, se dedicaron esencialmente a ejercer funciones pastorales limitadas y a la administración de los sacramentos. La supervivencia clandestina de la Iglesia será tratada en páginas posteriores.

Pocos fueron los casos de sacerdotes que colaboraran activamente, políticamente, a favor de los militares sublevados. También fueron muy pocos los que colaboraron con los gobiernos vasco, catalán o de la República.

Sin embargo, los hubo. Por ejemplo, en Cataluña, mosén Francesc Vila se vanagloriaba de colaborar con una centuria falangista y de trabajar con una emisora de radio que poseía.[216] De forma opuesta, el sacerdote Joan Vilar Costa, ex jesuita, se presentó voluntariamente al Servei de Propaganda de la Generalitat para colaborar y tuvo a su cargo la edición de un boletín oficial de información religiosa y una emisión semanal de radio.

En Madrid destacó la actitud de Leocadio Lobo, vicario de la parroquia de San Ginés, que ocupó el cargo de responsable de la sección técnica del servicio de Confesiones y Congregaciones Religiosas del Gobierno republicano. La adhesión incondicional de Lobo con la política llevada a cabo por el Gobierno republicano llegó al extremo de no condenar explícitamente los asesinatos de religiosos en una conferencia que con el título «La rebelión militar vista desde Madrid» impartió en la Casa de España de Bruselas el 7 de noviembre de 1936.

Córdoba también registró ejemplos ilustrativos de estos casos particulares. Cuenta la tradición oral que José María Molina Moreno, párroco de Santiago y del Sagrario, al sonar las alarmas por bombardeo sólo dejaba refugiarse en la iglesia a los que conocía por sus prácticas religiosas, expulsando a los demás. El capuchino Jacinto de Chucena acudió voluntariamente el 19 de julio a ofrecerse a los militares sublevados y, posteriormente, se convirtió en un apasionado locutor de Radio Córdoba desde donde pronunció exaltadas arengas político-religiosas. Destacó, en cambio, por su actitud a favor de la República el canónigo y rector del Seminario de San Pelagio José Manuel Gallegos Rocafull, quien no sólo publicó en el diario La Mañana de Jaén, el 11 de diciembre de 1936, diez razones tajantes por las cuales creía que los católicos debían mantenerse —o deberían haberse mantenido— fieles a la República, sino que él mismo aceptó impartir, por encargo del Gobierno, una serie de conferencias en América del Sur defendiendo el futuro republicano de España.[217]

Otro grado de implicación política lo mantuvieron los sacerdotes que se prestaron a realizar funciones castrenses. Los hubo en las filas nacionales pero también en las columnas de gudaris vascos e, incluso, accidentalmente en algunas unidades del ejército republicano, donde algunos curas destinados a servicios auxiliares ejercieron acciones pastorales. Entre los primeros debe mencionarse el caso del jesuita Fernando Huidobro, quien al estallar la guerra se prestó voluntario a misiones castrenses. Asignado a la 4.ª bandera de la Legión destacó tanto por su generosidad humana como por denunciar ante los generales Franco y Varela los excesos que cometían las propias fuerzas nacionales en su avanze militar.

Cabe subrayar que la convicción religiosa fue también el móvil principal de muchos de los requetés andaluces o navarros que voluntariamente participaron en la guerra. Y también lo fue para la mayoría de los catalanes fugitivos de la zona republicana que formaron el Tercio de Requetés de Nostra Senyora de Montserrat, que luchó al lado de las tropas franquistas en las sangrientas batallas de Belchite y Codo y en la del Ebro. La advocación a la Virgen los motivaba para la lucha. Su himno fue el Virolai, la canción verdagueriana en honor a la Moreneta.

En cambio, la cuestión religiosa no puede considerarse que fuera una razón específica para los promotores de la red de espionaje SIFNE (Servicios de Información del Nordeste de España) en el momento de comprometerse con el Gobierno de Burgos. Ni Josep Bertran Musitu, dirigente de la Lliga Catalana que la organizó, ni Francesc Cambó o Joan March, que la financiaron, compartían el sentimiento de Cruzada que se quiso atribuir a la guerra.

La religión tampoco fue un móvil determinante para los impulsores de la Oficina de Información de París, creada también por miembros de la Lliga Catalana, que se puso en marcha en noviembre de 1936, a pesar de que su director fuera Joan Estelrich y que desde aquel centro promoviera la difusión de su obra La persécution religieuse en Espagne, publicada en la capital francesa en 1937, con un prólogo de Paul Claudel.

En general, puede afirmarse que a partir de mayo de 1937 el anticlericalismo había abandonado el carácter de persecución religiosa pero que, en cambio, aún formaba parte de las inercias y de los programas de actuación de los sindicatos y de los partidos de izquierda. Ya no se pretendía abolir el espíritu religioso ni la destrucción de la Iglesia, pero subsistía todavía una manifiesta hostilidad contra el clero y contra los católicos practicantes que dio origen, en múltiples ocasiones, a episodios de violencia.

Una clara demostración de la desconfianza latente que suscitaba la Iglesia y la cuestión religiosa se detecta en la aparición de una nota de redacción titulada «Antirreligión», publicada el 8 de junio de 1937 en el Diari de Barcelona:

Quizá llegue un día […] en que resurja la religión. Tiene que prevenirse esta posibilidad. Es necesario prepararse para combatir los efectos de tal resurgimiento y para hacerlo anticipadamente; practicar la profila. Los núcleos revolucionarios han de practicar desde este momento una campaña permanentemente antirreligiosa.

Al final de la guerra aparecerá un rebrote de la violencia anticlerical, formando parte del caos de la huida desesperada y de la retirada de las tropas por la frontera francesa. «Fueron las últimas víctimas de los unos antes de que empezaran las de los otros», afirma con precisión el historiador Josep Maria Solé Sabaté.