Conocí a Miguel París en 1968, en Zaragoza (España), cuando me incorporé a la redacción del diario El Heraldo de Aragón. Miguel era periodista —un gran profesional— y mejor persona. Hablaba únicamente cuando era necesario. Recuerdo que me infundía un gran respeto. En su mirada se adivinaba mucho sufrimiento.

En cierta ocasión, en una de las largas esperas a las que obliga el periodismo, Miguel me confió algo que, sin duda, cambió la forma de concebir la vida. No sé por qué lo hizo. Quedé desconcertado. Le creí desde el primer instante. Miguel no era hombre dado a fantasías. Después, con el paso de los años, tuve el placer de disfrutar de su amistad. Me contó muchas veces lo que le había sucedido en Rusia. Jamás modificó la versión original.

Miguel París participó como voluntario en la División Azul y luchó valientemente contra el comunismo de Stalin.

Fue condecorado con el Distintivo Individual Especial de Destrucción de Tanques (condecoración alemana).

Pues bien, en síntesis, esto fue lo narrado por el periodista:

—Salimos de España en julio de 1941. Yo tenía veinte años. Permanecimos dos meses y algo en Grah Enver, en una escuela de instrucción alemana. Allí aprendimos el manejo de las armas. Finalmente nos trasladaron al frente de batalla, en Novgorod, al este de Luga y cerca del río Voljov. Me asignaron a la tercera compañía de Zapadores de Asalto.

Para Miguel no era fácil recordar aquellos momentos.

—Entramos en fuego el 12 de octubre de ese mismo año (1941), día del Pilar.

Y el periodista fue directamente al misterioso suceso:

—Recuerdo muy bien la fecha. Era el 18 de enero de 1942, víspera de mi cumpleaños. Nos encontrábamos en una zona que llamábamos los blocaos de El Alcázar[1]. Eran fortificaciones en mitad de la nada. En esos momentos, la gran llanura en la que se hallaban los blocaos era nieve y hielo. Y me encomendaron una misión: tenía que transportar varios paquetes de fulminantes desde el puesto de mando, en Novgorod, hasta el blocao del teniente Garrido, de la segunda sección.

La memoria de Miguel era prodigiosa. Lo recordaba todo.

—Y salí, en solitario. Pero, al poco, mientras caminaba, se desató una fuerte ventisca.

—¿Para qué eran los fulminantes?

—Para los paquetes de trilita. Eran explosivos con los que se practicaban trincheras.

Miguel prosiguió.

—Empecé a tener problemas. La ventisca era cada vez más violenta… Y, en eso, los rusos empezaron a bombardear la zona.

»Fue todo muy rápido.

»Una granada estalló cerca y me hirió en la cara. La metralla y el hielo me dejaron casi sin visión.

»Continué caminando por la nieve, pero sin rumbo. Tropezaba y caía. Los rusos seguían atacando. La ventisca me impedía el avance. Me arrastré, como pude. Empecé a sentir miedo. Estaba desorientado. Podía morir. Tenía que salir de allí…

»No sé cuánto se alargó aquella situación. Me pareció una eternidad…

»Caminé y caminé y, de pronto, cuando me hallaba perdido, escuché una voz. Alguien me llamaba por mi nombre: ¡Miguel, Miguel!

»Entonces lo vi. Era Paco Bacaicoa, un compañero de la segunda compañía de Zapadores.

»Y se produjo el siguiente diálogo:

»—¿Adónde vas? —preguntó Bacaicoa.

»—Al blocao —replicó Miguel.

»—Pues ¡hala!, tira por aquí…

»Y continuamos —prosiguió Miguel—. Yo detrás de él.

»Al cabo de un rato se detuvo, indicó el blocao al que me dirigía, y se despidió:

»—Yo continúo…

»Fue así como alcancé el blocao del teniente Garrido. Facilité la contraseña y me atendieron.

—¿Y qué fue de Bacaicoa?

—No lo sé. Como te digo, se despidió, y lo perdí de vista.

A decir verdad, en esos momentos, Miguel París no le concedió demasiada importancia al asunto. Bacaicoa le había salvado la vida pero, inmerso en la guerra, el joven Miguel no se preocupó del suceso. Fue dos meses más tarde, en marzo de 1942, cuando tuvo conciencia de lo sucedido realmente.

—Fui herido de nuevo —explicó París— y me trasladaron al hospital de Grigorov. Fue una herida «pasajera». Así llamábamos a las que no tenían gravedad… Pues bien, conversando con los compañeros, recibí la noticia de la muerte de Bacaicoa. Me quedé de piedra: ¡había fallecido el 10 de noviembre de 1941! Lo mató un mortero cuando se encontraba en un nido de ametralladoras, en Nilitkino, cerca de los cuarteles de Dubrovka. Era una cabeza de puente sobre el río Voljov.

Hice cuentas.

Entre el 10 de noviembre y el 18 de enero habían transcurrido 69 días…

—¿Estás seguro de que Francisco Bacaicoa falleció?

—Por completo. Posteriormente visité el cementerio en el que fue sepultado. Con él falleció otro compañero, Durán, también destrozado por el mortero. El lugar se llamaba «La Casa del Señor».

Según explicó París, Bacaicoa y él hicieron toda la campaña juntos. Se conocían bien. Bacaicoa nació en Fuenmayor (La Rioja), aunque residía en Zaragoza. Estuvieron juntos en la escuela de adiestramiento, en Alemania. No había duda. Y Miguel describió, una vez más, el uniforme que presentaba Bacaicoa en la tarde del 18 de enero de 1942: botas, polainas, abrigo, una manta, casco y una metralleta.

—¿Cuál era el emplazamiento habitual de Bacaicoa?

—Lejos: a cosa de ocho kilómetros del lugar en el que me salió al paso.

—¿Estaba destinado al blocao al que llegaste?

—No.

En otras palabras: Bacaicoa, de haber estado vivo, no debería hallarse en esa posición.

—¿Le tocaste?

—No, en ningún momento. Él se limitó a guiarme.

—¿Qué habría sucedido de no haberse presentado Bacaicoa?

—Lo más probable es que hubiera muerto congelado (las temperaturas eran de cincuenta y pico grados bajo cero) o que los rusos me hubieran rematado.

Insistí:

—¿Pudo tratarse de un error por tu parte?

—No. Sé que era Paco Bacaicoa. Nos visitábamos con frecuencia. Era su voz. Era él…

—Pero llevaba muerto más de dos meses…

—Lo sé, y ése es el misterio. Como te digo, yo visité su tumba en el cementerio de Grigorov. Cuando me salió al paso estaba muy cerca. Traía la misma dirección. No hubo error.

—Dices que caminaba delante de ti…

—Así fue.

—¿Dejaba huellas en la nieve?

—Sí, y muy profundas. Exactamente igual que yo.

Según los documentos existentes en el Servicio Histórico Militar (División Azul: legajo 34, carpeta 1, armario 28), Francisco Bacaicoa de Marcos murió el 10 de noviembre de 1941. Junto a él falleció Juan Ruiz Castillo y resultaron heridos el sargento Miguel Senosiain Azpilicueta y el soldado Salomón Sánchez Gutiérrez. Bacaicoa tenía treinta y dos años de edad.

En 1943, Miguel París regresó a Zaragoza. Allí se dedicó a la fotografía y al periodismo.

Estoy bien
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