Norma Alonso Padrón tenía nueve años cuando le tocó vivir aquel suceso. Ahora tiene sesenta y tres y sigue recordándolo a la perfección.

Esto fue lo que me contó:

—Sucedió en Cuba, en la localidad de Camagüey…

»Aquel año (1958) fuimos de vacaciones a un pueblecito de Matanzas. Se llama Pedro Betancourt. Era la costumbre. Mi hermana Lina y yo pasábamos allí el verano, de julio a septiembre…

»Lina se quedaba en la casa de la abuela y yo me alojaba en la de mi madrina…

»Pues bien, frente a la casa de la madrina, en la calle Colón, vivía una señora mayor, de unos setenta años, a la que llamábamos Mamita. Su apellido era Echezabal…

»Mamita tenía tres hijos, pero eran mayores…

»Y me cogió cariño…

»Me trataba como a una hija…

»Yo pasaba constantemente a su casa, o ella venía a la mía, y me obsequiaba con uno de mis postres favoritos: plátanos maduros fritos…

»Yo le contaba cosas sobre los chicos que me gustaban y ella se reía…

»Y al terminar las vacaciones regresamos a Camagüey…

»Tres meses más tarde, en diciembre, no recuerdo la fecha exacta, ocurrió “aquello”…

»Vivíamos en la calle San Rafael, en el número 648…

»Una noche, a eso de las nueve, desperté de pronto…

»Mi hermana Lina dormía conmigo…

»Empecé a llorar, pero no sabía por qué…

»Lina dormía profundamente…

»Todo estaba oscuro…

»Y, muy asustada, me dirigí al cuarto de mis padres…

»No estaban…

»Entonces corrí a la puerta de la calle y empecé a gritar…

»Vi aparecer a Otilio Rodríguez, compadre de mis padres, y preguntó qué pasaba…

»Expliqué que me hallaba sola y trató de consolarme…

»Otilio dijo que mis padres habían acudido a la casa de Elda, una vecina, porque no se encontraba bien…

»Después comprendí…

»Mis padres y Elda preparaban los regalos de Reyes…

»Y en ésas estábamos cuando algo —no sé explicarlo— me obligó a mirar hacia atrás, al interior de la casa…

»Entonces la vi…

»¡Era Mamita, la de los plátanos!…

»Estaba allí, a cosa de tres metros, con su ropa habitual…

La interrumpí:

—¿Qué ropa?

—Llevaba un vestido blanco, de manga corta, por debajo de las rodillas. Usaba el cinturón de siempre…

—¿Viste los pies?

—Sí. Calzaba sus zapatitos de vieja…

Y Norma continuó el relato:

—Tenía luz alrededor…

»Sonreía…

»Levantó la mano derecha y me saludó…

»Bueno, eso fue lo que pensé en ese momento…

Volví a interrumpirla:

—¿Cómo era esa luz?

—Blanca…

Norma dudó.

—Yo diría que Mamita, toda ella, era luz. Resplandecía pero se distinguían las facciones.

Insistí en el asunto de la luz. Y Norma matizó:

—La luz sobresalía del cuerpo como medio metro.

—¿Partía del propio cuerpo?

—Así es.

—¿Y se proyectaba medio metro?

—Correcto.

—¿Qué aspecto presentaba?

—El de siempre: delgada y con un moño. Era una persona muy humilde… La sonrisa era distinta…

—¿Por qué?

Norma no supo explicarlo. Se limitó a decir:

—Era una sonrisa espectacular…

La dejé continuar.

—Mamita estaba en el aire. A cosa de treinta centímetros del piso…

—¿Estás segura?

—Completamente.

Y recordé el caso de Medina, el guardia civil. Su difunto abuelo también flotaba. ¿Cómo era posible semejante coincidencia? Medina no conoce a Norma, ni ésta al guardia…

—La luz destellaba…

—¿La casa seguía a oscuras?

—Totalmente.

—¿Dirías que era un cuerpo con volumen?

—Sí.

Y Norma prosiguió:

—Al verla le comenté a Otilio:

»—¡Mira, Mamita está ahí!…

»Pero él no la veía. Miraba y miraba y preguntaba:

»—¿Dónde?…

»Yo, entonces, caminé hacia ella…

»Pero nunca la alcanzaba…

»Mamita retrocedía…

»Y se fue apartando, hacia la cocina…

»Seguía con la mano derecha alzada, saludando…

»Entonces desapareció…

—¿Caminaba?

—Sólo la vi deslizarse, hacia atrás.

—¿Cuánto tiempo pudiste verla?

—Segundos. Como mucho, un minuto.

—¿Y qué sucedió?

—Esa noche nada. Me despedí de Otilio, le dije que ya no tenía miedo, y me fui a la cama.

—¿Alguien más vio a Mamita?

—Nadie, que yo sepa. Mi hermana no se despertó.

Norma continuó la narración:

—Al otro día, a eso de las cuatro de la tarde, Lina y yo regresamos del colegio…

»Volvíamos a pie…

»Y al llegar cerca de la casa vimos a mami, lavando…

»Nos acercamos, para saludarla, y mami echó mano a uno de los bolsillos del delantal…

»Sacó un papel azul…

»Era un telegrama…

»Y dijo:

»—Mira, lee esto…

»—¿Qué? —repliqué—. ¿Que Mamita murió?

»Mi madre me miró, desconcertada. Y preguntó:

»—¿Cómo tú lo sabes?…

»Y respondí:

»—Porque anoche vino a despedirse…

»Entonces comprendí que Mamita no saludó. Al levantar la mano se estaba despidiendo…

»Eso fue lo que sucedió: Mamita se despidió de mí…

»Después leí el telegrama. Decía: “Mamita murió”. Y mencionaba la hora; la misma en la que la había visto…

»El telegrama lo enviaba Cari, una de las hijas de Mamita…

»Me quedé triste pero, al mismo tiempo, sentí paz…

»Mamita está viva…

Consulté el mapa de Cuba.

De Pedro Betancourt, cerca de Matanzas, a Camagüey, donde tuvieron lugar los hechos, hay más de seiscientos kilómetros (en línea recta).

Y quedé nuevamente maravillado…

Pero la experiencia de Norma Alonso no terminó ahí.

Veinte años después, en 1978, cuando residía en Miami, sucedió algo igualmente inexplicable (para la razón).

—Me hallaba en el hospital, trabajando. Preparábamos unos electros…

»Conmigo estaba Elena Montano, una mujer muy especial…

»Y, de pronto, mi compañera hizo un comentario:

»—¡Ay, qué olor a plátanos maduros fritos!…

»Yo no olía a nada…

»Nos encontrábamos en el primer piso. La cocina estaba en la novena planta. Aquello no podía ser. En los hospitales norteamericanos, además, no se cocina comida latina…

»Pasaron unos minutos y Elena preguntó:

»—¿Quién es Mamita?…

»Me quedé de piedra…

»No dije nada y ella la describió:

»—Es una mujer alta, delgada, vestida de blanco, con medias y zapatos de vieja…

»Yo estaba desconcertada…

»Y continuó:

—… Tiene el pelo hacia atrás, con moño…

»¡Era Mamita! Me la estaba describiendo…

»Y Elena dijo:

»—Está a tu lado… Me dice que ella siempre está contigo.

Meses después de la conversación con Norma, en Miami, pude entrar en contacto con Elena Montano.

Es psicóloga.

Vive en Tennessee (USA).

Le pregunté sobre el caso «Mamita» y confirmó lo expuesto por Norma, añadiendo lo siguiente:

—Yo había visto a la señora una semana antes del suceso ocurrido en el hospital… Deambulaba por mi casa… Mi mamá también la vio, pero, asustada, se tapaba con la sábana… Vestía de blanco… Se quedaba de pie, en mi dormitorio, contemplándome… Hasta que un día me cansé… Me senté en la cama y le pregunté: «¿Qué quiere usted?»… Y ella respondió: «Soy Mamita. Conozco a Norma y quiero que le digas que rece por mí y que me ponga las flores blancas que tanto me gustan»… Y desapareció… El resto ya lo conoce usted.

—¿Dice que la veía en su casa?

—Sí, al menos durante una semana…

—Pero ¿cómo puede ser eso? Mamita estaba muerta…

—Tengo esa facultad —respondió Elena—. Veo cosas que los demás no ven…

Elena, en efecto, por lo que pude averiguar, es una persona especialísima.

—¿Habló Mamita con su madre?

—Sí, y le dijo lo mismo: lo de las flores…

—Dice que ese día, cuando trabajaba con Norma en el hospital, sintió el olor a plátanos maduros fritos…

—En efecto. Y Mamita estaba allí, al lado de Norma.

—¿Cómo vestía?

—Igual que en la casa: de blanco y con el pelo hacia atrás, con moño. Fue entonces cuando Norma me contó la historia. Yo no sabía nada de lo ocurrido en Cuba…

Respecto a las flores blancas, Norma aclaró el misterio: Mamita tenía la costumbre de adornar la mesa de su casa con un búcaro lleno de flores. Lo hacía cada semana.

Estoy bien
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