Manuel Romero Hume fue un amante de la aviación.
El Destino, sin embargo, quiso que fuera marino.
Llegó a capitán de fragata.
En 1960, en Sevilla, vivió una experiencia —cómo decirlo—…, que modificó su forma de pensar.
Liana, su hija, me narró lo sucedido:
Mi padre era marino por vocación y aviador por afición…
Lo suyo era navegar, pero le atraía irresistiblemente volar…
Había surcado los mares con toda suerte de embarcaciones: a vela, a máquina, sobre cubiertas de madera o de hierro…
Nunca consultaba los partes meteorológicos. Le bastaba mirar el horizonte o respirar hondo…
Pero volar le alucinaba…
Se hizo piloto en la escuela de Alcantarilla, en Murcia…
Y consiguió el título y las alas durante la guerra civil española…
Entonces era capitán de la Marina Mercante…
Al terminar la contienda escogió la reserva naval, haciendo de ello su carrera…
Lo destinaron a la comandancia de Marina de Sevilla…
Fue capitán de Puerto. Su trabajo era despachar buques…
Hizo buenos amigos. Disfrutó de una existencia ordenada…
Él se consideraba dichoso…
Entre sus más allegados amigos figuraba Guillermo Cala Pina, un excelente piloto…
Un día, 12 de agosto de 1960, Guillermo visitó a mi padre en su despacho…
Y lo invitó a volar esa misma mañana…
Había adquirido una avioneta y un piloto francés lo entrenaría en el manejo del «juguete»…
Mi padre no cabía en sí de gozo…
Pero Guillermo puntualizó:
—Manuel, tienes que estar dispuesto a las doce y media. Pasaré a recogerte. El piloto que va a enseñarme regresará a Francia esta misma tarde.
E insistió:
—Seamos puntuales…
—De acuerdo —respondió mi padre—. Estaré esperándote.
Guillermo partió, prometiendo volver un poco más tarde…
Manuel miró su reloj. Marcaba las once y veinte…
Y se enfrascó en el despacho de documentos…
De pronto sonó el teléfono…
Mi padre cogió el auricular y escuchó una voz que no acertó a identificar…
La voz le dijo:
—Manuel… ¿Sabes que tu amigo Alberto Fernández acaba de morir de un infarto?…
—¿Alberto?… ¿Fallecido?
Mi padre estaba desconcertado.
—¿Quién habla? —preguntó…
En ese instante la comunicación se cortó…
—¡Caramba! —exclamó Manuel, dirigiéndose a Carmen Valari, su secretaria—, no somos nada…
Y añadió:
—Ayer mismo consulté con Alberto un asunto relacionado con un barco ruso que está a punto de recalar en Sevilla. Y parecía tan vital…
Se levantó del asiento y comentó:
—Carmen, hazte cargo del despacho. Tengo que ir a casa de Alberto. Está cerca. Regresaré pronto.
Alcanzó la gorra y le recordó a la secretaria:
—Si viene el señor Cala Pina comunícale lo ocurrido… Por favor, que espere…
Y salió precipitadamente…
Llegó a la vivienda del «finado» y subió las escaleras con los pensamientos en desorden…
—¡Pobre Alberto! —murmuró para sí—. No sé qué voy a decirle a su mujer…
Llamó a la puerta sin energía y esperó…
Al abrirse la hoja encontró a su amigo Alberto con una cerveza en la mano…
Mi padre casi perdió el equilibrio…
—¡Hombre, Manolo! —y le invitó a entrar—. ¿Más problemas con el barco ruso?
—¡Déjate de barco ruso, Alberto! ¿Estás bien? —preguntó mi padre con sigilo…
—¿No me ves con una cerveza fresca en la mano? Pasa, pasa. Luisa está cortando queso. Toma algo…
—Verás, Alberto —comentó mi padre como Dios le dio a entender—. Acaban de llamarme por teléfono y me han comunicado que habías sufrido un infarto…
Alberto rompió a reír…
—¿Era un amigo o un enemigo?
—Ahora que lo preguntas, no lo sé… Se cortó la comunicación…
—Tú sí que eres un buen amigo —manifestó Alberto—. Te ha faltado tiempo para acudir… ¡Luisa!… ¡Trae una copa!… ¡Tenemos que brindar por mi resurrección!…
—Me alegra verte así —replicó mi padre—, pero tengo que regresar al despacho. A las doce y media me recogerá Guillermo Cala Pina… Va a probar una avioneta que acaba de comprarse…
Alberto alzó la vista hacia un reloj de pared…
—Tenemos tiempo… Son las doce menos diez. Tomamos una copa y te dejo ir…
Comenzaron a bromear, más relajados, especulando sobre la misteriosa llamada telefónica…
Y terminaron enfrascados en el asunto del buque ruso…
Y el tiempo pasó, inexorable…
Mi padre, de pronto, consultó el reloj…
—¡Dios mío!… ¡Son las doce y cuarenta!…
Alcanzó la gorra, besó a Luisa, abrazó a su amigo y, precipitadamente, salió de la casa…
Bajó los escalones de dos en dos…
Tomó un taxi y voló hacia la comandancia de Marina…
Al entrar en el despacho, Carmen, la secretaria, le dijo:
—Lo siento… El señor Cala Pina llegó puntual y esperó diez minutos… Terminó marchándose… El piloto tenía prisa… Dijo que le hablará por teléfono con el fin de quedar para volar… Quizá este próximo fin de semana…
Y mi padre, contrariado, se sumergió en el trabajo…
Por la tarde, a punto de finalizar la jornada, Ramos Izquierdo, jefe y amigo de mi padre, entró en el despacho de Manuel…
Y le dijo:
—Siento mucho lo de tu amigo Guillermo Cala Pina…
—No importa —replicó mi padre—. Volaremos este fin de semana.
—¿No te lo han dicho?…
Mi padre miró a su jefe sin comprender…
—Guillermo y su piloto —anunció Ramos— se han estrellado con la avioneta. Han muerto…
Manuel Romero nunca supo quién le había llamado esa mañana.
Lo cierto es que lo quitaron de en medio, salvándole de una muerte cierta.