En 1944 Mo tenía cuatro años.
No estoy autorizado a desvelar su identidad. Es un hombre muy popular en Sevilla (España).
Él recuerda a Antoñito.
Fue su madre —a la que llamaré Luisa Barrado— quien le contó la singular experiencia.
Conocí a Mo en agosto de 1983 en la localidad de Conil, en Cádiz. Allí me contó lo sucedido en 1944 por primera vez. Me acompañaba un añorado amigo, hoy fallecido: Rafael Vite, de Vejer. Tres años después, en 1986, volvimos a coincidir y relató la experiencia por segunda vez. No observé ninguna contradicción.
Finalmente, en septiembre de 2012, lo visité de nuevo. Esta vez en su casa, en la ciudad de Sevilla. Su mujer estaba presente.
Esta tercera narración fue idéntica a las anteriores.
No había duda.
El caso era auténtico.
En síntesis, esto fue lo ocurrido:
Vivíamos en la calle María de Pineda, 14, en Sevilla…
Eran tiempos de suma pobreza…
Antoñito era un hombre mayor…
Mo sonrió y matizó:
Tenía cuarenta y pocos años, pero a mí, con cuatro, me parecía mayor…
Venía por la casa y ayudaba. A veces pintaba…
Mi familia le tenía en gran estima…
Mi madre me dijo que estaba enfermo del pecho…
Un día se presentó en la casa y le pidió a mi madre un traje usado. Le dio uno de mi padre…
Lo necesitaba, al parecer, para ingresar en el hospital…
Y estuvo dos o tres días sin aparecer…
Mi familia se enteró después…
Antoñito había ingresado en lo que entonces se conocía como el Hospital de la Sangre, hoy desaparecido…
Una noche, ya de madrugada, mi madre lo vio en el dormitorio…
Mi padre no se despertó…
Antoñito vestía el traje que mi madre le había regalado…
Me dijo que presentaba el cuerpo iluminado…
Le dio las gracias por el traje y se despidió…
Al día siguiente, hacia las nueve de la mañana, llamaron a la puerta y dieron la noticia: Antoñito falleció esa madrugada, como a las tres…
Fue la hora en la que se presentó en el dormitorio…
Interrogué a Mo sobre la luminosidad que emitía Antoñito. Contó lo que le contaron:
Presentaba la mitad superior del cuerpo con luz…
El resto no era visible…
Lamentablemente, Luisa, la madre de Mo, falleció en julio de 1970. No tuve oportunidad de interrogarla y profundizar en el caso.
Pero Mo ha tenido otras experiencias…
Una de ellas lo marcaría de por vida.
La contó cuando le conocí, en el verano de 1983. Vite fue testigo.
Ese mismo año de 1983, Mo tuvo un sueño que no supo explicar:
He visto un árbol —relató—. Y, en el árbol, subidos a las ramas, estaban mis dos hijos…
No sé qué hacían allí…
Uno de ellos, de pronto, cayó…
Se reía al caer…
Vestía de forma rara…
Pensé en esos momentos de la ensoñación que vestía de soldado, pero no…
Le di muchas vueltas, pero no hallaba una explicación…
Quizá no la tenía…
Mo se equivocó.
En los sueños siempre hay una «perla»…
Durante un tiempo pensé que la ensoñación hacía referencia a mi árbol genealógico…
Pero no daba con la clave…
Tres años más tarde, en agosto de 1986, uno de los hijos de Mo perdió la vida cuando hacía submarinismo en aguas de Trafalgar, en Cádiz.
De la tercera experiencia —no menos insólita— me ocuparé más adelante.