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Aunque lo último que quería era acabar perdiendo la cordura, todo lo que hacía parecía tener el propósito contrario. Debía romper esa inercia y salir de allí. Debía volver a una vida normal, relacionarse con los demás como si nada hubiera ocurrido y olvidarse de todo aquello. Desde que dejó el colegio, sólo había salido de casa para ir a visitar a su padre en el hospital. Mantenía las persianas del piso cerradas y el aire acondicionado encendido durante las veinticuatro horas. En algunas habitaciones empezaba a percibirse un enrarecido olor a piscina. Hacía días que dormía en el sofá del salón. Le había cogido tanto miedo al dormitorio en el que comenzó a soñar con aquel hombre, que ya era incapaz de encerrarse allí por las noches. Pero no había servido de nada. En el sofá, la vida de aquel individuo seguía asaltándolo de la misma manera. Cada vez que conciliaba el sueño, cada vez que notaba que los párpados le suponían un peso irrefrenable, apenas su conciencia se diluía, comenzaba a soñar que era aquel hombre y toda su vida y su mundo adquirían forma alrededor. Cuando se despertaba Xavier se sentía extenuado, superado por el esfuerzo de haber sostenido él solo todo aquel cosmos. Abría los ojos en la penumbra del salón y aspiraba con avidez, como si hubiese estado sumergido bajo el agua. Notaba primero la nariz reseca, las vías respiratorias congestionadas por las flemas y la sábana enroscada bajo su espalda. Luego, iba distinguiendo gradualmente el castillo de sombras que se levantaba sobre la mesa de centro, construido a base de platos acumulados, torreones de vasos de cristal unos dentro de otros, empalizadas de cajas de pizza, fiambreras de plástico y restos de comida haciendo de corrupta argamasa. Un asco. Su vida, su vida real, se deshacía por momentos.

Desde que dimitió como profesor había volcado todas sus energías en un único objetivo. Quería dejar de pensar en su hijo y en hacer una locura, y no se dio cuenta de que estaba reemplazando una obsesión por otra aún más enfermiza. En realidad, había sido Helena quien, sin darse cuenta, lo había puesto tras la pista. Lo hizo al preguntarle si conocía de algo al tipo con el que soñaba. No, por supuesto que no lo conocía. Pero tampoco se había planteado hasta entonces si era posible que existiera en alguna parte. La hipótesis de que aquel hombre tuviese verdadera existencia, y que de alguna manera sus mentes hubiesen logrado establecer una extraña conexión durante el sueño, no era más disparatada que cualquiera de las demás. A Xavier le costaba creerlo, desde luego, dos desconocidos comunicándose en sueños a cientos de kilómetros de distancia. No obstante, eso era sólo una parte del dilema, porque aún le resultaba más difícil admitir la opción contraria: que toda la maraña de circunstancias y detalles que emergía en medio de sus noches pudiera estar siendo creada por él desde la nada. Por eso, desde que habló con Helena, Xavier supo que ya no podría abandonar hasta confirmar o desmentir esa posibilidad de una forma definitiva. Aquella misma noche, cuando ella lo dejó delante de su edificio de vuelta del hospital, lo primero que hizo al subir a su piso fue encender el ordenador. Entró en la página de Google, y en la barra del campo de búsqueda introdujo entrecomillado el nombre de aquel tipo: André Bodoc. Nada. Ningún resultado. Según el buscador más potente y eficaz de internet aquel hombre no existía. Fue a las páginas de las principales redes sociales, a Facebook, a Twitter, en busca de un perfil, y tampoco halló rastro alguno. Esa noche, Xavier se durmió pensando que el individuo con el que soñaba tenía una dimensión pública, y que, por lo tanto, aquello debería ser ya prueba más que suficiente de que no era sino un producto de su imaginación. También pensó que, en tan sólo unos minutos, se estaría encontrando con la rotunda presencia de aquel que en su mundo parecía no existir.

Cuando se levantó a la mañana siguiente no desayunó, no se duchó, no se lavó la cara. Estaba demasiado excitado. Había vuelto a ser Bodoc, como cada noche. Una noche más. Así que avanzó a oscuras por la casa, medio desnudo, guiándose por las líneas de puntitos de luz que se proyectaban en el suelo a través de las persianas, y volvió a sentarse delante del ordenador. Entró en la guía telefónica online. Todavía aturdido, notó que sus pulsaciones se aceleraban; hasta ese instante no había reparado en cuánto le aterrorizaba lo que pudiera llegar a descubrir. Comprobó en la pantalla que tenía que limitar la búsqueda por territorio y decidió seguir el orden alfabético. Marcó la primera provincia de la lista, tecleó el apellido y le dio al botón de buscar. En menos de un segundo, el robot de aquella base de datos arrojó los resultados. Nada, de nuevo. Provincia tras provincia, Xavier fue rastreando todos los Bodoc del país. Era un apellido tan poco común que rara vez obtenía un mensaje distinto. A lo largo de la mañana fueron cuatro las veces que eso ocurrió. Cuatro personas en total, y ninguna de ellas era André. Apuntó los números de teléfono en una pequeña libreta y comenzó a reunir la desesperación suficiente como para ser capaz de utilizarlos. Por la tarde, empezó a marcar los números. La primera persona con la que habló era una mujer, Carolina Bodoc, que le atendió con un suavizado acento argentino y le dijo no tener ningún familiar llamado André. Los tres restantes eran hombres, y con ninguno de ellos hubo más suerte. Tan sólo uno dijo que creía haber conocido a un André en la familia, un tío abuelo que al parecer murió en Buenos Aires, en el golpe militar de 1955.

A partir de ese momento, Xavier no supo qué hacer. Tal vez no había sido tan buena idea renunciar a su trabajo después de todo. Cuando estaba en el colegio se sentía incapaz de seguir adelante con su rutina con normalidad, pero ahora se daba cuenta de que no tenía un plan alternativo. La nada, el abismo, bajo sus pies. En unos días ya se sentía más solo y más perdido de lo que recordaba haberse sentido nunca. Más incluso que en sus recientes episodios de crisis. Comenzó a deambular por la casa como si fuese su fantasma, y no su habitante. Trataba de no hacer crujir los listones de madera al andar; tampoco tocaba las cosas, como si de algún modo no alterar nada pudiera hacerlo no estar allí. Se tumbaba en el suelo en medio de la oscuridad y contemplaba los perfiles de los objetos recortados sobre un fondo de luz evanescente. O bien permanecía observando durante horas las macetas de plantas aromáticas que había traído de la cocina y había vuelto a colocar en las estanterías del salón, junto a los libros. Como si hubiera perdido el juicio, Xavier se exploraba a sí mismo en los confines de su mente, preguntándose qué otros datos conocía de aquel individuo. Aparte del nombre no sabía mucho más. Conocía a sus amigos y allegados, lo había visto —se había visto— en sus lugares de trabajo, recordaba su cara, sus gestos, incluso su forma de pensar, podría describir su apartamento en el centro de la ciudad. Pero, cuando despertaba, los datos concretos, la mayoría de los nombres y de los números, se disipaban en su cabeza como suele ocurrir con los sueños corrientes. Para colmo, en las últimas ocasiones, cuando al caer la noche Xavier se había preparado para internarse en el mundo de Bodoc con la esperanza de volver con algún dato aprovechable, se había encontrado con que el protagonista de sus sueños estaba internado en un hospital, guardando una monótona convalecencia de la que era difícil regresar con algo de valor.

Hacia la mitad de la semana, Xavier se despertó en la negrura con la sensación de tener en la punta de la lengua el nombre de la cadena de televisión en la que trabajaba aquel tipo. No era algo nuevo. Le había pasado en más ocasiones. Aquella sensación lo acompañaba algunos días como una música pegadiza que no se termina de concretar. Y a pesar de que había ido a más, cada vez que las primeras letras parecían a punto de formarse, enseguida se desvanecían como si estuviesen escritas en el agua. Lo único que sabía con seguridad era que se trataba de un programa informativo diario, y por muchos informativos y televisiones que hubiese, su número tenía que ser limitado. No disponía más que de unos conocimientos informáticos básicos, los justos para confeccionar los exámenes de historia y algunos ejes cronológicos que utilizaba en sus clases, pero los días siguientes los dedicó a buscar en internet directorios de canales de todo tipo y a elaborar una tabla en una hoja de cálculo. Cuando la hubo terminado, comenzó a visitar las páginas web de cada una de ellas y a revisar sus programaciones. Siempre que comprobaba que entre los miembros del equipo no figuraba André Bodoc, marcaba en negro un cuadrado de la columna de la derecha. Así hasta que la completó de arriba abajo. Una gran mancha negra, como un alargado melanoma. El fin de semana lo pasó escribiendo correos electrónicos a los distintos departamentos responsables, pidiendo la ficha técnica de cualquier noticiario que produjeran o que alguna vez hubieran producido.

No quería acabar volviéndose loco, pero cuando esa mañana había empezado a recibir los mensajes de respuesta, al mismo tiempo que tomaba conciencia de que llevaba una semana allí encerrado, saliendo apenas una hora al día para ir al hospital y durmiendo en un sofá, el único impulso que lo dominaba era el de romper y destruir. Cada vez que entraba en su bandeja de correo un mensaje con resultado negativo, lanzaba un revés al aire y estrellaba algún objeto de la mesa contra el suelo. Sólo cuando no hubo nada más a su alcance, ni sobre la mesa ni en las repisas, hizo acopio de la escasa determinación que le quedaba y apagó el ordenador.

Salió de la habitación sorteando los estropicios, fue hasta el dormitorio y sentado en la cama escuchó los mensajes del contestador. Tenía un mensaje nuevo y otro antiguo. El más reciente era de Helena. Le decía que desde que dejó de ir al colegio no sabía nada de él, que diera señales de vida, que la tenía preocupada y que siempre que necesitara algo podía contar con ella. El otro era de su exmujer. Le decía que había pasado el fin de semana en que le tocaba visitar a su hijo y que no había llamado ni se había acercado por allí, que no entendía qué estaba ocurriendo, que para qué había solicitado aquel régimen de visitas al juez si no lo pensaba cumplir, que por favor le devolviera la llamada en cuanto le fuese posible. La voz de su exmujer dejó de sonar en el altavoz. Con aquella, era la cuarta vez que escuchaba el mensaje.

Primero había llamado al timbre y después había golpeado la puerta con la palma de la mano. Aun así, ella había tardado casi cinco minutos en abrirle. A Xavier le parecieron una eternidad, pero ni por un instante alteró lo más mínimo su postura mientras esperaba, la cabeza caída hacia delante, la vista clavada en el suelo. Bajo sus pies, una alfombrilla le daba la bienvenida con gastadas letras de felpa.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella cuando abrió apenas unos centímetros.

—He venido a ver a Lucas.

—¿Cómo que has venido a ver a Lucas? ¿Crees que puedes venir a verlo cuando te dé la gana?

A través de la estrecha abertura, se podía entrever que iba vestida con una blusa de gasa oscura y una falda gris perla por encima de las rodillas. A pesar de estar en casa tenía puestas unas sandalias negras de tacón, con lazos alrededor de los tobillos.

—También es mi hijo.

—Claro que sí, el mismo al que se te olvidó recoger el fin de semana y dejaste plantado. ¿Qué pasa contigo, Xavier? Está durmiendo. Ahora no puedes entrar.

Llevaba además los grandes pendientes de piedras de azabache que él le regaló. Y pintura de labios.

—He cruzado toda la ciudad para verlo. Necesito verlo.

—Pues te aguantas. Creía que ya habíamos tocado fondo, pero vas por mal camino. Podemos acabar todavía peor.

—¿Me puedes explicar por qué te pones así?

—¿Que por qué? Porque no puedes aparecer por aquí como si nada, cuando se te antoje. Porque yo tengo derecho a tener una vida. Y tú no me la puedes destrozar.

—Yo también tenía una vida…

—Ahora no vas a ver al niño, Xavier. Así que mejor lárgate. Vuelve dentro de dos semanas, y a ver si esta vez no se te olvida.

—Está bien. Quizá tengas razón —acabó por admitir—. Lo mejor será que me vaya.

Xavier alzó la mirada y buscó los ojos de su exmujer. Hizo un gesto que se asemejaba vagamente a un encogerse de hombros y rozó la puerta con los dedos, como si le costara despedirse.

—Si haces las cosas como las tienes que hacer todo irá bien —añadió ella—. Yo soy la primera que quiere que Lucas vea a su padre.

Era cierto, todo sería más fácil si por una vez hacía lo que debía hacer. Parecía sencillo. Sólo tenía que tratar de llevarse bien con la madre de su hijo. Quizás así ella cediera y terminara cambiando de actitud, incluso antes de lo que pensaba. Todo iría bien. Puede que pronto las cosas volviesen a ser algo parecido a lo que fueron. Sólo tenía que marcharse por donde había venido sin decir nada más. E iba a hacerlo, estaba decidido a hacerlo. Pero entonces su mano, aquella mano todavía sobre la puerta, dejó de ser su mano. Su brazo se transformó en otro brazo. Miró a su alrededor y no reconoció el edificio. Aquella no era su vida.

—Pero ¿qué te pasa, Xavier? Tú no estás normal. Por favor, no lo empeores más.

—¿Por qué desapareciste? ¿Tan mal nos iba? ¿No podíamos haber hablado las cosas?

Aquella mano había comenzado a presionar la puerta, arrastrando consigo todo el peso de aquel cuerpo ajeno.

—No, no vamos a empezar de nuevo. Ni a esta hora, ni en el descansillo, ni cuando a ti te dé la gana. ¡Deja de empujar!

—¿Cómo puedes hablar tú de destrozar una vida?

Tenía la vista empañada y la garganta reseca, atravesada por decenas de alfileres. Era como si toda la humedad de su garganta hubiera escapado de repente por unos pequeños orificios y le hubiese subido hasta los ojos. No entendía qué estaba haciendo ni por qué, todo su sentido se encontraba en ese momento en avanzar hacia delante, como una fuerza ciega.

Dijo su nombre. Carlota.

Y al pronunciarlo, la puerta por fin se abrió de par en par.

Lo que vino a continuación lo sintió sin llegar a verlo. Otra fuerza dotada de un impulso mayor que el suyo lo embistió agarrándolo del cuello, lo aplastó contra la pared opuesta y le reventó la nariz.

Tardó en volver a recuperar la percepción de su propio cuerpo y de lo que lo rodeaba. Y cuando lo hizo, cuando regresó a su realidad y a ser él mismo, se encontraba tumbado en el suelo. Su exmujer estaba introduciéndole dos bolas de algodón en su nariz rota y aquel hombre volvía a estar bajo el dintel de la entrada del piso, apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados, mirándolo desde esos dos metros de distancia y sonriéndole a espaldas de ella con una mueca de desprecio.

—Esto no tenía que haber ocurrido —repetía ella.

Había visto antes a aquel hombre. Su pelo engominado hacia atrás y su amplia mandíbula de tonalidad oscura. Claro que lo había visto. Trabajaba en el banco que había junto a la tienda de Carlota. En el banco donde estaba abierta la cuenta corriente de la tienda.

—Pero estas cosas pasan, Xavier. Y los demás no las podemos evitar por ti. Espero que lo hayas aprendido.

Xavier salió a la calle tambaleándose, con la vista todavía borrosa, como por la repentina manifestación de un glaucoma, y sorbiendo oleadas de sangre que enseguida le descendían por el velo del paladar en forma de sabor metálico. A lo lejos sonaba un helicóptero, y sirenas de policía, y los gritos de alguien. Se preguntó si esa noche lo atracarían. Se preguntó si lo atropellaría algún loco subido a su moto de gran potencia. Se preguntó desde cuándo habría algo entre Carlota y aquel hombre. Echó a andar haciendo repiquetear sus pasos en medio de la ciudad dormida. Vencido, cansado, dolorido. Y con la molesta sensación de tener el nombre de una absurda cadena de televisión en la punta de la lengua.