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La habitación del hostal disponía de un pequeño balcón que daba a una calle del centro de la ciudad. Era una calle semipeatonal, estrecha y descuidada. A lo lejos se oían las pitadas y las consignas por megáfono de una manifestación, puede que de una revuelta. Xavier había salido allí fuera a respirar porque algo en aquel cuarto lo oprimía. No sabía qué era con precisión. Si sería la falta de luz, la baja intensidad de aquellas bombillas que había que mantener encendidas incluso de día, la delgadez de las paredes, traspasadas por todos los sonidos, o la austeridad de la habitación. O quizá fuese la sensación de no tener muy claro qué hacía allí ni para qué había ido. Esa misma mañana, cuando viajaba en el tren, todavía se preguntaba cuál era su plan. Tan sólo tenía un montón de fotografías recortadas de periódicos y revistas, una recopilación de imágenes que creía haber visto en sus sueños. La mayoría pertenecían a esa misma ciudad. Pero no todas. Otras eran calles, fachadas o parques de ciudades a cientos de kilómetros de distancia. Y de ninguna de ellas estaba por completo seguro. Tan sólo de aquel plano que vio por televisión. Tan sólo de aquel encuadre de edificios con los dos rascacielos sobre el fondo montañoso, de ese sí lo estaba, aunque ni siquiera sabía desde dónde habría sido tomado.

No tenía ni idea de por dónde empezar. Eso fue lo que le había llevado a coger aquel autobús turístico hacía unas horas y a dejarse pasear por las avenidas. Sentado en la planta superior, al aire libre, como si participase en un safari fotográfico, se había dedicado a capturar con la cámara de su teléfono móvil todos los rincones de la ciudad que le resultaban familiares. Una vez de vuelta en el hostal, estuvo comparando los archivos de las imágenes digitales con las de su carpeta de recortes. Sin éxito. Ahora se sentía del todo absurdo en aquel lugar. El atardecer lo había cogido desprevenido en aquella habitación triste, y se sentía solo y desamparado, tan indefenso como podría sentirse un niño. La afección regresiva de la humanidad. El sonido de los aparatos de televisión de las otras habitaciones aumentaba su desasosiego, porque le traía noticias de otras soledades como la suya. Así que había encendido su propio televisor, había subido el volumen y había salido al balcón a respirar.

La última luz del día impregnaba todo de vacío, de falta de sentido. Los tejados, los contornos, las voces, los sonidos. Antes de emprender el viaje había podido pasar por el hospital para visitar a su padre, pero no había conseguido hablar con su hijo. Tan sólo lo había visto de espaldas, y no pudo siquiera ponerle la mano sobre la cabeza porque un extraño se lo había impedido. Aquello minaba su seguridad. Era como empezar las cosas de forma errónea desde el principio. Como iniciar una partida de ajedrez sin tener una estrategia y faltando las piezas esenciales. Había venido a buscar, encontrar y vencer a Bodoc. A solucionar su vida y a acabar de una vez por todas con aquello que se la estaba arruinando. Y no podría lograrlo si no empezaba a hacer las cosas bien desde el principio. Xavier miró el cielo y llenó los pulmones. Definitivamente, el aire allí era distinto. En la televisión estaban dando un programa sobre el lujo en las mansiones de verano de los ricos y famosos. Sonaba dentro de la habitación, ahogado por las cortinas. Una reportera y un cámara acompañaban a la señora de la casa por el interior de su propiedad y se detenían a comentar los detalles más llamativos. Hablaban de la distribución y de la decoración. La mujer que hacía de guía iba escogiendo en qué lugares demorarse, y explicaba la procedencia de determinados cuadros o jarrones, o de las prendas que llenaban su vestidor, dónde las había comprado, qué escandalosos precios había pagado por ellas, si las había utilizado una sola vez o si había llegado a hacerlo en dos ocasiones. Abajo, en la calle, las putas habían ido tomando las aceras. Según las sombras fueron ganando ángulos al día Xavier las fue viendo aparecer aquí y allá, con minishorts blancos, o rojos, o fluorescentes, apostándose en los portales o junto a alguno de los árboles escuálidos que se repartían por la callejuela. Entre ellas había algunas senegalesas, robustas y avejentadas por la profesión, y algunas latinoamericanas de mediana edad, bajitas y rechonchas. También había un grupo de chicas del este, con la piel tan blanca que no permitía ocultar los moratones. En la televisión estaban hablando de un collar que sumaba los sueldos de un año de todas aquellas mujeres. Todavía pasaba gente por la calle. Xavier podía verlo todo desde arriba. Alguna pareja caminando de la mano, algún hombre con mascarilla regresando del trabajo aferrado a su maletín con cerradura de seguridad, algún manifestante cabizbajo arrastrando su cartel por el suelo. Al caer la noche, apareció un grupo de jóvenes cantando y riendo, con grandes vasos de plástico en las manos. En la televisión daban un programa sobre los métodos de tortura y el asesinato autorizado en algunas cárceles especiales de Estados Unidos. Los jóvenes no tardaron en rodear a una de las putas y comenzaron a hacer bromas sobre su peso, su cara y sus posibles infecciones. Uno de ellos empezó a bailar algo parecido a una danza rusa delante de la mujer y al acabar le vertió por encima el contenido de su vaso. Xavier se metió en la habitación.

Cerró el balcón con unas contrapuertas que no terminaban de ajustarse al marco. Se apresuró en desnudarse y se tumbó en la cama en ropa interior. Contó hasta diez. Después de un rato intentando dejar de ver formas en los desconchados del techo, empezó a notar cómo la realidad se iba tornando más difusa, más flexible. Los párpados le pesaban y su cuerpo dejaba de ser su cuerpo. Comenzaba a ser el cuerpo de otro. Entonces, un grito en la calle lo volvió a arrojar violentamente dentro de sí mismo. En un primer momento no comprendió dónde se encontraba ni qué lo había despertado, los contornos del mundo aún parecían afectados por la sacudida. Todo vibraba a su alrededor. Cuando recordó dónde estaba, dedujo también, por algunas frases sueltas, que fuera le habían robado el bolso a alguien. En la tele emitían un reportaje sobre la probabilidad de que un gran meteorito impactara contra la Tierra. Hacían un recorrido por todos los cráteres del planeta que podrían haber sido originados por un impacto y mostraban una representación del espacio exterior traspasado por miles de proyectiles destructores. Si la Tierra era alcanzada por cualquiera de aquellos aerolitos significaría la aniquilación de nuestra especie. El fin del mundo estaba cerca. Ahora se oía un tumulto distinto allí abajo, otro tipo de discusión. Levantó el mando a distancia y apagó el televisor. Apagó también la luz y se cubrió con la sábana. La pelea de la calle se mezclaba con el sonido de otros aparatos de televisión todavía encendidos. En la oscuridad, acabó también distinguiendo incluso un ronquido, no de la habitación contigua a la suya, sino de la siguiente. Xavier se imaginó a todas aquellas personas y a sí mismo durmiendo en sus pequeños habitáculos, todos hacinados en un mínimo espacio de aquel vasto planeta que acababa de ver en la pantalla. Como una colonia de hormigas en sus construcciones subterráneas. Todos allí juntos, molestándose los unos a los otros. El fin del mundo tenía un sentido. Sin duda lo tenía. La cama era dura y algunos muelles se le clavaban en la espalda. Los gritos en la calle se repetían cada cierto tiempo. Algunos de los huéspedes del hostal quizá no lograrían dormir en toda la noche. Pero él sabía que sí dormiría. Es más, él sabía exactamente lo que soñaría. De hecho, una de las pocas cosas positivas que le había deparado aquel trastorno que acechaba sus noches era que, ahora, cuando apagaba la luz y trataba de conciliar el sueño, había dejado de imaginarse a su padre. Desde hacía tiempo, al apagar la luz, había dejado de imaginarse que era su padre, aprisionado por la maraña de los tubos y las sondas, en su angustioso limbo de sedantes sin oxígeno, igualados los dos por la negrura de la noche. Aquello lo había liberado. Ahora sabía que en unos instantes ya no sería él, o su padre. Dejaría atrás a ambos. Dejaría atrás todas sus preocupaciones. Las cambiaría por otras distintas. Cerró los ojos.