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Estaba sentado en uno de los dos asientos del plató. En el otro, frente por frente, se encontraba también esperando el invitado. Pero a André Bodoc no le apetecía entablar ningún tipo de conversación con aquel hombre. El calor de los focos era excesivo y una maquilladora se había acercado en varias ocasiones para secarle el sudor. Nunca antes había sentido tanto calor allí dentro. El director de informativos buscó a Claire entre los asistentes. Estaba de pie a unos metros de distancia, observándolo sonriente, mientras intercambiaba frases cómplices con el productor del programa. Llevaba una blusa blanca de seda casi transparente, bajo la que destacaba un sujetador negro de encajes, los labios pintados de rojo intenso, el pelo recogido en dos coletas y una diminuta minifalda a cuadros negros y rojos. Julio cuchicheaba con ella en actitud maliciosa. Aquella chica tenía un talento especial para que la gente se le abriera y le revelara sus secretos. No había dejado de sentirse mareado en ningún momento. Llevaba días así. Por esa razón le había tenido que pedir a Claire que lo acompañase al estudio aquella mañana. Por supuesto, desde que entraron a la redacción la gente comenzó a murmurar sobre ellos, pudo sentir cómo los envolvían sus chismorreos incluso sin levantar la vista del suelo. André se veía obligado a caminar apoyándose sobre los hombros de ella, porque su sensación de vértigo le hacía creer que podía caerse cuando menos lo esperara. El productor ejecutivo salió a su encuentro nada más verlos.

—Sigue sin aparecer.

—¿Crees que la habrán secuestrado? —le preguntó él, con la mirada extraviada.

—¿Por qué dices eso?

—Los secuestros están a la orden del día… ¿Y Eduardo?

—En el hospital. Lo intervinieron ayer. Parece que todo ha ido bien.

—¿Se ha operado? ¿Y por qué yo no he sabido nada?

—Te estuvimos llamando toda la tarde. Aquí tienes lo que nos habías pedido —le comentó, entregándole un sobre—. En documentación dicen que les ha costado muchísimo encontrarlo. Es la única foto de esas características que han podido localizar.

André lo abrió, miró en su interior y se agarró aún con más fuerza al brazo de Claire. Le pidió a la joven que lo llevara hasta una ventana, necesitaba tomar el aire. Las bolsas bajo sus ojos jamás habían tenido una tonalidad tan oscura. Alguien le preguntó qué le había ocurrido, señalándole el apósito que le cubría el pómulo, y él contestó que otro accidente de moto. Atravesaron una de las puertas que hacían de cortafuegos en el edificio y, cuando empujaban las barras de apertura antipánico, sintió un fogonazo destellar en su mente. Se vio a sí mismo como si fuese un anciano. Un día estás en un estudio de televisión acompañado por una colegiala y otro día estás muerto. Hasta que el resplandor no cesó, se vio decrépito, consumido y arrugado; después volvió a percibir lo que había alrededor y supo que estaba en el pequeño recinto de las máquinas expendedoras, que guardaba un ligero parecido con la sala de espera de un hospital. Le preguntaron de nuevo qué le había pasado, como si su aspecto llamara mucho la atención, y respondió que se había cortado afeitándose. Claire lo ayudó a asomarse al ventanal, poniéndose de puntillas y dejando que su minifalda subiera unos centímetros.

—¿Qué había ahí dentro? —le preguntó.

—Una foto de Hemingway con sesenta años. Sin barba. Sin esa barba espesa que llevaba siempre.

—¿Y…?

—Es el jefe de Xavier —sentenció—. Así que, o bien allí nunca existió el escritor, o bien estaba duplicado. Aunque lo que quiero pensar es que sencillamente mi subconsciente lo introdujo en mis sueños. Pero lo mejor de todo es… ¿sabes cómo murió Hemingway?

—Sí, se suicidó.

—Se voló la cabeza con una escopeta.

—Parece que todo encaja —exclamó Claire—. Como en las buenas pelis porno.

André suspiró, observando las bandadas de pájaros del cielo.

—¿Por qué has venido vestida así? —le dijo luego—. Te gusta provocar, ¿verdad? Estás en el último curso de la universidad, no de primaria.

—También me he traído un chupachús. Incluso me he aprendido una adivinanza infantil… ¿Qué tiene pico y no pica, tiene alas y no vuela?

Él negó con la cabeza.

—Un pájaro muerto —resolvió ella.

La sensación de bochorno era insoportable. André Bodoc se afanó en desembarazarse de su abrigo y procuró asomarse todo lo que pudo a través de la ventana. Se sentía flotando en una especie de limbo. Estaba agotado. Esa debía de ser la explicación para aquellos mareos. Su cansancio debía de ser el origen de aquellos leves desajustes neuronales que le estaban provocando aquellas visiones. Aquellas interferencias. Otro fogonazo relampagueó en su cabeza y se vio a sí mismo en una habitación desconocida. A la que siguió otra. Y otra. Toda una sucesión de dormitorios extraños. Luego se vio haciéndole el amor a una mujer que no había visto en su vida, con la que no se habría acostado en su vida. Y sus brazos no eran sus brazos. André se frotó la cara con fuerza para evitar la prolongación de aquellos estallidos de luz. Aspiró el aire puro. En grandes bocanadas. Y cuando apartó las manos de delante de sus ojos, como si fuese la primera vez que los veía, como si nunca antes hubiese estado en aquellos estudios, contempló atónito los depósitos de agua de aquella parte de la ciudad. Unos depósitos cilíndricos, amarillentos y oxidados, dispuestos en torno a una enorme esfera con un listón rojo alrededor.

No hacía menos calor sentado en aquel plató. Claire seguía sonriéndole detrás del cableado y de las cámaras, con aquellos labios rojos que podían verse desde cualquier parte. André notó el sudor resbalarle de nuevo por la frente. Aquellos focos parecían los múltiples soles de un planeta remoto. Oyó la voz de un desconocido retumbar en su oído. Debía de ser quien sustituía a la realizadora, que le informaba de que quedaban un par de minutos para empezar. Miró hacia el plató contiguo y a través del panel de cristal comprobó en efecto la ausencia de Eduardo Campra. Otra suplente estaba despidiendo por él la sección de las noticias. Aquello se estaba llenando de sustitutos. De sucedáneos. En cuanto saliera de allí intentaría llamar a su viejo amigo para ver cómo se encontraba. Pero antes tenía que zanjar algunas cuestiones. Treinta segundos, sonó en el auricular. André respiró hondo y se incorporó en el asiento. Veinte. Diez segundos.

La emisión dio comienzo, pero ninguno de los dos hombres se movió ni dijo nada. Estaban en directo. Bodoc se había quedado paralizado, presa de otro acceso de vértigo. A su alrededor todo daba vueltas. Sintió un amago de desvanecimiento. El productor ejecutivo le gritó al oído que saludase al invitado. Sus pupilas buscaron a Claire, pero los focos lo deslumbraban, y se arremolinaban, y todo lo que conseguía ver detrás de ellos eran danzantes siluetas de espectros. Otra orden lo acabó haciendo reaccionar y acertó a saludar a los espectadores. Luego, se giró hacia el invitado y ambos se dieron la mano.

En la sala de control suspiraron aliviados, antes de que el director de informativos volviera a dejar la mirada fija en la lente oscura del objetivo. Tienes que iniciar la entrevista, le rogaba Julio. Lejos de eso, André Bodoc se desentendió por completo del delegado de economía y hacienda, dejó a un lado sus papeles, carraspeó y se dirigió directamente a las cámaras.

—Todos ustedes habrán oído hablar del virus de la depresión —dijo—. O del Melancovirus, como también ha sido bautizado. Esa noticia salió de estas redacciones, fuimos los primeros en darla, y es del todo inventada.

Un estremecimiento pareció recorrer a los asistentes, como un espasmo, como un dolor abdominal. Pensó que comenzaría a oír voces en el pinganillo, pero por unos segundos nadie dijo nada. Así que prosiguió:

—Esa supuesta cepa agresiva y mutada que ataca el cerebro no existe. La ideé yo mismo, es sólo una exageración basada en algunos indicios reales. El presunto reguero de víctimas suicidas que ha ido dejando a su paso, tampoco. Es fruto de una interpretación sesgada de las estadísticas, que, como todos los datos, son siempre interpretables. Habrán visto esa noticia reproducida y ampliada en todo tipo de medios, también en la prensa extranjera. Algunos la han desmentido, pero han sido los menos, en su mayoría particulares sin capacidad de lograr repercusión. Todo esto no es más que una prueba de cómo funcionan hoy las cosas.

Los cámaras, los técnicos de sonido, los redactores, el pantallista, todos se lanzaban miradas unos a otros y enseguida volvían a permanecer atentos a su director, sin acabar de dar crédito a lo que estaba sucediendo. En un lateral de la sala, André vio cómo la ayudante de producción se había acuclillado en el suelo y se abrazaba las piernas. La única que aún lo miraba sonriendo era Claire, como si estuviera orgullosa de él.

El productor ejecutivo le instó a que dejara de hablar. A que, por favor, le hiciera la primera pregunta al invitado y se limitara a leer el teleprompter. André Bodoc ignoró sus instrucciones.

—Las agencias, los periódicos, las televisiones —continuó— están hambrientos de sucesos llamativos, de noticias que resulten atractivas. Y nadie quiere quedarse fuera del baile. Las redacciones están llenas de profesionales poco experimentados y mal pagados, que se ven empujados a copiar la información de internet, de otros medios y hasta de las redes sociales. —Tanto Julio como el realizador sustituto habían comenzado a increparle en el oído, a darle indicaciones de lo que tenía que decir para salir de aquel atolladero en el que se estaba metiendo. Él se arrancó el auricular con un movimiento brusco, lo arrojó al suelo y siguió hablando como si nada—. Empleé todos mis contactos y todos los recursos a mi alcance para poner en marcha la noticia cuando se encontraba en su período de gestación. Luego, la competencia hizo lo mismo y también comenzó a transformar la realidad según la interpretaba, utilizando sus propios recursos, entrevistando a sus propios especialistas. Ayudando a crear la noticia. Así son las cosas. Ninguno de los miembros de mi equipo ni esta cadena sabían nada de mis intenciones. Todos ellos pensaban que la información era auténtica y sólo yo, André Bodoc, director de estos informativos, soy el único responsable de lo ocurrido.

Desde alguna parte saltó la luz de un flash. Él temió que volvieran a comenzar a repetirse los fogonazos. Pero no fue así. Una chica estaba fotografiando a los que lo filmaban. Fotografiaba a André, y a los cámaras, y al resto de los periodistas reaccionando ante sus declaraciones en directo. A los otros protagonistas del suceso. Entonces, uno de sus compañeros empezó a fotografiarla a ella mientras tomaba fotos de los demás, a ella y a sus flashes, y acto seguido comenzó a teclear a toda velocidad en su smartphone. Ahora la noticia estaba allí mismo. La noticia eran ellos. La noticia era que aquello fuese noticia.

—Pero usted buscaba beneficiarse con todo eso —intervino a su lado el invitado.

André lo miró con perplejidad.

—No diga tonterías —le dijo—. En ningún momento estuvo entre mis objetivos conseguir más audiencia, ni nada parecido. Al contrario, sabía que cuando lo revelara todo me estallaría en la cara. Pero tenía que demostrar que cada vez más lo que nos cuentan del mundo es falso, un espejismo, una quimera. La selección de aquello que conforma la actualidad informativa, y la forma de enfocarlo, puede variar absolutamente nuestra manera de percibir la realidad.

—¿Está usted sugiriendo que hay una manipulación política? —lo interrumpió una vez más el delegado de economía.

—¡Cállese de una vez! —lo cortó. Luego giró su sillón para dejar de ver a aquel hombre y siguió hablando a su cámara—. Decía que cuanto más complejo es el mundo, mayor es el margen para la interpretación y más numerosos son los intereses que entran en juego. Les contaré lo que va a ocurrir ahora. A partir de este momento, las compañías farmacéuticas que han descubierto en todo esto un jugoso negocio se esforzarán en demostrar que todo lo que estoy diciendo es falso. Y que mi invención es verdadera. Tratarán de probar a toda costa que yo nunca mentí, que lo hago en este instante. No quieren ver bajar sus acciones en la bolsa. Ni dejar de ingresar sumas millonarias por la venta de sus nuevos productos. Al fin y al cabo, llevan años promocionando enfermedades inofensivas, fomentando el sobrediagnóstico y tratando de medicalizar las consecuencias de nuestro nuevo modo de vida. ¿Alguien recuerda qué fue de la gripe a?

Se oyó a alguien toser entre los asistentes.

La ayudante de producción irrumpió dentro de plano para dejar dos vasos de agua sobre la mesa y, disimulando torpemente, trató de decirle que iban a dejar de emitir. Él no le prestó atención.

Algo había ocurrido entre el público.

André Bodoc intentó ver con el rabillo del ojo lo que sucedía en la segunda fila del auditorio, procurando no dejar de mirar a la cámara. Justo detrás de Claire, había un hombre que estaba haciendo algo. Un hombre con una camisa de manga corta. Empezó a sentirse mareado de nuevo. Una vez más. Qué estaba haciendo aquel hombre.

—¿Está usted sugiriendo que hay una manipulación política? —trató de hacerse notar a su lado el invitado.

Él lo miró, sacudió la cabeza, como quien quiere librarse de un mal pensamiento, y casi sin quererlo se vio obligado a decir:

—¡Cállese de una vez! —Y a continuación giró su sillón, dándole la espalda, se dirigió a la cámara y como si fuese la primera vez comenzó a explicar las estrategias deshonestas de las empresas farmacéuticas.

Estaba hablando de la connivencia de los gobiernos y del enorme montaje que significó la gripe a, cuando la ayudante de producción se acercó hasta la mesa para dejar allí dos vasos de agua. Qué estaba pasando. Alguien tosió desde alguna parte. Tratando de disimular, la joven le susurró que iban a cortar la emisión.

André quiso acabar con aquello, pero algo había ocurrido entre el público.

Y no pudo evitar lanzar varias miradas fugaces más allá de su cámara, para ver qué estaba sucediendo en la segunda fila. Justo detrás de Claire. El vértigo había vuelto a instalársele en lo más profundo, en los confines de sí mismo. Como si todo diera vueltas. Como si estuviera dentro de una espiral, de un círculo vicioso, de un laberinto infinito. El eterno retorno de lo mismo. Necesitaba ver qué estaba haciendo un hombre con camisa de manga corta que había entre los miembros de su equipo. Por qué estaba allí y qué hacía aquel hombre con el pelo negro en la parte superior de la cabeza, y muy blanco en los costados, con una línea divisoria entre ambas franjas turbadoramente definida y con lo que parecía una pequeña cicatriz en forma de x en el centro de la frente.

Una voz, tan familiar como la propia, le dijo al oído: Te estás volviendo loco.

André miró el pequeño auricular tirado en el suelo, miró a la cámara, y gritó:

—¡Cállate!