32

—¿No vas a salir de ahí en todo el día?

André no contestó. Se dio la vuelta hacia el otro lado de la cama y se cubrió con el edredón. Claire volvió a insistir:

—No deja de telefonear todo el mundo. Te han vuelto a llamar del trabajo. Y tu psicólogo también quiere hablar contigo, parecía preocupado por ti.

Él giró la cabeza en la oscuridad en dirección a la puerta, pero siguió sin decir nada. Hacía apenas unas horas, en aquella misma cama, le había contado a Claire todos los detalles de su trastorno del sueño. Sin omitir nada. Todo, de principio a fin. Con la excepción de su psicólogo, era la primera persona a quien le confiaba su problema. Lo cierto era que en ningún momento pensó que llegaría a confesárselo a nadie de su entorno, no estaba dispuesto a que lo tomaran por un chiflado. Y aún menos si cabe habría imaginado que se lo acabaría revelando a la chiquilla que aquella noche, antes de que la besara por primera vez en la barra del bar, deslizó su mano en el bolsillo de su pantalón para comprobar qué efectos estaban teniendo en él sus palabras. Sin embargo, ahora que todos los asideros de su mundo parecían venirse abajo, no tuvo más remedio que agarrarse a ella como a una última oportunidad. Por alguna extraña razón, de todo cuanto lo rodeaba, Claire era lo único que lo había hecho volver a sentirse vivo, que lo hacía sentir real. La joven lo escuchó atentamente, con sus ojos verdes abiertos y expectantes, sin decir nada durante los muchos minutos que duró su larga explicación. Y después, lo interpeló:

—¿Y quién es esa Helena?

—¿Por qué me preguntas eso? Te estoy contando algo realmente grave.

—Te podría preguntar qué te ha dicho tu psicólogo, pero esto me parece más interesante.

—Según mi psicólogo, Xavier simboliza mi pasado. Es mi yo pasado, anterior a mis primeros éxitos y a mi nueva vida, con el que he querido romper todos los lazos.

—Entonces, si no lo he entendido mal, te estás acostando con ella —resolvió la joven—. ¿Eres tú quién se la tira o es Xavier? ¿Cómo funciona exactamente? ¿Tú la penetras o eres sólo un pequeño voyeur dentro de su cabeza, un pequeño cerdo observándolo todo?

—En esos momentos soy él —se rindió André.

Ella se abrazó a su cintura y fue dejando resbalar su mano hasta introducirla bajo su pijama.

—Nunca había conocido a nadie con una mente tan enferma como la tuya —afirmó con voz melosa—. Eso es lo que me gusta de ti. Y a ti… ¿te gusta ella?

Él notó una presión disuasoria alrededor de su miembro.

—En absoluto —dijo—. Es un pozo sin fondo de lugares comunes. Jamás me habría fijado en una mujer así. Reconozco que cuando lo vivo como si fuese él me agrada lo que experimento. Pero luego, al recordarlo desde aquí, me siento asqueado.

La joven dejó de apretar. Se reincorporó y, agarrando la mano derecha de Bodoc, la guió hasta el interior de su propio pijama.

—De todas formas, tú no eres el único que puede jugar a esto.

—¿Ah, no?

Claire maniobró sobre los dedos de André. Él pudo sentir primero los pinchazos de su pubis rasurado y después el calor de sus paredes abriéndose.

—Si no me equivoco, en estos momentos Xavier está encerrado ahí dentro. Viéndolo todo y sintiéndolo todo. También esta humedad y este clítoris hinchado… ¿Tú crees que le gustará?

André Bodoc la miró y asintió con la cabeza, molesto. Le acababa de contar el secreto que atormentaba sus noches y aquello no lo hacía sino sentirse aún más fuera de sí mismo, como si un intruso se acabara de colar en su propia cama, interponiéndose entre ambos. Con todo, no pudo evitar dejarse arrastrar por las convulsiones de la pelvis marfil de Claire, por la dulce viscosidad de sus entrañas y por todo lo que vino después. Como si los cuerpos se impusieran por encima de las cuestiones del espíritu. Como si los cuerpos mandasen. No obstante, una vez que el ansia de ella se fue extinguiendo, cuando su respiración se apaciguó y pareció quedarse dormida, el director de informativos se encontró aún más postrado y perdido de lo que estaba al principio. Permaneció inmóvil, mirando la negrura, incapaz de pensar en otra cosa que no fuese el hundimiento de todo lo que conocía: no sólo de sus noches, sino también de sus días.

Más tarde, notó como ella se levantaba y salía de la habitación. A él aquello le parecía una tarea del todo imposible.

Y ahora, entre los ruidos de la casa y el repiqueteo de sus pasos, volvió a oír una vez más su voz en el pasillo.

—Te he traído la prensa. La he dejado en la cocina. Si quieres leerla tendrás que salir de ahí dentro.

Al cabo de un rato resonaba la puerta de la entrada y se hacía de nuevo el silencio en el piso. Por un momento, André Bodoc pensó que podría quedarse allí tumbado, sin encender la luz, durante días, durante el resto de los días. Pero los gritos al otro lado de la pared no se hicieron esperar. Su vecino estaba reprendiendo una vez más a su mujer y empezaron a oírse los primeros golpes. Todo seguía igual. Apenas pudo soportarlo unos minutos, y después se vio obligado a abandonar el dormitorio.

Se sentía muy mareado, incapaz de caminar. Aun así, trató de huir a través del pasillo, apoyándose en las baldas de las estanterías, teniendo que descansar cada pocos pasos, hasta alcanzar la galería exterior. Aquella era la parte más alejada de la casa. Pero, incluso desde allí, los insultos de su vecino se seguían oyendo con claridad, y también el llanto de ella, constante y cíclico como una plegaria. Intentó encenderse el cigarrillo que le temblaba en la mano y se asomó a una de las ventanas. Sobre la azotea de uno de los edificios de enfrente, unos operarios estaban renovando el anuncio de una valla publicitaria. El cartel representaba una puesta de sol entre dos rascacielos. Si se concentraba y conseguía ignorar las amenazas de muerte de su vecino, podía comprobar hasta qué punto el sol ficticio de la lámina y el sol que iluminaba todo aquello un poco más arriba tenían exactamente el mismo diámetro. Dos soles idénticos que desde aquella perspectiva apenas parecían distar unos centímetros. Mientras los operarios empezaban a retirar los paneles verticales, el sol se ocultó detrás del cartel, en lo que le parecieron unos segundos, y pareció fundirse con aquel círculo pintado de amarillo. Los hombres seguían moviendo aquí y allá sus escaleras. Uno de ellos llegó hasta el panel del sol y comenzó a desmontarlo. En el preciso momento en que lo retiró, la luz cambió. El día pareció apagarse de pronto, como si estuviera a punto de anochecer. No había ni rastro por ninguna parte del verdadero sol, que debía de permanecer detrás de la valla publicitaria eclipsado por alguna nube oscura. André miró a su derecha y contempló, dominando como siempre el horizonte, los dos rascacielos de las compañías de seguros. El cielo se seguía apagando de forma incomprensible y a un lado y al otro, a su izquierda y a su derecha, la pareja de rascacielos parecían reflejarse como en un espejo. Qué era real y qué no. Cuáles de aquellas imágenes eran más reales que las otras y por qué. En aquel mundo todo era una ilusión, pura apariencia. Lo tenía más claro que nunca: la realidad, la auténtica realidad, siempre es invisible. Aplastó la colilla del cigarro contra el pretil y por un instante sintió un vértigo infinito al ver que los operarios continuaban retirando el resto de los paneles. Qué pasaría si seguían haciendo aquello, si nadie los paraba. Si seguían desmontando el resto de las capas de la realidad como si fuesen paneles. Abajo, los furgones de policía y las ambulancias hacían sonar sus sirenas. Arriba, algún helicóptero surcaba aquel cielo turbio y opaco. Pero nadie parecía darse cuenta de nada. Qué sucedería si de repente aquellos hombres desprendieran la capa responsable de los colores de las cosas, de todos los colores, también del blanco y el negro. Y si después les permitiesen desinstalar la capa correspondiente a la propiedad contable de los objetos, la de las relaciones lógicas, la del principio de causalidad. Si nadie los detuviera y enrollasen la envoltura relacionada con las formas innatas de la percepción, incluyendo la intuición del espacio y la del tiempo. Si aquellos hombres enfundados en sus monos de trabajo terminasen despegando la lámina que almacenaba los datos aprendidos acerca de cómo es el mundo y cómo funciona, y todos los demás filtros subjetivos de la sensibilidad. André se dejó caer en un sillón y se tapó la cara con las manos. Respiró durante un rato a través de las palmas apretadas, tratando de compensar su hiperventilación. Luego separó lentamente los dedos y se atrevió a volver a abrir los ojos. Al otro lado de las seis ventanas de la galería, como si estuviera sentado en la primera fila de un cine, podía verse un paisaje devastado. Unas ruinas escuálidas, muy semejantes a la nada. Los restos calcinados y humeantes en los que se suponía que había de vivir cada día. Tenía que admitirlo. Tenía que llegar a una conclusión. Después de todo, quizás él no fuese real. Habían estado ocurriendo demasiadas cosas extrañas. Demasiados sucesos inexplicables. Sonó el teléfono.

Se internó en el piso y lo descolgó.

—Pero ¿qué haces en tu casa? —le preguntó el productor de los informativos—. ¿Cómo se te ocurre no aparecer por aquí?

—Tenéis entrevistas grabadas. ¿Es que no podéis pasar una mañana sin mí? Me duele la pierna. Me han mandado reposo.

—Cristina ha desaparecido.

—¿Cómo que ha desaparecido?

—No coge el teléfono. No ha llamado a nadie, ni nadie sabe dónde está. No podemos hacer unos informativos sin el director y sin la realizadora. Además, tienes a tu invitado esperando.

—Claro que podéis. En la cadena hay mucha gente capaz de sustituirla. Busca a alguien. ¿Quién era el invitado?

—El delegado de economía y hacienda.

—Bah, que vuelva mañana.

André Bodoc avanzó tambaleándose hasta la cocina y se desplomó en uno de los taburetes. No estaba para aquellas tonterías. Lo que de verdad necesitaba era un café. Pero no se veía a sí mismo abriendo compuertas, poniendo la cafetera, calentando la leche. Todo aquel proceso estaba completamente fuera de su alcance. Echó una ojeada a los periódicos que había sobre la barra americana, junto a un montón de libros que Claire había dejado allí desparramados. Tenía la manía de no devolver nunca nada a su sitio. Vio que en uno de ellos había introducido una señal. Lo abrió y comprobó que la joven había anotado una frase de Michael Foucault, a mano, una frase que decía que la ficción no consistía en hacer ver lo invisible, sino en hacer ver hasta qué punto era invisible la invisibilidad de lo visible. Aquello consiguió ponerlo aún más nervioso de lo que estaba. Los hechos seguían alineándose en su contra. Arrojó el libro lejos de sí, como quien ahuyenta una aparición demoníaca, y comenzó a pasar las hojas de los periódicos en busca de la noticia que estaba esperando. Y allí estaba. Apenas tardó en encontrarla. Según los titulares, todo parecía apuntar a que algunas de las mayores empresas farmacéuticas habían obtenido los primeros resultados positivos en la elaboración de un medicamento contra el Melancovirus. El nuevo fármaco era un derivado de clorhidrato de amantadina combinado con inhibidores de polimerasa, que presumiblemente estaría listo para su comercialización en los países del primer mundo en unas dos semanas. Previamente, se pondría en marcha una campaña para que el ciudadano tomara conciencia del peligro del virus de la depresión, en la que participarían además los distintos gobiernos y la Organización Mundial de la Salud. Había también rumores de que los beneficiarios de las patentes se hallaban en negociaciones para consensuar el precio de los primeros cien millones de dosis. Se insinuaban los nombres de Pfizer y de Johnson & Johnson. Pero André cambió de ejemplar, buscó la noticia en otro diario, y allí mencionaban a Novartis y a Roche. Su plan había llegado a su fin. Lo había conseguido. Su virus inventado se convertiría en unos días, si no lo había hecho ya, en el objetivo prioritario de los grandes gigantes farmacéuticos, que después de aquellas noticias se apresurarían en asegurarse su trozo del pastel. Fue hasta las páginas de economía. Y allí también se encontraban los efectos de sus muchos esfuerzos: las acciones en bolsa de todas las compañías citadas se habían disparado. Aquello ya era un hecho. Un hecho real. Más allá de las suposiciones periodísticas. Así funcionaba hoy la realidad, los medios de comunicación daban rienda suelta a los rumores, los responsables de los medicamentos promocionaban enfermedades fantasma y los mercados financieros especulaban con valores imaginarios. Su sensación de vértigo no hacía sino aumentar. Había creído que se alegraría cuando lo hubiera logrado, pero no fue así. La echó de menos. Y echó de menos tiempos mejores. Al fin y al cabo aquello no hacía sino confirmar que todo se derrumbaba.

Cogió otro de los libros de la pila de Claire, una antología de literatura fantástica que debía de haber rescatado de un rincón polvoriento de la casa. Sus primeras páginas hablaban de teorías del multiverso, de universos paralelos, de universos autocontenidos y de otras chorradas semejantes. De desplazamientos y de yuxtaposiciones de distintos planos de realidad, de desórdenes en el continuo espacio-tiempo y hasta de metamorfosis y de dobles. A quién podían interesar todas aquellas cosas. La literatura fantástica, decía el prólogo del libro, mantiene un pulso constante con los límites de la idea de realidad. La realidad es una invención humana, plagada de anomalías. Por un momento, Bodoc no supo si aquello estaba ocurriendo o no. Si era real o no. Si aquel texto existía y si de verdad él estaba allí leyéndolo. O si acaso no estaría manifestándolo todo desde su subconsciente. Todo. El virus de la depresión, el fármaco para tratarlo, la vida de Xavier, aquella casa, aquella cocina, aquellas líneas. Cuántos planos de la realidad se estaban yuxtaponiendo en ese concreto instante. El director de informativos llegó incluso a preguntarse si no se estaría soñando a sí mismo. Si todo aquello, si su pasado, su presente y el resto de sus sueños, no serían más que un bucle producido por él soñándose a sí mismo. Pensaba que no podía sentirse más aterrorizado, cuando en la portada de otro de aquellos libros descubrió una foto del viejo Ernest Hemingway y su visión le heló la sangre.

Sonó el teléfono.

Lo llamaban desde la clínica privada donde había llevado sus informes y le habían realizado otras muchas nuevas pruebas.

—Tenemos los resultados —le dijeron al otro lado del aparato—. Si lo prefiere, podemos enviárselos por correo certificado. Pero lo mejor sería que se pasara por aquí a recogerlos… Nos gustaría hablar con usted.

Un alarido desgarrado atravesó el piso. André dejó caer el auricular del teléfono y se precipitó en dirección al salón. Allí continuaban los gritos, pero ahora tan sólo de una voz masculina. Pegó el oído a la pared que lindaba con la vivienda contigua. Lo que pasa, oyó decir, es que a ti en el fondo te gusta. Te gusta llamar la atención y que de vez en cuando te dé una buena somanta de hostias. No puedes evitarlo, te encanta joderme porque en el fondo esto es lo que siempre andas buscando. André apoyó las dos manos en la pared para lograr mantenerse en pie. Él no era real, pensó. De los dos, él no era el real. Los últimos acontecimientos insistían en confirmarlo. Al otro lado de la pared sonó: y si alguna vez se te ocurre contárselo a alguien, te juro que te mato. Por otra parte, si ni él ni nada de aquello era real, eso le concedía una libertad mayor de la que jamás hubiese soñado. Una libertad absoluta. Podía hacer lo que quisiera, lo que se le pasase por la mente, sin consecuencias. Con total impunidad. Podía tirarse por la ventana. Ahora mismo. O podía acabar de una vez con aquella desagradable situación. La mirada de André Bodoc se detuvo por un segundo en el bastón que en su día le regaló Gemma. En la resplandeciente empuñadura maciza del bastón que descansaba contra una estantería. En la pared retumbó un golpe sordo, contundente, el impacto de algo ni demasiado duro ni demasiado blando que André imaginó como una cabeza. Dio unas zancadas decididas hasta el bastón, lo agarró y con una súbita energía echó a correr hacia la puerta.

Salió al descansillo del edificio en pijama, con los ojos desorbitados y el semblante desencajado de un loco. Podía hacer lo que quisiera. Cruzó hasta la otra puerta, llamó al timbre con una mano mientras con la otra la golpeaba empleando el bastón. A pesar de todo aquel ímpetu, pasaron varios minutos hasta que la hoja se abrió unos centímetros.

—¿Qué quieres? —Era él. Asomaba la cara a través de una estrecha franja atravesada por la cadena de seguridad.

—Quiero entrar y ver cómo está, Raúl.

—Aquí no vas a entrar. Vete a tu casa, André. No te metas.

—Quiero entrar y voy a entrar.

—¡Qué te vayas a tu puta casa y no te metas donde no te llaman!

El director de informativos alzó el bastón, lo lanzó en diagonal hacia delante y las dos cabezas fundidas de la empuñadura se estrellaron contra la boca abierta del hombre. Fue sólo un instante. Pero pudo ver cómo los trozos de los dientes saltaban por los aires y a través de la vara de nogal sintió cómo se rompían. Su vecino cayó al suelo y desapareció de su ángulo de visión. André volvió a levantar su arma improvisada y de un nuevo bastonazo quebró en dos la cadena.

Ella estaba sentada al inicio del pasillo. Empujando la pared con la espalda, como si así pudiera escapar de allí. Tenía varios moratones en el lado izquierdo de la cara y los labios macerados en sangre. Su marido estaba tirado en el vestíbulo, en posición fetal, sujetándose la cara con las dos manos. André se acercó a la mujer y trató de agarrarla del brazo, pero ella rehuyó el contacto, como un animal torturado. A esa distancia pudo distinguir también que tenía el resto de su cuerpo lleno de contusiones, de desgarros y de señales de antiguas cicatrices. Iba a decirle algo, pero oyó un balbuceo proveniente del suelo.

—Como te atrevas a salir de aquí…

André se dio la vuelta y cuando estuvo sobre su vecino lo golpeó con el bastón media docena de veces, en los brazos, en la espalda, en los riñones. Las dos cabezas siamesas de plata giraban en el aire y, una y otra vez, se hundían en aquel cuerpo como si quisieran cambiarlo para siempre. Luego le pisó el cuello y dejó caer todo su peso sobre la tráquea. El hombre no podía hablar ni respirar. Su cara comenzó a ponerse roja. Abría una boca oscura y desesperada, con la hilera de dientes superiores remedando una luna menguante.

—¿Qué se siente al estar por una vez al otro lado? —La voz de André sonaba como la de alguien que ha perdido la razón, o como la de quien acaba de recuperarla después de mucho tiempo—. Como la sigas, como te vuelvas a acercar a ella o le dirijas siquiera la palabra sin que ella lo haya hecho antes, te juro que te mato.

A continuación, cogió a la mujer de la mano, salieron del piso y recorrieron juntos el descansillo hasta entrar en su casa. André Bodoc cerró la puerta y giró las cerraduras. Estaban los dos de pie en medio del recibidor, como si hubieran regresado de una guerra. Mirándose a los ojos. Observando sus miradas cansadas, sus pupilas claras, sus respiraciones perfectamente acompasadas agitándose bajo el pecho. Ella le dijo:

—Gracias, papá.

En el aire comenzó a sonar un ruido atronador, un rugido ascendente, metálico y ensordecedor que parecía venir de otro mundo, y que hacía temblar las paredes, el techo, los cuadros y las lámparas, como si todo estuviera a punto de venirse abajo.