37
La insistente melodía que taladraba el aire y aquel movimiento repentino, aquella vibración en su mano, junto a su cara, acabaron sacándolo de aquel salón, de aquella casa, de aquellas circunstancias, y lo arrojaron de nuevo a la oscura habitación de hotel. Aquella volvía a ser la realidad.
—¿Qué ha pasado, Xavier? —le preguntó ella.
—Perdóname, me encuentro muy débil. Estoy agotado.
Había tenido un sueño breve y perturbador. Se levantó y miró por la ventana. Era difícil saber si al fin había anochecido por completo, o si aquella negrura seguía siendo consecuencia de la erupción volcánica.
—¿Qué más te ha contado Carlota? —se interesó—. ¿No te ha hablado de mí?
Tenía que tratar de mantenerse despierto.
—Sí —dijo Helena—. Me ha contado que alguien le envió una fotografía de su novio con otra, desde un número de móvil desconocido. No me ha llegado a decir con palabras que hubieras sido tú, pero su tono dejaba bastante claro que era lo que se temía.
—¿Y qué piensa hacer ahora que lo sabe?
—¿Cómo que qué piensa hacer? Él está en el hospital con ni se sabe cuántos huesos rotos, ¿y crees que va a dejarlo en estos momentos? No sé lo que habría pensado hacer antes, pero te aseguro que ahora permanecerá a su lado y le perdonará todo lo que le tenga que perdonar. ¿Cómo se te ocurrió hacer una cosa así? Tú siempre habías sido una buena persona.
—Y lo sigo siendo —replicó contrariado—. Pero me he cansado de soportar los abusos. Estoy harto de ver cómo algunos van por la vida pisoteando a los demás. Lo he visto hacer con mi familia, lo he visto hacer con la hija o la vecina de André, lo he visto hacer contigo. Y nadie trataba de impedirlo… No estaba dispuesto a seguir soportándolo, lo he hecho por todas vosotras. Y no me arrepiento. Sólo cuando he tomado la decisión de actuar, André ha acabado reaccionando y le ha dado también su merecido a ese maltratador…
—¿Por nosotras? Xavier, tienes que saber que este fin de semana voy a cenar con mi marido.
Por un momento ninguno dijo nada más, parecía que la comunicación se hubiera cortado. Luego se oyó:
—¿Con tu ex? ¿Por qué motivo?
—Creo que ha cambiado. Hemos estado hablando, y la verdad es que parece alguien totalmente distinto. Como si fuese otra persona. Creo que esta vez es sincero y voy a darle una oportunidad.
—No lo entiendo. Hace sólo unos días decías que te estaba haciendo la vida imposible. Yo habría estado dispuesto a romperle todos los huesos por ti… —Intentó encenderse un cigarrillo, pero no logró hacerlo con una sola mano y el temblor de su pulso—. Te estás equivocando. Carlota y tú os estáis equivocando. Las dos… No tiene ningún sentido volver con un ex.
—Pero, Xavier —lo interrumpió—, ¿cómo no te das cuenta? Tú eres el ex.
A lo lejos, apenas iluminado por el turbio resplandor de la ciudad, vio un nuevo hombre caer desde lo alto de otro edificio hasta desaparecer en la profundidad de la calle. Se llevó la mano al abdomen y apretó con fuerza. Sabía perfectamente cómo sonaban aquellos cuerpos al estrellarse en el suelo. Tenía grabado el sonido de su crujido en la memoria. Sabía cómo se desparramaban sus vísceras. Cómo salpicaban. Cerró la ventana y echó las cortinas. Dejó el móvil sobre la cama. No se había despedido de Helena. No quería seguir escuchando aquello. Se sentía incapaz de seguir escuchando la verdad. Se sentó y se pasó los dedos abiertos por el pelo, presionándose el cráneo. Él era el ex. Era cierto. Él era el extraño, la pieza sobrante, el intruso. Aquello lo cambiaba todo.
Tenía que hablar con Carlota.
Levantó una vez más el aparato y marcó el número de su exmujer. Todavía no sabía si para pedirle disculpas, o para decirle que Lucas estaba bien y revelarle dónde se encontraban, o para despedirse. Pero el estómago pareció llenársele de perforaciones cuando la voz robotizada de aquella operadora, que él conocía tan bien, le informó con las mismas palabras de siempre de que el número marcado no existía.
No habría sabido calcular cuánto tiempo permaneció allí sentado, paralizado, pensando que ya nunca más podría hablar con su exmujer. Después de tantos años. Ya nunca más volvería a hacerlo, como nunca consiguió hablar con André. Porque ni una sola vez en todo ese tiempo había podido mantener ni el más mínimo diálogo con aquel hombre, a pesar de lo mucho que habían compartido. Ambos habían vivido y padecido una situación inaudita, prodigiosa, que nadie salvo ellos dos podría comprender, y no habían intercambiado ni una sola palabra. Ni siquiera tuvo la ocasión de dejarle un mensaje, como acababa de hacer en el contestador automático de Eduardo Campra. Y entonces lo vio. Lo había tenido todo el tiempo delante de las narices. Cómo no lo había visto antes. Se levantó de la cama. No entendía cómo siendo algo tan sencillo no se le había ocurrido hasta ese momento. Caminó hacia el cuarto de baño. No quería despertar a su hijo. Encendió una luz y se encerró dentro. Una vez allí, se colocó en el centro de las cuatro paredes, miró hacia el techo y comenzó a hablar en voz alta.
—André, no puedo más. Y creo que tú tampoco… No sé cómo dirigirme a ti. En realidad, ni siquiera sé dónde mirar, ni por qué lo estoy haciendo hacia arriba. Sé que cuando lo recuerdes lo harás desde dentro, desde detrás de mis ojos, como si lo hubieras dicho tú… Tampoco tengo muy claro qué decir, puedes leer mi mente y ya sabes todo lo que pienso. Pero he creído que merecía la pena hablar así por una vez. Con palabras, sin que tengamos que internarnos en la cabeza del otro ni estar limitados a borrosas interpretaciones… Quiero acabar de una vez con toda esta situación. A estas alturas nadie puede estar seguro de quién es el que está manifestando sus temores o sus recuerdos en el mundo del otro. Sabes que yo me creo tan real como tú. Que en este instante tengo conciencia de mí mismo, y de este baño, y de mis uñas clavándose en las palmas de mis manos. Y que me aferro a mi conciencia como a un clavo ardiendo, porque te aseguro que todo esto es real, que está sucediendo y que no es un sueño… Pero si ninguno de los dos puede continuar así por más tiempo, en nuestras manos está zanjarlo. Te guste o no, en esto estamos solos, tú y yo. Únicamente nosotros podemos tomar las decisiones… Quizá se trate de eso, de que abandonemos. De que ambos decidamos terminar con todo al mismo tiempo y dejar que gane quien tenga que ganar. Alguna vez tendremos que evolucionar hacia alguna parte… Dentro de un rato estaré pensando en estas palabras siendo tú. Espero que no te parezcan otra estupidez, como todo lo demás.
Desde hacía unos minutos, Xavier había empezado a oír golpes y voces, que ascendían por el interior del edificio. En la calle, las sirenas resonaban con más intensidad y en mayor número de lo que lo habían hecho en todo el día.
Salió del baño y se concedió unos instantes para contemplar el pequeño bulto que se arrebujaba sobre la cama supletoria. Lucas debía de estar ovillándose sobre sí mismo bajo todas aquellas mantas, porque desde allí el bulto daba la impresión de hacerse cada vez más y más pequeño.
Siguió su camino hacia la ventana y lentamente, con mucha cautela, descorrió las cortinas. Abajo, a los pies del hotel, media docena de vehículos de policía atravesados en la calle impedían el tráfico y llenaban todo de luces azules y rojas. A continuación, levantó la vista y pudo ver cómo desde las ventanas y las azoteas de todos los edificios de la plaza los suicidas caían aquí y allá, sin interrupción, casi en cascada. Hombres y mujeres dibujando breves trazos en el aire, apenas unos borrones de color difuminándose en la oscuridad. Como estrellas fugaces. Lapsos infinitesimales en la historia del cosmos. Xavier se subió a la ventana de su habitación. Hasta ese momento, había pensado que todas aquellas personas que se quitaban la vida lo hacían porque no podían soportar más su situación, su soledad, su incertidumbre. Su trastorno de identidad. El dilema de no saber si eran reales y si eso servía para algo. Hasta ahora, nunca se había planteado si aquellos que se arrojaban desde las alturas acaso no lo harían para despertar a la auténtica realidad. Acompañado por aquella lluvia de vidas fugaces, que se mezclaban y confundían con los copos de nieve gris, se sentó en el borde de la ventana y dejó que sus piernas colgaran por encima de los diminutos policías que comenzaban a darle indicaciones por los altavoces. Se subió las solapas del abrigo, se ajustó las gafas de pasta oscura y cerró los ojos.