19
Hay días en los que parece que todo va a ir mal. En cada pequeño acto surge la intuición de la catástrofe, el anuncio de un naufragio. Y luego, según van transcurriendo las horas, algo cambia, las circunstancias dan un giro feliz y la jornada termina con un balance positivo. Hay días en los que ocurre todo lo contrario. Cuando se despertó aquella mañana, Xavier creyó que aquel iba a ser un buen día. Había recordado el número de teléfono de André Bodoc. De la misma manera que en ocasiones había ido recordando nombres de calles, al tiempo que en su mente desaparecían barriadas enteras de su propia ciudad, borradas por completo de su memoria; o tal y como algunas mañanas amanecía teniendo muy presentes las más diversas noticias de la actualidad, o conociendo un sinfín de términos periodísticos con los que jamás se había relacionado, y el fin de semana olvidaba la cita con su hijo. Se levantó de la cama casi de un salto, espoleado por la certeza del recuerdo, y rebuscó su teléfono móvil entre la ropa que había dejado sobre la silla del hostal. Todo parecía muy sencillo: hacía unos minutos aún era André Bodoc, ahora era Xavier, y recordaba el número del que había sido su propio teléfono hasta ese momento. Sólo tenía que marcarlo para conseguir hablar con el envés del mundo. Hizo un primer intento de pulsar los botones, allí, de pie en la habitación, pero el vértigo le aflojó las rodillas y tuvo que volver a sentarse en la cama. Notó cómo se le aceleraba la respiración. Todavía estaba un poco adormilado y era como si de alguna forma aún estuviese apoyado contra una fachada de la calle, superando un episodio de crisis mientras trataba de llamar a su psicólogo. Pero volvía a ser Xavier y lo que tenía que pensar era qué le diría a Bodoc si le cogiera el teléfono. Qué sentiría al escuchar al otro lado al hombre que había sido hasta hacía apenas un instante inapreciable. No sabía si estaba preparado para aquel desdoblamiento. A pesar de todo, apretó el botón de llamada. Y en el otro extremo de la línea la voz robotizada de una mujer le informó de que el número marcado no existía.
Ahora, cuando lo recordaba desde su asiento en el tren, todo aquello le parecía lejano y nebuloso, como si perteneciera a las últimas sacudidas del sueño. Le parecía mentira que eso hubiera podido ocurrir aquella misma jornada. Hay días que se alargan como trenes capaces de darle la vuelta al mundo sin llegar a ponerse en marcha. Cuando esa mañana oyó el mensaje de la operadora, dejó caer el aparato de teléfono y comenzó a repasar mentalmente los nueve dígitos del número de Bodoc. No había duda, podía visualizarlos con claridad uno por uno. Eran los mismos que había marcado. Una vez más, la realidad se empeñaba en no coincidir con sus propias manifestaciones. La realidad contra sus hechos. Fue entonces cuando el móvil comenzó a vibrar sobre las sábanas. La pálida luz de la pantalla se iluminaba de forma intermitente, como un grito ahogado. En ella aparecía un número largo y extraño. Agarró el teléfono de un manotazo y descolgó. Era del hospital. Su padre había muerto hacía cuarenta y cinco minutos, tras un episodio de arritmias y un infarto al corazón.
Aquel vagón de tren iba completamente lleno. Estaba sentado junto a la ventanilla, y a su izquierda le bloqueaba la salida un hombre obeso y enorme. Xavier se limitaba a mirar a través del cristal, sin volver la cabeza en dirección al pasillo salvo cuando era necesario. Había tenido que hacer la maleta sin tiempo para pensar ni poder tomar ninguna decisión. Ni siquiera había desayunado, tan sólo recogió sus cosas, se vistió y abandonó el hostal. Cerró el billete de vuelta mientras iba a la estación, desde el taxi. Más tarde, en los andenes de las vías del tren se tomó un sándwich frío y un café de máquina expendedora. Ahora se sentía un poco mejor. El aire acondicionado le había quitado parte de la sensación de aturdimiento, pero todo seguía flotando en una atmósfera de irrealidad. Xavier apoyó la frente contra la ventanilla. Al otro lado, torres eléctricas, antenas repetidoras, transformadores y cableado de alta tensión se iban distanciando entre sí y haciendo menos frecuentes, como los últimos estratos del revestimiento de la gran ciudad. La red de suministro de energía. La telaraña de la información atrapándolo todo. Cuando esa mañana recibió la llamada del hospital, su primera reacción fue no resignarse a aceptar lo que le estaba transmitiendo aquella voz reconstruida desde las ondas. Su padre había sufrido un paro cardíaco, de acuerdo. Su corazón había dejado de latir. Bien. Pero algo más podrían hacer, seguro que los médicos encontraban alguna otra solución. Hacía casi dos meses que su padre no había dejado de empeorar y los médicos siempre habían encontrado una solución. Siempre había un paso más. Otra fase, otra medida desesperada, otro aplazamiento. Todavía horas después, sentado en aquel vagón, no podía evitar seguir pensando que en cualquier momento recibiría otra llamada diciendo que su padre se había recuperado. Que había una última oportunidad. Una parte de su mente sabía que eso era imposible, pero desde luego no era la parte que gobernaba sus pensamientos. Aquella llamada no llegó. Lo que sí llegó en su lugar fue un primer SMS de condolencia. Al leerlo tuvo la impresión de que era un error, de que no estaba dirigido a él. Era la primera vez que recibía el pésame en toda su vida adulta. Y nunca esperó recibirlo así. Después llegó un segundo mensaje, un tercero, un cuarto. También llamadas desde números desconocidos, quizá familiares con los que casi no mantenía relación. No las atendió. Ya tenía suficientes cosas en qué pensar. Demasiadas interferencias. Necesitaba relajarse. Tenía que descansar. Pero la respiración pesada y cartilaginosa del hombre obeso no le permitía encontrar la calma. Cambió de postura en el asiento. La chica que estaba sentada en el sillón de atrás tenía tan alto el volumen de su reproductor multimedia que se podía oír la música vibrando en los minúsculos auriculares. Your prison system is a damnation, a punishment, an abomination. Él también se sentía perseguido. Otros dos pasajeros del vagón hablaban por sus teléfonos de asuntos personales y de trabajo, con la misma falta de pudor que si estuvieran en sus casas y oficinas. Desde que el tren iniciara su trayecto, en todo momento hubo en el vagón al menos un pasajero hablando en voz alta por su teléfono móvil. Así que Xavier se vio obligado a ponerse también los auriculares que le había dado una azafata y los conectó a la radio que había bajo el reposabrazos. Sintonizó un canal que tan sólo emitía bandas sonoras de la última década. En el exterior, al otro lado de la ventanilla, el paisaje se había ido despoblando. Los cinturones de los barrios periféricos fueron transformándose primero en pequeñas poblaciones dormitorio, luego en edificios aislados. El ovillo del cableado eléctrico se fue desenredando hasta casi desaparecer. Al cabo de un rato, nada. Campo. La ciudad había desaparecido, dejando asomar amplias extensiones de tierra labrada y cuadrantes de vides y de olivos, un horizonte parcheado de superficies verdes, marrones y cobrizas. Y un cielo límpido, salpicado de nubes de raras texturas. De vez en cuando se podía ver una casa solitaria dominando su vasta parcela. O alguna vieja construcción creciendo desde la vía, con su pequeño huerto inclinado y sus animales encaramados en la pendiente.
Xavier se preguntó cómo debía de ser la vida de los habitantes de esas casas. Cómo sería la vida de alguien que viviera al margen del mundo moderno. Cómo sería una vida sin móviles, sin internet, sin televisión. Cómo sería la vida sin tantas capas y capas de legado cultural. No sabía si de verdad alguien viviría todavía así. Le costaba imaginarse una vida que comenzara cada mañana con la salida del sol y el canto de los pájaros, sin jefes ni dueños de empresas, sin presidentes de consejo, ni responsables de áreas, ni directores de nada, sin jerarquías empresariales, sin currículum vítae, sin estrategia. Si hacía un gran esfuerzo, podía llegar a hacerse una idea de cómo sería vivir sin seguros de hogar, de accidentes, de automóvil, sin retrasos en el transporte, sin averías técnicas, sin estrés, sin consumo, sin películas, sin ficción, sin lecturas, ni interpretaciones, ni contrainterpretaciones. Pero no podía ir más lejos. Se quedaba en ese límite insuperable. Era incapaz de imaginar en propiedad cómo sería la vida de alguien reducido a unos metros de tierra y a su trabajo, sin complejas concepciones heredadas, sin sistemas de representación del funcionamiento del mundo, sin estereotipos ni arquetipos ni etiquetas, sin sobreexpectativas adquiridas, alejado de modas y tendencias, ajeno a las corrientes de pensamiento dominante, a lo políticamente correcto o incorrecto, sin un adecuado manejo de los eufemismos, sin prejuicios, desvinculado de cualquier tipo de red social, de sus diferentes niveles de relación y comunicación, desconocedor de sus códigos, de los distintos grados de proyección o de interiorización, sin haber sabido nunca la diferencia entre vida pública y vida privada, sin necesidad de tener que fabricar una imagen propia, ignorante de un mundo en el que tu imagen es una marca. Xavier trató de reconstruir en su cabeza la vida de un hombre y una mujer compartiendo el techo de una de esas casas. Sin duda todo sería muy distinto. Seguro que ella no le reprocharía a él haber descuidado los pequeños detalles de su relación, la falta de verdadera comunicación en sus conversaciones, lo poco sofisticado que se había vuelto con los años. Seguro que no lo acusaría de haber dejado de seducirla cada día, de no llevarla a fiestas o al teatro, de no tener imaginación para organizar los fines de semana y para ocupar el tiempo libre. De no ser un hombre interesante. Seguro que ella no sentiría frustradas sus expectativas, no pensaría que esa no era la vida que había soñado, no daría por hecho que había algo mejor esperándola en alguna otra parte. Algo mejor, siempre algo todavía mejor. Seguro que, de haber sido ellos ese hombre y esa mujer, Carlota nunca lo habría abandonado. Aún seguirían juntos, y serían felices, a su manera, porque no esperarían nada más. Y si Carlota no lo hubiera abandonado, él podría ver a Lucas todos los días, porque aún seguirían siendo una familia. Y aún tendrían un hogar, y harían juntos todas las comidas, y él tendría con quién compartir sus inseguridades, sus miedos, la anomalía que se tragaba sus noches, y no se sentiría solo, y seguiría teniendo un auto, y no habría perdido la mitad de sus cosas con la separación, y todavía tendría el televisor de cuarenta y dos pulgadas, y los canales digitales, y el robot de cocina de última generación. Aunque, claro, si tuviera todo aquello, entonces Carlota lo habría dejado. La realidad y su afán de resistencia.
Se preguntó si Carlota iría al entierro de su padre. Miró las nubes en la lontananza, ahora planas como criaturas del fondo marino, y deseó no tener que verla allí, en aquellas circunstancias. Ni tampoco en cualquier otra circunstancia. De pronto, se le vino a la mente la imagen de su padre ayudándolo con la mudanza. Su padre había vivido todo el proceso del divorcio. Si hubiera muerto unos años antes, nunca habría sabido nada de aquello y se habría ido creyéndolo un marido feliz, el cabeza de una familia que no haría más que crecer, un hombre equilibrado. A partir de ahora, nada de lo que ocurriera en su vida quedaría grabado en la película de la vida de su padre. De ahora en adelante una cinta en blanco. Sus mentes ya nunca más serían contemporáneas. Su tiempo simultáneo había concluido. Le asaltó entonces la imagen de la última vez que vio a Carlota, a Lucas y a su padre juntos. Y la imagen de su padre jugando con su hijo. Y el recuerdo mucho más lejano de aquella vez que su padre lo ayudó a grabar sus iniciales en la corteza de un árbol, cuando él mismo no tenía más de seis o siete años. Y cómo cuando era niño tenía la absurda convicción de que aquella cicatriz en forma de x en la frente de su padre, de algún modo, guardaba una íntima relación con su nombre. Y aquella vez que su padre le gritó porque golpeó sin querer una escultura que había sobre la mesa de la entrada, y cayó al suelo, y los cientos de pedazos de blanca porcelana volaron por el aire. Recordó el enfado de su padre, la cara de su padre, ni joven ni anciano, a salvo en su memoria más allá de los accidentes del tiempo. Xavier se sorbió la nariz rota y se restregó los ojos como si se estuviera desperezando. Tragó saliva. Las cosas no estaban claras, nada lo estaba. Ahora no podía dejar de pensar en la primera falsa víctima del disparatado plan de noticias inventadas de Bodoc, en aquel hombre estrellado boca abajo contra el asfalto. Como si aquel primer golpe que André había conseguido infligir a su mundo, de algún modo, en este lado de la realidad se hubiera cobrado la vida de su padre.
Miró a la izquierda, buscando el reloj del fondo del vagón. Le dolía el cuello de mantenerlo torcido en aquella postura. Tanteó los botones que había debajo del reposabrazos, pasó por encima del canal de música clásica y del canal de audio de la película de a bordo, y dejó un programa de la radio nacional. Arriba, las pequeñas pantallas de televisión del techo reproducían una comedia romántica. Se preguntó a cuántos otros pasajeros del vagón se le habría muerto alguien cercano esa mañana. Cuántos irían de vuelta a su ciudad para asistir al entierro de su padre, para encontrarse con el cadáver de su padre. Puede que tres, o cuatro. O probablemente ninguno. Quizá ninguno en todo el conjunto del tren. Aunque eso, en aquel momento, a Xavier le parecía imposible. Devolvió otra vez la mirada al paisaje rural que se extendía al otro lado de la ventanilla. Lo cierto es que nunca nada era lo que parecía. Todo estaba en la mente. La auténtica realidad siempre estaba más allá de los límites de la percepción. Nada era lo que parecía, ni aquellas mansas tierras de labranza, ni el cielo límpido, ni las colinas. Todo aquello estaba también contaminado, adulterado, henchido de información y de interferencias. Igual que la ciudad. Todo ese cielo estaba surcado por ondas electromagnéticas, las mismas que en aquel momento llegaban hasta las antenas de aquel tren y se materializaban en las voces que Xavier escuchaba en la radio. Ese mismo programa que oía en los pequeños altavoces estaba en aquel aire. Aunque las apariencias engañasen, toda aquella porción de aire de campo estaba transida de emisiones de radiofrecuencia, atravesada desde todos los flancos. Como la caja de espadas de un mago. Por eso cualquiera, allí mismo, en mitad de aquella nada, podía sintonizar un receptor y captar no una, sino decenas y decenas de emisiones de radio. Y mucho más. Aquellas campiñas de aspecto inofensivo estaban colmadas de todo tipo de señales, que podían tomar forma de voces, pero también de imágenes dotadas de colores, de volúmenes y de movimiento. Hombres y mujeres que se encontraban a cientos de kilómetros de distancia, estaban también en aquel campo. Hombres que eran completos extraños. Cantantes que llevaban treinta años muertos, actrices que llevaban cincuenta años muertas, todos vagando por aquel campo cuajado de fantasmas. El legado cultural y su turbio laberinto. Incluso, en ese momento, Xavier podría estar escuchando a un locutor que hubiera muerto esa misma mañana. En un hospital. Solo. Todo eso sin contar las emisiones de telefonía móvil, los millones de conversaciones banales que atravesaban aquellas tierras cada día. Transacciones comerciales, promociones, publicidad, llamadas de compromiso, citas, abandonos, chismorreos, interrogatorios, intentos de control de los unos sobre los otros, rutinas, silencios incómodos, excusas, reproches, pésames. Y todo aquel ruido se daba al mismo tiempo, repetido en todos y cada uno de aquellos metros cuadrados. Lo habían conseguido. Habían recubierto todo el planeta con una tupida capa de códigos, mensajes, palabras. Todo se reducía a eso, a información, falsa o verdadera. Si es que la verdad significaba algo.
Xavier se quitó los auriculares. Un bebé lloraba en otro vagón. Ahora podía oír los diálogos de la película retumbar en los oídos de la chica de atrás. Un hombre cruzaba una y otra vez la puerta automática de la plataforma de acceso, hablando con alguien de la reunión que habían tenido y de la reunión que iban a tener. Xavier recordó lo que le costó enseñar a su padre a utilizar el teléfono móvil. Recordó cuando su padre recibió en ese mismo teléfono la noticia de que había llegado un riñón genéticamente compatible. La alegría con la que celebraron la noticia. El día de la intervención. El proceso postoperatorio. Recordó los días que tardó aquel órgano ajeno en volver a ponerse en funcionamiento dentro del cuerpo de su padre. Un hombre dentro de otro hombre. También recordó que no había podido despedirse. Ni ya lo haría jamás. Xavier sintió cómo se tensaban las paredes de su garganta, y una fuerza extraña absorbiendo toda la humedad y las mucosas, como si se hubiera accionado un potente extractor en el fondo de su paladar. Advirtió un movimiento a su izquierda y comprobó que su corpulento compañero de asiento se estaba levantando. Xavier quiso aprovechar para ir al lavabo; pero el hombre permaneció allí, de pie, en el estrecho hueco entre los sillones, impidiéndole el paso. Entonces, otros viajeros también comenzaron a ponerse en pie, todos mirando hacia el mismo lugar. Parecía que estaba ocurriendo algo en el baño. Xavier se levantó y trató de ver qué sucedía desde donde se encontraba. Varios pasajeros se amontonaban en la plataforma de acceso, alrededor de la puerta de los aseos. Dos de ellos trataban de abrirla por la fuerza, primero tirando de ella y zarandeándola, después con golpes y patadas. Por lo que pudo entender nadie contestaba al otro lado, y en el suelo, a través de la ranura, se filtraba un charco de sangre. Volvió a sentarse, se puso los auriculares y apoyó la cabeza contra la ventanilla. Subió el volumen de la música. Aun así, los sonidos le llegaban cada vez con más intensidad. Con el rabillo del ojo veía a más personas precipitándose por el pasillo. Bajó los párpados. Recordó los días en los que el virus hospitalario apareció en sus vidas, se instaló en los pulmones de su padre y comenzó a tomar el control de su organismo. Trató de acompasar su respiración. Volvió a subir el volumen de la música. Lo único que quería era dormir. Quedarse dormido, dejar por fin de ser él y convertirse una vez más, de una vez por todas, por un tiempo indefinido, en André Bodoc.