22
Abrió los ojos. Estaba atrapado dentro de aquel hueco estrecho y asfixiante. La cavidad apenas le dejaba espacio para moverse. Notó cómo se le comenzaban a acelerar los latidos del corazón. Cuánto iban a tardar en sacarlo de allí. Por un instante pensó en gritar, en golpear las paredes. Pero no lo hizo. No podía mover ninguna parte de su cuerpo. Trató de tranquilizarse. Esperaría un poco más, aquello no podía durar toda la eternidad. Entonces, notó que el suelo se movía bajo su espalda de forma acompasada, y siguiendo una trayectoria rectilínea, como arrastrándose sobre unos raíles, la camilla volvió a salir al exterior.
—¿Me he movido, doctor?
Una vez que André Bodoc estuvo fuera del dispositivo de aislamiento de radiofrecuencia, se incorporó sobre la camilla para buscar al hombre del uniforme verde.
—No, lo ha hecho muy bien. La exploración ha sido válida. La damos por buena. —El hombre esbozó una sonrisa cordial.
—¿Cuánto tardarán en estar las placas?
—Normalmente ni siquiera imprimimos las placas si no detectamos nada extraño. Las almacenamos en soporte digital. Tenga en cuenta que ahora las imágenes se procesan a tiempo real. Ya están todas aquí, en el ordenador.
André saltó sobre su pie izquierdo y se precipitó en dirección a la consola del ordenador. Apenas iba cubierto con un fino batín de gasa casi transparente.
—¿Y cómo ha ido todo? ¿Todo está bien, doctor?
En los monitores se desplegaba una enorme cantidad de imágenes de su cerebro, en cortes longitudinales y transversales. Sobre un fondo negro, su cráneo y su masa encefálica cobraban forma en distintas gamas de grises. Flujos de colores cálidos dibujaban su actividad cerebral. El yo diseccionado. Con un leve movimiento del dedo índice, el hombre de verde iba pasando las imágenes a toda velocidad. Allí tenía que estar la solución a sus problemas. En aquellos monitores estaba milimétricamente registrado todo lo que era mensurable. Su problema tenía que encontrarse entre aquellas imágenes, recogido en alguno de aquellos planos, localizado y cuantificado. Era imposible que aquel absurdo trastorno no tuviese una representación en el mundo de los hechos objetivos. La ciencia seguía siendo la respuesta.
—¿Todo bien? —volvió a preguntar.
—No puedo decirle. Yo sólo soy el técnico. El neurólogo le dará un diagnóstico cuando tenga la cita.
—Pero entonces, ¿usted no puede decirme nada? Por Dios, lo tiene todo ahí delante.
—No puedo, no soy quien para…
—¡Haga un esfuerzo, joder!
—De acuerdo, puedo decirle que a simple vista no hay manchas. Ni parece que haya lesiones ni tumores. Así que en principio todo está bien. Pero ya le digo que no puedo comentarle nada más. Habrá que hacer un estudio pormenorizado de los cortes. ¿Cuándo tiene cita con el neurólogo?
André se dio la vuelta y se dirigió a la habitación contigua para cambiarse. Si aquello fuese cierto volvía a estar como al principio. Un mal desconocido asaltaba sus noches y nada parecía corroborarlo en el mundo real, nada más allá de los abismos de su mente. Acabó de vestirse, se colocó un cigarrillo en los labios y salió de allí sin despedirse del técnico.
En el pasillo, se dejó caer en la primera hilera de asientos y sacó su teléfono móvil. Una enfermera se giró bruscamente al verlo y le lanzó una mirada de amonestación.
—No está encendido. ¿Es que no lo ve? Mire aquí —le dijo, señalando la punta del pitillo.
En cuanto la mujer se dio la vuelta, André se encendió el cigarrillo y, sosteniendo el aparato de teléfono junto a su cara, liberó una bocanada de humo turbia como aquel día.
—Acabo de salir de hacerme la resonancia, doctor. He estado viendo los resultados.
—¿Y qué ha ocurrido? Dígame, ¿cuáles son las conclusiones?
—No lo sé. No tengo cita con el neurólogo hasta finales de la semana. Y el dichoso técnico no me ha querido decir nada. Aunque parece que todo está bien.
—Me alegro. Pero entonces, ¿por qué me llama?
—Había pensado que quizás usted pudiera decirme algo.
—¿Qué quiere que le diga, Bodoc? No soy un especialista, y además ni siquiera tengo las láminas delante…
—Pensaba que siendo usted psicólogo me diría alguna cosa. No sé, que me trasladaría alguna sospecha. Algún tipo de intuición. O que me diría si debo preocuparme por algo de lo que he visto. Puedo describirle las imágenes si quiere.
—Escúcheme. Tiene que empezar a controlar estos ataques de pánico. No puede llamarme cada vez que sienta necesidad. Tiene usted que volver a recuperar el control. No es bueno en absoluto que cree una relación de dependencia con su terapeuta.
—Es que además pensaba contarle algo. Es realmente importante, doctor. No puedo guardármelo por más tiempo. La otra noche incluso estuve a punto de confesarles todo a mis compañeros, así, sin más, rodeados de extraños. Esto se me va de las manos… Hace tiempo que vengo pensando, dándole vueltas a algunas coincidencias. Son coincidencias entre el mundo de Xavier y este mundo. Hay que estudiarlas despacio, leer entre líneas, ¿sabe? Es vital que…
—Tendrá que esperar a la próxima sesión, señor Bodoc.
André se quedó mirando la pantalla del teléfono durante unos segundos, antes de resignarse a introducirlo de nuevo en el bolsillo del abrigo. Al fondo del pasillo vio aparecer la figura de la enfermera acompañada por dos empleados de seguridad, que no demasiado amablemente lo escoltaron hasta la calle. Fuera caía una lluvia liviana sobre la ciudad desmesurada y gris. Se subió las solapas del abrigo y trató de apresurar el paso. No tenía más remedio que seguir pensando que todo aquello no era más que una alteración del sueño poco común. O bien eso, o bien que todo lo que estaba ocurriendo en ese instante, todo lo que había a su alrededor, todos sus pensamientos y cada una de las personas con las que se relacionaba cada día, eran el sueño de otro. Tan sólo parecía haber una única cosa clara. Había quedado descartada la que por momentos se le antojaba la mejor de las soluciones: la de tener un rotundo, conciso y nada abstracto tumor del tamaño de un puño alojado entre los pliegues del cerebro. De nuevo, su dilema volvía a constar de sólo dos extremos: o todo o nada: o estaba desarrollando una aberración mental que nadie era capaz de explicar, o la totalidad del mundo conocido era algo muy distinto a como había imaginado.
Cuando aquella tarde borrascosa llegó al lounge bar próximo a los estudios, donde había quedado con Eduardo Campra, lo hizo con una fina pátina de gotas de lluvia adherida a la superficie oscura de su abrigo, como un ejército de minúsculas esferas plateadas. Entró en el local con cada una de ellas reflejando de una manera similar, pero a la vez sutilmente diferente, el mundo que las rodeaba. Como mundos dentro de otros mundos.
—Estás empapado. ¿No te has traído paraguas?
André se pasó la mano por la frente. La melena gris le caía pegada a la cabeza como si se acabara de duchar.
—Nunca llevo paraguas. No me gustan los paraguas. ¿Desde cuándo hay una televisión aquí?
A pocos metros de la salida de emergencia del local se extendía una pantalla plana gigante, que ocupaba casi toda una pared.
—Siempre ha estado ahí, aunque a otras horas sólo reproduce efectos psicodélicos. ¿Cómo que no te gustan los paraguas? ¿Qué tontería es esa?
—Tampoco me gustan los sitios con televisión. Si ponen un partido de fútbol nos levantamos y nos vamos.
—Precisamente ahora un buen paraguas te vendría muy bien. Podrías usarlo también como bastón para ayudarte a caminar. ¿Te pido una cerveza?
—¡Ya estamos con el puto bastón! ¿Te ha llamado Gemma? Te ha llamado, te ha estado preguntando por mí y de paso te ha estado hablando del puñetero bastón de las narices, ¿es eso, no? Joder, qué manía, que pase página de una vez.
Eduardo Campra llamó la atención de la camarera y le indicó mediante señas lo que querían tomar.
—Tranquilízate, André. A mí no me ha llamado nadie. Tienes mala cara. ¿Qué te pasa, no has dormido bien? ¿Todavía arrastras la resaca de la otra noche?
Alguien desde alguna parte subió el volumen del televisor.
—Últimamente es complicado dormir en mi casa. ¿Y tú? ¿Tú tienes resaca?
—Eres un sádico. Sabes que desde que voy a diálisis me tienen controlada hasta el agua. ¿Por qué es tan complicado dormir?
En la pantalla gigante, una cámara se internaba en los pabellones de un hospital atestado de pacientes. Podía verse cómo en las habitaciones, con todas las camas ocupadas, se habían habilitado los espacios libres con colchones de espuma y los enfermos recibían las vías y las sondas en el suelo. De tanto en tanto, entre los médicos y enfermeros con mascarillas, se podía distinguir algún individuo enfundado por completo en un aparatoso traje de protección contra agentes biológicos.
—Mis vecinos, ya sabes. Hacen mucho ruido. Tienen algunos problemillas de convivencia. Parece que él le zurra a ella de lo lindo. Y claro, se oye todo a través de los tabiques. No te puedes ni imaginar qué escándalo arman, es de lo más desagradable.
—Pero ¿qué me estás diciendo? ¿Y tú qué haces?
—Espero a que se cansen, y luego me duermo.
—Joder, André, eres increíble. ¿En qué te has convertido? Conociéndote, seguro que ni siquiera te has planteado tomar parte en el asunto.
Alguien siseó desde algún lugar porque no podía oír lo que decía la televisión. André comenzó a mirar nervioso a uno y otro lado. En la pantalla aparecía un reportero frente a la sede principal de la Organización Mundial de la Salud. Se había detectado una nueva cepa pandémica procedente de Asia, aún más agresiva que la original, y los afectados se contaban por cientos de miles en todos los continentes.
—Lo sé, lo sé —dijo él con una entonación impostada—. André antes era muy bueno, pero luego se fue convirtiendo en una persona muy mala… Venga, tómate una copa por una vez. Invito yo.
—No, sabes que no puedo. Y no te pongas muy pesado, que ya tuve bastante la otra noche. Menuda te había dado. ¿Sigues pensando que nada de esto es real? —se burló el presentador.
—Déjate de chorradas. Sé distinguir perfectamente lo que es real de lo que no. Estaba simplemente dejándome llevar. Ya sabes, disfrutando el momento.
Campra le dedicó una perfecta sonrisa sarcástica, al tiempo que movía arriba y abajo su flequillo de reflejos dorados. En la televisión habían comenzado a hablar del virus de la depresión. Explicaban que la principal ruta de infección era nasal. Que la enfermedad se podía cursar sin fiebre ni síntomas propios de encefalitis que ayudaran a una detección rápida. Sin embargo, en no más de diez días, las neuronas infectadas habrían inflamado el sistema límbico del contagiado sin que este lo hubiese advertido, provocando la manifestación de la depresión severa e incluso, en algunos casos, hidrocefalia.
—Menos mal —suspiró Eduardo—. Me tenías preocupado. Me he pasado todo este tiempo pensado que sólo existía en tu mente. Y me angustiaba que pudieras tener otro accidente, o que te ocurriera algo y que todos desapareciéramos contigo… Así que tú ya has pasado página con Gemma, ¿no?
—Varias páginas.
—¡Ajá! Entonces hubo algo con Claire, ¡lo sabía!
—Están dando nuestra noticia —dijo él, bajando la voz—. Prestemos un poco de atención.
—¡No me lo puedo creer! Te llevaste a la cama a la amiguita de la reportera. Pero ¿qué edad tiene? ¡Si es una niña!
Enmarcada en la pantalla, la presentadora de aquel informativo aseguraba que según el Instituto Nacional de Estadística el número de suicidios no había dejado de crecer exponencialmente en los últimos años, lo que era fácilmente explicable si en el patrón se introducía la variable del Melancovirus.
—No seas cínico. Tú no le quitabas el ojo de encima. ¿Has visto? Nuestro virus ya tiene nombre.
—Tampoco es para alegrarse tanto. No es nuestro virus. Y hay gente muriendo.
André Bodoc sonrió con afectación y le pasó el brazo despacio por encima de los hombros.
—No, amigo mío, no hay gente muriendo. Y sí es nuestro virus, aunque nosotros no lo hayamos bautizado. Eso incluso le da un valor añadido.
El presentador lo miró a los ojos, con la misma expresión con la que lo había mirado la otra noche cuando estaba borracho y delirando.
—¿Vas a empezar otra vez?
—Esto no es ninguna tontería, Eduardo. ¿Recuerdas cuando te dije que tenía algo gordo entre manos? Este es el resultado. La criatura ya casi anda sola.
Campra se levantó del taburete y se quedó de pie junto a la barra.
—No entiendo —dijo. Su semblante estaba lívido.
—Sí lo entiendes. La noticia del virus la he creado yo. Después de años esperando, por fin he podido demostrar que todo es una gran mentira. Que los filtros fallan, que no hay profesionalidad, ni objetividad, ni ningún respeto por la verdad. El mundo moderno es…
—¿Nos has mentido a todos? ¿A todo tu equipo? ¿Me has hecho decir ante la cámara algo que sabías que era un fraude? ¿Te haces una idea de lo que va a ocurrir ahora?
—No te preocupes, cuando esto acabe asumiré toda la responsabilidad. Sólo tengo que esperar a que mi plan alcance toda su dimensión. Lo tengo todo calculado. Cada fecha, cada cambio de dirección de la noticia.
—Hay carreras y vidas de personas en juego. De personas que confiaban en ti. Cuando la otra noche todos estábamos…
Eduardo Campra dejó de hablar de pronto y asestó un puñetazo en el rostro del director de informativos. André no esperaba el golpe, se tambaleó en el asiento y estuvo a punto de caer al suelo. Pero el presentador lo evitó al agarrarlo con las dos manos por el cuello. Los dos hombres comenzaron a forcejear, aferrados el uno al otro. En cuestión de un minuto, varios camareros habían acudido a separarlos. Una vez que lo consiguieron y el revuelo cesó, André quedó apoyado sobre los codos de espaldas a la barra, con el pómulo abierto y sangrando, mientras a dos metros de distancia los camareros continuaban sujetando por los brazos a su viejo amigo.
—¡Agárrenlo a él! ¡Él es el loco! —se quejaba el presentador.
Tenía el gesto desencajado y jadeaba como un animal desfondado.
—Cálmese —le pedía el encargado del local—. Cuando usted se calme lo soltaremos.
André Bodoc comenzó a recomponerse el pelo y la camisa. Por una vez ese día parecía que no iba a ser él a quien echaran de algún sitio.
—Sólo piensas en ti, André —le dijo Campra—. Sólo en ti mismo.
Los empleados lo habían liberado, pero aún continuaban rodeándolo. Querían asegurarse de que había pasado del todo el peligro y de que no habría desperfectos.
Lo que ninguno de ellos esperaba era que alguien desde alguna parte cambiara de canal y que en la televisión apareciese la escena de una persecución entre motoristas que intercambiaban disparos. Como tampoco ninguno pudo ver la reacción de André, que se había quedado mudo, con los ojos completamente abiertos, contemplando cómo en la pantalla gigante uno de aquellos motoristas doblaba la esquina y se estrellaba de bruces contra la parte baja de un camión cisterna. Sencillamente, de repente lo oyeron gritar:
—¡Ya está bien! ¿Quién tiene el mando a distancia? Esto se tiene que acabar. No puedo más. ¿Quién está detrás de todo esto? —Se volvió para mirarlos con la rabia inyectada en la mirada—. Estoy hablando con ustedes. ¿No me oyen? Están todos implicados, ¿verdad? ¡A la mierda con todo! ¡No puedo más!
Nadie en todo el establecimiento se movía. Por un segundo, todos permanecieron paralizados, en silencio, como si fueran los figurantes de una colosal representación. Y en aquel instante congelado, como si el mundo entero se hubiera detenido, André Bodoc blandió en el aire uno de los taburetes altos de la barra y lo arrojó contra la plana superficie del televisor.