30

Abrió los ojos. Tardó unos segundos en reaccionar. No podía creer que fuese la hora que indicaban los dígitos luminosos de la mesilla de noche. Cómo podía haber ocurrido. Al fin lo había llamado Eduardo Campra, para que hablaran un rato fuera del trabajo, y ahora estaba a punto de dejarlo plantado. No acababa de comprender por qué razón se había pasado media mañana durmiendo.

Por suerte, su BMW R 1200 R color gris granito estaba reparada y lo esperaba resplandeciente en su plaza de aparcamiento. Se subió a su grupa y le dio unas palmaditas en el tanque de gasolina; pero, cuando iba a girar la llave de contacto, se apagó la luz del garaje. Pulsó a tientas el mando a distancia de la puerta para que volviera a encenderse, y cuando logró ver de nuevo se llevó un sobresalto: un gato había aparecido de la nada y ahora estaba inmóvil a pocos centímetros, sentado sobre el techo del coche delantero. Era un gato común, también de color gris y atravesado por rayas oscuras, que lo miraba fijamente a los ojos. Lo miraba como si tuviese la inteligencia de una persona. André Bodoc arrancó la moto y la sacó de allí despacio, mientras el felino continuaba sosteniéndole la mirada.

En cuanto estuvo fuera, giró hasta el fondo el puño del acelerador. Hacía tiempo que tenía ganas de hacer aquello: huir de sí mismo tan rápido que tuviera la ilusión de poder dejarse atrás. Recorrió la ciudad poniendo a prueba la potencia del motor y el estado de la dirección en las avenidas sin tráfico. La policía había cortado gran parte del centro, tratando de contener las revueltas que no dejaban de intensificarse, y la mayoría de la gente prefería no arriesgarse a utilizar sus vehículos. A él le alegró comprobar que no le había cogido miedo a la moto. Estaba muy cerca de las inmediaciones del parque en el que se habían citado, cuando se encontró de lleno con un enfrentamiento entre los manifestantes y las tropas antidisturbios. La calle estaba obstruida por una barricada y por miles de personas, y en el aire se cruzaban ráfagas de piedras y pelotas de goma. André tuvo que dar un rodeo de varias manzanas, que lo hizo demorarse aún más y acabar llegando media hora tarde a su encuentro con Eduardo.

—¿Cómo se te ocurre traerme a pasear? —fue lo primero que le dijo cuando lo vio junto al lago del palacio de Anglesola.

—Quería comentarte algo.

—¿Y no había otra forma de hacerlo que no fuese obligando a caminar a un cojo? Percibo un punto de sadismo en todo esto.

A pocos metros de distancia, echado sobre la barandilla que rodeaba el lago, había un mendigo alzando un vaso de plástico. André rebuscó en su bolsillo y le echó unas monedas.

—La idea es tentadora —dijo el presentador—. Pero no se trata de eso.

—¿Tú no le das nada?

A lo lejos podían oírse las detonaciones de la revuelta.

—¿Por qué me preguntas que si no le doy nada? ¿Qué te pasa? Es la primera vez en toda mi vida que te he visto dar limosna a alguien, ¿y ahora vas a hacer campaña conmigo?

—Estoy cambiando. Las personas pueden cambiar —aseguró—. En cuanto a lo del otro día, no te preocupes. Es comprensible que perdieras los nervios.

—Fuiste tú quien perdió los nervios —le recordó Campra—. Y te acabó costando una pequeña fortuna.

—Ya apenas me duele —prosiguió él, tocándose el pómulo—. Y pronto acabará todo.

—No había venido a hablar de eso. ¿Cómo que pronto acabará todo? ¿Cuándo? ¿Y qué es lo que tienes planeado?

—Sólo falta una última fase. Todo ha ido muy bien, mejor de lo que esperaba. Pero no quiero que se quede en un único suceso, en un único ámbito. Quiero demostrar que no sólo fallan los filtros, que no sólo se generan las noticias desde los propios medios, sino que además todas estas prácticas tienen unos efectos incontrolables en el conjunto de la realidad. El nuevo rumor ya está en marcha. Después, lo contaré todo.

Un helicóptero pasó por encima de sus cabezas haciendo que subieran la voz.

—¿Cómo que vas a contarlo? Despedirán a todo el mundo.

—No, te dije que asumiría toda la responsabilidad. El periodismo sigue siendo necesario, Eduardo. Hoy más que nunca.

—Me importa un carajo que asumas la responsabilidad. Tú no sabes qué puede pasar. Además, aunque no hubiera despidos, no puedes permitir que tu equipo se entere de esto. He estado cubriéndote, no le he dicho nada a nadie de toda tu locura. Te ha costado años ganarte la confianza de esa gente.

—¿Por qué no iban a confiar en mí?

—¿Estás de broma? Todos lo saben. Todos saben lo que ocurrió. ¿Crees que no se habla entre pasillos? No hay nadie en este medio que no sepa que te vendiste. Te vendiste y desde entonces no ha habido más que recelos, y la verdad es que tú nunca has hecho nada por recuperar tu credibilidad… Y ahora esto. Esto es muy gordo.

—Te lo dije. Te dije que tenía algo grande entre manos.

Eduardo Campra lo miró como si no comprendiera lo que decía. O como si hubiera renunciado a comprenderlo.

—Déjalo, André. En realidad yo no te había llamado para hablar de nada de esto. Te quería contar que probablemente en unos días me someta a un trasplante.

—¿Cómo?

André se giró hacia él con las manos en los bolsillos del abrigo.

—Hay un donante que ha entrado en coma irreversible y soy el siguiente de la lista. Está muerto neurológicamente, así que en cuanto dejen de mantenerlo con vida tendré un riñón nuevo.

—Joder. ¿Pero tú te lo has pensado bien, Eduardo?

—¿Cómo que si me lo he pensado bien? Llevo años esperando.

—¿Y por qué no sigues esperando? O mejor, ¿por qué no dejas de esperar?

—Pero ¿qué bicho te ha picado? Había quedado contigo para darte la buena noticia.

—¿La buena noticia? No me jodas. —Los dos hombres se habían aproximado a la barandilla del lago y ahora tenían la mirada perdida en el agua verdosa—. ¿Tú sabes qué porcentaje de receptores de riñón sufren una infección por citomegalovirus? Hasta un setenta por ciento. ¿Y sabes cuántos de esos pacientes inmunodeprimidos infectados acaban saliendo con los pies por delante? Un treinta por ciento. Haz la cuenta tú mismo.

—No entiendo nada. ¿De dónde has sacado todos esos datos? ¿Cómo de repente sabes tanto del tema?

André Bodoc tenía la expresión enajenada de un náufrago que ha bebido demasiada agua salada.

—Estoy en contacto directo con las altas esferas —masculló, observando la imagen del palacio que se reflejaba boca abajo sobre la superficie del agua—. Parece ser que recibo mensajes personalizados desde el más allá.

—¿Y cómo yo —insistió el presentador—, que soy el implicado, no había oído hablar de esas estadísticas?

—¿No te han hablado de los riesgos? Pues deberías leer la letra pequeña de todo lo que firmes de ahora en adelante. ¿Crees que a los hospitales y a las consejerías de salud les interesa que se sepa? Los trasplantes visten mucho, dan votos, subvenciones, buena imagen. Parece mentira que no lo sepas: la realidad no es nunca lo que parece.

André se dio la vuelta y se dejó caer en uno de los bancos del parque. Eduardo Campra permaneció de pie junto al agua, contrariado. Los dos compañeros quedaron espalda contra espalda. El director de informativos no se preocupó de comprobar dónde estaba el presentador. Se limitó a negar con la cabeza, mientras se desabrochaba el abrigo, y a murmurar algo. Entonces, dejó de moverse. Un gato gris con rayas negras, idéntico al anterior, lo estaba mirando fijamente a los ojos. Era evidente que no se podía tratar del mismo animal, y, sin embargo, no sólo su apariencia era idéntica, sino que también tenía la misma actitud. Lo miraba tal y como lo haría una persona. Y había algo en su mirada que oscilaba entre la interrogación y la amenaza. Él tragó saliva. No se atrevía a hacer ningún movimiento brusco. No podía tratarse del mismo animal, había millares de gatos como aquel repartidos por todas las ciudades del planeta. Los felinos se repiten. Hay apenas unos modelos, y su reiteración. Y no obstante, ¿por qué dos animales idénticos no eran el mismo? ¿Era a causa de la mente? ¿Era el alma la que los diferenciaba? Eduardo Campra había dado unos pasos y se había situado frente a Bodoc.

—Me halaga que te preocupes por mí y que este asunto te haya afectado tanto —dijo—. Pero tienes que entender que es mi decisión. Sé que en estos momentos tú también tienes tus problemas y que estás yendo al psicólogo, o al psiquiatra, o a lo que quiera que vayas… Pero no eres el único que los tiene. No eres el centro del mundo, André. Estoy hasta las narices de depender de las máquinas de diálisis. Quiero volver a ser libre. Siempre me ha frustrado mucho no poder vivir otras vidas, estar condenado a ser una única persona. Pero para colmo esta insuficiencia me está limitando aún más. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Necesitamos sacar el máximo partido a esta vida. Las personas que jamás seremos están por todas partes.

Campra pronunció la última frase abarcando con sus brazos a todas las personas que paseaban por el parque: a las mujeres que regañaban a sus hijos, a los jubilados, a los deportistas, a los que remaban en las barcas del lago. André echó un rápido vistazo a sus pies. El gato había desaparecido.

—No lo creas, Eduardo —dijo al fin—. No creas que es tan sencillo. Tú no sabes cuántas personas más serás. Cuántas de estas personas eres ya, de hecho. No lo puedes saber. Uno no tiene por qué ser una única persona.

El presentador se sentó a su lado en el banco y resopló.

—¿Te estás escuchando?

—¿Cómo sabes que además de Eduardo Campra no eres también aquella mujer de allí? Las mentes no traen número de serie. No podemos distinguirlas. No sabemos si las mentes, las personalidades, las conciencias se repiten. Cada uno de nosotros puede estar duplicado y repartido por el mundo, en cuerpos diferentes, con circunstancias distintas. Piensa en esto, ¿cómo sabemos que no existe un número limitado de mentes? Pongamos cien mil. Y que ese número limitado de mentes se encuentra distribuido entre los siete mil millones de personas de la población mundial. ¿Cómo podemos saber que no es así? Puede que lo que cambien sean sólo los cuerpos y las circunstancias. Es imposible saberlo. ¿Cómo puedes estar seguro de que tú no eres también ese mendigo tirado en el suelo?

De repente, un perro comenzó a ladrar a Bodoc. Él tuvo que levantar las manos antes de que las alcanzara, porque parecía querer destrozarlo a dentelladas. Era un animal musculoso y atigrado que había venido corriendo junto a su dueño y al llegar a su altura se frenó en seco, clavando las almohadillas de sus cuatro patas en el suelo, y se abalanzó sobre él con desesperación. Como si hubiera sentido la necesidad de despedazarlo. El hombre del chándal trataba de contenerlo con todas sus fuerzas; entre los ladridos podía oírse la música de su reproductor multimedia. The whole system is breaking down. El hombre tiraba de la correa con ambas manos. Definitely. Definitely. Casi estrangulándolo con el collar. Reality collapses. Hasta que por fin consiguió obligarlo a retroceder, todavía entre rugidos y sacudidas, y desaparecieron tras la arboleda.

Los dos compañeros se relajaron en el asiento, dejando descansar sus cabezas sobre el respaldo, sin decir nada. En el cielo, una bandada de pájaros dibujaba una enorme V algo irregular. La bandada estaba compuesta por dos docenas de vencejos y golondrinas, varias palomas, un cuervo y una formidable gaviota. Haciendo de fondo sobrecogedor, una masa de nubes oscuras comenzaba a concentrarse sobre ellos, allí mismo, en el centro de todo lo que estaba sucediendo, como una úlcera, como una abrasión, como un carcinoma. Como si todo estuviera a punto de reventar. André miró a Campra. Su compañero seguía contemplando el infinito con expresión despreocupada. Aún estaba reclinado sobre el respaldo y dejaba caer hacia atrás su flequillo de tonos dorados. En su frente asomaba una pequeña cicatriz en forma de x, con las finas aristas en relieve.

Como si estuviera marcado.

André Bodoc se incorporó y quedó rígido en el asiento.

—Eduardo —dijo, dominado por un súbito mareo—, ¿a ti eso te parece normal?

La mano de Bodoc apuntaba al cielo.

—¿A qué te refieres?

—A que todas esas aves de distintas especies se hayan coordinado para alinearse en el vuelo. Y a que formen letras en el aire. A que todo el cielo se esté llenando de letras.

Bajo la purulencia de las nubes negras, la bandada se había desorientado y ahora la formación se desmadejaba en una gran S mayúscula y ondulante. A poca distancia, un grupo de patos del parque graznaba y volaba en círculo, trazando una o redonda y perfecta. Como si el cielo fuese una inmensa y oscura pizarra atravesada de códigos. Desde el horizonte continuaban aproximándose más aves perdidas, que según se congregaban iban bosquejando un segundo signo serpenteante. Como una pantalla en una habitación de hospital, emitiendo señales de alarma ante la crisis de las funciones vitales. Campra también se enderezó sobre el banco. El pelo le cayó hacia delante y volvió a cubrirle la frente. Se encontraban cara a cara, apenas a unos palmos de distancia. El presentador permaneció en silencio. Tan sólo le sostuvo una mirada inquietante. A medio camino entre la interrogación y la amenaza.

Entonces, los pájaros comenzaron a estrellarse contra la fachada del palacio de Anglesola. Uno tras otro colisionaban contra los muros, las columnas, las cornisas, y se desplomaban inertes, descendiendo en círculos hasta el suelo. Como si voluntariamente quisieran quitarse la vida.

Esa noche, en cuanto regresó a casa fue a su despacho, sacó la bolsa con la piedra del cajón del escritorio y se apresuró a través del pasillo en dirección a la galería. Comprobó varias veces el reloj. Apagó las luces y miró al cielo. Era una noche sin luna y las farolas apenas bañaban de ocre las aceras. Además, la espesura de los árboles proyectaba una pantalla de sombras que lo hacía casi invisible para cualquier viandante. En medio de la oscuridad, desanudó la bolsa de plástico y dejó el canto de piedra al descubierto, sin llegar a tocarlo en ningún momento. Había logrado que en aquella superficie no quedaran impresas sus huellas. Probablemente aquella piedra tampoco conservara a esas alturas las huellas dactilares de ninguna otra persona. André Bodoc se apostó en la ventana de arco que estaba justo sobre la vertical del portal. Parecería un accidente. Un desprendimiento fortuito de la base del balcón de la cuarta planta. Nadie podría sospechar de él. Su piso ni siquiera tenía balcones. Respiró el aire de la noche y asomó aún más su torso para poder recorrer la calle con la mirada. Aquella era la hora a la que regresaba del trabajo. Tenía que estar a punto de aparecer. Esperaba que no se hubiese adelantado y no estuviera ya dentro del edificio. Aquello tenía que cambiar, todo aquello tenía que cambiar de una vez por todas. Notaba una presión en el pecho y una leve agitación en sus pulsaciones. Tenía casi medio cuerpo fuera de la ventana. Por un momento, se preguntó qué pasaría si fuese él quien se lanzase al vacío en lugar de la piedra, como todos aquellos suicidas del mundo de Xavier. Qué se sentiría al descender de forma paralela a la fachada y al estrellarse contra el suelo o contra otro cuerpo. Con un poco de suerte y puntería acabaría de un solo golpe con todos sus problemas. Con aquel tipo indeseable, con sus remordimientos por no hacer nada, con su carrera y con sus pesadillas. De una vez por todas. Se preguntó cuántos otros como él, en cualquier otro rincón del planeta, estarían siendo atormentados en esos momentos por sus mismas pesadillas. Aunque lo que de verdad le hizo sentir escalofríos, lo que de verdad le horrorizó, fue pensar qué pasaría si después de haberse quitado la vida, como si despertara de un sueño, volviese a abrir los ojos. Fue entonces cuando lo vio. Su vecino venía caminando por el fondo de la calle con una bolsa de naranjas en el brazo y sosteniendo un maletín en la otra mano. André se concentró en calcular la velocidad a la que caminaba su vecino. Trató de estimar cuántos segundos tardaría en caer aquel trozo de piedra. El hombre seguía aproximándose. Llegó a la conclusión de que todos aquellos cálculos no harían sino distraerle. Tenía que dejarse llevar por su instinto, por la lógica de sus sentidos, que estaban diseñados para relacionarse con un mundo en movimiento. Su vecino se encontraba a tres metros del portal. A dos metros. Colocó la piedra encima de su trayectoria, estirando el brazo tanto como podía. Un metro. Esperó un segundo más y la soltó. El proyectil descendió a toda velocidad, como un meteorito, como un cometa. Directo a la cabeza del hombre. Y cayó justo a su espalda, en el breve espacio que acababa de dejar de ocupar, estrellándose contra el suelo y reventándose en cientos de fragmentos de roca reluciente.