2

Al fondo de la clínica del servicio ambulatorio había una puerta que daba a una escalera. Descendimos hasta el primer sótano. Stephanie bajó los peldaños rápidamente.

La cafetería estaba casi vacía…, una mesa de superficie color anaranjado ocupada por un interno que estaba leyendo la sección de deportes de un periódico, otras dos compartidas por parejas de aspecto cansado que daban la impresión de haber dormido con la ropa puesta. Padres que se habían quedado a pasar la noche con sus hijos. Un derecho por el cual nosotros habíamos luchado.

Ceniceros vacíos y platos sucios en algunas mesas. Un empleado con el cabello recogido en una redecilla circulaba muy despacio, llenando saleros.

En la pared este se abría la puerta del comedor de los médicos: relucientes paneles de madera de teca y una placa de latón con las letras elegantemente grabadas. Habría sido la obra de un filántropo con aficiones náuticas. Stephanie pasó de largo y me acompañó a un reservado situado al fondo de la sala principal.

—¿Seguro que no quieres un café?

Recordando el aguachirle del hospital, contesté:

—Ya he agotado mi cupo de cafeína.

—Te entiendo.

Se alisó el cabello con la mano y nos sentamos.

—Bueno pues —dijo—. Tenemos a una niña de veintiún meses de raza blanca que nació al término de un período completo de embarazo en un parto normal: puntuación de 9 en el test Apgar postparto. El único dato significativo en su historia clínica es el hecho de que, poco antes de que naciera, un hermano suyo murió a causa del síndrome de la muerte súbita del lactante a la edad de un año.

—¿Tiene otros hermanos? —pregunté sacando un cuaderno de apuntes y una pluma.

—No, solo Cassie. Que estuvo muy bien hasta los tres meses de edad, en que su madre explicó que había ido una noche a ver cómo estaba y observó que no respiraba.

—¿La había ido a ver por temor al síndrome de la muerte súbita?

—Exactamente. Al ver que no podía despertar a la niña, le aplicó reanimación cardiopulmonar y logró que volviera a respirar. Y entonces la llevó a urgencias. En el momento del ingreso, la niña estaba bien y la exploración no reveló ninguna anomalía. Ordené su ingreso para someterla a control e hice los análisis habituales. Nada. Una vez dada de alta, facilitamos a la familia un monitor del sueño y un dispositivo de alarma. A lo largo de los meses siguientes, la alarma se disparó unas cuantas veces, pero no ocurría nada…, la niña respiraba bien. Los gráficos mostraban unos trazos que podrían ser breves apneas, pero también había muchos indicios de movimiento… de la niña agitándose en la cama. Pensé que, a lo mejor, estaba un poco nerviosa porque esas alarmas no son muy seguras, y atribuí el primer episodio a algún extraño fallo. De todos modos, pedí que los neumólogos le echaran un vistazo, dados los antecedentes de su hermano. Resultado negativo. Entonces decidimos vigilarla estrechamente durante el período de más alto riesgo de muerte en la cuna.

—¿Un año?

Stephanie asintió con la cabeza.

—Preferí jugar sobre seguro y lo amplié hasta quince meses. Empecé con controles ambulatorios semanales y los fui alargando hasta que, a los nueve meses, ya casi estaba pensando en dejar el siguiente control para el año. Sin embargo, a los dos días del control de los nueve meses, volvieron a urgencias en mitad de la noche a causa de problemas respiratorios…, la niña se había despertado jadeando y con una tos de tipo diftérico. Su madre la reanimó y nos la volvió a traer.

—¿No te parece que la reanimación cardiopulmonar es un poco fuerte para la difteria? ¿Llegó la niña a perder el conocimiento?

—No, jamás lo hizo, pero jadeaba mucho. Puede que la madre exagerara un poco, pero, tras haber perdido a su primer hijo, ¿quién se lo hubiera podido reprochar? Cuando llegué a urgencias, la niña estaba perfecta, sin fiebre ni la menor señal de anomalías. Pero no me extrañó. El aire fresco nocturno alivia la difteria. Le hice análisis de sangre y una radiografía y todo estaba normal. Le receté anticongestivos, dieta líquida y descanso y estaba a punto de enviarla a casa cuando la madre me pidió que la ingresara. Tenía el convencimiento de que a su hija le ocurría algo grave. Yo estaba casi segura de que no, pero, puesto que hacía poco tiempo habíamos tenido algunos casos respiratorios muy importantes, ordené su ingreso y mandé que se le practicaran análisis sanguíneos diarios. Los recuentos eran normales y, al cabo de un par de días de pinchazos, la niña empezó a ponerse un poco histérica cada vez que veía una bata blanca. Le di el alta y decidí efectuar un control semanal ambulatorio, en cuyo transcurso la niña no quería ni verme. En cuanto yo entraba en la sala de exploración, se ponía a gritar.

—Ahí está la gracia de ser médico —dije.

Stephanie esbozó una triste sonrisa y miró a los camareros.

—Van a cerrar. ¿De veras no te apetece nada?

—No, gracias.

—Pues, si no te importa, yo todavía no he desayunado.

—Faltaría más.

Se dirigió rápidamente al mostrador metálico y regresó con medio pomelo en un platito y una taza de café. Tomó un sorbo e hizo una mueca.

—Me parece que le falta un poco de leche caliente —le dije.

Se secó la boca con una servilleta.

—Eso no tiene arreglo.

—Al menos no cuesta nada.

—¿Y eso quién lo ha dicho?

—¿Cómo? ¿Los médicos ya no pueden tomar gratuitamente café?

—Eso pertenece ya al pasado, Alex.

—Otra tradición que desaparece —dije—. ¿La antigua excusa del presupuesto?

—¿Qué, si no? El café y el té cuestan ahora cuarenta y nueve centavos. No sé cuántas tazas se necesitarán para equilibrar los libros.

Mientras se comía el pomelo, jugueteé con mi pluma diciendo:

—Recuerdo lo mucho que luchasteis para que internos y residentes tuvieran la comida gratuita.

Stephanie sacudió la cabeza.

—Es curioso que antes nos parecieran importantes todas estas cosas.

—¿Los problemas económicos son más graves que de costumbre?

—Me temo que sí. —Frunció el ceño, posó la cuchara y apartó el pomelo a un lado—. Bueno, volvamos al caso. ¿Dónde estaba?

—La niña se pone a gritar cuando te ve.

—Ah, sí. Las cosas volvieron a normalizarse, empiezo a alargar los controles y les cito para dos meses más adelante. Tres días más tarde, otra vez a urgencias a las dos de la madrugada. Otro acceso de tos diftérica. Pero esta vez la madre dice que la niña ha perdido el conocimiento… y que incluso ha presentado una coloración cianótica. Más reanimación cardiorrespiratoria.

—A los tres días de dar por finalizados los controles —dije, tomando nota—. La otra vez fue a los dos días.

—Curioso, ¿verdad? Bueno pues, la someto a un examen urgente. La tensión de la niña es ligeramente alta y la respiración un poco acelerada. Pero hay suficiente oxígeno. No se detectaba jadeo, pero pensé que podía ser un ataque agudo de asma o alguna especie de reacción de ansiedad.

—¿Temor ante el hecho de encontrarse de nuevo en el hospital?

—O eso, o la influencia de la angustia de la madre.

—¿Te pareció que la madre estaba muy angustiada?

—Pues no mucho, pero ya sabes las vibraciones que se transmiten entre madres e hijos. Por otra parte, yo no podía excluir un origen físico. Cuando el bebé pierde el conocimiento, hay que tomárselo muy en serio.

—Por supuesto —dije—, pero también pudo ser un berrinche llevado hasta las últimas consecuencias. Hay niños que aprenden enseguida a contener la respiración y desmayarse.

—Ya lo sé, pero eso ocurrió en mitad de la noche, Alex, no después de una lucha de poderes. La ingresé otra vez, pedí que se hicieran otros análisis de alergia y un examen completo de las funciones pulmonares… y no se observó asma. Empecé a pensar en otras posibilidades más insólitas: problemas de membrana, algo cerebral de tipo idiopático, un trastorno enzimático. Se pasó una semana aquí en un carrusel de consultas de todas las especialidades de la casa, hurgamos en todas partes y lo examinamos todo. La pobrecilla se moría de miedo en cuanto se abría la puerta de su habitación, pero nadie puede sentar un diagnóstico y, durante su permanencia aquí, no se registró ninguna dificultad respiratoria, lo cual refuerza mi teoría de la ansiedad. Le di el alta y concerté una cita en mi despacho donde simplemente intenté jugar con ella; pero la niña seguía sin querer saber nada de mí. Le planteé a la madre la posibilidad de la ansiedad, pero ella no la aceptó.

—¿Cómo reaccionó?

—No con enfado…, no es su estilo. Me dijo simplemente que no acertaba a imaginarlo, siendo la niña tan pequeña. Yo le expliqué que las fobias se pueden producir a cualquier edad, pero no logré convencerla. No insistí y la envié a casa, dándole a la madre un poco de tiempo para que lo pensara con la esperanza de que, en cuanto hubiera transcurrido un año y el riesgo del síndrome disminuyera, los temores de la madre desaparecieran y la niña empezara también a relajarse. Cuatro días más tarde, regresaron a urgencias. Síntomas de difteria y respiración agitada. La madre nos suplicó entre lágrimas que la ingresáramos. Ordené el ingreso de la niña, pero no pedí ningún tipo de análisis sino tan solo observación. La niña parecía encontrarse perfectamente bien… ni siquiera un estornudo. Me aparté con la madre y le planteé con más contundencia la posibilidad de un origen psicológico, pero no conseguí convencerla.

—¿Le hiciste algún comentario sobre la muerte del primer hijo?

Stephanie sacudió la cabeza.

—No. Lo pensé, pero no me pareció oportuno en aquellos momentos, Alex. Hubiera sobrecargado en exceso a la señora. Pensé que ella me tenía una cierta estima…, yo estaba de guardia cuando trajeron a su primer hijo ya muerto. Me encargué de todo lo necesario…, yo misma lo llevé al depósito de cadáveres, Alex.

Cerró los ojos, los volvió a abrir, pero no los centró directamente en mí.

—Qué terrible —dije.

—Sí… y fue una pura casualidad. Eran pacientes privados de Rita, pero ella se encontraba fuera de la ciudad y yo estaba de guardia. No los conocía de nada, pero participé también en la consulta sobre las causas de la muerte. Intenté asesorarlos y ponerlos en contacto con grupos de ayuda mutua de personas que han sufrido desgracias, pero no les interesó. Cuando regresaron un año y medio más tarde y solicitaron que yo atendiera a su hija, me llevé una sorpresa.

—¿Por qué?

—Pensé que me asociarían con la tragedia y me considerarían una especie de mensajera de la muerte. Pero, al ver que no, supuse que los debía de haber tratado bien.

—No me cabe la menor duda.

Stephanie se encogió de hombros.

—¿Cómo reaccionó Rita ante el hecho de que tú la sustituyeras? —pregunté.

—¿Qué querías que hiciera? Ella no estaba cuando la necesitaron. Tenía problemas personales por aquel entonces. Su marido…, ya sabes con quién se casó, ¿verdad?

—Otto Kohler.

—El famoso director de orquesta… así lo llamaba ella: «Mi marido, el famoso director de orquesta».

—Murió hace poco, ¿no es cierto?

—Hace unos meses. Llevaba algún tiempo enfermo y había sufrido una serie de ataques. Desde entonces, Rita se ha estado ausentando cada vez con mayor frecuencia y los demás hemos tenido que encargarnos del trabajo acumulado. Se dedica más bien a asistir a convenciones y a presentar trabajos antiguos. Piensa incluso retirarse. —Sonrisa un tanto turbada—. Puede que me presente candidata al puesto, Alex. ¿Tú me ves a mí como jefa de departamento?

—Pues claro.

—¿De veras?

—Seguro, Steph. ¿Por qué no?

—No sé. Es un cargo… inherentemente autoritario.

—Hasta cierto punto —dije—. Pero supongo que el cargo se puede adaptar a distintas modalidades de mando.

—Bueno, no estoy segura de ser una buena jefa. No me gusta decirle a la gente lo que tiene que hacer… Pero en fin, ya basta de eso. Me estoy desviando del tema. Hubo otros dos episodios de pérdida del conocimiento antes de que yo volviera a plantear la posibilidad de un origen psicológico.

—Otros dos —dije, estudiando mis apuntes—. Tengo anotados un total de cinco.

—Exactamente.

—¿Qué edad tenía entonces la niña?

—Menos de un año. Y era una veterana del hospital. Otros dos ingresos y todo nuevamente negativo. Hablé en serio con la madre y le recomendé encarecidamente una consulta con el psicólogo. A lo cual ella reaccionó diciendo…, espera, te voy a facilitar la cita exacta. —Abrió la carpeta y leyó en tono pausado—: «Ya sé que es lo más lógico, doctora Eves, pero es que yo sé positivamente que Cassie está enferma. Si usted la hubiera visto… tendida allí, cianótica…». Fin de la cita.

—¿Utilizó esta palabra? ¿Cianótica?

—Sí. Tiene algunos conocimientos médicos. Estudió técnicas respiratorias.

—Y sus dos hijos dejan de respirar. Curioso.

—Sí. —Sonrisa más bien amarga—. En un primer momento, no me percaté de lo curioso que era todo esto. Estaba totalmente inmersa en el rompecabezas…, tratando de sentar un diagnóstico, temiendo que pudiera producirse otra crisis y preguntándome si yo podría hacer algo al respecto. Para mi sorpresa, pasó algún tiempo sin que ocurriera nada. Pasó un mes, pasaron dos y tres sin que tuviera la menor noticia de ellos. Me alegré de que la niña estuviera bien, pero también me pregunté si habrían buscado otro médico. Les llamé y hablé con la madre. Todo iba bien. Entonces me di cuenta de que, en medio de todos aquellos percances, la niña no se había sometido al examen previsto para el término del plazo de un año. Concerté la cita y lo encuentro todo perfecto, exceptuando una cierta lentitud oral y verbal.

—¿De qué tipo?

—No un retraso ni nada de todo eso. Apenas emitía sonidos… en realidad, no la oí en absoluto y la madre me dijo que en casa también se mostraba muy apagada. Intenté efectuar una prueba de Bailey, pero no fue posible porque la niña no colaboró. Calculé un desfase de unos dos meses, pero tú ya sabes que a estas edades cualquier cosa puede desequilibrar la balanza, lo cual no tendría nada de extraño dada la tensión a que ha estado sometida la criatura. Pero, como una estúpida, se lo comenté a la madre y le provoqué una nueva preocupación. Entonces las envié a Otorrinolaringología y allí comprobaron que los oídos y la estructura laríngea son enteramente normales, por lo que coinciden con mi valoración de un posible retraso debido a un trauma médico. Le hice a la madre unas sugerencias para el estímulo del lenguaje y me pasé otros dos meses sin ver a la niña.

—Ahora la niña tiene catorce meses —dije yo, tomando nota.

—Cuatro días más tarde, volvieron a urgencias. Pero esta vez no por problemas respiratorios. Esta vez tenía fiebre… cuarenta grados. Arrebolada, seca y con respiración muy rápida. Si he de serte sincera, Alex, te diré que casi me alegré de que tuviera fiebre… por lo menos, me podría enfrentar con algo de tipo orgánico. El recuento leucocitario era normal, nada de tipo viral o bacteriano. Pedí un análisis toxicológico. Nada. No obstante, las pruebas de laboratorio no siempre son fiables…, los índices de error son del diez al veinte por ciento. La fiebre era auténtica…, yo misma le puse el termómetro. La bañamos, le administramos Tylenol hasta bajarle la fiebre a treinta y ocho, la ingresamos con un diagnóstico de fiebre de origen desconocido, instauramos dieta líquida y la sometimos a un auténtico infierno: punción lumbar para excluir la posibilidad de meningitis a pesar de tener los oídos normales y el cuello blando, pues nos pareció que debía de sufrir una fuerte cefalea aunque no nos lo pudiera expresar. Análisis sanguíneos dos veces al día… se puso histérica y tuvimos que sujetarla. Aun así, consiguió sacarse la aguja un par de veces. —Stephanie apartó un poco más el pomelo. Tenía la frente empapada en sudor. Secándosela con la servilleta, añadió—: Es la primera vez que lo cuento todo desde el principio.

—¿No habéis celebrado ninguna consulta sobre el caso?

—No, hacemos muy pocas últimamente. Rita no está casi nunca.

—¿Y cómo reaccionó la madre a todo esto? —pregunté.

—Lloró un poco, pero se mantuvo bastante serena en general. Me encargué de que ella no tuviera que sujetar en ningún momento a la niña…, para preservar la integridad del vínculo madre-hija. Como ves, no me he olvidado de tus conferencias, Alex. Como ya puedes suponer, todos nos sentíamos unos nazis. —Volvió a secarse la frente—. Sea como fuere, los análisis sanguíneos seguían siendo normales, pero yo no quise darle el alta hasta que transcurrieran cuatro días seguidos sin fiebre. —Lanzando un suspiro, Stephanie se alisó el cabello y pasó las páginas de la carpeta—. El siguiente acceso febril: la niña tenía quince meses y la madre afirmó que había alcanzado los cuarenta y dos grados de fiebre.

—Peligroso.

—Te puedes imaginar. En Urgencias, el médico de guardia le midió cuarenta y un grados, la bañó y consiguió bajarle la fiebre a treinta y nueve. La madre nos informó de otros síntomas: náuseas, vómitos y diarrea. Y heces negras.

—¿Hemorragia interna?

—Eso parece. Todo el mundo se pone en estado de alerta. El pañal que llevaba mostraba indicios de diarrea, pero no de sangre. La exploración revela que la niña tiene la zona rectal un poco enrojecida y una leve irritación en los bordes externos del esfínter. Pero yo no palpo ninguna distensión intestinal…, tiene el vientre blando y puede que un poco sensible al tacto, pero esto no se puede establecer fácilmente porque las exploraciones le causan pavor.

—Recto irritado —dije yo—. ¿Alguna escoriación?

—No, no, nada de todo eso. Una leve irritación provocada por la diarrea. Se tenía que excluir la posibilidad de una obstrucción o una apendicitis. Llamé a un cirujano, Joe Leibowitz…, ya sabes lo meticuloso que es. Examinó a la niña, dijo que no había nada que justificara una intervención, pero nos aconsejó que la ingresáramos y la sometiéramos a control. Volvimos a pincharla —ya te puedes figurar el espectáculo—, hicimos un análisis exhaustivo y esta vez el recuento leucocitario es un poco alto, pero no rebasa los límites normales y no justifica la elevación de la fiebre. Al día siguiente, la fiebre le había bajado a treinta y ocho y, al otro, a treinta y siete y no parecía que le doliera la tripa. Joe dijo que no era apendicitis y que la pasáramos a Gastroenterología. Tony Franks la examinó por si hubiera algún síntoma de síndrome de intestino irritable, enfermedad de Crohn o algún problema hepático. Todo negativo. Otro análisis toxicológico completo, y un exhaustivo estudio dietético. Vuelvo a enviarla a Alergia e Inmunología por si hubiera alguna extraña hipersensibilidad a algo.

—¿Le administrasteis la fórmula habitual de leche con azúcar y agua?

—No. Había sido criada al pecho, pero ya se alimentaba totalmente con dieta sólida. Al cabo de una semana, estaba estupendamente bien. Menos mal que no le abrimos la tripa.

—Quince meses —dije—. Ya había superado el período de alto riesgo de síndrome de la muerte súbita. El sistema respiratorio se normalizó, pero empezaron los problemas abdominales.

Stephanie me dirigió una prolongada mirada inquisitiva.

—¿Quieres aventurar un diagnóstico?

—¿Ya no hay más?

—Bueno, hubo otras dos crisis gastrointestinales. A los dieciséis meses, cuatro días después de haber sido examinada por Tony Franks en la clínica de Gastroenterología, y un mes y medio más tarde, inmediatamente después de haber acudido por última vez a su consulta.

—¿Los mismos síntomas?

—Sí, pero en ambas ocasiones, la madre llevaba unos pañales con manchas de sangre. Los examinamos en busca de todos los posibles agentes patógenos…, estoy hablando de tifus, cólera y hasta enfermedades tropicales que jamás se han visto en este continente. Buscamos incluso la presencia de alguna toxina ambiental… plomo, metales pesados, lo que tú quieras. Pero solo pudimos descubrir sangre muy sana.

—¿Realizan los padres algún tipo de trabajo que pueda exponer a la niña a algún extraño agente contaminante?

—No. Ella es ama de casa con dedicación completa y el padre es profesor universitario.

—¿Biología?

—Sociología. Pero, antes de que pasemos a la estructura familiar, te quiero hablar de otras cosas. Otro tipo de crisis. Ocurrió hace seis semanas. En cuanto se acabaron los problemas gástricos, empezaron las dificultades en otro sistema. ¿A que no adivinas en cuál?

Reflexioné un instante.

—¿El neurológico?

—Exacto. —Stephanie se inclinó hacia delante y me rozó el brazo—. Me alegro de haberte llamado.

—¿Ataques?

—En mitad de la noche. Síntomas epilépticos según los padres, incluso con emisión de espumarajos por la boca. En el electroencefalograma no se observó ninguna actividad anormal de las ondas y la niña conservaba todos los reflejos, pero, aun así, le hicimos una tomografía cerebral y otra de la médula espinal y la sometimos a toda una serie de videojuegos de neurorradiología por si tuviera algún tipo de tumor cerebral. Eso es lo que más miedo me daba, Alex, porque, al pensarlo, me di cuenta de que un tumor hubiera podido ser la causa de todo lo que había estado ocurriendo desde el principio. Un tumor que, a medida que se desarrollaba, hubiera afectado a distintos centros cerebrales y provocado distintos síntomas. Hubiera tenido gracia, ¿no te parece? —dijo, sacudiendo la cabeza—. Yo hablando de enfermedades psicosomáticas mientras en su cerebro se desarrollaba un astrocitoma o algo por el estilo. Gracias a Dios, todas las tomografías resultaron negativas.

—¿Tenía la pinta de haber sufrido un ataque cuando tú la viste en Urgencias?

—Pues sí, porque estaba apática y adormilada, pero esto también pudo ser el resultado de haberla arrastrado al hospital en mitad de la noche. Aun así, temí haber pasado por alto alguna anomalía de tipo orgánico y pedí a Neurología que prosiguieran el estudio del caso. Lo hicieron durante un mes, no encontraron nada y dieron por concluido el estudio. Dos semanas más tarde, hace dos días, se produjo otro ataque. Y ahora es cuando realmente necesito tu ayuda, Alex. En estos momentos se encuentran en la Quinta Oeste. Y eso es todo lo que hay. ¿Puedes aventurar alguna hipótesis?

Eché un vistazo a mis notas.

Dolencias recurrentes y no explicadas. Hospitalizaciones múltiples.

Afectación de distintos sistemas orgánicos.

Discrepancias entre los síntomas y los análisis de laboratorio.

Niña aterrorizada por los tratamientos o las manipulaciones.

Madre con conocimientos sanitarios.

Madre simpática.

Madre simpática que podría ser un monstruo capaz de escribir el guión, montar la coreografía y dirigir el gran guiñol involuntariamente protagonizado por su propia hija.

Un diagnóstico muy poco frecuente, pero los hechos encajaban. Veinte años atrás, nadie había oído hablar de él.

—Síndrome de Münchhausen por sustitución —contesté, posando mi cuaderno de notas sobre la mesa—. Parece un caso de manual.

Stephanie entornó los ojos.

—Sí, es cierto. Si se contempla el panorama en conjunto. Pero, cuando te encuentras metido en el fregado, ya no es tan fácil…, ni siquiera ahora puedo estar segura.

—¿Piensas todavía en alguna causa de tipo orgánico?

—No tengo más remedio que pensar en ella hasta que no se demuestre lo contrario. Hubo otro caso…, el año pasado en el Hospital del Condado. Veinticinco ingresos consecutivos por unas extrañas y recurrentes infecciones durante un período de seis meses. Era también una niña con una madre muy solícita cuya aparente serenidad llamaba la atención del personal sanitario. La niña estaba cada vez peor y ya se disponían a denunciar el caso a las autoridades cuando resultó que se encontraban ante un extraño caso de inmunodeficiencia… Hay tres casos documentados en la literatura y se tuvieron que hacer pruebas especiales en el Instituto Nacional de Salud. En cuanto me enteré, solicité las mismas pruebas para Cassie. Todo negativo, pero eso no significa que no exista algún otro factor que se me haya escapado. Constantemente se descubren cosas…, apenas consigo estar al día sobre lo que se publica. —Removió el café con la cucharilla—. A lo mejor, me resisto… porque me duele no haber identificado antes el síndrome de Münchhausen. Y por eso te he llamado… necesito un consejo, Alex. Dime qué camino tengo que seguir.

Reflexioné un instante.

Síndrome de Münchhausen.

También llamado pseudología fantástica.

O falsa alteración morbosa.

Una forma especialmente grotesca de mentira patológica cuyo nombre deriva del barón de Münchhausen, personaje histórico del siglo XVIII, célebre por sus fanfarronadas.

El síndrome de Münchhausen es una hipocondría llevada hasta las últimas consecuencias. Los pacientes se inventan enfermedades, se mutilan y envenenan o se limitan a mentir. Juegan con los médicos y las enfermeras… y con todo el sistema sanitario.

Los pacientes adultos con el síndrome de Münchhausen consiguen ser repetidamente hospitalizados, recibir medicación innecesaria e incluso ser intervenidos quirúrgicamente.

Es un desconcertante comportamiento masoquista digno de compasión, un trastorno mental que todavía no se ha logrado definir con claridad.

Pero el caso que nos ocupaba estaba más allá de la compasión, pues se trataba de una modalidad todavía más negativa: Münchhausen por sustitución.

Unos progenitores —casi siempre las madres— se inventan enfermedades en sus propios hijos. Y utilizan a sus hijos —y especialmente a sus hijas— como crisol de un horrible brebaje de mentiras, dolor y enfermedad.

—Hay muchas cosas que encajan, Steph —dije—. Ya desde un principio. La apnea y la pérdida del conocimiento se podrían deber a la asfixia… los movimientos registrados por el monitor podrían significar que la niña estaba forcejeando.

—Es verdad —dijo Stephanie, haciendo una mueca—. En mis lecturas encontré un caso en Inglaterra en el que los movimientos registrados se debían a que el niño estaba siendo asfixiado.

—Y además, como la madre tiene conocimientos de técnica respiratoria, cabe la posibilidad de que inicialmente eligiera el sistema respiratorio. ¿A qué podrían deberse los trastornos intestinales? ¿Tal vez a una intoxicación?

—Probablemente, pero los análisis toxicológicos no revelaron nada.

—A lo mejor, eligió algo de breve efecto.

—O un irritante inerte que activó mecánicamente los intestinos sin dejar huella.

—¿Y los ataques?

—Se podría decir lo mismo, supongo. No lo sé, Alex. La verdad es que no tengo ni idea. —Stephanie volvió a comprimirme el brazo—. No dispongo de ninguna prueba. ¿Y si me equivocara? Tengo que ser objetiva y darle un margen de confianza a la madre de Cassie…, a lo mejor soy injusta con ella. A ver si tú consigues introducirte en su mente.

—No te puedo prometer ningún milagro, Steph.

—Lo sé. Pero cualquier cosa que hicieras me sería útil. La situación podría llegar a ser grave.

—¿Le dijiste a la madre que lo consultarías conmigo?

Stephanie asintió con la cabeza.

—¿Se muestra ahora más favorable a la consulta psicológica?

—Yo no diría favorable, pero la ha aceptado. Me parece que la he convencido porque ya no insisto en decirle que los problemas de Cassie podrían deberse a la tensión. Creo que los ataques son auténticamente orgánicos. De todos modos, insistí en la necesidad de ayudar a Cassie a superar el trauma de la hospitalización. Le dije que la epilepsia podría obligarnos a ingresar repetidamente a Cassie y que tendríamos que ayudarla a adaptarse. Y le expliqué que tú eras un experto en traumas médicos y que, a lo mejor, podrías ayudar a Cassie a relajarse por medio de la hipnosis. ¿Te parece bien?

Asentí con la cabeza.

—Entretanto —dijo—, podrías analizar a la madre. Y tratar de establecer si es una psicópata.

—Si es un caso de síndrome de Münchhausen por sustitución, puede que no sea una psicópata.

—¿Pues qué entonces? ¿Qué clase de chiflada es capaz de hacerle eso a su propia hija?

—Nadie lo sabe realmente —contesté—. Hace algún tiempo que no leo nada referido a este tema, pero, en general, se solía pensar en algún tipo de trastorno confuso de la personalidad. Lo malo es que los casos documentados son muy pocos y no existe, en realidad, una buena base de datos.

—No se ha producido ningún progreso últimamente, Alex. He examinado toda clase de fuentes en la facultad de Medicina y no hay prácticamente nada.

—Me gustaría echar un vistazo a los artículos.

—Los leí allí, no los pedí prestados —dijo Stephanie—, pero creo que anoté las referencias en alguna parte. Y me parece recordar eso que has dicho tú del confuso trastorno de la personalidad…, aunque no sé exactamente lo que significa.

—Significa que apenas sabemos nada y por eso buscamos a tientas. Una parte del problema deriva del hecho de que los psicólogos y psiquiatras dependemos de la información que nos facilitan los pacientes. En un caso de Münchhausen forzosamente tenemos que fiarnos de un embustero habitual. Pero, en cuanto se analizan las historias que cuentan, todo coincide bastante: experiencias iniciales con una grave enfermedad o trauma físico, familias que acentuaban la importancia de la salud y la enfermedad, malos tratos infantiles y, a veces, incluso incesto. Todo lo cual conduce a una ausencia de amor propio, a problemas en las relaciones con los demás y a una necesidad patológica de atención. La enfermedad se convierte en el escenario en el que ponen de manifiesto esta necesidad…, por eso muchos de ellos eligen profesiones relacionadas con la sanidad. Sin embargo, muchas personas con esos mismos antecedentes no se convierten en enfermos con el síndrome de Münchhausen. Y eso se puede aplicar tanto a los enfermos que se maltratan a sí mismos como a los que atormentan a sus hijos por sustitución. Es más, algunos datos apuntan en el sentido de que los padres que padecen el síndrome de Münchhausen por sustitución empiezan maltratándose a sí mismos y, en determinado momento, pasan a utilizar a sus hijos. Nadie sabe por qué ni cuándo ocurre tal cosa.

—Curioso —dijo Stephanie, sacudiendo la cabeza—. Es como un baile. Tengo la sensación de estar bailando a su alrededor, pero de que es ella la que me dirige a mí.

—El vals del diablo —dije.

Stephanie se estremeció.

—Ya sé que no estamos hablando de datos científicos concretos, Alex, pero si pudieras echarle un vistazo y decirme si, a tu juicio, es ella la que lo hace…

—Por supuesto que sí. Aunque me extraña un poco que no te pusieras en contacto con el departamento de Psiquiatría del hospital.

—Nunca me ha gustado el departamento de Psiquiatría que tenemos aquí —contestó—. Demasiado freudiano. Hardesty quería tender a todo el mundo en el sofá. De todos modos, ahora no sería posible: ya no existe.

—¿Qué quieres decir?

—Los despidieron a todos.

—¿A todo el departamento? ¿Cuándo?

—Hace unos meses. ¿Acaso no lees las circulares?

—No mucho.

—Ya se ve. Bueno pues, Psiquiatría ha desaparecido. El contrato de Hardesty se ha rescindido y, como él nunca había pedido subvenciones, no se disponía de ninguna ayuda económica. El consejo de administración decidió no correr con los gastos.

—¿Y qué pasó con la plaza de Hardesty? ¿Y los demás…, Greiler y Pantissa no tenían también plaza fija?

—Probablemente sí. Pero resulta que la plaza depende de la facultad de Medicina, no del hospital. Por consiguiente, conservan sus puestos. Los sueldos ya son otra cuestión. Ha sido toda una revelación para los que pensábamos que teníamos el puesto asegurado. Aunque también es cierto que nadie salió en defensa de Hardesty. Todo el mundo pensó que él y su equipo eran árboles caídos.

—O sea que Psiquiatría ya no existe —dije yo—. Y se acabaron los cafés gratis. ¿Hay algo más?

—Muchas cosas. ¿Te afecta en algo el hecho de que no haya Psiquiatría? Me refiero a tu situación en la plantilla.

—No, yo dependo de Pediatría. Y concretamente de la sección de Oncología aunque hace años que no atiendo a ningún enfermo de cáncer.

—Muy bien —dijo Stephanie—. Eso quiere decir que no tendremos problemas de procedimiento. ¿Alguna otra pregunta antes de que nos levantemos?

—Solo un par de observaciones. Si fuera un caso de Münchhausen por sustitución, el tiempo apremia un poco… por regla general, la situación se agrava progresivamente y algunos niños acaban muriendo, Steph.

—Lo sé —dijo Stephanie, comprimiéndose las sienes con las puntas de los dedos—. Sé que, a lo mejor, tendré que enfrentarme con la madre. Por eso tengo que estar segura.

—La otra observación se refiere al primer hijo… el niño. Supongo que estarás pensando en un caso de posible homicidio.

—Pues sí. Lo he estado pensando mucho. Cuando mis sospechas sobre la madre empezaron a tomar cuerpo, saqué la historia clínica del niño y la examiné con lupa. Pero no vi nada extraño. Las notas de Rita estaban muy claras…, era un niño que gozaba de perfecta salud antes de morir y, tal como suele ocurrir en esos casos, la autopsia no llegó a ninguna conclusión definitiva.

—Veo que estás haciendo todo lo que puedes.

—Lo intento, pero me desespero.

—¿Y el padre? —pregunté—. No hemos hablado de él.

—En realidad, no le conozco demasiado. Está claro que la madre es la que se encarga de todo y casi siempre he hablado con ella. En cuanto empecé a pensar en un posible caso de Münchhausen por sustitución, me pareció importante concentrarme en ella, porque eso siempre lo hacen las madres, ¿verdad?

—Sí —contesté—, pero, en algunos casos, el padre es un cómplice pasivo. ¿Has observado algún indicio de que sospeche algo?

—Si tiene alguna sospecha, no me lo ha dicho. No me parece un tipo especialmente pasivo… más bien simpático. Y ella también, por supuesto. Los dos son muy simpáticos, Alex. Esa es una de las razones que me lo hacen todo tan difícil.

—Típico del síndrome de Münchhausen. Seguramente las enfermeras están encantadas con ellos.

Stephanie asintió con la cabeza.

—¿Y cuál es la otra? —pregunté.

—¿La otra qué?

—La otra razón que te lo hace tan difícil.

Cerró los ojos, se los frotó y tardó un rato en contestar.

—La otra razón, aunque pueda sonar tremendamente fría y política —dijo— es la posición de esta gente. Social y política. El nombre completo de la niña es Cassie Brooks Jones… ¿te suena eso de algo?

—No —contesté—. Jones no es precisamente un apellido que llame la atención.

—Jones, de Charles L., junior. El célebre financiero. El principal gestor de los recursos económicos del hospital.

—No le conozco.

—Claro… no lees las circulares. Bueno pues, hace ocho meses fue nombrado presidente del consejo de administración. Y se organizó un gran revuelo.

—¿Por la cuestión del presupuesto?

—¿Por qué si no? La genealogía es la siguiente: el único hijo de Charles junior es Charles III… como los reyes. Le llaman Chip… y es el padre de Cassie. La madre se llama Cindy. El niño que murió era Chad… Charles IV.

—Todos empiezan por C —dije—. Les debe de gustar el orden.

—No sé. Pero lo más significativo es que Cassie es la única nieta de Charles junior. ¿No te parece curioso, Alex? Tengo entre manos un posible caso de Münchhausen por sustitución que nos podría estallar a todos en la cara y la paciente es la única nieta del tipo que nos ha quitado el privilegio del café gratuito.