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Poco después entraron una enfermera y una agente de policía.
Le entregué a la policía el paquete de las pastillas y me encaminé como un sonámbulo hacia la puerta de madera de teca.
En la Quinta Este la gente hablaba y se movía, pero yo no le presté la menor atención. Bajé en el ascensor hasta el sótano. La cafetería estaba cerrada. Me pregunté si Chip también tendría una llave para abrirla, me compré una taza de café en una máquina automática, busqué una cabina telefónica y tomé un sorbo mientras pedía a Información el número de una tal Jennifer Leavitt. Nada.
Antes de que el operador cortara la comunicación, le pedí que buscara algún Leavitt en el distrito de Fairfax. Había dos. Uno de los números coincidía vagamente con el recuerdo que yo tenía del número particular de los padres de Jennifer.
En mi reloj eran las nueve y media. Sabía que el señor Leavitt se acostaba muy temprano para poder estar en la panadería a las cinco de la madrugada. Confiando en que no fuera demasiado tarde, marqué el número.
—¿Diga?
—¿Señora Leavitt? Soy el doctor Delaware.
—Hola, doctor. ¿Qué tal está?
—Muy bien. ¿Y usted?
—También, gracias.
—¿Llamo demasiado tarde?
—No, qué va. Estábamos mirando la televisión. Pero Jenny no está en casa. Ahora vive en su propio apartamento… Mi hija, la doctora, es muy independiente.
—Ya veo que está usted muy orgullosa de ella.
—¿Y por qué no iba a estarlo? Siempre ha hecho que yo me sintiera orgullosa. ¿Quiere su nuevo número?
—Sí, por favor.
—No se retire… Está en Westwood Village, muy cerca de la universidad. Vive con otra chica muy simpática… Aquí lo tengo. Si no la encuentra allí, probablemente estará en su despacho…, tiene un despacho para ella sola.
Risita de complacencia.
—Qué bien —dije, anotando los números.
—Un despacho para ella sola —repitió—. Eso de educar a una hija como ella es un privilegio… La echo mucho de menos. Tengo la sensación de que la casa se ha quedado muy vacía.
—No me extraña.
—Usted la ayudó mucho, doctor Delaware. Los estudios universitarios a su edad no fueron muy fáciles… Tiene usted que estar orgulloso.
Nadie contestó en el apartamento de Jennifer, pero, en cambio, la llamada a su despacho fue atendida al primer timbrazo:
—Al habla Leavitt.
—Jennifer, soy Alex Delaware.
—Hola, Alex. ¿Ya resolviste tu Múnchhausen por sustitución?
—El enigma —dije yo—. Pero el enigma todavía no se ha aclarado. Resulta que era el padre.
—No me digas. O sea que no siempre es la madre.
—Él contaba con que nosotros lo creyéramos así. Le tendió una trampa a su mujer.
—Qué maquiavélico.
—Se cree un intelectual. Es profesor.
—¿Aquí?
—No, en un centro de enseñanza semisuperior. Pero las investigaciones en serio las hace en la universidad y por eso precisamente te llamo. Deduzco que leyó todos los textos imaginables sobre el síndrome para poder crear un caso de manual. Su primer hijo murió de síndrome de muerte súbita. Otro caso de manual que quizá también fue obra suya.
—Oh, no… sería demasiado.
—Se me ha ocurrido pensar que podría tener alguna relación con el claustro de profesores de este centro. ¿Habría algún medio de averiguarlo?
—La biblioteca tiene un registro de todos los usuarios.
—¿Figuran en el registro los artículos que se retiran?
—Por supuesto que sí. ¿Qué hora es? Las nueve y cuarenta y siete minutos. La biblioteca está abierta hasta la diez. Podría llamar allí abajo y comprobar si está trabajando algún conocido mío. Dame el nombre de ese malnacido.
—Jones, Charles L. De Sociología. Colegio Comunitario de West Valley.
—Ya lo tengo anotado. Te retendré la llamada y te llamaré por la otra línea. Dame tu número por si se cortara la comunicación.
Cinco minutos después, se puso de nuevo al aparato.
—Misión cumplida, Alex. El muy idiota dejó un reguero de artículos que no veas. Sacó todo lo que hay sobre tres temas… Münchhausen, síndrome de la muerte súbita del lactante y estructura sociológica hospitalaria. Más unos cuantos artículos dispersos sobre otros dos temas: toxicidad del Diazepam y… ¡agárrate!… fantasías femeninas sobre el tamaño del pene. Está todo aquí: nombres, fechas, hora exacta. Mañana te haré una impresión.
—Estupendo. Te lo agradezco mucho, Jennifer.
—Otra cosa —dijo—. Él no es el único que utilizó la tarjeta de lector. Hay otra firma en alguna de las investigaciones…, una tal Kristie Kirkash. ¿Conoces a alguien que se llame así?
—No —contesté—, pero no me extrañaría que fuera una de sus jóvenes alumnas. A lo mejor, hasta pertenece a un equipo femenino de béisbol.
—Lo tiene mal el profe, ¿verdad? ¿A ti qué te parece?
—Me parece que es una criatura de costumbres muy rutinarias.